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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Hierro (29 page)

-Oh, estáis aquí, mi señor -dijo Mina, que salió por una puerta instalada en una de las torres de las esquinas-. Te he buscado por todas partes.

Se acercó a él y lo abrazó, pero Chemosh, rechazando su contacto, la apartó.

-No estoy de buen humor -dijo-. Harías bien en dejarme solo.

Mina siguió su mirada airada hacia donde el Caballero de la Muerte, Ausric Krell, intentaba adiestrar a los Predilectos de Chemosh y convertirlos en una fuerza de combate.

-¡Velo por ti misma! -señaló el dios-. Esa chusma indisciplinada es mi ejército. El ejército que va a marchar al fondo del mar para conquistar la torre de Nuitari. ¡Bah! -Se giró, disgustado-. ¡Ese ejército sería incapaz de asaltar una merienda campestre kender!

Krell trataba de formar en filas a los Predilectos; muchos de los muertos vivientes se limitaban a no hacerle el menor caso. Los que obedecían sus órdenes ocupaban un lugar en la fila hasta que al cabo de unos instantes olvidaban por qué se encontraban allí y echaban a andar. Krell intentaba intimidar y amenazar a los que se negaban a obedecer, pero eran inmunes a su aterradora presencia. Podía romperles todos los huesos del cuerpo, y se encogerían de hombros sin darle importancia para luego echar otro trago de la petaca que llevaban encima.

Krell fue a reunir a los que se habían alejado y les ordenó que volvieran a ponerse en fila. Mientras estuvo ausente, otros desertaron y obligaron al Caballero de la Muerte a ir pesadamente tras ellos. Algunos de los Predilectos se limitaban a quedarse allí donde les había dicho que se pusieran, sin atisbo de interés en nada, alzada la vista al cielo o clavada en la hierba o mirándose unos a otros.

-¡Esto es lo que hago con los reclutas que no obedecen mis órdenes! -bramó Krell, fuera de sí-. ¡Que esto os sirva de lección!

Desenvainando la espada, empezó a descargar tajos sobre los Predilectos, a los que cercenaba brazos, manos o cabezas. Los Predilectos se desplomaban en el suelo, muertos, donde empezaban a retorcerse de forma horrible hasta recomponer el cuerpo en cuestión de segundos.

-¡Ea! ¿Lo habéis visto los demás? -Krell se daba media vuelta y entonces descubría que el resto de la compañía se había marchado en dirección a la ciudad más próxima, empujados por su acuciante necesidad de matar.

-He creado el ejército perfecto. Soldados insensibles al dolor, diez veces más fuertes que el más fuerte mortal, inmunes a cualquier tipo de magia. Soldados que no conocen el miedo, a los que no se puede matar y que matarían a su propia madre. Sólo hay un problema. ¡Que todos son idiotas! -Chemosh estaba que echaba chispas.

Mina recordó que en otro tiempo había imaginado un ejército de muertos, cadáveres marchando a la batalla. Al igual que el Señor de la Muerte, había supuesto que sería el ejército perfecto. Al igual que él ahora empezaba a darse cuenta de que las mismas peculiaridades que podían hacer débil a un hombre eran aquellas que también lo hacían un buen soldado.

—¡Nada me sale bien! —Chemosh dejó de observar la ridícula escena en el campo de instrucción y se dirigió a la puerta que conducía al interior del castillo-. Todos me han fallado. Hasta tú, que afirmas que me amas.

—No digas que te he fallado, mi señor —suplicó Mina.

Lo alcanzó y enlazó las manos en torno al brazo del dios.

-¿Acaso no lo has hecho? —La miró furioso y la apartó de un empellón—. ¿Dónde están mis reliquias sagradas? Estuviste dentro del Solio Febalas, tuviste los artefactos a tu alcance y saliste sin nada. ¡Nada! Y te niegas a volver allí.

