Al sentir el peso de la perra contra su pierna, Rhys alzó la cabeza y miró directamente a la luz de un farol, que lo cegó, por lo que no puedo distinguir detalles de aquellos contra los que casi había tropezado, salvo que formaban un grupo de unos seis hombres.
Se desvió ágilmente hacia un lado para evitar el choque con el que iba a la cabeza.
-Lo siento mucho, señor -se disculpó, contrito-, llevo prisa y no iba pendiente de...
Enmudeció y sintió un nudo en la garganta. Los ojos ya se le habían acostumbrado a la luz y ahora veía claramente las túnicas sacerdotales color naranja tostado y el símbolo de la rosa de Majere.
El sacerdote alzó el farol de manera que la luz cayó sobre Rhys; éste no podía dar crédito a su mala suerte. Había ido siempre con todo cuidado para no toparse con los sacerdotes de Majere y ahora se había dado literalmente de bruces con seis ellos. Peor aún, el que iba a la cabeza, el del farol, era un Abad Supremo a juzgar por su vestimenta.
El abad lo miraba sin salir de su asombro, desconcertado al captar la imagen del monje que vestía túnica de Majere, pero con el color azul verdoso de Zeboim. La sorpresa dio paso a la desaprobación y, lo que era peor, al reconocimiento. El abad le acercó más el farol a la cara y Rhys tuvo que apartar los ojos para protegerlos de la luz.
-Rhys Alarife -dijo el abad, severo-. Te hemos estado buscando.
Rhys no tenía tiempo para eso, debía llegar al templo de Mishakal. Era el único que sabía dónde encontrar a Lleu, que seguramente ya iba de camino a la casa de la joven viuda.
-Discúlpame, reverendísimo, pero llego tarde a una cita. -Hizo una reverencia y se dispuso a alejarse.
El abad lo asió del brazo y lo detuvo.
-Perdóname, reverendísimo, llego tarde -explicó Rhys cortésmente, pero con firmeza.
Realizó un rápido y ágil movimiento para soltarse de la mano del abad. Por desgracia, el abad también estaba entrenado en el arte de la «disciplina benévola» y ejecutó un diestro contrataque con el que lo mantuvo asido. Atta, a los pies de Rhys, emitió un gruñido amenazador.
El abad dirigió a la perra una mirada y alzó la mano en un gesto imperioso. Atta se tumbó en el suelo con la cabeza entre las patas delanteras. Dejó de gruñir y empezó a mover débilmente la cola.
El abad puso de nuevo su atención en Rhys.
-¿Huyes de mí, hermano? -inquirió en un tono que era más apenado que reprobatorio.
-Perdona, reverendísimo —dijo de nuevo Rhys-. Tengo prisa, es un asunto de vida o muerte. Suéltame, por favor.
-El alma inmortal es más importante que el cuerpo, hermano Rhys. Esta vida es fugaz, pero el alma es eterna. He recibido informes de que tu alma está en peligro. —El abad le asía con firmeza el brazo—. Regresa con nosotros a nuestro templo. Hablaremos contigo y hallaremos un modo de hacer que la oveja descarriada vuelva al rebaño.
—Es lo que más me gustaría hacer, reverendísimo —contestó muy seriamente-, y te prometo que iré a vuestro templo más avanzada la noche. Ahora, como ya he dicho, se me necesita urgentemente en otro lugar. La vida que corre peligro no es la mía...
-Disculpa si no confío en ti, hermano Rhys -arguyó el abad. Los sacerdotes de Majere lo rodearon y asintieron con la encapuchada cabeza.
-Miembros de nuestro Orden te han estado buscando por Ansalon y ahora que te hemos encontrado no estamos dispuestos a dejarte marchar. Vamos, camina con nosotros, hermano.
-¡No puedo, reverendísimo! -Rhys empezaba a enfadarse-. ¡Venid conmigo si no me crees! Voy al templo de Mishakal. Sus clérigos y yo perseguimos a uno de los Predilectos que intenta arrebatarle la vida a esa joven viuda.
