»¡No me iré! -El kender se cruzó de brazos-. ¡No puedes obligarme!
—Beleño, tienes que irte -dijo Rhys con firmeza.
—No, no tengo que hacerlo.
-Es la única forma de salvarme -indicó el monje en tono solemne. Beleño levantó la cabeza.
—He estado pensado -prosiguió el monje—. Estamos en el Mar Sangriento, así que debemos de encontrarnos en algún lugar cercano a Flotsam. Hay un templo de Majere en Flotsam...
—¿Lo hay? ¡Eso es maravilloso! —gritó Beleño, entusiasmado—. ¡Puedo ir corriendo a Flotsam y encontrar el templo, reunir a los monjes, traerlos aquí para que repartan leña y te rescataremos!
-Es un plan excelente.
-¡Me marcho ahora mismo! —Beleño se incorporó precipitadamente. -Llévate a Atta -dijo Rhys-. Como protección. Flotsam es una ciudad sin ley o eso he oído decir.
-¡Vale! ¡Vamos, Atta!. -El kender silbó.
La perra se levantó, pero no lo siguió y miró a Rhys. Notaba que algo no iba bien.
-Atta, vigila-dijo el monje, que señaló al kender.
A menudo le daba la orden de «vigilar» algo, lo que significaba que tenía que proteger lo que fuera, no dejar que se acercara nadie. La había dejado guardando ovejas enfermas mientras él iba a buscar ayuda y a menudo le había encomendado guardar a Beleño.
En este caso, sin embargo, Rhys no se marchaba, sino que se quedaba, y el sujeto al que supuestamente tenía que guardar, se marchaba. Rhys ignoraba si el animal entendería y obedecería. Sin embargo, la perra estaba acostumbrada a cuidar del kender y Rhys confiaba en que ahora se avendría a esto igual que había hecho en el pasado. Había pensado en intentar hacer una correa para ella, pero la perra jamás había estado atada, por lo que Rhys imaginaba que se resistiría contra la correa y no había tiempo para eso. La noche avanzaba a pasos agigantados.
—Atta, aquí.
La perra se acercó a él y el monje la tomó por la cabeza con las manos y miró los ojos marrones.
-Ve con Beleño -le dijo—. Cuida de él. Vigila.
Rhys la acercó hacia sí y la besó suavemente en la frente. Luego la soltó.
-Llámala otra vez.
-Atta, ven -repitió Beleño.
La perra miró a Rhys, que gesticuló en dirección al kender. -Sal ahora -le ordenó Rhys a Beleño-. De prisa.
El kender obedeció y se encaminó hacia la boca de la gruta. Tras mirar de nuevo a Rhys, Atta fue en pos de Beleño obedientemente. Rhys soltó un suave suspiro. Beleño se paró un instante.
-Volveremos pronto, Rhys. No... no te muevas de aquí.
-Sé prudente, amigo mío -contestó el monje—. Tú y Atta cuidad uno del otro.
—Lo haremos. —Beleño vaciló un instante pero luego salió disparado de la cueva. La perra corrió tras él, igual que había hecho tantas veces antes.
Rhys se recostó en la pared rocosa mientras las lágrimas acudían a sus ojos, si bien sonrió.
—Perdóname por mentir, señor —musitó.
En
toda su larga historial los monjes de Majere jamás habían construido un templo en Flotsam.
Chemosh se encontraba siempre en la Sala del Tránsito de Almas aunque iba allí en contadas ocasiones, una contradicción que se explicaba por el hecho de que una de las facetas del Señor de la Muerte se hallaba siempre presente en la Sala, sentada en el oscuro trono mientras ponía a prueba a las almas de quienes habían dejado el cuerpo mortal atrás y se disponían a emprender la siguiente etapa del eterno viaje.
Rara vez ocupaba esa faceta de sí mismo. Aquel lugar estaba demasiado aislado, demasiado lejos del mundo de dioses y mortales. Los otros dioses tenían prohibido ir a la sala para que no influyeran de forma indebida en las almas sometidas a juicio.
Al Señor de la Muerte se le daba una última oportunidad de intentar inclinar a las almas hacia la causa del Mal, evitar que continuaran el viaje, hacerse con ellas y quedárselas. Las almas que habían aprendido las lecciones de la vida eludían fácilmente sus añagazas, al igual que las almas inocentes, como las de los niños.
Uno de los dioses del Bien o de la Neutralidad podía interceder a favor de un alma, pero únicamente si echaba una bendición a esa alma antes de que entrara en la sala. Justo en ese instante, un alma así se hallaba ante el trono de ónice y plata, un alma que estaba ennegrecida pero que aun así irradiaba luz azul. El hombre había cometido actos viles, pero había sacrificado la vida por salvar a unos niños atrapados en un incendio. El viaje de su alma no sería sencillo porque aún le quedaba mucho por aprender, pero Mishakal lo bendijo y el espíritu consiguió escabullirse de la mano huesuda y anhelante del Señor de la Muerte. Cuando Chemosh enredaba a un alma, la apresaba y la arrojaba al Abismo o la mandaba de vuelta al cuerpo muerto, que a partir de ese instante se convertía en su atroz prisión.
