Los ojos de Zeboim se enfocaron en Rhys y la diosa le sonrió dulcemente.
—Traigo a alguien que quiero que conozcas, monje.
La diosa gesticuló y, tras un instante de vacilación, otra mujer entró en la taberna.
-Rhys, ésta es Mina -presentó Zeboim como sin darle importancia-. Mina, éste es Rhys Alarife, mi monje.
Rhys estaba tan sorprendido que reculó, tropezó con el bastón y pisó a Atta, que aulló una protesta. Era incapaz de hablar; su cerebro se debatía en semejante confusión que no entendía lo que veía. Tuvo la fugaz impresión de una joven que más que hermosa era llamativa, con el cabello rojo como el fuego y unos ojos como no había visto en su vida.
Eran del color del ámbar y el monje tuvo la espeluznante sensación de que, al igual que el ámbar, retenían apresado en ellos a todo aquel que contemplaban. La mirada ambarina se clavó en él y Rhys se sintió arrastrado hacia ellos como todos los demás, cientos de miles de personas atrapadas y retenidas como insectos en dorada resina.
El ámbar se filtró a su alrededor, cálido y dulce.
Rhys gritó y alzó velozmente los brazos para bloquear la mirada de la chica del mismo modo que los habría levantado para frenar un golpe.
El ámbar
se resquebrajó
. Los ojos siguieron reteniendo a sus pobres prisi
oneros
,
pero
ahora Rhys distinguía fallos, grietas minúsculas y estrías que se ramificaban a partir de las oscuras pupilas.
Rhys Alarife -dijo Mina a la par que le tendía la mano-. ¡Tú sabes la respuesta al enigma!
-¿El? -se mofó Zeboim-. El no sabe nada, pequeña. Bien, ahora tenemos que irnos, en serio. Ésta ha sido una visita relámpago, Rhys, cariño. Siento que no podamos quedarnos, pero quería que los dos os conocieseis. Era lo menos que podía hacer ya que fui yo quien te ordenó que revolvieras cielo y tierra para encontrarla. De modo que adiós...
Lleu emitió un grito apagado, un gemido inhumano y se abalanzó hacia Mina, a quien intentó asir, pero la joven retrocedió y se apartó de él.
—Desgraciado -increpó fríamente—. ¿Qué diablos haces?
Lleu cayó de hinojos y alzó las manos hacia ella en un gesto de súplica.
-¡Mina, no me rehúyas! ¡Me conoces! -clamó Lleu con acento desgarrador.
Rhys lo miró de hito en hito y Beleño se quedó boquiabierto. Lleu, que no se acordaba de Rhys, recordaba a Mina.
En cuanto a ella, le dirigió una mirada semejante a la que habría dirigido a una de las ratas del local.
-Te equivocas...
—¡Me besaste! -Lleu desganó la pechera de la camisa para mostrar la señal de sus labios marcados a fuego en su carne-. ¡Mira!
-Ah, eres uno de los Predilectos -dijo Mina, que se encogió de hombros—. Tienes la bendición de mi señor...
-¡No la quiero! -chilló Lleu-. ¡Quítamela!
-No te entiendo -dijo Mina, que parecía realmente desconcertada por su petición-. Te di lo que querías, lo que quieten todos los mortales... Vida eterna, eterna juventud, eterna belleza...
—Eterna desventura -gimió él-. No soporto tu voz atronando mis oídos constantemente. No soporto el dolor que me empuja a salir a la noche, el dolor que nada, ni el brebaje más fuerte, puede ahogar... -Lleu enlazó las manos-. Quítame la «bendición», Mina. Déjame ir.
Ella se apartó, altiva y distante. El ámbar se endureció, las grietas se cerraron.
-Te entregaste a mi señor, le perteneces. No puedo hacer nada. Lleu se echó bruscamente hacia adelante, todavía de rodillas. -¡Te lo suplico!
