—Ya está -dijo en tono tranquilizador—. Ya has tomado agua. —El timbre de su voz se endureció-. Ahora déjate de darme largas. Quiero a mi hijo.
Cuando Rhys alargó las manos hacia la pechera de la túnica, donde había guardado la bolsita de cuero, el dolor lo asaltó y no pudo menos que dar un respingo. Alzó las manos. Tenía los dedos de color púrpura y doblados en ángulos extraños. Era incapaz de moverlos.
Zeboim lo miró y aspiró por la nariz.
-¡Yo no soy la diosa de la curación, si es lo que estás pensando! -le dijo fríamente.
-No os he pedido que me sanéis, majestad -repuso Rhys, prietos los dientes.
Lentamente, metió la mano tullida en la pechera de la túnica y suspiró con alivio al tantear el cuero mojado. Había albergado el temor de que la bolsa se le hubiera perdido en la zambullida desde lo alto del acantilado. Tanteó la bolsa torpemente, pero no podía mover los dedos rotos lo suficiente para abrirla.
La diosa le asió la mano y, de uno en uno, tiró de los dedos y le colocó los huesos en su sitio. El dolor fue espantoso y por un instante Rhys creyó que iba a desmayarse. Sin embargo, una vez que Zeboim hubo terminado, los huesos rotos estaban curados. Las magulladuras amoratadas desaparecieron y la inflamación empezó a disminuir. Por lo visto Zeboim tenía su propio toque curativo.
Rhys permaneció tendido en la arena, bañado en sudor, a la espera de que las náuseas remitieran.
-Te lo advertí -dijo la diosa-. No soy Mishakal.
-No, majestad, pero gracias de todos modos —murmuró el monje.
Las manos sanadas buscaron bajo la túnica y sacaron la bolsa de cuero. Tras aflojar el lazo que la cerraba, la volcó boca abajo. Dos piezas de khas cayeron en la arena, un caballero montado en un dragón azul y un kender.
Zeboim se apoderó rápidamente de la pieza del caballero y la sostuvo en la mano mientras la acariciaba y le hablaba con dulzura.
-Hijo mío. Mi querido hijo. Tu alma será liberada, iremos a ver a Chemosh inmediatamente.
Se produjo una pausa en la que la diosa parecía estar escuchando, y a continuación habló de nuevo, la voz alterada:
-No discutas conmigo, Ariakan. ¡Tu madre sabe lo que es mejor!
Acunando en las manos la figura de khas, Zeboim se puso de pie. Las nubes tormentosas oscurecían el cielo. Se levantó aire y aventó los punzantes granos de arena contra la cara de Rhys.
-¡No os vayáis aún, majestad! -gritó el monje, desesperado-. ¡Quitad el hechizo al kender!
—¿Qué kender? —inquirió despreocupadamente Zeboim. Jirones de nubes se enroscaron a su alrededor, prestos a transportarla lejos.
Rhys se incorporó de un brinco, asió la figura del kender del khas y la sostuvo frente a la diosa.
-El kender arriesgó la vida por vos, al igual que yo -dijo Rhys-. Haceos esta pregunta, majestad: ¿por qué iba Chemosh a liberar el alma de vuestro hijo?
-¿Que por qué? ¡Porque yo lo ordeno, por eso! —replicó la diosa, aunque sin el brío habitual en ella. Parecía insegura.
—Chemosh hizo esto por una razón, majestad -continuó Rhys—. Lo hizo porque os teme.
—Pues claro que me teme -repuso Zeboim a la par que se encogía de hombros-. Como todo el mundo. —Hubo cierta vacilación antes de que la diosa añadiera-: Pero no me importaría oír lo que tengas que decir al respecto. ¿Por qué crees que Chemosh me teme?
-Porque habéis descubierto muchas cosas sobre los Predilectos, esos terribles muertos vivientes que ha creado. Habéis descubierto demasiadas cosas sobre Mina, la mujer que es su cabecilla.
