-¡Y yo tengo chuletas de cerdo en la cocina! -gritó alegremente el kender.
Beleño fue el primero en salir por la puerta y bajar la escalera. Atta miró a Rhys, que le dio permiso para acompañar al kender. El paladín fue tras ellos, y la señora Jenna cerró la puerta y echó el cerrojo, dejando a Gerard y a Rhys a solas.
—¡Realmente odio esto! —murmuró el alguacil-. Sí, ya lo sé, fui yo quien trajo a estos dos para detener a esos Predilectos, ¡pero no sabía que sería Cam! Cuando me destinaron aquí antes de la Guerra de los Espíritus, Cam andaba siempre rondando los barracones. De lo único que hablaba era de cuánto deseaba ser un caballero. Le enseñé a usar la espada. Pueden decir todo lo que quieran de que ese monstruo no es él, pero tiene su semblante, su risa...
Gerard dejó de despotricar, miró a Rhys y soltó un suspiro pesaroso mientras volvía a pasarse los dedos por el pelo.
-Estás en una posición difícil, alguacil -dijo el monje en tono quedo—. Haré cuanto pueda para ayudarte.
-Gracias, hermano -contestó Gerard, agradecido-. ¿Sabes? A veces querría haber nacido kender. Ni preocupaciones, ni obligaciones, ni responsabilidades. Nada excepto chuletas de cerdo. Te veré esta noche, hermano. Te pediría que rezaras una plegaria, pero estamos hasta las narices de dioses tal como van las cosas.
Bajó la escalera a toda prisa para ocuparse de sus asuntos. Rhys lo siguió más despacio; meditó, pesaroso, en aquella sensación de alivio que había experimentado.
No había durado mucho.
El Mirador de Flint estaba en lo alto de una colina desde la que se divisaba Solace. Gerard y su equipo se reunieron cerca de la roca que había allí y en la que, según la leyenda local, un día al caer la tarde se había sentado a descansar el famoso Héroe de la Lanza, Flint Fireforge, horas antes de la noche en la que una mujer de las Llanuras y una Vara de Cristal Azul habían llevado la nueva del regreso de los dioses verdaderos, y en que la Guerra de la Lanza había comenzado.
La vista era espectacular. El humo de las lumbres de las cocinas se elevaba perezosamente en el aire. Los rayos del sol poniente destellaban anaranjados sobre el lago Crystalmir y resplandecían en las ventanas de cristales con forma de rombo de la posada El Ultimo Hogar, uno de los pocos edificios visibles a través del denso follaje de los vallenwoods.
-Es precioso -dijo la señora Jenna mientras miraba en derredor—. Tan tranquilo y apacible... Aquí el pasado parece muy cercano. Casi espera uno que el viejo enano aparezca caminando por la ladera de la colina junto con su amigo el kender. Tendrían más derecho a estar aquí que nosotros.
-Tenemos problemas de sobra con los muertos vivientes como para conjurar a más fantasmas, señora—comentó Gerard. Su intención era bromear, pero en el tenso ambiente no tuvo el efecto deseado y nadie se rió—. Más vale que ocupemos nuestros puestos antes de que caiga la noche.
Dejaron atrás la piedra del viejo enano y salieron de la calzada para internarse en el bosque que cubría la ladera. Caminaron entre abetos y robles, arces y castaños y se pararon cuando Gerard consideró que nadie los avistaría desde la calzada aunque ellos la seguían divisando.
—Disponemos de un poco de tiempo antes de que Cam llegue —dijo Gerard.
El alguacil había recorrido el camino en un silencio sombrío interrumpido sólo de vez en cuando por un suspiro suave, contenido. Rhys sufría por su amigo, pero sabía de sobra que nada de lo que le dijera lo confortaría.
-He traído una manta para evitar la humedad. -Gerard desenrolló la manta y la extendió sobre una capa de agujas de pino secas—. Podemos ponernos cómodos mientras esperamos. -Gesticuló hacia la manta con campechana galantería.
«Señora Jenna, toma asiento, por favor.
-Gracias, alguacil -respondió ella con una sonrisa-. Pero no estoy tan ágil como cuanto era una veinteañera. Si me siento en esa manta harán falta tres gullys y un ingenio gnomo infernal para volver a ponerme de pie. Si nadie tiene nada que objetar, me apropiaré de este tronco de árbol.
Jenna se sentó en el tocón de un roble, se arregló los pliegues de la falda de la túnica y colocó cuidadosamente en el suelo, a sus pies, un farol que había llevado consigo. El farol era pequeño y delicado, hecho de cristal soplado engastado en una armadura elaboradamente afiligranada de plata forjada. Dentro ardía la llama azul blanquecina de una vela.
-Veo que te llama la atención mi farol, hermano -dijo Jenna al advertir que Rhys contemplaba el farol con franca curiosidad-. Tienes buen ojo para la belleza. Y para lo valioso. Es un farol muy antiguo; data de la era de los Príncipes de los Sacerdotes.
