«Todo tiene que ver con la potestad de obrar por propia elección. -La diosa se frotó los brazos para conservar el calor-. Vosotros, los dioses de la Luz, estáis fomentando siempre el libre albedrío y hete aquí un ejemplo perfecto de por qué esa idea es absolutamente ridícula. Necesitabas desesperadamente a tu discípulo, ¿y qué hizo él? Ejercer su libre albedrío. Te dio la espalda y se volvió a mí en busca de ayuda.
«Sin embargo te niegas a abandonarlo, una actitud muy indulgente y comprensiva por tu parte, he de admitir -añadió Zeboim al tiempo que se encogía de hombros-. Si uno de mis discípulos hubiese hecho eso lo habría ahogado en su propia sangre. Pero tú no. Tú caminas pacientemente a su lado, intentas guiarlo pacientemente pero, de nuevo, otra vez, algo va mal. No sé bien qué, pero algo.
Majere continuaba con su ejercicio, sin hablar, sin mirarla. Pero la estaba escuchando, de eso estaba segura.
-Te eché encima a Mina o, más bien, se la eché a Rhys. En realidad no era ésa mi intención. Íbamos con prisa, tenía que entregársela a Chemosh como parte del trato que habíamos hecho. No obstante, pensé que debería presentarlos el uno al otro ya que había sido yo la que insistió en que Rhys la encontrara. Quería que él supiera qué aspecto tenía la chica. ¡Bueno, pues, imagina mi pasmo cuando Mina aseguró que el monje la conocía! Él asegura que no y para mí es evidente que dice la verdad. El pobre diablo no sabe mentir. Yo le creí, pero Mina, no.
«Hablo en serio. Total, yo había decidido que esos dos volvieran a verse y de ese modo, por añadidura, le amargaría la vida a Chemosh, pero eso no viene al caso. Mina se ha rencontrado con Rhys y ahora resulta que él no la conoce y ella sabe que él no la conoce. Está confusa, pobrecita, y es lógico. Aun así, le dijo algo muy interesante al monje. Dijo que la primera vez que lo vio vestía una túnica naranja, pero Rhys no llevaba tal cosa, sino una preciosa túnica verde que yo le había dado. Conclusión: o Mina es daltónica o está chiflada.
Zeboim hizo una pausa para respirar. El mero hecho de observar a Majere la agotaba; ya no esperaba que el dios le hablara.
-No creo que Mina sea daltónica ni que esté loca. Lo que creo es que realmente vio lo que vio. Creo que vio a Rhys Alarife en un momento de su vida en el que él llevaba la túnica naranja y sabía quién era ella. Ahora no, porque no lo sabe. Tampoco en el pasado, porque no lo sabía. Lo que nos deja... un tiempo que está por llegar. -Zeboim hizo una pausa efectista.
«Mina vio a tu monje en el futuro, un futuro en el que él ha vuelto a ti, un futuro en el que sabe algo sobre la chica. Y lo sabe porque tú se lo habrás dicho. -La diosa se encogió de hombros.
«El problema que tienes, Majere, es que ahora ese futuro nunca llegará a realizarse porque Mina planea torturar a tu pobre monje hasta matarlo.
«Luego está el tema del kender, que rompe a llorar y empieza con balbuceos sensibleros cada vez que ve a Mina, pero no quiero aburrirte con eso. Es un kender, después de todo. De ellos no se puede esperar un comportamiento racional. -Zeboim miró al dios.
«Adelante, sigue con tu baile, finge que estás por encima de todo esto. La verdad es que estás en un lío. No soy la única que se pregunta qué pasa con esa mortal, Mina. Mi hermano Nuitari puede ser más enfadoso que un grano en el trasero, pero no es estúpido. Él y los extraños primos están haciendo preguntas. A Sargonnas no le hace gracia que esos Predilectos se estén congregando al este de Ansalon, tan cerca de su imperio. A Nuitari no le gusta tenerlos tan cerca de su torre. Mishakal está furiosa porque hace falta la mano de un niño para destruirlos, un toque maravilloso por parte de Chemosh, tengo que admitir. Me divierte bastante la idea de que unos dulces y tiernos chiquillos tengan que convertirse en asesinos sanguinarios.