Los dioses de Mal también podían reclamar almas. Almas que ya se habían comprometido con Morgion o que llevaban la marca de Zeboim entraban en la sala cargadas de cadenas para que el Señor de la Muerte se las entregara a aquellos dioses a quienes habían jurado servir.
Chemosh sólo acudía a la sala en su forma «mortal» en los momentos en los que estaba profundamente conturbado. Le gustaba recordar su poder. No importaba a qué dios hubiese servido un mortal en vida, porque cuando esa vida acababa todas las almas pasaban ante él. Incluso las que negaban la existencia de los dioses se encontraban allí, lo que era una gran impresión para la mayoría. Se las juzgaba conforme al modo en que habían vivido, no porque hubiesen profesado fe a tal o cual deidad en vida. Una hechicera que hubiese ayudado a la gente durante su vida proseguía su camino, en tanto que el alma codiciosa, avara, que había engañado regularmente a sus clientes pero que nunca se perdía un servicio religioso, caía víctima de las lisonjas del Señor de la Muerte y acababa en el Abismo.
Algunas almas podrían haber proseguido viaje, pero decidían no hacerlo. Una madre era reacia a abandonar a sus pequeños; un esposo no quería separarse de su esposa. Estos espíritus permanecían atados a quienes amaban hasta que se los persuadía de que continuar era lo correcto y lo mejor para ellos, que los vivos habían de continuar con su vida y los muertos también debían seguir adelante.
Chemosh se encontraba en la sala observando la fila que formaban las almas, una hilera que teóricamente había de ser eterna, y recordó los tiempos horribles en los que la fila había acabado de un modo repentino e inesperado, esos tiempos en los que la última alma se había presentado ante él y había mirado esa alma y luego en derredor con una estupefacción sin límites. Montando en cólera, el Señor de la Muerte se había levantado del trono por primera vez desde que lo había ocupado al inicio de la creación, y había salido de la sala sólo para descubrir que Takhisis había robado el mundo y se había llevado las almas consigo.
Fue entonces cuando Chemosh comprendió la máxima mortal de «No se valora lo que se tiene hasta que se pierde».
Y también que se juraba que no se volvería a perder.
Chemosh observó a las almas que se presentaban ante él y escuchó sus historias, hizo negocios sucios y dictó sentencias; atrapó unas cuantas y dejó ir a otras pocas, y esperó sentir el cálido placer de la satisfacción.
Ese día no lo experimentó. Se sentía claramente descontento. Lo que se suponía que debería ir bien marchaba rematadamente mal. Había perdido el control y no tenía ni idea de cómo se le había escapado. Era como si estuviese maldito...
Esa palabra le hizo comprender de repente la razón de que se hubiese sentido atraído hacia allí, comprender qué buscaba.
Se hallaba en la Sala del Tránsito de Almas y volvió a ver a la primera que se había presentado ante él cuando el mundo se recuperó: el alma mortal de Takhisis. Todos los dioses habían presenciado su muerte. Volvió a oír sus palabras, en parte una desesperada súplica y en parte un gruñido desafiante.
-¡Estáis cometiendo un error! -les había gritado-. Lo que he hecho
no
se puede deshacer. La maldición está entre vosotros. Destruidme, y os destruiréis a vosotros mismos.
Chemosh no podía juzgarla. Ninguno
de los dioses
podía hacer eso. Había sido uno de ellos, después de todo. El Dios Supremo acudió a reclamar
el alma de su hija perdida, y
el reino de Takhisis, Reina de la Oscuridad, terminó y el
tiempo y el
universo continuaron.
En aquel entonces el Señor de la Muerte no había dado importancia a su predicción. Despotriques, desvaríos, amenazas... Takhisis había escupido ese veneno durante eones. Ahora pensó en ello sin poder evitarlo, pensó en ello y se preguntó con inquietud qué habría querido decir la difunta y no llorada Reina Oscura.
Había una persona que quizá lo supiera, una persona que había estado más cerca de ella que cualquier otro ser en la historia. La persona a la que había desterrado de su presencia. Mina.
Beleño abandonó la gruta con el corazón triste; una tristeza tan agobiante que el corazón no podía sostenerse como era debido en el pecho y se le hundió hasta la boca del estómago, donde se trastornó con el cerdo salado y le provocó retortijones. Desde allí, el corazón se hundió todavía más y sumó su peso al de los pies, de forma que éstos se movieron cada vez más despacio hasta que le resultó un esfuerzo colosal moverlos ni mucho ni poco. El corazón le pesaba más y más a medida que avanzaba.
El cerebro le decía al kender que estaba en una misión urgente para salvar a Rhys, pero el problema era que el corazón no lo creía, de forma que el corazón no sólo se le había caído a los pies, confundiéndolos, sino que además discutía con el cerebro, por no hablar del cerdo salado.
