Krell siempre había detestado a los bichos, y esa mantis en particular resultaba realmente aterradora con sus tres metros de longitud, esos ojos bulbosos, el caparazón verde y seis patas enormes del mismo color, dos de las cuales asían a Krell mientras las mandíbulas se cerraban como un cepo sobre su espíritu acobardado y el bicho empezaba a mascar ruidosamente su cerebro.
Tras un instante aterrador, Krell comprendió que aquél no era un insecto normal. En alguna parte había un dios involucrado en aquello, un dios al que no le caía muy bien, lo cual no era nada fuera de lo normal. Krell se las había ingeniado para indisponerse con varios dioses a lo largo de su vida, incluidas la fallecida y no llorada Takhisis, Reina de la Oscuridad, y su caótica y vengativa hija, esa diosa del mar, Zeboim, que se había indignado cuando descubrió que Krell era el responsable de la traición y el asesinato de su amado hijo, lord Ariakan.
Zeboim lo había capturado y lo había matado lentamente, sin apresurarse lo más mínimo. Cuando finalmente no quedó una sola chispa de vida en el cuerpo mutilado, le había echado una maldición por la que lo convirtió en un Caballero de la Muerte, y lo encerró en la incomunicada y execrable isla del Alcázar de las Tormentas, donde otrora había servido al hombre al que traicionó, para que permaneciera allí durante toda la eternidad con el recuerdo de su crimen siempre presente.
El castigo de Zeboim no había causado exactamente el impacto que había esperado obtener. Otro famoso Caballero de la Muerte, lord Soth, había sido una figura trágica, consumida por el remordimiento que, a la larga, había hallado la salvación. A Krell, por otro lado, le gustaba su actual condición de muerto viviente. En la muerte había encontrado lo que siempre le había gustado en vida: la habilidad de intimidar y atormentar a los que eran más débiles. En vida, el aguafiestas de Ariakan le había impedido dar rienda suelta a esos placeres sádicos. Krell se había convertido en uno de los seres más poderosos de Krynn, y sacaba de ello un gozoso provecho.
Su mera presencia, embutido en la negra armadura y el yelmo con cuernos de carnero tras el cual ardían los rojos ojos de un muerto viviente, infundía el terror en el corazón de aquellos tan necios o atrevidos que se aventuraban en el Alcázar de las Tormentas para buscar el tesoro que, según se suponía, habían dejado allí los caballeros. Krell gozaba inmensamente de la compañía de esos aventureros. Obligaba a sus víctimas a jugar al khas con él y animaba las partidas torturándolos hasta que al fin sucumbían.
Zeboim había sido un fastidio por tenerlo prisionero en el Alcázar de las Tormentas, hasta que Krell despertó el interés de Chemosh, Señor de la Muerte. Krell había llegado a un acuerdo con Chemosh y se había ganado la libertad del Alcázar de las Tormentas. Con la protección del dios de los muertos, Krell había podido incluso hacerle burla a Zeboim.
Chemosh tenía en su posesión el alma de lord Ariakan, el amado hijo de la diosa del mar. El alma se hallaba atrapada en una pieza de khas. Chemosh tenía esa alma como rehén para asegurarse el «buen comportamiento» de Zeboim. Tenía planes respecto a cierta torre ubicada en el Mar Sangriento y no quería que la diosa del mar se entrometiera.
Zeboim, sulfurada, había enviado a uno de sus fieles -un miserable monje— al Alcázar de las Tormentas para que rescatara a su hijo. Krell había descubierto al monje merodeando y, feliz como siempre de tener visita, había «invitado» al monje a jugar al khas con él.
Para ser justos con Krell, el caballero muerto ignoraba que al monje lo enviaba la diosa, y la idea de que hubiese ido allí con el propósito de robar la pieza de khas que retenía el alma de Ariakan jamás se le pasó por la cabeza. Para empezar, su cerebro nunca había sido gran cosa y ahora parecía haberse reducido más al estar embutido en un pesado y aterrador yelmo de acero; un cerebro con el que un insecto gigante, enviado por un dios, se daba un banquete en ese momento.