—Es precioso —convino el monje—. Más bello que útil, da la impresión. Sólo proporciona una luz débil.
-No está hecho para alumbrar la oscuridad, hermano. -La hechicera soltó una risita-. Escuda la llama que utilizo para mi magia. El farol en sí es mágico, ¿comprendes? Ese trocito de vela, una vez colocado dentro del farol, arderá durante horas y horas. La llama no se puede apagar, ni siquiera aunque sople un ciclón o se caiga al mar. Puedes acercarte para verlo mejor, hermano. Cógelo si quieres, no te morderá.
Rhys se acuclilló. A pesar de lo que había dicho la hechicera, no tenía intención de asir el farol.
-Una reliquia que data de la Tercera Era debe de tener un valor inmenso.
—Si lo vendiera seguramente podría comprarme la mitad de Solace con lo que sacara -manifestó Jenna.
—Pero sin embargo pones en riesgo un artefacto tan valioso al traerlo aquí esta noche —comentó Rhys, que alzó la vista hacia ella.
Jenna lo observó atentamente. El monje reparó en que las finas arrugas que le rodeaban los ojos conseguían hacer más intensa su mirada al concentrarla como un rayo de sol a través de un prisma.
-O es que no comprendes la seriedad de esta amenaza, hermano, o es que piensas que yo no la comprendo -dijo secamente-. No estoy aquí como Jenna, antigua amiga de Palin Majere. He venido como jefa del Cónclave de Hechiceros y pasaré un informe completo al Cónclave tan pronto como haya regresado, ya que hemos de determinar la mejor forma de afrontar esta crisis. Otro tanto ocurre con el guerrero ungido. El informará a clérigos y sacerdotes de todos los dioses de la Luz, así como al Consejo de Caballeros de Solamnia reunido. Para nosotros esto no es una gira campestre kender, hermano. Dominique y yo hemos venido preparados para la batalla, llevamos encima las mejores armas que tenemos a nuestra disposición.
-Lo siento, señora, no era mi intención faltar al respeto a nadie -musitó Rhys.
Tendría que estar agradecido. Eso era lo que había querido, pero ahora lo abrumaba la inquietud. Por un lado, se alegraba de que por fin el mundo conociera la amenaza. Por otto lado, el miedo podía llevar a inquisiciones, torturas, persecuciones de inocentes. El remedio podía ser peor que la enfermedad.
-Para bien o para mal, el asunto ya no está en tus manos, hermano -dijo la hechicera, adivinando lo que pensaba—. ¡Oh, de eso nada, ni por asomo, señor!
Apartó una mano pequeña, la de Beleño, cuando alargaba los dedos hacia el farol.
—Mira allí -señaló Jenna—. Me parecer haber visto un espíritu errante por la base de aquel roble.
-¿Un espíritu errante? -preguntó Beleño, anhelante-. ¿Dónde?
—Por allí -indicó la hechicera-. No, más a la izquierda.
El kender salió disparado en esa dirección con Atta pegada a sus talones, aunque la perra no parecía muy convencida. Jenna se volvió hacia Rhys.
—Tienes que prometerme que mantendrás a ese kender tan lejos de mí como sea humanamente posible —le dijo-. Por cierto, ¿es verdad que puede hablar con los muertos?
-Sí, señora. Lo he visto con mis propios ojos.
-Extraordinario. Tienes que llevarlo a Palanthas de visita en algún momento. Hay varias personas muertas con las que me gustaría entrar en contacto. Una de ellas tiene en su poder un libro de conjuros que se supone que escribió mi padre, Justarius. Intenté comprárselo, pero el viejo tonto dijo que prefería llevárselo a la tumba antes que vendérmelo a mí. Y por lo visto fue lo que hizo, porque busqué en su casa después de que murió y no lo encontré. —Jenna alzó la vista al cielo.
»Lunitari estará llena esta noche. Excelente para la ejecución de hechizos. —Clavó los penetrantes ojos en Rhys. Tenía la expresión seria y su voz sonó grave—. El paladín y yo nos ocuparemos del Predilecto, hermano. Tú estate pendiente de tu amigo el alguacil. -Miró a Gerard al añadir:
»No se le puede permitir que interfiera en nuestro trabajo. Si lo hace, será responsable de las consecuencias. Y ahora, déjame sola, hermano, porque he de repasar una vez más mis conjuros.
La mujer cerró los ojos y enlazó las manos sobre el regazo.
-Ni rastro del fantasma-dijo Beleño, desilusionado, al regresar.