-¿Es que eres el alguacil de esta ciudad, hermano? -inquirió el abad-. ¿Es responsabilidad tuya prender a los criminales? —¡En este caso, sí! -replicó Rhys.
El cielo estaba oscuro ya y las estrellas habían aparecido. La joven viuda habría acostado a sus pequeños y estaría atenta a la llegada de Lleu.
-El Predilecto es, era, mi desdichado hermano. Yo soy quien puede identificarlo.
-Beleño lo conoce -argumentó el abad, imperturbable-. El kender se lo podrá señalar a los guardias.
Rhys se quedó desconcertado. Por lo visto el abad sabía todo lo referente a él.
-El kender conoce a Lleu pero no sabe dónde vive esa joven. No se lo dije a él ni a los clérigos de Mishakal.
-¿Por qué no? -quiso saber el abad-. Podrías haberles indicado la ubicación de la casa de la joven viuda a los clérigos.
Rhys titubeó al buscar una respuesta.
-Todas las casas se parecen, habría sido difícil...
-Miente a los demás si tienes que hacerlo, hermano Rhys, pero jamás te mientas a ti mismo. Quieres estar allí, quieres destruir con tus propias manos al monstruo que otrora era tu hermano. Has hecho de esto algo personal, Rhys Alarife, te consume el odio y el deseo de venganza. Y, sin embargo —añadió el abad, dulcificado el tono-, Majere sigue amándote.
Rozó con aire reverente el bastón que Rhys sostenía en la mano.
Como si un relámpago hubiese alumbrado la oscuridad tornando la noche en día, Rhys se vio a sí mismo con absoluta claridad. El abad tenía razón. Podría haber dado a Patricio las indicaciones necesarias para que localizara la casa de la joven viuda, pero había retenido la información a propósito porque quería estar allí. Quería enfrentarse a su hermano y había estado dispuesto a sacrificar la vida de la joven en pro de su odiosa necesidad.
Rhys anhelaba echarse al suelo a los pies del abad, anhelaba escupir el veneno que lo estaba devorando por dentro, anhelaba suplicar clemencia, pedir perdón.
El abad lo sujetaba por el brazo. Dejando caer el bastón, Rhys asió el brazo del abad con la mano libre y, con un tirón, hizo perder el equilibro al abad y lo arrojó al suelo.
—¡
Atta
, vigílalo! -ordenó Rhys.
La perra se incorporó velozmente. No atacó al abad, pero se puso sobre él y, enseñando los dientes, soltó un gruñido de advertencia. El abad le dijo algo, pero ahora Atta tenía órdenes directas de su amo y no estaba dispuesta a desobedecerle.
—Hermano Rhys... -empezó el abad.
-No te hará daño si no te mueves, reverendísimo —dijo fríamente Rhys mientras observaba a los otros sacerdotes que ahora lo rodeaban.
Levantó el bastón con el pie y lo lanzó hacia su mano. Se preguntó, inquieto, si el emmide seguiría luchando para él. Después de todo se estaba enfrentando a los servidores de Majere. Sostuvo el bastón ante sí, casi esperando que se resquebrajara y se partiera, pero la vara permaneció firme, cálida y reconfortante entre sus dedos.
-No quiero haceros daño a ninguno -les dijo a los sacerdotes-. Dejadme pasar.
-Tampoco nosotros queremos hacerte daño, hermano -dijo uno de ellos-, pero no estamos dispuestos a dejar que te vayas.
Iban a intentar reducirlo, a dejarlo indefenso. Rhys evocó la imagen de la joven viuda y el terrible destino que le aguardaba. Los cinco sacerdotes se abalanzaron sobre él con el propósito de arrastrarlo al suelo.