El dios era del condenado monje, un monje que no había jugado limpio. En primer lugar, había llevado consigo una pieza de khas ilícita; en segundo lugar, esa pieza de khas había realizado un movimiento ilegal; y en tercer lugar, el monje -en lugar de retorcerse y gemir de dolor después de que Krell le hubo roto varios dedos- lo había atacado físicamente con un bastón que resultó ser un dios.
Krell luchó con la mantis dominado por un pánico ciego, con puñetazos, patadas y golpes hasta que, de repente, el insecto desapareció.
El bastón del monje volvía a ser un bastón tirado en el suelo. Krell estaba a punto de pisotearlo para hacerlo astillas cuando se le ocurrió un quinto pensamiento.
¿Y si, al tocar el bastón, éste volvía a convertirse en una mantis?
Sin quitarle ojo, Krell sorteó el bastón con un amplio rodeo mientras evaluaba la situación. El monje había huido, cosa que era de esperar. Ya se ocuparía de él luego. Después de todo, no iba a ir a ningún sitio, ya que no podía abandonar aquella condenada roca. La inmensa fortaleza se erguía en lo alto de unos acantilados cortados a pico y azotados por las olas del turbulento mar. Krell levantó el tablero que el monje había tirado y recogió las piezas sólo para asegurarse de que la preciada pieza de khas que le había entregado Chemosh se hallaba a salvo.
No era así.
Febril, Krell colocó todas las piezas en el tablero de khas. Faltaban dos; una era la que albergaba el alma de Ariakan, la pieza que Chemosh le había ordenado guardar aún a costa de su existencia de muerto viviente.
El Caballero de la Muerte empezó a transpirar un sudor helado, algo nada fácil de hacer cuando no se tenía carne que se estremeciera ni entrañas que se agarrotaran. Krell cayó de hinojos. La pieza del caballero no estaba; tampoco la del kender.
-¡El monje! -gruñó.
Espoleado por la vivida imagen de lo que Chemosh le haría si perdía la pieza del caballero que contenía el alma de Ariakan, Krell se lanzó en persecución del monje.
No esperaba que aquello le llevara mucho tiempo. El monje estaba destrozado, tanto física como anímicamente, y casi no podía caminar, cuanto menos correr.
Salió de la torre, en la que habían estado disputando una partida tan cómoda y amistosa hasta que el monje la había echado a perder, y entró en el patio central del Alcázar. Vio en seguida que el monje tenía una aliada: Zeboim, la diosa del mar. Cuando apareció Krell, las densas nubes tormentosas se cerraron en el cielo y un siseante rayo cayó en la torre que acababa de abandonar.
Krell no era una de las grandes mentes intelectuales del mundo, pero de vez en cuando, a la desesperada, tenía destellos de lucidez.
—No me pongas la mano encima, Zeboim —bramó-. ¡Ese monje tuyo cogió la pieza equivocada! Tu hijo sigue en mi poder. ¡Si haces algo para ayudar a escapar a ese ladrón, Chemosh hará que fundan a tu precioso chico de peltre y que batan su alma hasta que caiga en el olvido!
El farol de Krell funcionó. Los relámpagos saltaron, vacilantes, de nube en nube; el viento encalmó, el cielo se tornó más plomizo y unos cuantos granizos tintinearon sobre el yelmo de acero de Krell. La diosa le escupió lluvia, pero eso fue todo.
Zeboim no osó hacerle daño. No osó acudir en ayuda del monje.
