Una de esas zonas de escamadero fue la que Chemosh reclamó como suya. El castillo se alzaba en un promontorio con vistas al Mar Sangriento, en la zona conocida como Costa Sombría.
A Chemosh no le importaba en absoluto la continuidad de la maldición, no le interesaba el verdor ni las cosas que crecían, de modo que le daba igual que las colinas y los valles que había en torno al castillo fueran unos yermos pelados, extensiones desiertas de suelo ceniciento y roca calcinada.
El castillo que había ocupado estaba en ruinas cuando lo encontró; la dragona había matado a sus habitantes y lo había incendiado y arrasado. El dios había elegido esa ubicación porque sólo lo separaban unos ochenta kilómetros de la Torre del Mar Sangriento. Su intención había sido usar el castillo como una base de operaciones y había planeado almacenar en él los artefactos sagrados que sacaría de los escombros de la torre. Había acariciado la idea de que pasaría el tiempo allí clasificando, catalogando y calculando el inmenso valor de esos artilugios sacros que databan de la época del Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
El castillo no serviría sólo como depósito para los objetos sagrados, sino como fortaleza para guardarlos. Valiéndose de la roca extraída en el Abismo por las almas perdidas, Chemosh reconstruyó el castillo, haciéndolo tan resistente que ni siquiera los propios dioses podrían asaltarlo. La roca abisal era más negra que el mármol negro y mucho más dura. Sólo la mano de Chemosh podía darle forma en bloques, y éstos eran tan pesados que sólo él era capaz de colocarlos en su sitio. El castillo contaba con cuatro torres de vigía, una en cada esquina. Dos murallas -una interior y otra exterior- lo rodeaban. El rasgo más excepcional de la construcción era que ninguna puerta rompía la lisa superficie de las murallas. No parecía haber entradas ni salidas.
Los muertos que guardaban el castillo no precisaban puertas. Los espectros, fantasmas y espíritus sin sosiego que Chemosh había llevado para que defendieran su morada podían atravesar la roca abisal con la facilidad con la que un mortal se abría paso a través de una frondosa enramada. No obstante, Chemosh necesitaba un acceso para sus nuevos discípulos. Los Predilectos estaban muertos, pero conservaban la forma corporal. Entraban por un portal mágico situado en un punto al norte de la muralla. El portal lo controlaba Chemosh, señor del castillo, y otra persona que era quien habría tenido que ser la señora del castillo: Mina.
La intención de Chemosh había sido ofrecerle el castillo como regalo. Había elegido el nombre en honor a ella y como tributo a sus nuevos discípulos. Lo llamaba Castillo Predilecto.
Pero sólo el fantasma de Mina había acudido a instalarse allí.
Mina había muerto a manos de Nuitari, Señor de la Luna Oscura, el mismo dios que había acabado con los ambiciosos designios de Chemosh. Nuitari había levantado en secreto las ruinas de la Torre de la Alta Hechicería de Istar y se había apoderado del valioso tesoro de artefactos sagrados que habría instalado a Chemosh en el trono como dirigente del reino celestial y todos sus dioses. Nuitari había capturado a Mina, la había retenido como prisionera y, para demostrar su poder sobre el Señor de la Muerte, la había matado.
Ahora Chemosh vivía solo en el Castillo Predilecto. El lugar le resultaba detestable porque era un recordatorio constante de la destrucción de sus planes y designios. A pesar de lo mucho que detestaba el castillo, descubrió que no podía abandonarlo porque Mina estaba allí. Su espíritu acudía a él allí. Rondaba cerca del lecho; del lecho de ambos. Los ojos ambarinos lo contemplaban aunque no lo veían. Su mano se tendía hacia él, pero no lo hallaba. Su voz sonaba, pero no podía hablarle. Escuchaba para oír la voz de él, pero no lo oía cuando la llamaba.