Mina bajó los ojos ante la ira de Chemosh. Le miró las manos, miró el encaje que caía sobre los dedos esbeltos. Hacía muchas noches que ya no la acariciaban y ella anhelaba su tacto.

—No te enfades conmigo, mi amado señor. He intentado explicártelo. El Solio Febalas es un lugar... sagrado. Santificado. El poder y la majestad de los dioses, de todos ellos, están presentes en la cámara. No pude tocar nada. ¡No osé tocar nada! Lo único que fui capaz de hacer fue caer de hinojos en pleitesía...

—¡Ahórrame esas estupideces! —bramó Chemosh—. Quizá embaucaras a Takhisis con tu actuación de fingida piedad. ¡Pero a mí no me engañas!

Echó a andar y dejó a Mina sumida en un dolido silencio. Al llegar a la puerta hizo un alto, se dio media vuelta y desanduvo sus pasos.

—¿Sabes lo que creo, señora? -inquirió fríamente—. Creo que cogiste alguno de esos artefactos y te los has quedado para ti.

-¡Jamás haría algo así, mi señor! -exclamó Mina, conmocionada.

—O quizá se los diste a Zeboim. Las dos sois tan amigas...

-¡No, mi señor!

Chemosh la aferró con fuerza y Mina se encogió de dolor.

-¡Entonces vuelve a la Torre del Mar Sangriento! Demuestra que me amas. La magia de Nuitari no puede detenerte, el guardián te dejará pasar...

-No puedo volver allí, mi señor -contestó Mina en voz baja y temblorosa. Pareció encogerse entre sus manos-. Te amo, haría cualquier cosa por ti, pero... Eso no puedo hacerlo.

La apartó violentamente, y la joven chocó contra el muro de piedra.

-Lo que imaginaba. Tienes las reliquias y quieres su poder para ti. -Chemosh la apuntó con un dedo-. ¡Las encontraré, señora! No puedes ocultármelas, y cuando las tenga...

Dejando la amenaza inconclusa, le asestó una mirada feroz, sombría e intimidatoria. Después, girando sobre sus talones, se alejó. Abrió la puerta con tal violencia que retumbó el golpe, entró y cerró tras de sí con otro portazo.

Mina se deslizó de espaldas contra el muro, demasiado débil para sostenerse de pie. Estaba agotada, aturdida y confusa. Chemosh se había mostrado complacido con su descripción de las maravillas que había descubierto en la Sala del Sacrilegio, pero la complacencia se había evaporado rápidamente cuando le habló de su reverencia y sobrecogimiento.

-Eso no importa. ¿Cuáles de mis maravillas has traído contigo? -había demandado.

-Ninguna, mi señor —había contestado, vacilante-. ¿Cómo iba a osar tocar nada?

Él se había levantado del lecho compartido, se había ido y no había regresado.

Ahora creía que le mentía, que le ocultaba cosas. Peor aún, estaba celoso de Zeboim, que había hecho todo cuanto estaba a su alcance para propiciar esos celos, aunque Mina no había sido consciente de ello.

-Disculpa que no te haya traído a esta encantadora joven de inmediato —había dicho Zeboim a su regreso—. Hicimos un pequeño viaje adicional. Quería que conociera a mi monje, Rhys Alarife, ¿recuerdas? Me lo cambiaste por Krell. Resultó ser una experiencia interesante.

Chemosh se habría arrojado en brazos de Caos antes que dar a Zeboim la satisfacción de preguntarle qué había ocurrido. Había preguntado a Mina sobre el monje, pero ella se había mostrado vaga y evasiva, con lo que se avivaron más sus sospechas.

Mina no había querido hablar de la fugaz y perturbadora visita. No podía quitarse de la cabeza el rostro del monje. Incluso en ese momento, en su estado de amargura, desdicha y congoja, Mina seguía viendo los ojos del hombre. No amaba al monje; no pensaba en él de ese modo en absoluto. Lo había mirado a los ojos y había visto que la conocía. Igual que la hembra de dragón.