Zeboim lanzó una mirada de desagrado al Predilecto y tiró de Mina. -Vamos, pequeña. Y, a propósito de Chemosh, debe de estar impacientándose. En cuanto a ti, monje -Zeboim volvió la vista hacia Rhys y su expresión no era amistosa-, ya hablaremos más tarde.
Vientos tormentosos soplaron en la taberna, apresaron a Rhys y lo arrojaron contra la pared. El monje sintió los pinchazos de la arena en el rostro, que no lo dejaba ver, como tampoco el azote de la lluvia, pero sí oyó maldecir a la gente y el ruido de las cajas de madera que golpeaban al salir lanzadas de aquí para allí. La tormenta bramó durante un momento más y después amainó. Rhys encontró a Atta escondida debajo de una caja de madera y vio que Lleu seguía arrodillado. Esperando contra toda esperanza que su hermano hubiera recuperado la memoria, el monje se acercó a él, presuroso.
—Lleu, soy yo, Rhys...
-Me importa un bledo quién eres. —Lleu lo apartó de un empellón-. Quítate de en medio. ¡Tabernero, más aguardiente!
El tabernero apareció asomándose por detrás del mostrador, miró en derredor a las cajas volcadas, a los borrachos tirados patas arriba, y luego echó una mirada torva a Lleu.
-Vaya amistades tienes. ¡Fíjate que desbarajuste! ¿Quién va a pagar los destrozos? Tú no, supongo. Lárgate -gritó al tiempo que agitaba el puño-. ¡Y no vuelvas!
Mascullando que tenía mejores cosas que hacer y mejores sitios a los que ir, Lleu salió de la taberna y cerró tras de sí de un portazo.
-Yo pagaré los daños -dijo Rhys, que ofreció la última moneda que le quedaba. Silbó a Atta y echó a andar en pos de Lleu—. ¡De prisa, tenemos que seguirlo! -le dijo a Beleño conforme pasaba ante el kender.
El gañido de Atta hizo que el monje se parara y mirase atrás.
Beleño miraba fijamente el sitio en el que Mina había estado parada. El kender tenía los ojos muy abiertos y Rhys vio, sorprendido, que unas lágrimas se deslizaban por las mejillas de su amigo.
-Oh, Rhys. —Beleño tragó saliva con esfuerzo-. Qué triste es. ¡Muy triste!
Enterró la cara en las manos y sollozó como si se le partiera el corazón.
Rhys regresó junto a su amigo con premura. —Beleño -dijo, preocupado-. Lamento haber sido tan desconsiderado. Has sufrido una mala caída. ¿Dónde te duele? -¡Qué triste! ¡No puedo soportarlo! -Fue lo único que Beleño era capaz de decir.
Rhys rodeó al kender con el brazo y lo condujo fuera de la taberna, con Atta detrás de ellos, al trote. La perra miraba a su amigo con ansiedad y de vez en cuando le daba un lametón en la mano.
Dividido entre la preocupación por su amigo y la inquietud de perder el rastro de su hermano, Rhys hizo todo lo posible por sosegar a Beleño, todo ello sin perder de vista a Lleu.
Su hermano caminaba a lo largo de los muelles con las manos metidas en los bolsillos y silbando una melodía desafinada, sin problema alguno. Saludaba a desconocidos como si fuesen viejos amigos y, a no tardar, mantenía una conversación con varios marineros. Rhys recordó que sólo unos minutos antes su desdichado hermano había suplicado la muerte, y creyó saber qué había motivado el llanto del kender.
Rhys palmeó a Beleño en el hombro para consolarlo, convencido de que recobraría la calma en seguida, pero el kender estaba completamente trastornado. Beleño no cesaba de repetir, entre sorbetones y gimoteos, que todo era muy triste, y entonces rompía a llorar con más fuerza. A Rhys le preocupaba la posibilidad de tener que dejar a su amigo en aquel estado, pero entonces vio a su hermano entrar en una taberna, en compañía de los marineros.
Sin duda Lleu se quedaría allí un buen rato, sobre todo si los marineros invitaban, de modo que condujo al kender hacia un callejón tranquilo. Beleño se dejó caer pesadamente al suelo y sollozó con gran aflicción.