«¿Que por qué estoy aquí, Majere? Veo que te estás haciendo esa pregunta. He venido a prevenirte. Soy la primera deidad que te visita, pero no seré la última. Todos los postes indicadores señalan en tu dirección. Los demás encontrarán el camino a tu fortaleza en la montaña y algunos (estoy pensando concretamente en mi padre) no se mostrarán tan dulces y encantadores como he sido yo. Será mejor que hagas algo antes de que pierdas completamente el control de la situación. Es decir, si es que no lo has perdido ya.
« ¿Quizá te gustaría desahogarte, contarme la verdad? Me encantaría ayudar a Rhys Alarife... por un precio. Apaciguaré a mi padre y a mi hermano y evitaré que te molesten. Cuéntame lo que sabes sobre Mina. Será nuestro secreto, ¡lo juro!
Zeboim esperó al tiempo que se frotaba los brazos y pateaba el suelo.
Majere seguía con movimientos con los que se deslizaba sobre las heladas losas del pavimento, el semblante inexpresivo, inescrutable.
-¡Guarda tu secreto, pues! -gritó Zeboim en tono desapacible-. No tendrás ningún problema para conseguirlo porque tu pobre monje preferirá morir antes que revelarlo. ¡Huy, se me olvidaba! -Dio una palmada-. ¡No puede desvelarlo porque no lo sabe! Será torturado para sacarle una información que no tiene, así que no podrá decirlo. Qué broma tan maravillosa a costa del pobre tipo. ¡Eso le enseñará de qué vale poner su fe en un dios como tú!
Dejando tras de sí una estela de niebla y bruma, Zeboim se marchó ofendida. Regresó al barco y ordenó a los minotauros que zarparan rápidamente y pusieran rumbo a climas más cálidos.
En el patio, Majere intentó proseguir con el ritual, pero le fue imposible. La mente tenía que estar serena para meditar, y la suya se hallaba sumida en el caos.
-Paladine —musitó—, tu cuerpo mortal no puedo oírme, pero quizá tu alma sí. Te he fallado y te pido perdón. Trataré de rectificar. «Aunque me temo que ya es demasiado tarde.
Chemosh se encontraba en las almenas del Castillo Predilecto (estaba considerando seriamente cambiarle el nombre) y observaba a Mina que corría por la playa. Se volvió y casi tropezó con Ausric Krell. Chemosh maldijo y retrocedió. -¿Qué te propones al acercarte a mí con tanto sigilo? -Fuiste tú quien me ordenó que fuese discreto -replicó malhumorado Krell.
-¡Al seguir a Mina, olla sopera andante! Cuando estés cerca de mí puedes tintinear y meter tanto ruido como quieras. ¿Y bien? -añadió tras una pausa-. ¿Qué nuevas traes?
-Tenías razón, mi señor-contestó Krell, exultante-. ¡Fue a reunirse con Zeboim!
-¿No con un amante? -inquirió Chemosh, estupefacto.
El Caballero de la Muerte comprendió que había cometido un error.
-Eso también -agregó con premura-. Mina fue a reunirse con la Arpía del Mar y con un amante. -Se encogió de hombros-. Probablemente algún sacerdote de Zeboim.
—¿Probablemente? -repitió Chemosh, ceñudo-. ¿Es que no lo sabes? ¿No lo viste?
Krell se puso nervioso.
—Yo... eh... Difícilmente podía hacer tal cosa, mi señor. Zeboim se encontraba allí y... Imagino que no querrías que supiera que estábamos espiando...
-Lo que quieres decir es que no querías que ella supiera que debajo de toda esa armadura de acero se esconde un redomado cobarde. —El dios echó a andar hacia la torre de la escalera-. Ven. Me enseñarás dónde se halla ese amante. Tendré mucho gusto en conocerlo.