-Tienes razón. Esa niñata, Mina. Me había olvidado de ella. -Zeboim lanzó a Rhys una mirada de reconocimiento reacio-. También tienes razón en cuanto a que el Señor de la Muerte no liberará el alma de mi hijo. No sin coerción. Necesito algo que lo obligue a hacerlo. Necesito a Mina. Tienes que encontrarla y traérmela. Tarea que, según recuerdo, te encargué en primer lugar. -Zeboim lo miró, ceñuda—. De modo que ¿por qué no lo has hecho?
-He estado ocupado salvando a vuestro hijo, majestad -respondió Rhys-. Reanudaré la búsqueda, pero para dar con Mina necesito la ayuda del kender...
-¿Qué kender?
-Beleño. Este kender, majestad -dijo el monje al tiempo que alzaba la pieza de khas, que agitaba frenéticamente los diminutos brazos—. El acechador nocturno.
-¡Oh, de acuerdo! —Zeboim esparció arena sobre la pieza de khas, y Beleño se desplegó en todos sus ciento treinta centímetros junto a Rhys.
-¡Devuélveme a mi tamaño normal! -gritaba en ese momento el kender, que miró a su alrededor y parpadeó-. Oh, ya lo has hecho. ¡Vaya! ¡Gracias!
Beleño se tanteó todo el cuerpo y se llevó las manos a la cabeza a fin de asegurarse de que el copete seguía en su sitio. Se miró la camisa para comprobar que seguía llevando puesta una, como así era. También vestía calzas; y eran de su color preferido, púrpura, o al menos ése era el color que habían tenido en su momento. Ahora mostraban una peculiar tonalidad malva. Escurrió el agua que le empapaba la camisa, las calzas y el copete, y entonces se sintió mejor.
-No volveré a quejarme de ser bajo —le confió a Rhys en un cuchicheo.
-Si eso es todo lo que puedo hacer por vosotros dos, tengo otros asuntos urgentes que... -empezó Zeboim en tono cortante.
-Una cosa más, majestad -la interrumpió Rhys-. ¿Dónde estamos?
Zeboim echó una vaga ojeada en derredor.
-Estáis en una playa junto al mar. ¿Cómo quieres que sepa dónde? Para mí todas son iguales, no presto atención a esas cosas.
-Hemos de volver a Solace, majestad, a fin de buscar a Mina. Sé que tenéis prisa, pero si pudieseis trasladarnos allí...
—¿Y no os gustaría que os llenara los bolsillos de esmeraldas? —inquirió la diosa con una mueca sarcástica-. ¿Y qué tal daros un castillo con vistas a las costas del mar de Sirrion?
-¡Sí! —gritó Beleño con entusiasmo.
—No, majestad -dijo Rhys-. Trasladadnos simplemente a...
Dejó de hablar porque ya no había una diosa que lo oyera. Sólo estaban Beleño y varias personas que parecían sobresaltadas, así como un inmenso vallenwood que sostenía un edificio de tejado de dos aguas sobre sus ramas robustas.
Un gozoso ladrido resonó en el aire. Una perra negra y blanca salió corriendo del rellano donde había estado dormitando al sol. El animal bajó la escalera precipitadamente, esquivando las piernas de la gente, a punto de tirar a varias personas patas arriba.
Corriendo a través del prado, Atta se abalanzó sobre Rhys y saltó a sus brazos.
El monje aferró el peludo cuerpo que se retorcía de contento y estrechó a la perra contra él con la cabeza hundida en el pelaje, húmedos los ojos de un líquido más dulce que el agua del mar.
Los cristales de colores de las ventanas captaron los últimos rayos del sol vespertino. La gente subía y bajaba la larga escalera que conducía desde el suelo hasta la posada de El Ultimo Hogar, asentada en la copa del árbol.
—Solace —exclamó Beleño con satisfacción.
