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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia

 

«La gaya ciencia» nos sitúa en el umbral del pensamiento nietzscheano, pues en ella Nietzsche aún está ensamblando lo que constituirá la mayor peculiaridad de su obra. En el mismo escribir, fragmentario y vacilante, se ven surgir los temas que después estarán en el centro de su filosofía. Ya había atravesado el profundo valle del que injustamente se ha dicho a menudo que era su profeta: el nihilismo, tan estrechamente ligado a la creencia positivista de la ciencia, como a la creencia metafísica del cristianismo. Por esto, en este libro ambos constituirán el blanco de su lucha contra el desdoblamiento del mundo, contra «toda metafísica y física que supone un final... todo anhelo predominantemente estético o religioso en un mundo aparte, un más allá».

Friedrich Nietzsche

La gaya ciencia

ePUB v1.0

boterwisk
27.07.12

Título original:
Die fröhliche Wissenschaft

Friedrich Nietzsche, 1982.

Traducción: Jorge Javier Valencia

Diseño/retoque portada: boterwisk

Editor original: boterwisk (v1.0)

ePub base v2.0

PRÓLOGO

I

Este libro necesitaría, sin duda, algo más que un prólogo; a fin de cuentas, siempre quedará la duda de si, por no haber vivido nada parecido, alguien puede llegar a familiarizarse mediante prólogos con la experiencia que precede a este libro. Parece escrito en el lenguaje de un viento de deshielo. Todo es aquí arrogancia, inquietud, contradicción, como un tiempo de abril, que hace recordar constantemente tanto al invierno demasiado reciente aún, como a la victoria obtenida sobre el invierno, esa victoria que viene, que debe venir, que tal vez haya venido… La gratitud fluye en él a oleadas, como si acabara de ocurrir el acontecimiento más inesperado, la gratitud de un convaleciente —pues la curación era ese acontecimiento más inesperado—. La «Gaya Ciencia»: he aquí lo que anuncia las Saturnales de un espíritu que ha resistido pacientemente a una prolongada y terrible presión —paciente, rigurosa, fríamente, sin someterse, pero también sin esperanza—, y que de pronto se ve asaltado por la esperanza, por la esperanza de la salud, por la embriaguez de la curación. ¿Es de extrañar que en este estado salgan a la luz muchas cosas insensatas y locas, mucha ternura arrogante despilfarrada en problemas que tienen la piel erizada de espinas y que no se dejan acariciar ni seducir de ningún modo?

Todo este libro no es efectivamente más que una necesidad de gozar tras un largo período de privación y de impotencia, el estremecimiento de alegría de las fuerzas recuperadas, la fe nuevamente despierta en un mañana y en un pasado mañana, el sentimiento y el presentimiento repentinos del futuro, de nuevas aventuras, de mares nuevamente abiertos, de metas nuevamente accesibles, nuevamente dignas de fe. ¡Y cuántas cosas no dejo atrás de ahora en adelante! Ese trozo de desierto, de agotamiento, de incredulidad, de helada en plena juventud, esa sensibilidad introducida donde no le corresponde, esa tiranía del dolor sólo superada por la tiranía del orgullo, que rechazaba las consecuencias del dolor —pues las consecuencias son consuelos—, ese aislamiento radical como defensa desesperada contra lo que había convertido en una misantropía de mórbida lucidez, esa profunda limitación a la amargura, a la aspereza, al aspecto lacerante del conocimiento, del modo como lo prescribía el hastío poco a poco desarrollado, merced a una imprudente dieta espiritual, verdadera golosina del espíritu —llaman a eso romanticismo—, ¡oh!, ¿quién podría experimentar eso jamás? Mas quien podría hacerlo sabrá sin duda perdonarme mejor un poco de locura, de exuberancia, de «gaya ciencia» —por ejemplo, ese puñado de cantos que en esta ocasión se han añadido al libro, en los que un poeta se burla de todos los poetas de un modo difícilmente perdonable—. ¡Ah! Este resucitado no sólo siente ganas de ejercer su malicia frente a los poetas y sus bellos «sentimientos líricos»; ¿quién sabe la clase de víctima que elegirá, qué monstruoso tema de parodia le excitará dentro de poco?
Incipittragoedia
—está escrito al final de este libro de inquietante desenvoltura—. ¡Cuidado! Algo esencialmente siniestro y mordaz se prepara:
incipitparodia
, de eso no hay duda…