Krell se encontraba en un dilema. Su historia era verosímil... de momento. Pero no había metido al kender y al perro que, cuanto más pensaba en ello, menos veía que pudieran respaldar su cuento sobre amantes y citas clandestinas. Luego estaba la libertad que se había tomado en la sucesión de los hechos; Zeboim había llegado, pero lo había hecho después de que Mina se hubiera marchado, algo que sonaba raro entre dos supuestos conspiradores.
—¡Espera, mi señor! —llamó con urgencia.
-¿A qué? -Chemosh se volvió a mirarlo con impaciencia.
-A... la caída de la noche -contestó Krell, salvado por la inspiración-. Oí a Mina decirle a ese hombre que regresaría a su lado por la noche. Podríamos pillarlos in fraganti —añadió, seguro de que eso sería del agrado de su señor.
Chemosh se había puesto muy pálido y abría y cerraba las manos debajo del andrajoso encaje de los puños. El viento le enredaba el cabello desgreñado.
—Tienes razón -dijo con una voz carente de matices.
Krell soltó un enorme suspiro de alivio, aunque lo hizo para sus adentros. Saludó a su señor y giró sobre sus talones. Regresaría a la cueva para asegurarse de que cuando Chemosh llegara allí encontrara lo que le había dicho.
-Krell -llamó bruscamente Chemosh-, estoy aburrido, ven a jugar al khas conmigo. Así me quitará algunas cosas de la cabeza.
El Caballero de la Muerte encorvó los hombros. Detestaba jugar al khas con Chemosh. Para empezar, el dios siempre ganaba, cosa nada difícil cuando uno puede ver de golpe todos los movimientos posibles y todos los resultados posibles. En segundo lugar, tenía cosas urgentes de las que ocuparse en la gruta, como un kender y un perro a los que despachar.
-Me encantaría disputar una partida contigo, mi señor, pero he de entrenar a los Predilectos. ¿Por qué no retozas un poco con Mina? No estaría de más sacarle provecho a tu dinero...
Krell comprendió mientras hablaba que había metido la pata. Se habría tragado las palabras y, de paso, a sí mismo, pero ya era demasiado tarde para eso. Los oscuros ojos de Chemosh tenían una expresión que hizo que el Caballero de la Muerte deseara reptar dentro de la armadura y no volver a salir jamás.
Se produjo un terrible silencio y después Chemosh habló fríamente. -De ahora en adelante Mina entrenará a los Predilectos y tú jugarás al khas.
-Sí, señor -farfulló Krell.
El Caballero de la Muerte siguió con pasos pesados a Chemosh por la escalera hasta el salón. Puede que él hubiera caído en desgracia, pero tenía un consuelo: ahora no querría estar en las botas de Mina ni por todo lo que el cielo o el Abismo pudieran ofrecerle.
Mina se dio un baño en el océano aunque no fue de forma intencionada. Las olas que la ira de Zeboim había levantado cubrieron la franja de arena que se extendía desde el espigón rocoso hasta el acantilado donde se alzaba el castillo. El agua no era profunda y la fuerza de las olas se rompía en las rocas. Mina era buena nadadora y disfrutó con el ejercicio, que le calentó los músculos y le liberó la mente, obligándola a reconocer la desagradable verdad.
Creía al monje. Él no mentía. Conocía a los hombres y ése era de los que no sabían mentir. Le recordaba en cierto modo a Galdar, su oficial y leal amigo. También Galdar había sido incapaz de decir una mentira ni siquiera sabiendo que ella la habría preferido a la verdad. Con una punzada de remordimiento, se preguntó qué sería de Galdar. Esperaba que todo le fuera bien. De repente sintió el deseo de verlo. Durante un instante quiso que estuviera allí y le dijera que todo saldría bien.