-Beleño, sé que estás apenado por Lleu, pero llorar no arreglará nada... —empezó el monje.
—¿Lleu? -El kender alzó la cabeza y lo miró-. ¡No lloro por él, sino por ella!
-¿Por ella? ¿Te refieres a Mina? -preguntó Rhys sin salir de su asombro-. ¿Es por ella por quien lloras?
Beleño asintió con un cabeceo, lo que hizo que le corrieran más lágrimas.
-¿Qué pasa con ella? -De repente se le ocurrió una idea a Rhys-. ¿Es uno de los Predilectos? ¿Está muerta?
-¡Oh, no! -Beleño tragó saliva. Entonces vaciló y repitió de nuevo-: No... —sólo que esta vez lo negó más despacio.
—¿Lloras por todo el mal que ha hecho? -La voz de Rhys se endureció y apretó los dedos sobre el cayado con fuerza-. Si está viva, es una buena noticia. Se la puede matar.
Beleño alzó la cara surcada de lágrimas y lo miró sorprendido.
-¿Realmente acabas de decir eso? ¿Quieres matarla? ¿Tú...? ¿El monje que sacaba una mosca de un charco de cerveza para que no se ahogara?
Rhys revivió la desesperada súplica de su hermano y la respuesta cruel e insensible de Mina. Recordó al joven Cam de Solace, a todos los jóvenes, esclavos de Chemosh, empujados a matar; la marca de los labios de esa mujer sobre el corazón de todos ellos.
-Ojalá la hubiera matado cuando la tuve delante de mí -dijo.
Después alargó la mano y sacudió al kender asiéndolo fuertemente del hombro.
-¡Respóndeme! ¿Qué te pone tan triste por ella? Beleño se apartó de él, encogido.
-En realidad no lo sé -dijo con un hilo de voz-. ¡En serio! La emoción me sobrevino de repente. No te enfades, Rhys, intentaré dejar de llorar ya.
Soltó un hipido, pero las lágrimas siguieron corriéndole por las mejillas y escondió la cara contra el pelaje de Atta. La perra le rozó el cuello con el hocico y le limpió el llanto a lametones. Los ojos marrones del animal, clavados en Rhys, parecían hacerle un reproche.
El kender se frotó el hombro que el monje le había apretado, y Rhys se sintió como un monstruo.
-Iré a buscarte un poco de agua.
Le dio al kender una palmadita de disculpa, peto con ello sólo consiguió que el llanto de su amigo se recrudeciera. Dejándolo al cuidado de Atta, Rhys se encaminó hacia un pozo público cercano. Sacaba el cubo lleno cuando percibió la presencia divina como una respiración en la nuca.
-¿Qué secreto me escondes, monje? -demandó Zeboim.
-No tengo secretos, majestad -dijo con un suspiro.
-Entonces ¿qué es ese enigma del que hablaba la chica? ¿Cuál es la respuesta?
—No sé lo que Mina quiso decir con eso, majestad -repuso Rhys—. ¿Por qué no le preguntáis a ella?
—Porque es una mentirosilla. Tú, a pesar de tus faltas, no lo eres, así que dime el enigma y la respuesta.
—Os he dicho ya, majestad, que no sé de qué hablaba. Y, puesto que no soy mentiroso, doy por sentado que tenéis que creerme. —Rhys llenó el odre de agua y echó a andar hacia el callejón.
Zeboim lo siguió; la diosa echaba chispas.
—¡Tienes que saberlo! ¡Vamos, haz memoria!
Rhys oyó la voz de su hermano, su desesperada súplica de concederle la muerte. Sintió las lágrimas de Beleño en la piel. Perdida la paciencia, giró sobre sus talones para encarar a la diosa, enfadado.
-Lo único que sé, majestad, es que tenéis en vuestro poder a la persona que me ordenasteis que buscara. ¡No tenéis derecho a preguntarme nada!
