—Sí —admitió Rhys, sombrío-. Es lo único que recuerdan.
—Atta reconoce a los Predilectos cuando los ve —abundó Beleño al tiempo que daba una palmadita a la perra, la cual aceptó el gesto afectuoso de buen grado aunque saltaba a la vista que esperaba recibir otro hueso—. Si Atta los identifica, quizá otros perros también lo hagan.
-Eso explicaría un pequeño misterio al que he estado dándole vueltas -comentó Gerard, que miraba a Atta con interés. Sacudió la cabeza—. Aunque de ser así, entonces sería una noticia luctuosa. Veréis, la he llevado conmigo cuando realizaba mi trabajo. Me ayuda con el problema kender y también me es útil en otras cosas. Es una buena compañera y la voy a echar de menos, hermano. No me importa decírtelo.
—Quizá, cuando regrese al monasterio, pueda entrenar a otro perro, alguacil... -Rhys hizo una pausa para reflexionar sobre lo que acababa de decir. «Cuando regrese.» En ningún momento había tenido intención de volver allí.
-¿Lo harías, hermano? -A Gerard se le notaba complacido-. ¡Sería estupendo! En cualquier caso y retomando lo que os estaba diciendo, Atta y yo comemos a diario en El Ultimo Hogar. Todos los de allí, la clientela habitual, conocen a Atta. Mis amigos se acercan y le hacen caricias, y ella se comporta siempre como una dama, muy amable y educada.
Rhys acarició las sedosas orejas de la perra.
—Bien, pues un día, ayer de hecho, uno de los habituales, un granjero que viene a vender sus productos en el mercado, comió en la posada como tiene por costumbre. Se agachó para acariciar a Atta como hace siempre, sólo que esta vez ella le gruñó y le lanzó un mordisco. Él rió y se apartó comentando que debía de haberla pillado en un mal momento. Entonces hizo intención de sentarse a mi lado y Atta se levantó en un visto y no visto, e interpuso el cuerpo entre él y yo. Tenía el pelo erizado. Le gruñó de nuevo y esta vez le enseñó los dientes. ¡Yo no entendía qué le pasaba! -Gerard parecía sentirse embarazado.
»Me temo que le hablé con aspereza, hermano. Y me la llevé al establo, donde la dejé atada hasta que aprendiera a comportarse. Me parece que le debo una disculpa. —Arrancó una tira de pollo y se la dio a la perra—. Lo siento, Atta. Por lo visto sabías lo que hacías en todo momento.
-¿Qué pasó con el granjero?
Gerard negó con la cabeza.
—No he vuelto a verlo desde entonces. -Se recostó otra vez en la silla, fruncido el entrecejo.
—¿Qué piensas, alguacil? —preguntó Rhys.
-Que si estos dos son capaces de identificar a esos Predilectos sólo con verlos podríamos tender una trampa. Pillar a uno con las manos en la masa. -Eso ya lo hice yo -lo atajó el monje, sombrío-. Me quedé allí mirando,
impotente, mientras mi hermano mataba a una joven inocente. No tomaré parte en el mismo error de nuevo.
-Eso no ocurrirá esta vez, hermano —arguyó Gerard—. Tengo un plan. Llevaremos guardias, mis mejores hombres. Le pediremos al Predilecto que se rinda y, si no funciona, tomaremos medidas más drásticas. Nadie saldrá herido. Yo me ocuparé de que sea así.
Rhys seguía sin convencerse.
-Una pregunta más -dijo Gerard-. ¿Qué tiene que ver Zeboim con todo esto?
-Por lo visto hay una guerra entre los dioses...
-Justo lo que nos hacía falta -estalló Gerard, enfadado-. Los mortales conseguimos por fin establecer la paz en Ansalon, relativamente hablando, y ahora los dioses empiezan a pelearse de nuevo. Apostaría a que es una pugna por el poder ahora que la Reina de la Oscuridad ha desaparecido. Y a nosotros, los pobres mortales, nos pilla en medio. ¿Por qué no nos dejan en paz los dioses, hermano? ¡Solventemos cada cual nuestros propios problemas!
