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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Hierro (35 page)

—Mi señor -arguyó con desesperación, cuando recuperó la voz-. Puedo explicar...

-No me interesan tus explicaciones -la interrumpió fríamente Chemosh, que volvió de nuevo a la partida—. Podría matarte por tu traición, señora, pero entonces tu lastimero fantasma me estaría incomodando toda la eternidad. Además, tu muerte sería la pérdida de una mercancía valiosa.

No la miró mientras hablaba, sino que sopesó el siguiente movimiento en el tablero.

-Te pondrás al mando de los Predilectos, señora. Te escuchan y te obedecen. Tienes experiencia en campos de batalla. En consecuencia, eres la comandante adecuada para convertirlos en un ejército y prepararlos para el asalto a la torre de Nuitari. Organizarás a los Predilectos y los conducirás a un campamento que he establecido en un lugar lejos de aquí.

El cuarto se oscureció, el suelo se ladeó y las paredes se movieron. Mina tuvo que asirse a una mesa para mantener de pie.

-¿Me estás desterrando de tu presencia, mi señor? —preguntó débilmente, apenas capaz de encontrar aliento para hacer la pregunta.

El dios no se dignó contestar.

—Podría instruirlos aquí -dijo la joven.

—No sería de mi agrado. Me he dado cuenta de que me aburre verlos. Y verte a ti.

Mina caminó como sonámbula por un suelo que parecía sacudirse y alabear bajo sus pies. Al llegar ante Chemosh cayó de hinojos a su lado y lo asió del brazo.

—¡Mi señor, déjame que te lo explique! ¡Te lo suplico!

-Te he dicho, Mina, que estoy en mitad de una partida...

-¡Me he desprendido de las perlas! -gritó-. Sé que te desagradaban. Tengo que decirte...

Chemosh libró el brazo de los dedos de la joven y se arregló el puño de encaje, que se había arrugado.

—Partirás mañana por la mañana y hoy permanecerás encerrada en tus aposentos, bajo guardia. Me propongo visitar a tu amante esta noche y no quiero que te escabullas e intentes prevenirlo.

Mina estaba a punto de desmoronarse. Las piernas no la sostenían y las manos le temblaban. Un sudor frío la cubría de pies a cabeza. Entonces Krell hizo un ruido. Se reía, una risa baja y profunda. La joven miró los ojos ardientes, porcinos, del Caballero de la Muerte, y vio el triunfo en ellos. Ahora sabía quién la había espiado.

Su odio por Krell le dio fuerzas para ponerse de pie, hacer que se evaporaran sus lágrimas y prestarle coraje para hablar.

—Como ordenes, mi señor.

—Tienes permiso para retirarte. —El dios movió otra pieza. Mina salió del estudio, aunque no tenía ni idea de cómo lo había hecho. No veía nada, no sentía nada, estaba completamente insensibilizada. Caminó a trompicones hasta donde fue capaz y se las ingenió para llegar a sus aposentos antes de desmayarse y desplomarse en el suelo, donde yació tendida como algo muerto.

Después de que la chica se hubo marchado, Krell bajó la vista al tablero y, para su sorpresa, comprendió que había ganado.

El Caballero de la Muerte movió un peón, se apoderó de la reina negra y la apartó del tablero.

—Tu rey está atrapado, mi señor —manifestó, exultante-. No tiene dónde ir. La partida es mía.

Chemosh lo miró y Krell tragó saliva con esfuerzo.

-O tal vez no. Ese último movimiento... Me he equivocado. Era un movimiento ilegal. -Volvió a colocar rápidamente a la reina negra en su casilla-. Te pido disculpas, mi señor, no sé en qué estaría pensando...

Chemosh asió el tablero de khas y se lo arrojó a Krell a la cara.

—Si me necesitas, estaré en la Sala del Tránsito de Almas. ¡No pierdas de vista a Mina! Y recoge esas piezas -añadió Chemosh mientras se marchaba.