«Estoy guardando secretos a mi señor -reconoció para sus adentros, consumida por la culpa—. No los secretos de los que me acusa, pero ¿acaso importa eso? Quizá debería contarle la verdad, decirle la razón por la que no puedo volver a la torre. Decirle que es la hembra de dragón la que me asusta. Ella y sus terribles enigmas.

Terribles porque no era capaz de resolverlos.

Pero el monje sí podía.

Chemosh no lo entendería. Se mofaría de ella o, lo que era peor, no le creería. Mina, que había matado a la poderosa Malys, ¿se asustaba de una vieja y prácticamente desdentada dragona del mar? Pero tenía miedo. El estómago se le encogía cada vez que evocaba la voz del reptil preguntando «¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes?».

Chemosh salió al gran salón y encontró a Krell que entraba en ese momento. Varios Predilectos deambulaban de aquí para allí sin propósito, algunos pidiendo cerveza y otros, comida. Unos pocos alzaron los ojos hacia el Señor de la Muerte, pero apartaron la mirada con desinterés. No prestaban la menor atención a Krell, que los maldecía y los amenazaba con el puño cerrado. Tampoco hacían caso los unos de los otros, y eso era lo más extraño.

-Daría igual si reúnes un ejército de gullys, mi señor -gruñó el Caballero de la Muerte—. Estos zopencos que has creado...

-Cállate -ordenó Chemosh porque, en ese momento, Mina bajaba la escalera.

Estaba muy pálida y era evidente que había llorado porque tenía los ojos enrojecidos y quedaba el rastro de las lágrimas en sus mejillas. Chemosh sintió un atisbo de remordimiento; sabía que había sido injusto con ella.

No creía realmente que hubiera robado artefactos sagrados y que se los estuviera ocultando. Había dicho eso para herirla. Necesitaba descargar su ira, hacerle daño a alguien.

Nada le salía bien. Ninguno de sus grandes planes estaba resultando como había esperado. Nuitari se reía de él, Zeboim se mofaba. Sargonnas, que era actualmente el dios más poderoso del panteón oscuro, lo comandaba por encima de él. La Sanadora, Mishakal, había ido a verlo recientemente hecha una furia y le exigió que destruyera a los Predilectos o se atuviera a las consecuencias. Él la había zaherido, naturalmente, y Mishakal se marchó tras advertirle que sus clérigos les habían declarado la guerra abierta a sus seguidores y que ella tenía intención de borrar de la faz de Krynn a todos sus discípulos.

No podría destruir fácilmente a sus Predilectos; ya se había ocupado él de que no resultara sencillo. Pero no tenía muchos seguidores vivos y ahora había empezado a darse cuenta de su valor.

Cavilaba sobre todo eso y sobre sus otros problemas, cuando Krell le dio un codazo de repente.

-Mi señor-susurró el caballero muerto-. ¡Fíjate en eso!

Los Predilectos, que sólo unos instantes antes deambulaban al tuntún por el salón hasta el punto de que algunos habían tropezado con el Señor de la Muerte y ni se habían dado cuenta, ahora se habían quedado inmóviles. Y callados. Tenían fija la atención en algo.

-¡Mina!

Algunos pronunciaron el nombre con tono reverente. -¡Mina!

Otros lo clamaron con angustia. -Mina...

Lo dijeran con admiración o en tono suplicante o con espanto, el nombre de la joven estaba en labios de todos los Predilectos.

Su nombre. No el de su dios, su señor. No el nombre de Chemosh.

Mina contemplaba, estupefacta, a la horda de Predilectos que se apiñaban en torno al hueco de la escalera, alzaban las manos hacia ella y clamaban su nombre.