La visión de su forma fantasmagórica lo atormentaba, e incontables veces intentó alejarse de ella. Regresaba a su morada abandonada en el Abismo, donde el espíritu de Mina no podía seguirlo, si bien su recuerdo perduraba allí también y esa remembranza le dejaba una sensación de dolor tan acerbo que se veía obligado a retornar al Castillo Predilecto para hallar solaz en la contemplación de su fantasma errabundo.
Chemosh se vengaría de Nuitari, de eso no le cabía la menor duda. No obstante, sus planes eran imprecisos, todavía en formación. El Caballero de la Muerte por sí solo no podía desalojar de la torre al poderoso dios, aunque eso no se lo dijo Chemosh a Krell. Planeaba dejar que Krell estuviera en ascuas durante un tiempo; le debía unas cuantas horas de inquietud por haber perdido a Ariakan.
Tampoco le dijo al Caballero de la Muerte que el resultado de su chapucería al final había sido para bien. Zeboim era hermana de Nuitari, pero los hermanos no se profesaban el menor afecto. Ahora Chemosh había encontrado la forma de conseguir hacer de Zeboim una poderosa aliada.
El Señor de la Muerte, acompañado por un reacio Ausric Krell, se abrió paso a través de la muralla interior y la exterior del castillo y entró en la cámara principal, vacía salvo por un trono que se alzaba sobre un estrado situado en el centro. En el estrado había espacio para dos tronos, y cuando Chemosh había construido el castillo había habido dos solios. El mayor y más magnífico de ellos era el del dios; uno más pequeño y más delicado estaba destinado a Mina. Chemosh había reducido a trizas ese trono.
Los restos se encontraban desperdigados por la cámara. Krell, que lo seguía con ruidosas zancadas, pisó algunos de esos desperdicios. Con la esperanza de recobrar el favor del dios, Krell empezó a hablar efusivamente de la arquitectura del castillo.
Chemosh no hizo el menor caso de las lisonjas del Caballero de la Muerte. Tomó asiento en el trono y aguardó en tensión a que el fantasma de Mina acudiera ante él. La espera siempre era un tormento; en secreto, una parte de él esperaba que Mina no se materializara, que no la volviera a ver nunca más, porque entonces, quizá, la olvidaría. Pero si por alguna razón transcurría más tiempo de lo que era habitual y el fantasma no aparecía, entonces creía que se volvería loco.
Entonces apareció y Chemosh soltó un suspiro que era mezcla de desesperación y de alivio. La forma de la mujer, fluctuante, delicada y pálida como si estuviese tejida con telarañas, se desplazó a través del salón hacia él. Vestía una especie de atavío holgado de seda negra que parecía agitarse al impulso de profundas corrientes subterráneas, porque se ondulaba suavemente alrededor de la fantasmagórica figura. Alzó una mano espectral al aproximarse a él y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la muerte sofocaba sus palabras.
-Krell -llamó, cortante, Chemosh-. Resides en el plano de los muertos, igual que ella. Habla con el espíritu de Mina en mi nombre, pregúntale qué es lo que tan fervientemente desea decirme. Siempre ocurre lo mismo -masculló con nerviosismo mientras tironeaba del encaje de la bocamanga—. Se me aparece y parece que quiere decirme algo ¡pero no la oigo! A lo mejor tú puedes comunicarte con ella.
Krell había odiado a Mina en vida; se había enfrentado a él sin temor la primera vez que se habían visto y jamás se lo había perdonado. Se alegraba de que estuviera muerta, y lo que menos deseaba era convertirse en intermediario entre ella y su amante.
-Mi señor -se aventuró a señalar-, vos regís el plano de la muerte y de la muerte en vida. Si vos no os podéis comunicar...
Chemosh asestó una mirada envenenada al Caballero de la Muerte, el cual hizo una reverencia y masculló algo sobre sentirse muy satisfecho de hablar con Mina cuando tuviera a bien manifestarse.