Rhys arremetió con el emmide; propinó un bastonazo en un lado de la cabeza a uno de los sacerdotes y lo derribó, dirigió la punta del cayado contra el diafragma de otro, que se dobló por la cintura, y golpeó a un tercero en la parte posterior de la cabeza, todo ello en una sucesión de movimientos relampagueantes que no le ocuparon más que unos segundos.
En seguida se dio cuenta de que los sacerdotes no estaban tan bien entrenados en el arte de la disciplina benévola como su abad, ya que los dos que quedaban de pie retrocedieron y lo observaron con cautela. El abad debió de intentar levantarse porque Rhys oyó ladrar a Atta y el chasquido de un mordisco. Echó una ojeada atrás y vio que el abad se apretaba una mano ensangrentada.
Deseando no haber ido por esa calle ni haber pisado jamás esa ciudad, Rhys plantó firmemente la punta del bastón en los adoquines y, asiéndolo con las dos manos, lo usó para impulsarse por el aire. Saltó por encima de las cabezas de los sorprendidos sacerdotes y aterrizó en el pavimento detrás de ellos. Llamando con un silbido a Atta, Rhys echó a correr calle adelante.
Se arriesgó a echar un vistazo atrás, convencido de que lo perseguirían, pero sólo vio a Atta lanzada a la carrera en pos de él. Dos de los sacerdotes daban asistencia a los que estaban caídos, mientras que el abad se sujetaba la mano herida y lo miraba con expresión pesarosa.
Rhys borró de su mente todos los pecados que había cometido y corrió.
Llegó al templo de Mishakal y encontró a Patricio, a su esposa y a Beleño, junto con la guardia de la ciudad, reunidos delante del edificio. El kender caminaba arriba y abajo y de vez en cuando echaba una ojeada a la calle.
-¡Hermano, llegas tarde! -gritó Patricio.
-¿Dónde has estado? -chillo Beleño, que se aferró a él-. ¡Hace mucho que anocheció!
-¡Seguidme! -jadeó Rhys, que se sacudió de encima al kender y siguió corriendo.
La joven madre se llamaba Camila. Hija única de un próspero mercader viudo que la había criado con excesiva complacencia, era testaruda y consentida. Cuando a los dieciséis años se enamoró de un marinero, hizo caso omiso de la orden de su padre y huyó para casarse con el marinero. Poco después ya habían tenido dos niños.
Su padre se había negado a tener nada que ver con ella e incluso llegó a cambiar el testamento para dejar su dinero a sus socios. Quizá el tiempo habría ablandado al anciano, que amaba profundamente a su hija, pero murió a la semana de haber realizado esos cambios. Poco después de la muerte de su padre, el esposo de Camila se cayó del aparejo del barco y se rompió el cuello.
Ahora era una viuda indigente con dos niños pequeños a su cargo. Su señora de compañía le había enseñado costura fina y selecta y Camila, tragándose el orgullo, se vio obligada a ir por las casas de las jóvenes ricas que antaño habían sido sus iguales para pedir trabajo.
No se ganaba mucho dinero con eso. Tenía veintiún años, estaba sola, medio muerta de hambre y desesperada. Lo único que le quedaba por vender era su cuerpo y se enfrentaba a la terrible elección de dedicarse a la prostitución o ver a sus hijos morirse de hambre, cuando conoció a Lleu.
Con su talante encantador y su atractivo aspecto, Lleu habría sido la respuesta a sus plegarias, sólo que Camila nunca rezaba. Había oído hablar de los dioses -alguna vaga mención de que habían regresado tras una larga ausencia- pero eso era todo. Lejanos y distantes, los dioses no tenían nada que ver con ella.
Él era la solución a su problema, sin embargo. Camila no lo amaba pero
estaba dispuesta a casarse con él. Los mantendría a ella y a sus hijos y, a cambio, sería una buena esposa para él. La idea de que le estuviese jugando una mala pasada no se le había pasado por la cabeza. Aunque sólo hacía dos días que lo conocía parecía que los adoraba a ella y a los niños. Cuando el monje le contó que Lleu había reservado pasaje en un barco, Camila había sentido como un puñetazo en la boca del estómago y no le resultó difícil convencerse de que el monje le había mentido.