-Lo hemos hecho de maravilla hasta ahora -dijo secamente Rhys.
-Todos los problemas que han azotado este mundo siempre los han causado los dioses -afirmó con vehemencia el alguacil.
-Los dioses no —lo contradijo suavemente Rhys-. Los mortales en nombre de los dioses.
Gerard soltó un resoplido.
-No digo que las cosas fueran mucho mejor cuando los dioses no estaban, pero al menos no teníamos muertos vivientes caminando por ahí y asesinando... -Vio que el monje parecía sentirse incómodo e interrumpió su perorata.
»Lo siento, hermano. No me hagas caso. Este asunto me exaspera. Continúa con tu historia. Necesito saber todo lo que sea posible si voy a combatir a esos seres.
Rhys vaciló antes de proseguir en voz queda.
-Cuando perdí la fe clamé para que un dios, cualquier dios, se pusiera de mi parte. Zeboim respondió a mi plegaria, una de las pocas veces que ha prestado oído a cualquiera de mis plegarias. La diosa me dijo que la persona que estaba detrás de todo esto era una mujer llamada Mina...
-¡Mina!
Gerard se puso de pie tan de prisa que volcó el cuenco de pollo y lo desparramó por el suelo, para alegría de Atta. Estaba bien entrenada para pedir, pero, según la Ley Inmortal de los Perros, si la comida caía al suelo, entonces se le echaba el guante.
Beleño soltó un grito consternado y se agachó para salvar algo, pero Atta demostró ser mucho más rápida que él. La perra se tragó lo que quedaba de pollo sin molestarse siquiera en masticarlo.
-¿Qué sabes de la tal Mina? -inquirió el monje, sobresaltado por la brusca reacción de Gerard.
—La conozco, hermano. La he visto —contestó Gerard, que se pasó los dedos por el pelo amarillo, con el resultado de que se le puso de punta—. Y te diré una cosa, Rhys Alarife. Es algo que no quiero volver a repetir. No parece de este mundo, ésa. Si está detrás de esto... -Enmudeció, caviloso.
-Sí -lo apremió Rhys-. Si está detrás de esto ¿qué?
—Entonces creo que más vale que me replantee mis planes -contestó Gerard, sombrío. Se dirigió hacia la puerta-. Tú y el kender no os mováis. Tengo trabajo que hacer. Os necesitaré en Solace unos cuantos días, hermano.
—Lo siento, alguacil —dijo Rhys al tiempo que sacudía la cabeza-, pero he de seguir buscando a mi hermano. Ya he perdido un tiempo precioso...
Gerard se paró en la puerta abierta y se volvió.
-Y cuando lo encuentres, hermano, ¿qué harás entonces? ¿Te limitarás a ir tras él y ser testigo de sus asesinatos? ¿O quieres pararlo de una vez por rodas?
Rhys no respondió, sólo miró a Gerard en silencio.
-Me vendría bien tu ayuda, hermano. La tuya, la de Attay, sí, incluso la del kender-añadió a regañadientes-. ¿Os quedaréis los tres unos pocos días?
-¡Un alguacil que pide ayuda a un kender! -exclamó Beleño, sin salir de su asombro-. Apuesto a que eso no ha ocurrido jamás en toda la historia del mundo. Quedémonos, Rhys.
Los ojos del monje se sintieron atraídos hacia el emmide, apoyado en el rincón.
-De acuerdo, alguacil, nos quedaremos.
La Sala del Sacrilegio
Krell! -La voz levantó ecos en los cavernosos corredores del Alcázar de las Tormentas; siguió retumbando incluso después de que los ecos se hubieron apagado y rebotó dentro del yelmo vacío del Caballero de la Muerte-. Muéstrate.
Krell reconoció la voz y se metió más hondo en el agujero. También allí, a gran profundidad bajo tierra, el agua de las constantes tormentas que azotaban la isla se abría camino a través de grietas y hendiduras. La lluvia corría en arroyuelos pared de piedra abajo. El agua se colaba en las botas vacías y a través de las espinilleras.