-Está ahora aquí, Krell. ¡Habla con ella! ¿A qué esperas? ¡Pregúntale qué quiere!
Krell miró a su alrededor y no vio nada, pero como no quería indisponerse con su señor empezó a hablarle a una grieta de la pared.
-Mina -dijo en tono sonoro y apesadumbrado-, lord Chemosh quiere saber...
-¡Ahí no! -gritó Chemosh, exasperado, y señaló-. ¡Está aquí! ¡Junto a mí! Krell recorrió la cámara con la vista y después habló lo más diplomáticamente posible.
-Mi señor, el viaje desde el Alcázar de las Tormentas ha sido extenuante. Quizá deberíais acostaros...
Chemosh se levantó bruscamente del trono y se dirigió, furioso, hacia el Caballero de la Muerte.
-No queda mucho de ti, Krell, pero lo que queda lo desgarraré en pedacitos infinitesimales que desperdigaré a los cuatro vientos en el Abismo...
-¡Os juro, mi señor, que no sé de qué habláis! -gritó Krell al tiempo que retrocedía precipitadamente-. ¡Ordenasteis que hablara con Mina y estaría encantado de obedeceros, pero no veo a ninguna Mina a quien dirigirme!
Chemosh se detuvo.
-¿No la ves? -Señaló donde el fantasma de la mujer flotaba-. Si extiendo el brazo puedo tocarla. -Así lo hizo, y alargó la mano hacia ella.
Krell giró la cabeza en la dirección indicada y observó con toda atención. -Oh, sí, ahora que la señaláis...
—¡No me mientas, Krell! —gritó el dios a voz en cuello, prietos los puños. El Caballero de la Muerte reculó.
-Mi señor, lo lamento de veras, quiero verla, pero no la veo... Chemosh desvió la vista de Krell a la aparición. Entrecerró los ojos. —De modo que no la ves. Qué extraño. Me pregunto... —Entonces alzó la voz de forma que retumbó en el reino de los muertos. »¡A mí! ¡Servidores, esclavos! ¡A mí! ¡Venid!
El salón se llenó de una multitud fantasmal forzada a acudir a la llamada de su señor. Espectros y fantasmas se reunieron en torno a Chemosh y esperaron sus órdenes envueltos en su habitual silencio.
-Ves a estos seguidores míos, ¿verdad, Krell? -Chemosh hizo un gesto con el brazo.
Dejados atrás por el río de los espíritus en su curso hacia la eternidad, los muertos vivientes que habían caído presa de la persuasión embaucadora del Señor de la Muerte flotaban en el cenagal estancado de su propia maldad.
-Sí, mi señor -contestó Krell-. Los veo. -Eran criaturas inferiores y les lanzó una mirada despectiva.
-¿Y no ves a Mina entre ellos?
El Caballero de la Muerte titubeó, angustiado.
—Mi señor, desde que morí mi vista no es tan buena como solía...
-¡Krell! -gritó Chemosh.
Los hombros del Caballero de la Muerte se encorvaron. —No, mi señor. Sé que no queréis oírlo, pero no está entre estos... El Señor de la Muerte estrechó a Krell entre sus brazos, con fuerza, tanta que estrujó la armadura y abolló el peto. —¡Krell, me has salvado de perder la cordura! Los ojos del Caballero de la Muerte irradiaron estupefacción. -¿Perdón, mi señor?
—¡Qué necio he sido! —manifestó Chemosh-. Pero ya se acabó. ¡Pagará por esto! ¡Juro por el Dios Supremo, que me expulsó del cielo, y por Caos, que me salvó, que Nuitari lo pagará!
Soltó a Krell y mandó retirarse a los orros muertos vivientes con un gesto de impaciencia. Se quedó mirando fijamente la imagen de Mina que seguía flotando delante de él.
—Dame tu espada, Krell -ordenó al tiempo que extendía la mano.