Repartió entre los niños la poca comida que quedaba en la casa sin apartar nada para ella. Acostó al bebé en la cama para pasar un rato hablando con su hijo mayor, una criatura de cuatro años, y le prometió que muy pronto tendría un papá nuevo que lo querría muchísimo y que tendrían montones de comida y ropas de abrigo y una bonita casa nueva donde todos vivirían juntos.
El pequeño se le quedó dormido en brazos y lo llevó al jergón de paja que había en un rincón de la única habitación de la casucha, lo acostó y lo cubrió con una manta. Luego, tras hacer todo lo posible para ponerse guapa, se sentó en la única y destartalada silla para esperar a Lleu.
Llegó más tarde de lo que esperaba. Apestaba a aguardiente enano, pero no parecía estar borracho. La saludó con su habitual sonrisa encantadora y la besó en la mejilla. Camila cerró la puerta tras él y echó el cerrojo. Lleu estaba en mitad de la habitación con los brazos tendidos hacia ella.
-Ven aquí, cariño —dijo alegremente.
Camila se refugió en sus brazos. Los besos de Lleu eran ardientes y apasionados. Sin embargo, cuando las manos calientes del hombre empezaron a explorar su cuerpo, Camila se apartó de él.
—Lleu, tenemos que hablar. Prometiste casarte conmigo y no quiero esperar. Prométeme que nos casaremos mañana.
-Nos casaremos, pero tú has de prometerme algo a cambio -respondió él, risueño.
-¿Nos casaremos? -gritó Camila, eufórica-. ¿Mañana?
—Mañana, pasado, cuando sea -dijo Lleu con despreocupación.
-¿Qué quieres que haga? -inquirió Camila mientras regresaba junto a él.
Creía saber la respuesta y estaba preparada para entregar su cuerpo al hombre que iba a ser su esposo, así que la contestación de Lleu la pilló por sorpresa.
-Soy seguidor de Chemosh y quiero que te unas a mí en su culto. Eso es todo lo que te pido. Hazlo y serás mi esposa.
—¿Chemosh? -repitió Camila, que se apartó de nuevo, inquieta y sobresaltada-. No me habías hablado nunca de un dios llamado Chemosh. ¿Quién es?
—El Señor de la Vida Interminable —contestó Lleu—. Sólo tienes que jurarle que le servirás y a cambio él te concederá juventud eterna, belleza eterna, vida eterna...
Sus palabras sonaban locuaces, una perorata que había aprendido de memoria y que recitaba por rutina, como un mal actor en una mala obra. La advertencia del monje le vino a la mente.
-Oh, vamos, Lleu. La gente inteligente no cree en los dioses —argumentó con una risa fingida-. Adorar a los dioses es para bobos, para supersticiosos.
-Mi esposa ha de creer en mi dios, Camila -dijo Lleu, y su sonrisa encantadora se borró-. Si vamos a casarnos, has de jurar seguir a Chemosh. Él te recompensará con juventud eterna, belleza...
—Sí, todo eso ya lo dijiste antes —espetó Camila, aunque de inmediato trató de contemporizar—. Después de casarnos estaré encantada de aprender todo lo relacionado con Chemosh. Tú me enseñarás.
—Te enseñaré ahora —dijo Lleu, que se inclinó sobre ella, enterró la cara en el cuello de la joven y empezó a besarla.
Sus besos eran dulces y le había prometido casarse con ella. ¿Qué había de malo en acceder a su absurda petición? Jurar servir a Chemosh. Al fin y al cabo sólo era pronunciar unas palabras. Metió las manos por el cuello abierto de la camisa y vio debajo de sus dedos la señal de unos labios de mujer marcados a fuego en la carne.