Vaya, así me convierta en un ogro amante de elfas de ojos azules! -Gerard palmeó a Rhys en la espalda y después le estrechó la mano, aunque seguidamente volvió a darle palmadas en la espalda al tiempo que le sonreía-. Jamás pensé que volvería a verte a este lado del Abismo. —El alguacil hizo una pausa antes de agregar medio en broma, medio en serio-: Supongo que querrás que te devuelva a tu perra pastora de kenders.
Atta se acercó presurosa a Beleño para retorcerse junto a él y darle un rápido lametón, tras lo cual regresó corriendo con Rhys. Se sentó a sus pies, alzada la cabeza para mirarlo, abierta la boca y con la lengua colgando.
—Sí, quiero recuperar a mi perra -contestó el monje mientras se agachaba para rascarle las orejas.
-Me lo temía. Solace tiene ahora a los kenders más formales de todo Ansalon. Sin ánimo de ofender, amigo —añadió en favor de Beleño.
-No me he ofendido -repuso el kender alegremente. Olisqueó el aire—. ¿Qué especialidad hay en el menú de esta noche en la posada?
—Vale, ya está bien, vecinos, seguid con lo que estuvieseis haciendo -ordenó Gerard mientras agitaba las manos a la muchedumbre que se había agrupado cerca de ellos-. El espectáculo ha terminado. —Miró de reojo a Rhys y añadió en voz baja-. ¿Hago bien en suponer que se ha terminado, hermano? Imagino que no vas a experimentar una combustión espontánea ni nada por el estilo, ¿verdad?
-Espero que no -contestó Rhys con cierto recelo. Sabía bien que estando involucrada Zeboim sería mejor no prometer nada.
Unos cuantos vecinos remoloneaban por allí con la esperanza de disfrutar de más emociones; pero, conforme pasaba el tiempo y no ocurría nada más interesante que ver gotear la ropa mojada del monje y a un kender empapado, hasta los más ociosos siguieron su camino. Gerard se volvió hacia Rhys.
—¿Qué has estado haciendo, hermano? ¿Lavarte la ropa sin quitártela? Y el kender también. -Alargó la mano y sacó un trocito de planta viscosa, de color rojo pardusco, enredado en el pelo del kender-. ¡Algas! Y el océano más próximo se encuentra a ciento cincuenta kilómetros de aquí. -Gerard los observó atentamente.
«Claro que ¿por qué me sorprendo? La última vez que os vi a los dos estabais metidos en una celda con una chiflada. Cuando quise darme cuenta, ambos habíais desaparecido y yo me encontraba solo con una lunática que me sacó de la celda lanzándome por el aire con un capirotazo y después me dejó fuera de mi propia cárcel sin dejarme entrar. ¡Tras lo cual también ella se esfumó!
-Creo que te debemos una explicación -dijo Rhys. -¡Me parece que sí! -gruñó el alguacil-. Vamos a la posada. Os podréis secar en la cocina y Laura os preparará algo de comer... -¿Qué es hoy? -lo interrumpió Beleño.
-¿Hoy? Día cuarto. ¿Por qué? -repuso Gerard con impaciencia.
-Día cuarto... ¡Oh, el menú especial son chuletas de cordero, con patatas hervidas y gelatina de menta! —exclamó Beleño, entusiasmado.
-Me parece que no es una buena idea ir a la posada -adujo Rhys-. Hemos de hablar en privado.
-¡Oh, pero, Rhys, son chuletas de cordero! -se lamentó Beleño.
-Iremos a mi casa -propuso Gerard-. No está lejos. No tengo chuletas de cordero -añadió al advertir la expresión sombría del kender-. Pero no ha)' nadie que haga el pollo guisado mejor que yo, en mi opinión.
La gente miraba al monje y al kender cuando pasaban a su lado por las calles de Solace; saltaba a la vista que se preguntaba cómo se las habían apañado esos dos para mojarse así en un día de sol radiante, sin una nube en el cielo. No habían llegado muy lejos, sin embargo, antes de que Beleño se frenara de golpe.