-Krell -llamó severamente la voz-. Sé que estás ahí abajo. No me hagas ir a buscarte.
-Sí, mi señor -farfulló Krell-. Ya salgo.
Chapoteando en el agua, el Caballero de la Muerte avanzó por el corto corredor que conducía a un acceso cerrado por una reja de hierro con goznes para que los esclavos pudieran abrirla cuando se les ordenaba bajar a limpiar.
Krell subió pesadamente la peligrosa escalera tallada en la cara del acantilado. Escudriñando por las hendiduras del yelmo abiertas a la altura de los ojos, el Caballero de la Muerte atisbo la capa negra y el cuello de encaje blanco del Señor de la Muerte. No vio nada más; le faltó valor para mirar al dios a la cara.
Se arrodilló con presteza.
-Mi señor Chemosh -entonó el acobardado caballero—, sé que os he defraudado; confieso que he perdido la pieza de khas, pero no fue culpa mía. Había un kender y un bastón que se convirtió en un insecto gigante. Además ¿cómo iba yo a saber que ese monje era un suicida?
El Señor de la Muerte permaneció callado.
Metafóricamente hablando, Krell empezó a sudar.
—Mi señor Chemosh, os compensaré. Estaré en deuda con vos para siempre, haré todo lo que me ordenéis -suplicó-. ¡Cualquier cosa! ¡No desatéis vuestra ira conmigo!
-Tienes suerte de que te necesite, miserable gusano. -Chemosh suspiró—. ¡Ponte de pie! Estás chorreando agua en mis botas.
Krell se incorporó trabajosamente.
-¿Me salvaréis también de ella? -Movió el pulgar hacia lo alto para referirse a la vengativa diosa. La furia de Zeboim iluminaba el cielo con relámpagos y su puño se descargaba en el suelo con la contundencia del trueno.
-Supongo que no me queda más remedio —dijo Chemosh con una voz que sonaba aletargada, como si estuviera demasiado cansado para darle importancia-. Como he dicho antes, te necesito.
Krell se sentía inquieto; no le gustaba el tono del dios. El Caballero de la Muerte se atrevió a echar una ojeada más directa y lo que vio lo sobresaltó.
El señor de los muertos tenía peor aspecto que cualquiera de sus seguidores. Se diría que parecía vivo; vivo y víctima de un gran sufrimiento. Tenía el semblante demacrado, pálido, ojeroso; el cabello, enmarañado y las ropas, desaseadas. El encaje de los puños estaba desgarrado y manchado. Llevaba el cuello desabrochado y la camisa abierta hasta la mitad. Los ojos carecían de expresión, y la voz le sonaba hueca. Se movía con apatía, como si hasta levantar una mano le costara un gran esfuerzo. Aunque le hablaba a Krell, en realidad no parecía verlo ni que le interesara gran cosa.
-Mi señor, ¿qué ocurre? -preguntó Krell- No tenéis buen aspecto...
-Soy un dios y siempre estoy bien -replicó en tono glacial-. ¡Desgraciadamente!
A Krell sólo se le ocurría que tenía que haber habido alguna clase de derrota aplastante en la guerra.
-Decid quién es vuestro enemigo, mi señor, el que os hizo esto —pidió Krell, deseoso de complacer—. Lo encontraré y lo haré pedazos...
-Mi enemigo es Nuitari -contestó Chemosh.
-Nuitari -repitió el Caballero de la Muerte con inquietud; ya lamentaba su precipitada promesa—. El Señor de la Luna Oscura. ¿Por qué precisamente él?
-Mina está muerta.
—¿Que ha muerto Mina?
Faltó poco para que a Krell se le escapara el comentario de «¡ya era hora!», pero recordó justo a tiempo que Chemosh se había mostrado curiosamente enamorado de la humana.
—Lo lamento profundamente, mi señor —dijo en cambio, procurando dar un tono pesaroso a su voz—. ¿Cómo ocurrió esta... eh... tragedia?
-Nuitari la mató -respondió Chemosh con timbre enconado-. ¡Pagará por ello! ¡Tú se lo harás pagar!
