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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Hierro (9 page)

—¡Déjame marchar! -demandó y entonces añadió inesperadamente, en voz baja y apasionada-: O mátame.

-¿Matarte? -Nuitari se permitió abrir los cargados párpados, que siempre parecían entrecerrados—. ¿Tan malo es el trato que te he dado que deseas la muerte?

-¡No puedo estar confinada! -gritó Mina, y su mirada recorrió la estancia como si quisiera abrir un agujero a través de la sólida roca meramente con los ojos. Recobró el dominio de sí misma al instante. Se mordisqueó el labio y pareció lamentar su estallido.

»No tienes derecho a retenerme aquí -añadió.

—Ninguno -convino con ella Nuitari—. Claro que soy un dios y hago lo que quiero con los mortales, y al Abismo con tus derechos. Aunque ni siquiera yo voy por ahí matando inocentes, como hace Chemosh. He recibido informes acerca de sus Predilectos, como los llama él.

—Mi señor no los mata, sino que les otorga el don de la vida eterna —replicó Mina-, siempre jóvenes y hermosos. Les quita el miedo a la muerte.

-Tengo que reconocer que eso sí que lo hace —dijo Nuitari con sequedad-. Por lo que tengo entendido, una vez que uno está muerto el miedo a morir se reduce de manera considerable. Al menos, así se lo explicaste a Basalto y a Caele cuando intentaste seducirlos.

Mina le sostuvo la mirada, cosa que a Nuitari le resultaba desconcertante porque eran muy pocos los mortales o los dioses capaces de hacerlo. Se preguntó, con un destello de irritación, si esta muchachuela había sido tan osada con su madre.

-Les hablé de Chemosh -admitió Mina sin asomo de disculpa-. Eso es cierto.

-Ni Basalto ni Caele aceptaron tu oferta, sin embargo, ¿verdad?

—No —repuso Mina—. Te reverencian y te tienen un gran respeto.

-Digamos que les gusta el poder que les otorgo. A la mayoría de los hechiceros les gusta el poder y serían muy reacios a perderlo, ni aun a cambio de una «vida eterna» que, por lo que he observado, es más la muerte infundida de cierta calidez. Dudo que conviertas a muchos hechiceros al culto de tu señor.

-También lo dudo yo -dijo Mina, que sonrió.

La sonrisa le transformó el rostro, hizo que los ojos ambarinos resplandecieran, y Nuitari se sintió atraído hacia su cálido encanto. De hecho se sintió como si se deslizara hacia su interior, sintió que la calidez lo envolvía...

Se repuso con un sobresalto y contempló a la mujer con los ojos entrecerrados, escrutadoramente. ¿Qué poder poseía esa mortal que la hacía capaz de seducir a un dios con su sonrisa? Había visto mujeres mucho más atractivas que ella. Una de sus Túnicas Negras, una hechicera llamada Ladonna, había sido famosa por su belleza, muy superior a la de Mina. Con todo, tenía algo, incluso en ese instante, que lo turbaba profundamente.

-Compréndelo, mi señor, por favor. Tenía que intentar convertirlos, era la única posibilidad de poder escapar.

-¿Por qué quieres dejarnos, Mina? -inquirió Nuitari, que fingió sentirse dolido-. ¿Te hemos tratado mal de algún modo? Aparte de tenerte aislada, claro, y eso es por tu propia seguridad. Confieso que Basalto y Caele, los dos, están un poco locos. Caele, en especial, no es de fiar, aparte del hecho de que hay pergaminos y artefactos por todas partes que podrían dañarte. He intentado hacer tu estancia lo más agradable posible. Tienes todos esos libros para leer...

Mina echó una ojeada a las estanterías y las descartó con un ademán. -Ya los he leído.

—¿Todos? -Nuitari la miró, divertido—. Discúlpame, pero no te creo.

—Elige uno -lo desafió Mina.

Nuitari lo hizo y sacó un libro de una estantería.