El Caballero de la Muerte desenvainó la espada y se la tendió al dios.
Asiéndola, Chemosh siguió mirando fijamente al fantasma de Mina unos instantes más y luego enarboló la espada y arremetió contra la imagen.
La imagen ilusoria de Mina desapareció. Chemosh volvió sobre sus pasos mientras cavilaba en voz alta.
-Un espejismo extraordinario que me engañó incluso a mí, pero a ti no podía engañarte, mi querido hermano, mi gran amigo, lord Krell.
-Me alegra haberos complacido, mi señor. -Krell estaba confuso; agradecido, pero confuso—. Pero no acabo de entenderos...
—¡Era una ilusión, Krell! ¡El fantasma de Mina era una ilusión! Por eso no la veías, porque Mina no está en tu reino, el reino de la muerte. Mina está viva, Krell. Viva y prisionera. —La expresión del dios se tornó sombría.
«Nuitari me mintió. No la mató, como fingió haberlo hecho. La tiene prisionera en su torre, en el fondo del Mar Sangriento. Mas ¿por qué? ¿Qué motivo tiene? ¿Acaso la quiere para él? ¿Es que supuso que la olvidaría una vez que la creyera muerta? Ah, ahora entiendo su juego. Probablemente le ha dicho que la he abandonado, pero ella no le creería. Mina me ama, me seguirá siendo leal. He de reunirme con ella...
Hizo una pausa.
—¿Y si ha tenido éxito en seducirla? Después de todo es una simple mortal -continuó el dios, endurecido el tono de voz-. Mina juró una vez amar y seguir a la Reina Takhisis, y luego le dio la espalda para venir conmigo. Tal vez Mina me haya sustituido por Nuitari, quizás ambos traman algo contra mí. Podría ir derecho hacia una trampa... -Giró bruscamente sobre sus talones—. ¡Krell!
—¿Sí, mi señor? —Desesperado, el Caballero de la Muerte trataba de seguir el hilo de los peregrinos pensamientos del dios.
-Dijiste que Zeboim recuperó la pieza de khas que contenía el alma de su hijo, ¿verdad? -preguntó Chemosh.
-¡No fue culpa mía! -se apresuró a decir Krell-. Había un kender y un bicho gigante...
—¡Deja de gimotear! De hecho hiciste algo bien, para variar. Te voy a mandar un encargo.
-¿Qué encargo, mi señor? -preguntó el Caballero de la Muerte con cautela-. ¿Dónde voy?
-A llevar un recado a Zeboim...
Krell cayó de hinojos.
—Tanto da si acabáis conmigo ahora mismo, lord Chemosh, y así terminamos de una vez.
—Vamos, vamos, Krell —dijo Chemosh en tono tranquilizador. De repente estaba de muy buen humor-. La diosa del mar estará encantada de verte porque serás portador de excelentes noticias... siempre y cuando te permita vivir lo suficiente para que se las cuentes...
El enano y el semielfo estaban escudriñando en el gran cuenco de metal dragontino; los dos reían entre dientes al ver a Chemosh con sus lamentos por su amante «muerta» y se mofaban del Señor de la Muerte haciendo burla de él -como llevaban haciendo muchos días-, cuando las cosas empezaron a ir terriblemente mal.
-¡Está sobre nuestra pista! -dijo el enano, alarmado. -No, no lo está -lo contradijo el semielfo, con sorna. -¡Te digo que lo ha adivinado! -chilló el enano-. ¡Fíjate en eso! ¡Tiene una espada! ¡Pon fin al conjuro, Caele! ¡De prisa!
-No corremos peligro, Basalto, pedazo de cobarde -replicó Caele con una mueca retorcida en los labios—. ¿Acaso crees que va a saltar a través de tiempo y espacio para cortarnos las orejas?
-¿Y cómo estás tan seguro de que no puede hacerlo? -bramó el enano-. ¡Es un dios! ¡Interrumpe el hechizo!