—Sí, mi señor -masculló Ausric Krell.

7

El frío del suelo de piedra sacó a Mina del desvanecimiento. Tiritaba de tal modo que se sostuvo erguida a duras penas. Arrastrando los pies, se envolvió en una manta de la cama y fue hacia la ventana.

Soplaba una brisa moderada y el Mar Sangriento estaba en calma. Las olas rompían en las rocas de la orilla sin apenas salpicar. Los pelícanos, volando en formación como un Ala de Dragones Azules, andaban de pesca. El cuerpo brillante de un delfín rompió la superficie del agua y se sumergió de nuevo.

Tenía que hablar con Chemosh, tenía que conseguir que la escuchara. Todo aquello era una equivocación o, más bien, una mala pasada.

Mina caminó hacia la puerta de la habitación y descubrió que no estaba cerrada como había temido. La abrió de golpe.

Ausric Krell se encontraba ante ella.

Mina le asestó una mirada cáustica y dio un paso con intención de sobrepasarlo.

Krell se desplazó para cerrarle el camino.

-Quítate de en medio -increpó, obligada a enfrentarse a él.

-Tengo órdenes -se regodeó el Caballero de la Muerte—. Tienes que quedarte en tus aposentos. Si quieres ocupar el tiempo te sugiero que empieces a preparar el equipaje para tu marcha mañana. Quizá quieras llevarte todo lo que posees, porque no volverás.

Mina lo miró con fría rabia.

-Sabes que el hombre que está en la cueva no es mi amante. -Yo no sé nada de eso -replicó Krell.

-Una mujer no encadena a su amante a una pared y lo amenaza de muerte -manifestó mordazmente la joven—. ¿Y qué pasa con el kender? ¿También él es mi amante?

La gente tiene sus rarezas—comentó, magnánimo, Krell—. Cuando estaba vivo me gustaba que mis mujeres se resistieran, que chillaran un poco, así que no soy el más indicado para juzgar a nadie.

—Mi señor no es estúpido. Cuando vaya a la cueva esta noche y se encuentre con un monje demacrado y a un pequeño kender lloroso encadenados a una pared comprenderá que le has mentido.

—Tal vez sí -contestó Krell, impasible-. O tal vez no.

-¿Eres tan necio como aparentas, Krell? -increpó Mina, prietos los puños-. Cuando Chemosh descubra que le has mentido sobre mí se pondrá furioso contigo. Es muy posible que te entregue a Zeboim. Pero aún estás a tiempo de salvarte. Ve y cuéntale a Chemosh que has pensado bien las cosas y que estabas equivocado...

Krell no era tonto; ya había pensado bien las cosas y sabía lo que tenía que hacer exactamente para protegerse.

—Mi señor Chemosh ha dado orden de que no se lo moleste -contestó, y le propinó un empellón a Mina que la mandó de vuelta al interior de la habitación.

Cerró de un portazo, atrancó por fuera la puerta y siguió montando guardia delante.

Mina regresó a la ventana. Sabía lo que Krell planeaba: sólo tenía que ir a la cueva, disponer del kender y de la perra, matar al monje, quitarle las cadenas y dejar el cadáver para que Chemosh lo encontrara, junto con alguna evidencia que demostrase que la gruta había sido su nido de amor.

Quizá ya lo había hecho. Eso explicaría su aire de satisfacción. Mina ignoraba cuánto tiempo había estado desmayada; horas, como poco. El castillo estaba orientado al este y su sombra se proyectaba, oscura, sobre las olas rojas. El sol se metía ya y el día llegaba a su fin.

Mina se quedó en la ventana.

«He de recuperar la confianza y el afecto de mi señor. Tiene que haber un modo de demostrarle mi amor. Si pudiera hacerle un regalo, algo que ansiara poseer...»

Mas ¿qué podía haber que quisiera un dios y no pudiera tenerlo?