—¿Cómo se titula? -preguntó la mujer.

—Draconianos: estudio. ¿Puede salir Bien del Mal?

-Ábrelo por la primera página.

Así lo hizo el dios.

—«Los estudiosos —empezó a recitar Mina- han mantenido desde hace mucho tiempo que, puesto que a los draconianos se los creó mediante magia perversa, que nacieron de los huevos corrompidos de los dragones del Bien, son y siempre serán perversos, criaturas que no pueden poseer cualidades de redención. No obstante, el estudio de un grupo de draconianos que están establecidos actualmente en la ciudad de Teyr revela...» -Se interrumpió—. ¿Cito correctamente el texto?

-Palabra por palabra -contestó Nuitari, que cerró bruscamente el libro.

—Leí mucho de pequeña, en la Ciudadela —dijo Mina, que frunció el entrecejo-, o creo que debí de hacerlo. En realidad no recuerdo haber leído, sólo me acuerdo de la luz del sol y las olas lamiéndome los pies y a Goldmoon cepillándome el cabello... Pero aun así creo que tengo que haber pasado mucho tiempo leyendo, porque cada vez que cojo un libro me encuentro con que ya lo he leído.

-Apuesto que a éste no lo has leído. -Nuitari hizo aparecer un volumen que se materializó en su mano—. Hechizos de invocaciones para Túnicas Blancas. Niveles avanzados.

-¿Para qué iba a leerlo? -dijo ella al tiempo que se encogía de hombros-. La magia no me interesa.

-Dame este capricho -pidió Nuitari—. Lee el primer capítulo. Si me complaces, te dejaré salir de la habitación una hora cada día. Puedes deambular por los corredores y las estancias de la torre. Vigilada, naturalmente. Por tu propia seguridad.

Mina lo miró como si se preguntara a qué jugaba, a la par que tendía la mano.

Nuitari no sabía bien qué esperaba conseguir del experimento; tal vez el mero placer de humillar a esa joven mortal que era excesivamente arrogante y atrevida para su gusto.

-Debería advertirte que el libro tiene un hechizo... -comentó mientras le tendía el ejemplar.

-¿Qué clase de hechizo? -inquirió Mina, que le cogió el libro de las manos y lo abrió.

-Uno de salvaguardia -contestó el dios, asombrado.

Recordaba cuando Caele había cogido ese mismo libro. Su autor, un Túnica Blanca, le había puesto un encantamiento de salvaguardia para que sólo los hechiceros de su Orden pudieran usar los conjuros. Caele, de los Túnicas Negras, había dejado caer el ejemplar con una maldición y se pasó los siguientes instantes retorciéndose los dedos quemados y mascullando juramentos. Se había pasado día y medio malhumorado a costa del incidente y se había negado a volver con Basalto para ayudarlo a desembalar.

Con certeza, una discípula de Chemosh no podría sostener ese libro sin sufrir el castigo.

Mina pasó las manos por la suave piel de la encuadernación. Con los dedos siguió el trazado del título estampado en oro en la cubierta.

Nuitari se preguntó si el efecto del hechizo se habría pasado. Mina abrió el libro y examinó la primera página. —¿Quieres que lea esto? —preguntó, escéptica. -Si haces el favor...

La chica se encogió de hombros y empezó a leer.

Nuitari estaba pasmado y no recordaba la última vez que un mortal lo había asombrado hasta ese punto. Mina leía las palabras del lenguaje de la magia, un logro que sólo un hechicero instruido en el arte era capaz de realizar.

La pronunciación de las palabras del hechizo era impecable. Incluso tras horas de estudio, los hechiceros Túnicas Blancas habrían leído a trompicones ese conjuro, y ahí estaba Mina, una discípula de Chemosh, sin un gramo de magia lunar en ella, leyéndolo a la perfección la primera vez. Las palabras enrevesadas tendrían que haberle atorado la garganta, tendrían que haberle abrasado la lengua. Oyéndola desgranar las palabras con un timbre monótono, aburrido, la contempló sin salir de su estupor.