—¿Por qué nos dirigimos hacia la cárcel? —preguntó, desconfiado.
-No te preocupes, mi casa está cerca de la prisión -lo tranquilizó el alguacil—. Vivo cerca por si surgen problemas. La casa entra en mi salario.
-Ah, vale, entonces de acuerdo -respondió Beleño, aliviado.
-Comeremos y beberemos algo y tú podrás recuperar el bastón, hermano -añadió Gerard, como si acabara de recordarlo-. Te lo he guardado para dártelo cuando volvieras.
-¡Mi bastón! -Ahora le llegó el turno a Rhys de pararse de golpe, y miró a su amigo, estupefacto.
—Supongo que es tuyo. Lo encontré en la celda de la prisión después de que os fuisteis. Ibas con tanta prisa que se te olvidó -añadió con guasa. -¿Estás seguro de que el bastón es mío?
—Aunque yo no lo estuviera, Atta sí —contestó Gerard—. Duerme al lado todas las noches.
Beleño miró de hito en hito al monje. -Rhys... -empezó el kender.
El monje sacudió la cabeza con la esperanza de evitar la pregunta que sabía vendría a continuación.
-Pero, Rhys, tu bastón... -insistió el kender, perseverante.
—Ha estado en buenas manos todo este tiempo, a salvo —lo interrumpió el monje-. No tendría que haberme preocupado por lo que podía haberle pasado.
Beleño cedió, pero siguió echando miradas desconcertadas a Rhys mientras caminaban. El monje no había olvidado su bastón en la celda. Había llevado consigo el emmide -una especie de vara de combate- en el imprevisto viaje al castillo del Caballero de la Muerte. Lo más probable era que el cayado les hubiese salvado la vida al sufrir la milagrosa transformación de deslucido bastón de madera a una gigantesca mantis religiosa que había atacado al Caballero de la Muerte. Rhys había dado por perdido el cayado en el Alcázar de las Tormentas y sintió una dolorosa punzada de pena por dejárselo allí a pesar de que había sido una huida a la desesperada. El emmide era sagrado para Majere, el dios a quien Rhys había dado la espalda.
Al parecer, el dios se negaba a darle la espalda a Rhys.
Con humildad, agradecimiento y desconcierto, Rhys consideró la intervención de Majere en su vida. Había pensado que el sagrado bastón era un regalo de despedida de su dios, una señal de que Majere había comprendido y perdonado a su reincidente seguidor. Cuando el emmide se había transformado en una mantis religiosa para atacar a Krell, Rhys había tomado aquello como una gracia final del dios. Sin embargo, el emmide había reaparecido, le había sido entregado a Gerard -un antiguo Caballero de Solamnia- para que lo guardara a buen recaudo; tal vez fuera una señal de que ese hombre era digno de confianza, así como una señal de que Majere aún estaba interesado en el monje.
«El camino hacia mí pasa a través de ti. Conócete a ti mismo y me conocerás», enseñaba Majere.
Rhys había creído que se conocía a sí mismo; entonces había llegado aquel día terrible en el que su desdichado hermano había asesinado a sus padres y a los hermanos de la orden de Rhys. Ahora se daba cuenta de que sólo había conocido el lado suyo que caminaba bajo el sol a lo largo de la orilla del río. No conocía ese otro lado que se arrastraba por el oscuro abismo de su alma. No lo había descubierto hasta que prorrumpió en gritos de tabia y experimentó deseos de venganza.
Ese lado oscuro lo había impulsado a rechazar a Majere por ser un dios de «no intervención» y aunar fuerzas con Zeboim. Había partido del monasterio para salir al mundo a buscar a su execrable hermano, Lleu, y llevarlo ante los tribunales. Había encontrado a su hermano, pero las cosas no habían sido así de sencillas.
Tal vez Majere y sus enseñanzas tampoco eran tan fáciles. Tal vez el dios era mucho más complejo de lo que Rhys había creído. Desde luego, la vida resultaba bastante más complicada de lo que jamás habría imaginado.