En cuanto a éste, avanzaba animosamente sobre las rocas en un vano intento de escapar. Hundidos los hombros, el hombre inhalaba de manera entrecortada. Estaba casi acabado; su diosa lo había abandonado, y Krell esperaba que se rindiera, que capitulara, que suplicara por su miserable vida. Eso era exactamente lo que el propio Krell había hecho en una situación semejante, si bien a él no le funcionó. Y tampoco le iba a funcionar a ese monje.
Una vez más, el hombre no jugó limpio y, en lugar de darse por vencido, empleó la fuerza que le quedaba en avanzar directamente hacia el borde del acantilado con pasos inestables.
¡Madre del Abismo! Krell, conmocionado, adivinó su intención. ¡El imbécil iba a saltar al vacío!
Si saltaba se llevaría consigo la pieza de khas, sin posibilidad de que Krell pudiera recuperarla, ya que no tenía la menor intención de ponerse a nadar en las infestadas aguas de Zeboim.
Tenía que agarrar al monje e impedirle que saltara. Por desgracia, hacerlo no era una tarea fácil de conseguir. Su forma corpulenta, embutida en la armadura completa de un Caballero de la Muerte, se movió con pesada lentitud. No podía correr.
Las piezas de la armadura tintinearon y entrechocaron ruidosamente. Las pisadas retumbantes hicieron temblar el suelo. Contempló con creciente terror que el monje le iba sacando más distancia.
Krell halló una aliada inesperada en Zeboim. También ella temía por la pieza de khas que el monje llevaba encima e intentó detener al hombre. Dejó caer sobre él un aguacero y fuertes ráfagas de viento lo zarandearon, pero el miserable monje se levantó y siguió adelante.
Llegó al borde del acantilado. Krell sabía lo que había abajo: peñascos de granito aserrados tras una caída de más de veinte metros.
-¡Detenlo, Zeboim! -bramó Krell-. ¡Si no lo haces lo lamentarás!
El monje sostenía una bolsita de cuero en una mano y se la guardó debajo de la pechera de la ensangrentada túnica.
En medio de resbalones y juramentos, Krell avanzó a trancas y barrancas por las rocas a la par que blandía la espada.
El monje subió a una repisa que sobresalía por encima del mar, y alzó el rostro al cielo encapotado de negros nubarrones pero iluminado intensamente por el miedo de la diosa.
—Zeboim, estamos en tus manos -gritó el monje.
Krell soltó un rugido de rabia.
El monje saltó.
Krell avanzó a bandazos entre las rocas; el impulso que llevaba lo condujo a un paso tan frenético que llegó al borde del acantilado antes de que se diera cuenta y estuvo a punto de precipitarse al mar.
El Caballero de la Muerte se tambaleó adelante y atrás durante lo que fue un instante de pánico -que le habría hecho dar un vuelco al corazón de haberlo tenido- antes de conseguir recuperar el equilibrio. Retrocedió unos pasos inestables, a trompicones, y después se adelantó centímetro a centímetro y se asomó cautelosamente por el borde. Esperaba ver el cuerpo destrozado del monje tendido sobre las rocas y a Zeboim lamiendo a lengüetazos su sangre.
Nada.
-Estoy jodido -masculló Krell, taciturno.
El Caballero de la Muerte alzó la vista al cielo, donde los nubarrones se volvían más oscuros y más densos. El viento empezó a soplar, comenzaron a caerle encima lluvia y granizo, rayos y truenos, cellisca y nieve, grandes fragmentos de una torre cercana.
Krell habría corrido a pedir protección a Chemosh pero, por desgracia, Chemosh era el dios que le había entregado la pieza de khas que acababa de perder. Al Señor de la Muerte no se lo conocía por ser misericordioso o clemente.
—En algún lugar de esta isla tiene que haber un agujero lo bastante profundo y oscuro donde un dios no me pueda encontrar -razonó al tiempo que evitaba por un pelo que una gárgola de piedra lo aplastara al precipitarse sobre él.
Dio media vuelta y desanduvo sus pasos bajo la furiosa tormenta.