El dios podría haber llegado a la conclusión de que Mina era una hechicera disfrazada de no ser por un detalle.

Leyó el conjuro a la perfección pero sin entenderlo.

De igual forma podría un estudioso humano leer en lenguaje elfo y en voz alta un poema elfo. Puede que el humano supiera y entendiera y fuera capaz de pronunciar las palabras, pero sólo un elfo les daría los delicados matices de significación que había pretendido el autor elfo. Mina sabía lo que leía, sólo que no le importaba un ápice. Recitar un conjuro era un ejercicio para ella, nada más.

¿Le habría enseñado magia a Mina su madre, Takhisis?

Nuitari reflexionó y después desechó la idea.

Takhisis detestaba la magia, desconfiaba de ella. Se habría sentido muy complacida en un mundo en el que no hubiera ni rastro de ella porque consideraba a la magia una amenaza para sus propios poderes. Takhisis no había enseñado magia a Mina y, desde luego, no habría aprendido a leer el lenguaje de la magia con los místicos de la Ciudadela de la Luz. Y tampoco con Chemosh, todavía.

Extraño. Muy extraño.

Mina se paró a mitad de una frase y alzó la vista hacia él. -¿Quieres que siga? El resto es más de lo mismo. -No, ya es suficiente. —Nuitari le cogió el libro de las manos. —Gané la apuesta, así que tengo una hora de libertad. —La mujer echó a andar hacia la puerta.

-Todo a su debido tiempo -dijo el dios, que la frenó-. No tengo a nadie

que te sirva de escolta. Basalto está fregando sangre derramada y, como he dicho antes, Caele te resultaría un compañero peligroso. Me temo que tendrás que aguantarme un rato más.

Decidió ensayar otro experimento con Mina, una singularidad que sus Túnicas Negras habían observado en ella. Le lanzó un hechizo sin decir nada. Era un sencillo conjuro de sueño, uno de los primeros que aprendía un mago novicio. Nuitari habría podido lanzarlo en un abrir y cerrar de ojos, pero no quería que la chica sospechara que estaba realizando magia con ella. Hebra a hebra, trenzó los hilos de la magia atrás y adelante de manera que la cubrieran como una cálida manta. Durante todo el tiempo la mantuvo ocupada con una charla insustancial para que no se percatara de lo que estaba haciendo.

-No sabes nada de tu infancia —le dijo mientras trabajaba la magia-. Según lo que escribió Basalto, cuando tenías ocho años te encontraron a bordo de un barco abandonado que la marea arrastró hasta la costa de la isla de Schallsea, cerca de la Ciudadela de la Luz. No recordabas nada, ni siquiera tu nombre ni a tus padres ni lo que había ocurrido en el barco...

—Es cierto —dijo Mina, fruncido el entrecejo, y añadió con impaciencia-: No veo qué tiene que ver eso con todo lo demás.

—Sígueme la corriente, querida. Te adoptó Goldmoon, una antigua seguidora de Mishakal, que fue la primera en traer de nuevo al mundo el culto a los verdaderos dioses después del Cataclismo. Fue ella la que trajo al mundo el poder del corazón durante la Quinta Era. Goldmoon era una buena mujer, una mujer devota. Se ocupó de ti, te quiso como a una hija.

Acabó el conjuro de sueño y lo lanzó sobre Mina. Observó y esperó.

Mina dio golpecitos con el pie en el suelo y dirigió una mirada significativa a la puerta cerrada.

-Me prometiste una hora de libertad -repitió.

—Todo a su debido tiempo. De pequeña sentías curiosidad por muchas cosas -dijo suavemente Nuitari, a la par que el asombro y el desconcierto iban en aumento-. Siempre estabas haciendo preguntas. Sentías una especial curiosidad por los dioses. ¿Por qué se fueron? ¿Dónde han ido? Goldmoon lloraba la ausencia de los dioses y, por el cariño que le tenías, deseabas complacerla. Le dijiste que irías a buscar a los dioses y a traerlos de vuelta para ella. ¿No tienes nada de sueño?