-No —les dijo, desconcertada—. No vengáis a mí. No soy vuestro señor... Sentía la presencia de Chemosh, la sentía atravesándola como una lanza arrojada. Alzó la cabeza, angustiada, para buscar su mirada. La sangre se le agolpó en la cara, el sonrojo de la culpabilidad. -Mina, Mina... -Los Predilectos entonaban su nombre. -¡Bésame otra vez! —gritaban algunos. -¡Destrúyeme! -plañían otros.

Chemosh contemplaba la escena, estupefacto. —¡Mi señor! -La voz desesperada de Mina se elevó por encima del creciente tumulto. La joven bajó corriendo la escalera e intentó acercarse a él, pero los Predilectos se apelotonaron a su alrededor, desesperados por tocarla mientras le suplicaban o la maldecían.

Chemosh recordó una conversación oída casualmente entre Mina y el minotauro Galdar, que había sido su fiel amigo.

Puse en marcha un ejército de muertos-había, dicho Mina-. Luché contra dos poderosos dragones y los maté. Conquisté a los elfos y los sometí. Conquisté a los solámnicos y los vi huir de mí como perros apaleados. Hice de los caballeros negros una fuerza a la que se temiera y se respetara.

Todo en nombre de Takhisis, había contestado Galdar.

Quería que fuera en mi nombre...

Quería que fuera en mi nombre.

-¡Silencio! —resonó la voz de Mina en el salón-. Apartaos. No me toquéis.

Los Predilectos obedecieron la orden dada.

-Chemosh es vuestro señor -continuó la joven, y su mirada rebosante de culpabilidad se desvió hacia él, erguido al otro lado del salón-. Es él quien os hizo el regalo de una vida perdurable y yo sólo soy la portadora de su don. No olvidéis eso jamás.

Ninguno de los Predilectos habló; se quedaron apartados para dejarla pasar.

-Se cree muy lista -resopló Krell, desdeñoso-. Déjala que comande tu lastimoso remedo de ejército, mi señor.

El Caballero de la Muerte ignoraba lo cerca que había estado de acabar partido en dos y arrojado al olvido eterno. Sin embargo, Chemosh refrenó la ira.

Pasando rápidamente entre la muchedumbre de Predilectos, Mina apretó el paso para cruzar el salón y al llegar ante él se postró de rodillas.

-¡Mi señor, no te enfades conmigo, por favor! No saben lo que dicen...

-No estoy enfadado, Mina. -Chemosh la tomó de las manos y la hizo ponerse de pie-. A decir verdad, soy yo quien debería pedirte perdón, amor mío. -Le besó las manos y después los labios.

»Estos días estoy de mal humor y he descargado la frustración y la rabia contigo. Lo lamento.

Los ambarinos ojos de Mina relucieron de placer y -advirtió Chemosh— alivio.

—Mi señor, te amo muchísimo —musitó la joven—. Cree eso aunque no creas nada más.

—Lo creo —le aseguró él mientras le acariciaba el rojizo cabello-. Ahora vuelve a tus aposentos y ponte preciosa para mí. En seguida me reuniré contigo.

-No tardes, mi señor -contestó Mina y, tras darle un prolongado beso, se marchó.

Chemosh dirigió una mirada irritada a los Predilectos, que ahora que Mina se había ido deambulaban de nuevo de aquí para allí al buen tuntún. Ceñudo, le hizo un gesto perentorio a Krell.

El Caballero de la Muerte olió a sangre y acudió con presteza a su llamada.

-¿Qué ordenas, mi señor?

-Se trae algo entre manos y he de descubrir qué es. Vigílala, Krell, día y noche -encomendó Chemosh-. Quiero saber todo lo que hace, quiero oír cada palabra que pronuncia.

—Tendrás la información, mi señor.

-No ha de sospechar que la estamos espiando -advirtió el dios-, así que no puedes ir arrastrándote por ahí, repicando y haciendo ruido como un ingenio gnomo movido por vapor. ¿Podrás hacerlo, Krell?

—Sí, mi señor -le aseguró el Caballero de la Muerte.

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