Beleño no le hizo caso al corazón y obedeció al cerebro. La mente era lógica y a los humanos les impresionaba la lógica hasta el punto de hacer siempre hincapié en lo importante que era actuar lógicamente. La lógica le dictaba a Beleño que tendría más oportunidades de rescatar a Rhys si volvía con ayuda en la forma de monjes de Majere, que si él -un simple kender-se quedaba con Rhys en la gruta. Era la lógica de la argumentación de Rhys la que lo había persuadido para que se fuera, y esa misma lógica lo hacía seguir adelante cuando el corazón lo instaba a dar media vuelta y regresar a todo correr.
Atta iba pisándole los talones, como le habían ordenado que hiciera. También a ella el corazón debía de estar incordiándola porque no dejaba de pararse, con lo que se ganaba miradas severas de reproche por parte del kender.
-¡Atta!¡Aquí, chica! ¡Tienes que mantener el ritmo! -la reprendió Beleño-. No tenemos tiempo para haraganear.
La
perra
trotaba tras
él
porque eso era lo que le habían dicho que hiciera, pero no estaba contenta, como tampoco lo estaba Beleño.
El hecho de caminar en sí era otro problema. Solinari y Lunitari resplandecían en el cielo esa noche, Solinari medio llena y Lunitari llena del todo, de modo que parecía que las lunas le estuvieran haciendo un guiño con ojos disparejos. Divisaba el perfil de la costa acantilada recortada contra el cielo y dedujo -lógicamente- que allí arriba encontraría una calzada que lo conduciría a Flotsam. Los acantilados no parecían estar muy lejos, sólo un salto, un brinco y un bore por encima de algunas dunas, seguido de gatear un poco entre peñascos.
Las dunas resultaron difíciles de cruzar, sin embargo. Salto, brinco y bote funcionaron rematadamente mal. La arena estaba suelta y sonaba como si pisara fango, como si las botas no estuvieran ya bastante resbaladizas con la grasa de cerdo. El kender envidiaba a Atta, que avanzaba sobre la arena con facilidad, y deseó tener cuatro patas. Beleño trastabilló por las dunas lo que le pareció una eternidad y se pasó más tiempo a cuatro patas que erguido. Le entró calor y se cansó, y cada vez que miraba al acantilado le parecía que se encontraba más lejos.
No obstante, todo llega a su fin, incluso las dunas. Y dieron paso a los peñascos. Beleño supuso que andar por los peñascos sería mejor que por las dunas y emprendió la escalada con alivio.
Un alivio que en seguida desapareció.
No sabía que los peñascos tuvieran un tamaño tan enorme ni aristas afiladas ni que trepar por ellos fuera tan difícil ni que las ratas que vivían entre los peñascos fuesen tan grandes y tan desagradables. Menos mal que Atta iba con él o, en caso contrario, quizá las ratas se lo habrían llevado ya que era obvio que no le tenían ningún miedo. La perra, en cambio, no les hizo gracia. Atta les ladró, ellas la miraron con los ojos rojos, le chillaron y después se escabulleron.
A poco de estar entre los peñascos, el kender tenía las manos cortadas y sangrantes, y le dolía un tobillo porque había resbalado y el pie se le había metido en una grieta. Tuvo que pararse una vez para vomitar, pero eso al menos acabó con el problema del cerdo salado.
Entonces, justo cuando creía que aquellos pedruscos no se acabarían nunca, llegó a lo alto del acantilado.
Beleño salió a la calzada que lo llevaría a Flotsam y a los monjes, y miró a un lado y a otro. Su primer pensamiento fue que la palabra «calzada» era un cumplido inmerecido para esa franja rocosa de rodaduras de carreta. La segunda idea que se le vino a la cabeza fue más sombría. La mal llamada calzada se extendía en ambas direcciones hasta perderse de vista en el horizonte.
No había ninguna ciudad ni a un extremo ni al otro.
Flotsam era inmensa. Había oído contar cosas sobre esa ciudad durante toda su vida. Flotsam era una urbe que jamás dormía. Era una ciudad de luces de antorchas, luces de tabernas, fogatas en la playa y fuegos de hogares brillando en las ventanas de las casas. Beleño había dado por supuesto que cuando llegase a la calzada divisaría las luces de Flotsam.
Las únicas luces que alcanzó a ver eran las de las pálidas estrellas y la del demencial guiño de ojos de las dos lunas.
—Bien, pues ¿dónde está? —Beleño se giró hacia un lado y después hacia el otro-. ¿En qué dirección voy?
Entonces la verdad se abrió paso en su mente. En su corazón. En la lógica.
-Da igual en qué dirección esté Flotsam —dijo con una certeza repentina, horrible-, porque, sea en una u otra dirección, está demasiado lejos. ¡Rhys lo sabía! Sabía que jamás volveríamos de Flotsam a tiempo. ¡Nos mandó irnos porque sabía que iba a morir!
Se sentó pesadamente en el suelo, rodeó el cuello de la perra con los brazos y la estrechó contra sí.