II

Pero dejemos ya al señor Nietzsche; ¿qué nos importa que el señor Nietzsche haya recuperado la salud? Pocas cuestiones resultan tan seductoras a un psicólogo como la de la relación entre la salud y la filosofía y, en el caso de que él mismo cayese enfermo, penetraría en su mal con toda su curiosidad científica. En efecto, si se es una persona, cada cual tiene necesariamente la filosofía de su propia persona; no obstante, hay aquí una notable diferencia. En uno, son sus carencias quienes se ponen a filosofar, en otro sus riquezas y sus fuerzas. Para el primero, su filosofía es una necesidad, en tanto que sostén, calmante, medicamento, entrega, elevación, alejamiento de sí mismo; para el segundo, no es más que un hermoso lujo, en el mejor de los casos, la voluptuosidad de un reconocimiento triunfante que para completarse debe aún inscribirse con letras mayúsculas en el firmamento de las ideas. En el otro caso más corriente, cuando es la miseria quien hace filosofía como en todos los pensadores enfermos —y tal vez son los pensadores enfermos los que más abundan en la historia de la filosofía—, ¿qué será del pensamiento sometido a la presión de la enfermedad? Ésta es la cuestión que interesa al psicólogo, y aquí es posible la experiencia. No de otro modo obraría un viajero que decide despertarse a una hora determinada y que luego se entrega tranquilamente al sueño; del mismo modo nosotros, los filósofos, si caemos enfermos, nos entregamos en cuerpo y alma a la enfermedad —cerramos los ojos, por así decirlo, ante nosotros mismos—. Y del mismo modo que el viajero sabe que algo en él no duerme, que cuenta las horas y que sabrá despertarle a la hora requerida, también nosotros sabemos que el instante decisivo nos hallará despiertos, y que entonces surgirá algo que sorprenderá al espíritu el flagrante delito, es decir, a punto de debilitarse o de retroceder, de rendirse o de resistir, de entristecerse o de caer en quién sabe qué estados mórbidos del espíritu, que en los días de buena salud tienen en contra suya el orgullo del espíritu (pues según el viejo dicho: «El espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los tres animales más orgullosos de la tierra»). Tras interrogarnos y tentarnos así a nosotros mismos, se aprende a reconsiderar con una mirada más aguda todo lo que se ha filosofado hasta ese momento; se adivinan mejor que antes los extravíos, los rodeos, las formas de retirarse al campo, los rincones de sol del pensamiento a los que, en contra de su voluntad, los pensadores no se dejaron conducir y seducir sino porque sufrían; en lo sucesivo se sabe hacia dónde, hacia qué, el cuerpo enfermo, necesaria e inconscientemente, arrastra, empuja, atrae al espíritu —hacia el sol, la calma, la dulzura, la paciencia, el remedio, el consuelo en todos los sentidos—. Toda filosofa que asigna a la paz un lugar más elevado que a la guerra; toda ética que desarrolla una noción negativa de la felicidad; toda metafísica y toda física que pretende conocer un final, un estado definitivo cualquiera; toda aspiración, principalmente estética o religiosa, a un más allá, a un afuera, a un por encima autorizan a preguntarse si no era la enfermedad lo que inspiraba al filósofo. El enmascaramiento inconsciente de necesidades fisiológicas bajo las máscaras de la objetividad, de la idea, de la intelectualidad pura, es capaz de cobrar proporciones asombrosas; y con frecuencia me he preguntado si, a fin de cuentas, la filosofía no habrá sido hasta hoy únicamente una exégesis del cuerpo y un malentendido con relación al cuerpo. Tras los juicios supremos de valor por los que se ha guiado la historia del pensamiento hasta ahora, se esconden malentendidos en materia de constitución física, ya sea por parte de individuos aislados, ya sea por parte de clases sociales o de razas enteras. Es legítimo considerar las audaces locuras de la metafísica y en particular las respuestas que da a la cuestión del valor de la existencia como síntomas de constituciones corporales propias de ciertos individuos; y si semejantes valoraciones positivas o negativas del mundo no contienen, desde el punto de vista científico, ni el menor ápice de realidad, ello no quiere decir que no proporcionen al historiador y al psicólogo preciados indicios, en tanto que síntomas, como antes decía, de la constitución viable o malograda, de su abundancia y de su potencia vitales, de su soberanía en la historia, o, por el contrario, de sus enfermedades, de sus agotamientos, de sus empobrecimientos, de su presentimiento del fin, de su voluntad de acabamiento. Aún espero la llegada de un filósofo médico, en el sentido excepcional de la palabra —cuya tarea consistiría en estudiar el problema de la salud global de un pueblo, de una época, de una raza, de la humanidad— que tenga un día el valor de llevar mi sospecha hasta sus últimas consecuencias y que se atreva a formular esta tesis: en toda actividad filosófica emprendida hasta hoy no se ha tratado de descubrir la «verdad», sino de algo totalmente distinto, llamémosle salud, futuro, creencia, poder, vida…