Rhys Alarife era el monje que había tomado la desesperada decisión de saltar por el acantilado del Alcázar de las Tormentas. Había apostado la vida y la de su amigo Beleño, el kender, confiando en que Zeboim no los dejaría morir. No podía, ya que Rhys tenía en su posesión el alma de su hijo.
Al menos eso era lo que Rhys esperaba. Su mente tenía presente la alternativa de que, si la diosa lo había abandonado, podía morir lentamente y torturado a capricho por el cruel Caballero de la Muerte, o podía morir rápidamente en las rocas de allá abajo.
Dejando que ocurriera lo que quisiera la suerte, Rhys saltó al mar en una zona del Alcázar de las Tormentas donde no había rocas. Se zambulló en el agua y se hundió a tanta profundidad que la luz diurna se desvaneció muy por encima de él. Manoteó en la heladora oscuridad, sin saber dónde era arriba y dónde abajo. Tampoco es que importara: jamás podría alcanzar la superficie. Se estaba ahogando, tenía los pulmones a punto de reventar. Cuando abriera la boca se tragaría una muerte gorgoteante y asfixiante...
La mano inmortal de una diosa iracunda penetró en las profundidades de su océano, aferró a Rhys Alarife por el cogote, lo sacó de las aguas y lo arrojó a la orilla.
—¿Cómo te atreves a poner en peligro a mi hijo? —gritó la diosa. Siguió dando rienda suelta a su ira, pero Rhys no la oía. Cerrándose como las aguas del mar, la furia de Zeboim se cernió sobre su cabeza y ya no supo nada.
Rhys yacía boca abajo en la cálida arena. La tánica de monje estaba empapada, al igual que los zapatos. El cabello mojado le caía sobre la cara, y tenía
los labios con un cerco blanco de sal; sal que también notaba dentro de la boca y en la garganta.
De pronto unas manos fuertes le dieron la vuelta, lo pusieron boca arriba, le echaron los brazos por encima de la cabeza y empezaron a bajarlos y a subirlos en un movimiento de bombeo para sacarle el agua de los pulmones.
Escupió agua de mar entre toses.
—Ya era hora de que volvieras en ti —dijo Zeboim sin dejar de subirle y bajarle los brazos.
Gimiendo, Rhys consiguió emitir una protesta que más parecía un graznido.
—¡Basta! ¡Por favor! —De nuevo vomitó agua de mar. La diosa lo soltó y dejó que los brazos del hombre cayeran con flojedad en la arena.
A Rhys le ardían los ojos a causa de la sal y apenas podía abrirlos. Atisbo entre los párpados entrecerrados el repulgo de un vestido verde que ondeaba sobre la arena, cerca de su cabeza. Los dedos de un pie descalzo y bien formado le dieron golpecitos.
-¿Dónde está, monje? —demandó Zeboim.
La diosa se arrodilló a su lado; los ojos verde-azulados relucían. Un viento constante agitaba la espuma marina que era su cabello. Zeboim lo agarró del pelo, le levantó la cabeza de un tirón y le asestó una mirada fulminante.
-¿Dónde está mi hijo?
Rhys intentó hablar, pero tenía la garganta en carne viva, reseca. Se pasó la lengua por los labios cubiertos de sal. -Agua —pidió con voz áspera.
-¡Agua! ¡Te has bebido la mitad de mi océano! —estalló Zeboim—. Oh, vale -añadió, enojada, mientras Rhys cerraba los ojos y dejaba caer la cabeza en la arena, desmadejado-. Toma. No bebas mucho o volverás a vomitar. Limítate a enjuagarte la boca.
Lo incorporó un poco mientras le acercaba a los labios la copa que sostenía en la otra mano. La diosa podía ser tierna cuando quería. El monje sorbió el fresco líquido con gratitud, y Zeboim le pasó los dedos humedecidos por los labios y los párpados para quitarles la sal.