Saliendo del mar, se escurrió el agua del cabello y de la empapada ropa y dejó de desear lo imposible. Tenía que decidir qué hacer con el monje. Ahora no la conocía, pero la había conocido cuando se habían encontrado la primera vez. En sus ojos había visto que la reconocía, lo que ocurría era que se había olvidado o había sucedido algo que lo había hecho olvidar.
Una forma de recuperar la memoria era a través del dolor. Ella había ordenado utilizar la tortura con sus prisioneros, y los caballeros negros eran expertos en esos menesteres. Había presenciado el sufrimiento de los hombres y a veces los había visto morir, convencida de que actuaba correctamente, al servicio de una causa loable: la causa del Dios Único.
Ahora la convicción había sido sustituida por la incertidumbre. Empezaba a dudar. Esa mañana se había sentido tan furiosa que habría azotado al monje hasta despellejarlo vivo sin el menor remordimiento. Pensándolo bien se preguntó si sería capaz de torturar a sangre fría y, de hacerlo, si podría fiarse de la información obtenida bajo coacción.
Galdar siempre había dudado de la efectividad de la tortura como medio para obtener información.
—Un hombre dirá cualquier cosa con tal de que cese el dolor -le había advertido el minotauro en una ocasión.
Mina sabía que eso era cierto porque estaba padeciendo un tormento y haría lo que fuera para acabar con el dolor.
I labia otra forma. La muerte no tenía secretos, no para el Señor de la Muerte. Podía contarle todo a Chemosh, desnudarle su alma. El la ayudaría a arrancarle la verdad al monje.
Mina aferró el collar de perlas, lo rompió de un tirón y lo arrojó al mar. Apaciguado su corazón, regresó al castillo, se puso un bonito atuendo y fue en busca de Chemosh.
Encontró al Señor de la Muerte en su estudio jugando al khas con Krell.
Mina y el Caballero de la Muerte intercambiaron una mirada que expresaba claramente el aborrecimiento que se profesaban y después Krell enfocó de nuevo la atención en el tablero. Mina lo observó con más detenimiento. Parecía el mismo bruto cruel y grosero de siempre, pero había en él una especie de suficiencia enmascarada que era nueva y preocupante. También le resultaba inquietante que él y su señor parecieran estar muy cómodos juntos. De hecho, Chemosh reía por algo que decía Krell cuando ella entró en el estudio.
Mina iba a hablar, pero Chemosh se le adelantó.
-¿Disfrutaste del baño, señora? -preguntó con una mirada apática.
El corazón le tembló. El tono de Chemosh era gélido y sus palabras parecían un insulto. ¡Señora! Como si le estuviera hablando a una desconocida.
-Sí —contestó, y siguió hablando rápidamente, antes de perder los nervios-. Mi señor, tengo que hablar contigo. -Dirigió una fugaz mirada a Krell—. En privado.
-Estoy en mitad de una partida -repuso lánguidamente el dios-. Parece que Krell tiene posibilidad de ganarme. ¿Tú qué dices, Krell?
-Te estás batiendo en retirada, mi señor —contestó el Caballero de la Muerte, sin entusiasmo.
-Entonces ¿después de la partida, mi señor? -preguntó Mina, que tragó saliva con esfuerzo.
-Me temo que no. -Chemosh alargó la mano y desplazó a un caballero por todo el tablero; lo usó para tirar al suelo a uno de los peones de Krell-. Sé todo sobre tu amante, Mina, así que no hace falta que me sigas mintiendo.
-¿Amante? -repitió ella, estupefacta-. No sé de qué hablas, mi señor. No tengo ningún amante.
-¿Y qué hay del hombre que se oculta en la gruta? -inquirió Chemosh, que se giró en la silla para mirarla directamente a la cara.
Mina tembló. Pensó en diez cosas distintas que alegar en su defensa, pero ninguna sonaba verosímil. Abrió la boca, pero no emitió ninguna palabra. La sangre se le agolpó en las mejillas y supo que su silencio y su enrojecimiento señalaban su culpabilidad.