Krell estaba alarmado. Nuitari, el poderoso dios de la magia oscura, no era exactamente el enemigo que había tenido en mente.
-Lo haría, mi señor, pero estoy convencido de que querréis vengar personalmente su muerte. ¿Qué tal si yo busco venganza con Chislev o con Hiddukel? Sin duda estaban metidos en la maquinación...
Chemosh movió un dedo, y Krell salió lanzado por el aire hacia atrás para acabar chocando contra el muro de piedra. Resbaló pared abajo y se quedó tendido en un revoltijo de piezas de armadura a los pies del Señor de la Muerte.
-Tú, gusano gemebundo, cobarde y rastrero -espetó fríamente Chemosh-. Harás lo que yo te diga que hagas o te convertiré en la babosa sin arrestos que eres y te entregaré a la diosa del mar con un saludo cordial. ¿Qué tienes que decir al respecto?
Krell masculló algo.
—No te he oído bien. -Chemosh se agachó.
-Como siempre, mi señor, estoy a vuestro servicio para lo que gustéis mandar -respondió el Caballero de la Muerte, abatido.
-No esperaba menos de ti -dijo Chemosh—. Y ahora, sígueme.
-No será a visitar a... Nuitari, ¿verdad? -se acobardó Krell.
—A mi morada, zoquete. Necesito que hagas algo para mí antes que nada.
Habiendo decidido interesarse más en el mundo de los vivos con miras al día en que gobernara ese mundo, el Señor de la Muerte había abandonado su oscuro palacio en el plano del Abismo. Había buscado un lugar adecuado como su nueva morada y lo había encontrado en un castillo abandonado con vistas al Mar Sangriento, en la zona conocida como la Desolación.
Cuando la dragona suprema Malys tomó posesión de esa parte de AnsaIon, arrasó el campo, devastó labrantíos y granjas, aldeas, villas y ciudades. La región estuvo maldita mientras ella permaneció en el poder. No crecía nada, se secaron ríos y arroyos, los campos otrora fértiles se convirtieron en un desierto barrido por el viento; la hambruna y las enfermedades se propagaron. Ciudades como Flotsam perdieron gran parte de su población a medida que la gente huía de la maldición del dragón. El conjunto de la zona acabó conociéndose como la Desolación.
Con la muerte de Malys a manos de Mina, los espantosos efectos de la magia maligna de la dragona sobre la Desolación experimentaron una reversión. Casi en el mismo instante de la muerte de Malys los ríos empezaron a Huir y los lagos a llenarse. Pequeños brotes de vegetación asomaron en el suelo árido como si la vida hubiese permanecido allí todo aquel tiempo, a la espera de que se quitara el encantamiento que la tenía subyugada.
Con el regreso de los dioses, el proceso se aceleró, de manera que algunas áreas ya habían vuelto casi a la normalidad. La gente retornaba y empezaba a reconstruir. Flotsam, situada a unos doscientos cincuenta kilómetros del castillo de Chemosh, no era exactamente el bullicioso y animado centro de comercio -tanto legal como ilegal— que había sido antaño, pero ya no era una ciudad fantasma. Piratas y marineros legales de todas las razas deambulaban por las calles de la famosa ciudad portuaria. Mercados y tiendas se reabrieron y Flotsam volvió a estar preparada para los negocios.
Zonas más extensas de la Desolación seguían bajo el azote de la maldición, sin embargo. Nadie habría imaginado el porqué ni el cómo. Una druida consagrada a Chislev, diosa de la naturaleza, exploraba esas áreas cuando se topó con una de las escamas de Malys. La druida teorizó que la presencia de la escama podría tener algo que ver con que la maldición continuara. Quemó la escama en una ceremonia sagrada y se cuenta que Chislev, molesta por aquella alteración de la naturaleza, bendijo la ceremonia. La destrucción de la escama no cambió las cosas en nada, pero la historia se difundió y la teoría cobró consistencia, de forma que a esas zonas malditas se las conocía como «escamaderos».