Ella le asestó una mirada acusadora.

-No puedo dormir en esta jaula. Me paso la mitad de la noche paseando en un intento de agotarme...

—Tendrías que haberme dicho antes que sufrías de insomnio. Puedo ayudarte.

Asió la magia y obtuvo unos pétalos de rosa del éter. Siendo un dios, no necesitaba componentes de hechizos para que funcionara la magia, pero a los mortales les impresionaba eso.

-Realizaré un conjuro de sueño sobre ti. Deberías tumbarte, no vayas a caerte y hacerte daño.

-¡No te atrevas a usar tu inmunda magia conmigo! -gritó Mina, furiosa, al tiempo que se acercaba hacia él—. No voy a...

Nuitari lanzó al aire los pétalos de rosa, que cayeron alrededor de Mina mientras recitaba las palabras del conjuro de sueño, el mismo hechizo que le había echado antes.

Esta vez funcionó. A Mina se le cerraron los ojos; se tambaleó y después se desplomó en el suelo. Tendría moretones en las rodillas y en los codos y un buen golpe en la cabeza cuando despertara, pero él le había advertido que se tumbara.

Se arrodilló a su lado y la estudió.

Según todas las apariencias, estaba profundamente dormida, arropada por el encantamiento del conjuro.

Le pellizcó el brazo con fuerza para comprobar si fingía. Ella no reaccionó.

Nuitari se puso de pie y después, tras echar un último vistazo a la chica, salió del cuarto. Repasó mentalmente, una vez más, el informe realizado por Basalto y en el que había un fragmento destacado:

El sujeto, Mina, es inmune a la magia, pero con esta salvedad: ¡sólo es inmune si ignora que se está practicando magia con ella! Si se le lanza un hechizo sin su conocimiento, la magia -incluso la más poderosa- no surte efecto en ella. No obstante, si se le dice con anterioridad, entonces cae víctima de él inmediatamente sin hacer siquiera el menor intento de defenderse.

En los varios cientos de años de práctica de magia nunca había visto un sujeto como el que nos ocupa ahora, y tampoco mi colega hechicero.

Nuitari se detuvo delante de la puerta de Caele; el dios escudriñó a través de las paredes y vio al hechicero repantigado en la cama echando la siesta. Nuitati llamó a la puerta y pronunció el nombre del semielfo en tono perentorio. Contempló, divertido, que Caele despertaba con un sobresalto. Sofocando un bostezo, el hechicero fue a la puerta y la abrió.

—Señor -dijo-, estaba estudiando los hechizos...

-Entonces debes de tenerlos apuntados en la parte interior de los párpados -dijo el dios-. Toma, haz algo útil, lleva este libro a la biblioteca por mí.

Le lanzó el libro de conjuros encuadernado en blanco del hechicero Túnica Blanca.

El semielfo lo atrapó en el aire en un gesto instintivo.

Chispas azules y amarillas saltaron de la encuadernación blanca. Con un aullido, Caele dejó caer el libro de conjuros al suelo y luego se metió los dedos quemados en la boca.

Nuitari refunfuñó, giró sobre sus talones y se alejó.

Todo aquello era muy raro.

4

Chemosh se encontraba en las almenas de su castillo, ubicado en lo alto del acantilado; contemplaba, malhumorado, el Mar Sangriento mientras cavilaba diversas formas de vengarse de Nuitari, rescatar a Mina, robar la torre y conseguir las valiosas reliquias atesoradas en su interior. Concibió y después descartó varios planes y, tras mucho reflexionar, no tuvo más remedio que admitir que la perspectiva de alcanzar todos esos objetivos era poco menos que imposible. Nuitari era listo, el muy maldito. En la eterna partida de khas entablada entre los dioses, Nuitari se había anticipado a cada uno de sus movimientos y los había frustrado.

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