Una cosa. Había algo que Chemosh deseaba y que no podía tener.

La torre de Nuitari.

-Si estuviese en mi mano, lo haría -musitó la joven-, aunque en ello me fuese la vida...

Cerró los ojos y se encontró en el fondo del mar. La Torre de la Alta Hechicería se alzaba ante ella; las cristalinas paredes reflejaban el agua azul, el coral rojo, las algas verdes y la multitud de criaturas marinas multicolores, un continuo panorama de vida marina que desfilaba sobre su superficie facetada.

Estaba dentro de la torre, en su prisión, hablando con Nuitari. Estaba en el agua de la esfera, hablando con la dragona. Estaba en el Solio Febalas, abrumada por el sobrecogimiento, rodeada por el milagro sublime que eran los dioses.

Mina extendió las manos. Su anhelo se intensificó, brotó impetuoso en su interior. El corazón le martilleó, los músculos se le quedaron agarrotados. Cayó de rodillas con un gemido y siguió con las manos extendidas hacia la torre que la colmaba toda por dentro.

El anhelo la controló y la arrastró. No podía ni quería frenarse. Se entregó al anhelo y fue como si el corazón se le desgarrara. Jadeó, falta de aliento. Saboreó sangre en la boca. Se estremeció y volvió a gemir y, de repente, algo se rompió dentro de ella.

El anhelo, el deseo, fluyó a través de sus manos extendidas y ella se quedó tranquila y en paz...

Krell había hallado una forma de salir del aprieto, aunque no era la forma que Mina había imaginado, ya que ese plan requería que Krell se ausentara del castillo y a él lo aterraba hacerlo por miedo a que Chemosh regresara en cualquier momento y lo descubriera. El Caballero de la Muerte tendría el cerebro de un roedor, pero era sobradamente astuto para compensarlo. Su plan era sencillo y directo.

No tenía que matar al kender, al monje ni a la perra. Lo único que tenía que hacer era matar a Mina.

Muerta ella, se acababa la historia. Chemosh no tendría razón para ir a la cueva a enfrentarse a su amante y el problema de Krell quedaría resuelto.

Krell la detestaba y la habría matado hacía tiempo, pero temía que Chemosh acabara con él, algo nada fácil de lograr puesto que ya estaba muerto, pero el Caballero de la Muerte tenía la convicción de que el Señor de la Muerte hallaría la forma y que ésta no sería agradable.

Consideraba que matar a Mina ahora era seguro. Chemosh la despreciaba, la detestaba. No soportaba verla.

-Trató de escapar, mi señor -repasó lo que pensaba decirle—. No era mi intención matarla, pero no soy consciente de mi fuerza.

Habiendo decidido matar a Mina, a Krell sólo le quedaba determinar cuándo. En cuanto a eso, vacilaba. Chemosh había dicho que iba a la Sala del Tránsito de Almas, pero ¿hablaría en serio? ¿Se habría marchado el dios o aún andaría al acecho por el castillo?

Cada vez que Krell acercaba la mano al pestillo de la puerta se imaginaba a Chemosh entrando en la habitación a tiempo de presenciar cómo
le
rebanaba el cuello a su amante. Chemosh la despreciaría, pero algo tan horripilante todavía podía causarle impresión.

Krell
no se
atrevía a abandonar su puesto para comprobarlo. Finalmente, enganchó a un espectral secuaz que pasaba por allí y le ordenó que realizara averiguaciones. El secuaz estuvo ausente un buen rato durante el cual Krell paseó por el corredor e imaginó su revancha con Mina, cada vez más entusiasmado con la idea.

El secuaz le llevó la noticia de que Chemosh se hallaba en la Sala del Tránsito de Almas y que aparentemente no tenía prisa en regresar.

Perfecto. Chemosh se encontraría allí para ver llegar el espíritu de Mina. Así no tendría razón para ir a la cueva. Ninguna en absoluto.