Zeboim se paró, momentáneamente sorprendida por la cólera del monje. Rhys siguió caminando y la diosa apretó el paso para alcanzarlo. Deslizó el brazo por el de él y se asió con fuerza cuando Rhys intentó desprenderse de su mano.
-Me gusta cuando te muestras enérgico, pero no vuelvas a hacer eso nunca. —Le dio un cachete en broma que le dejó el brazo dormido hasta el codo-. En cuanto a Mina, ¿te la presenté, verdad? Ahora ya conoces su aspecto. La dejé ir, es cierto, pero no tuve más remedio que hacerlo. Te acuerdas de mi hijo, ¿verdad? ¿Recuerdas que su alma estaba atrapada en esa pieza de khas?
Rhys suspiró. Vaya si lo recordaba.
—Te alegrará saber que ha sido liberado -dijo Zeboim.
A Rhys esa noticia no le causaba júbilo alguno, por lo que no tuvo que esforzarse nada en contenerlo.
La diosa guardó silencio unos instantes mientras observaba al monje con los ojos entrecerrados en un intento de captar sus sentimientos.
Rhys le abrió el corazón. No tenía nada que ocultar y, al cabo, la diosa se dio por vencida.
-Dices la verdad. Tal vez no sepas la respuesta a ese enigma —musitó Zeboim en un siseante susurro-. Yo que tú, trataría de descubrirla. A Mina le preocupabas, de eso me di cuenta. No te inquietes si no puedes dar con ella, hermano Rhys. ¡Será Mina la que te encuentre a ti!
Dicho esto, desapareció en medio de una ráfaga de lluvia.
Beleño y Atta se habían quedado dormidos profundamente. El kender tenía los brazos alrededor del cuello de la perra, que había puesto una pata sobre el pecho de Beleño en un gesto protector. Rhys los miró, despatarrados sobre los adoquines de un asqueroso callejón atestado de basura. Atta tenía el pelaje enredado y sin rastro del lustre de antaño. Las almohadillas de las patas estaban ásperas y agrietadas. Cada vez que pasaban cerca de praderas suavemente onduladas y verdes colinas Atta las contemplaba con anhelo y Rhys sabía que el animal habría querido echar a correr a través de la verde campiña sin parar hasta que volviera trotando con él, exhausta y feliz.
En cuanto al kender, Beleño comía con regularidad, que era más de lo que había hecho antes de que Rhys lo encomiara. Pero tenía la ropa andrajosa y las botas tan desgastadas que los dedos empezaban a asomarle por la puntera. Lo que era peor, su carácter vivaz de antaño se lo había ido desgastando el roce de la calzada por la que viajaban, día tras día, en pos de un hombre muerto.
«Los kenders no deberían llorar nunca —pensó Rhys con remordimiento-. No están hechos para las lágrimas.»
Se dejó caer pesadamente sobre un barril y hundió la cara en las manos; se apretó los ojos con las palmas. Intentó, a fin de conseguir la serenidad de espíritu, evocar los verdes pastos, las ovejas blancas y la perra blanca y negra corriendo por la ladera de la colina. Pero todo había desaparecido, no veía nada excepto la calzada, una calzada de desolación, degradación, vacío, muerte y desesperanza.
La vergüenza y el desprecio por sí mismo lo embargaron.
—He sido tan arrogante, tan engreído... -musitó mientras unas lágrimas amargas le humedecían, ardientes, las pestañas-. Me creí capaz de coquetear con el mal sin tener que dejar mi camino. Ser capaz de alardear de servir a Zeboim sin que ella pudiera reclamar derecho alguno sobre mí. Ser capaz de recorrer un sendero de oscuridad sin perder de vista la luz del sol. Peto ahora esa luz se ha desvanecido y estoy perdido. No tengo farol ni compás para guiarme. Tropiezo en un camino tan atestado de malas hierbas que no veo dónde piso. Y no tiene fin.
El bastón de Majere, que había tomado como una bendición, ahora le parecía un reproche.