III

Ya se puede suponer que no quisiera abandonar ese período de peligrosa debilidad, cuyo beneficio para mí dista hoy mucho de haberse agotado; como soy bastante consciente de todas las ventajas que precisamente las variaciones infinitas de mi salud me reportan sobre cualquier otro tosco representante del espíritu. Un filósofo que ha atravesado y no deja de atravesar muchos estados de salud, ha pasado por otras tantas filosofías, no podrá hacer otra cosa que transfigurar cada uno de sus estados en la forma y el horizonte más espirituales; la filosofía es este arte de la transfiguración. No nos corresponde a los filósofos separar el alma del cuerpo, como hace el vulgo, y menos aún separar el alma del espíritu. No somos ranas pensantes, ni aparatos de objetivación y de registro sin entrañas; hemos de parir continuamente nuestros pensamientos desde el fondo de nuestros dolores y proporcionarles maternalmente todo lo que hay en nuestra sangre, corazón, deseo, pasión, tormento, conciencia, destino, fatalidad. Para nosotros vivir significa estar constantemente convirtiendo en luz y en llama todo lo que somos, e igualmente todo lo que nos afecta; no podríamos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo tocante a la enfermedad, estaríamos tentados a preguntamos si es totalmente posible prescindir de ella. Sólo el gran dolor es el libertador último del espíritu, el pedagogo de la gran sospecha que de toda U hace una X, una X verdadera y auténtica, es decir, la penúltima letra que precede a la última… Sólo el gran dolor, ese dolor prolongado y lento que se lleva su tiempo y en el que, por así decirlo, nos consumimos como leña verde, nos obliga a los filósofos a descender a nuestro último abismo, a despojarnos de toda confianza, de toda benevolencia, de todo ocultamiento, de toda suavidad, de toda solución a medias, donde quizás habíamos colocado antes nuestra humanidad. Dudo que semejante dolor nos «mejore» —pero sé que nos hace más profundos—. Desde entonces, bien porque aprendemos a oponerle nuestro orgullo, nuestra ironía, nuestra fuerza de voluntad, como el indio que resiste el peor de los suplicios a base de injuriar a su verdugo; o bien porque nos replegamos a esa nada oriental —el nirvana—, en el mutismo, el letargo, la sordera del abandono, del olvido y de la extinción de nosotros mismos; lo cierto es que estos largos y peligrosos ejercicios de autodominio nos convierten en otro hombre con algunos interrogantes más y, sobre todo, con la voluntad de cuestionar en lo sucesivo poniendo en ello más insistencia, profundidad, rigor, dureza, malicia y serenidad que hasta el momento. Ya no existe la confianza en la vida; la vida misma se ha convertido en un problema ¡Pero no crean que esto nos vuelve necesariamente sombríos! Incluso entonces sigue siendo posible el amor a la vida —aunque en adelante se la ama de otra manera—. Es el amor por una mujer que despierta recelos… Bajo el encanto de todo lo problemático, el gozo ante la incógnita X que experimentan esos hombres más espirituales, más espiritualizados, es demasiado grande para que su luminoso ardor no transfigure sin cesar toda la miseria de lo problemático, todo el riesgo de la inseguridad, e incluso los celos del amante. Conocemos una nueva felicidad…

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