Krell alargó la mano hacia el picaporte y entonces se detuvo. Una luz ambarina empezó a brillar alrededor del marco de la puerta. Miró el fenómeno, desconcertado, mientras el resplandor se hacía más y más intenso.

El Caballero de la Muerte sonrió. Las cosas marchaban mejor de lo que podría esperar. Por lo visto Mina había prendido fuego a la habitación.

Golpeó la puerta con el puño, desenvainó la espada y penetró en el cuarto.

8

La gruta olía a cerdo salado. Atta relamía los huesos de las costillas que se había comido y miraba, anhelante, a Beleño, que restregaba obedientemente, aunque con aire triste, el interior de sus botas con un trozo de carne grasienta. Rhys había razonado que al kender le sería más fácil sacar los pies de las botas que intentar sacar las botas de los grilletes.

-¡Ya está, acabé! -anunció Beleño. Le dio lo que quedaba del trozo de cerdo destrozado a la perra, que lo engulló de una tacada y después se puso a olisquear las botas, hambrienta.

-Atta, vale ya -ordenó Rhys, y la perra se le acercó, obediente, y se tumbó a su lado.

Beleño giró el pie derecho y soltó un gruñido.

—Nada —dijo, tras forcejear un momento—. No cede. Lo siento, Rhys, valió la pena intentarlo...

—Lo que tienes que hacer es mover el pie, Beleño -comentó el monje con una sonrisa.

-Lo moví -protestó el kender-. Las botas están bien ajustadas en esa parte. Siempre me han quedado un poco pequeñas, por eso los dedos abrieron un agujero en la punta. Bien, pensemos ahora cómo podemos escapar los dos.

—Hablaremos de ello después de que tú estés libre -replicó Rhys. -¿Prometido? -Beleño miró a su amigo con desconfianza. -Prometido.

El kender asió el aro metálico que tenía ceñido ai tobillo y empezó a tirar de él y de la bota.

-Dobla el pie -instruyó pacientemente Rhys.

—¿Quién te crees que soy? —demandó Beleño- ¿Uno de esos tipos del
circo que hacen un nudo con
las piernas detrás del cuello y caminan sobre las manos? Sé que eso lo puedo hacer porque lo intenté una vez. Mi padre tuvo que desengancharme...

Beleño, el tiempo se nos está acabando -dijo Rhys. La luz del día menguaba en el exterior y la gruta estaba cada vez más oscura.

El kender suspiró profundamente. Arrugando la cara, se puso a tirar y a tirar. El pie derecho salió de la bota y después le siguió el izquierdo. Sacó las botas de los grilletes y las miró con tristeza.

—Todos los perros que haya en seis condados a la redonda me perseguirán -rezongó. Se metió las botas grasientas y, cogiendo otro trozo de cerdo salado, se agachó junto a Rhys—. Te toca a ti.

—Mira, Beleño. -El monje señaló los grilletes que se ajustaban muy prietos a sus tobillos huesudos, luego alzó los que le ceñían las muñecas, tan ajustados que le habían excoriado la piel.

Beleño miró y el labio inferior le tembló.

-Es culpa mía.

-Pues claro que no es culpa ruya, Beleño —arguyó Rhys, sorprendido—. ¿Por qué dices eso?

-¡Si fuera un kender como es debido no estarías atascado aquí para que te mataran! —gritó Beleño—. Tendría ganzúas, ¿sabes?, y abriría esos cierres así. —Chasqueó los dedos, o lo intentó, porque debido a la grasa el chasquido no sonó muy allá—. Mi padre me dio un juego de ganzúas cuando cumplí los doce e intentó enseñarme a utilizarlas. No se me daba nada bien. Una vez se me cayeron y, ¡zas!, el ruido despertó a toda la casa. Otra vez la ganzúa se coló del todo por la cerradura, aún no entiendo cómo, y acabó al otro lado de la puerta, y ésa la perdí...

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