Rhys condujo a su amigo lejos de Jenna y de Dominique, y no porque el paladín se hubiera percatado de la presencia del kender; no lo habría notado aunque hubiese habido un centenar de ellos. Dominique se encontraba allí en cuerpo, pero no en espíritu. Equipado con armadura completa y yelmo de acero, llevaba puesto el tabardo marcado con el símbolo de Kiri-Jolith. Se hallaba de rodillas en el suelo, con la espada ante sí, y los ojos le brillaban con sagrado fervor mientras musitaba las palabras de una oración con la que pedía a su dios fortaleza en la hora de tribulación que se acercaba.
El frío viento vespertino que soplaba desde las montañas levantaba las hojas secas y las empujaba en medio de saltos y susurros por la desierta calzada. El mismo viento frío sopló a través del alma vacía de Rhys cuando vio orar al caballero.
—Hubo un tiempo en el que conocí una fe semejante -musitó pata sí.
Como seguidor de Zeboim tendría que estar invocando a la diosa para que lo ayudara en aquella hora de dificultad. Sin embargo, no creía que la señora diera su aprobación a los compañeros que tenía, así que prefirió no molestarla. Su tarea, a su entender, era asegurarse de que todos salieran de aquello tan ¡lesos como fuera posible incluido -por bien de Gerard- el miserable ser que otrora había sido un joven alegre y de buen corazón al que le gustaba divertirse.
Gerard rondaba desasosegadamente entre los árboles y sin quitar ojo de la calzada. Se mantenía a cierta distancia de los demás, con lo que dejaba claro que no quería compañía. Rhys miró hacia atrás y vio que Beleño se acercaba sigilosamente hacia el farol otra vez, por lo que se apresuró a proponer que el kender, Atta y él jugaran a «roca, paño, cuchillo».
Hacía poco que Beleño había enseñado a la perra ese juego en el que hacía falta que cada jugador eligiera en tres turnos si era «roca» (el puño cerrado), «paño» (el puño abierto) o «cuchillo» (dos dedos extendidos). El ganador se decidía de acuerdo con las siguientes premisas: la roca rompía el cuchillo. El paño tapaba la roca. El cuchillo cortaba el paño.
Atta ponía la pata sobre la rodilla del kender y Beleño interpretaba esa acción como que era lo que él pensaba que la perra quería decir, de modo que por turnos Atta podía ser «paño» que tapaba la roca, o «cuchillo» que cortaba el paño.
—Qué serios están todos -comentó Beleño-. Atta tiene cuchillo, Rhys. Tú tienes paño, así que pierdes. Yo tengo roca, Atta. Tú pierdes también. Lo siento, quizá ganes a la próxima. -Dio una palmadita a la perra para aliviar sus sentimientos heridos—. He visto reuniones más alegres en los cementerios. ¿De verdad creen que van a poder matarlo?
-Chitón, baja la voz —le advirtió Rhys a la par que echaba una ojeada a Gerard-. Los dos hemos luchado contra los Predilectos anteriormente. ¿Qué probabilidades crees tú que tienen?
Beleño reflexionó.
-Sé que la hechicera no tiene en mucho a mi magia, y ese guerrero ungido mira de reojo tu bastón. Si quieres saber mi opinión, no creo que lo hagan mucho mejor. ¡
Atta
, has ganado! ¡El paño de cocina nos vence a ambos!
El sol se había puesto y una tenue luz amarilla iluminaba el cielo y se fundía con el trémulo azul que se oscurecía progresivamente hasta llegar a la negrura salpicada de estrellas sobre las montañas. La luna roja reverberaba anaranjada con el arrebol; la llamita del farol de Jenna parecía mucho más brillante ahora que la oscuridad los rodeaba.
La hechicera estaba sentada muy quieta y con los ojos cerrados, mientras repasaba los conjuros acompañándose con complejos movimientos de las manos. Dominique había terminado sus rezos y se incorporó un tanto entorpecido por haber estado de rodillas; envainó la espada con gesto reverente.
Gerard rompió la quietud de la noche.
-¡Cam viene hacia aquí! ¡Beleño, te necesito! Ven conmigo. No, la perra se queda.
El kender se incorporó de un brinco y se reunió con el alguacil. Rhys también se puso de pie; una palabra y un roce en la cabeza de Atta bastaron para que la perra se quedara a su lado.
Con expresión sosegada, concentrada, la señora Jenna salió de debajo de las ramas del árbol y se detuvo en un punto bañado por la luz de la luna roja. Alzó el rostro hacia Lunitari y sonrió como si gozara de la caricia de sus benditos rayos. Dominique se situó cerca de ella y le susurró algo, a lo que Jenna respondió con un silencioso asentimiento de cabeza; después sacó un objeto de uno de los bolsillos y lo asió fuertemente. Dominique se dirigió a ocupar su posición a cierta distancia de la hechicera, aunque sin perderla de vista.
Los dos habían desarrollado una estrategia en secreto, comprendió Rhys; una estrategia que seguramente no se habían molestado en discutir con Gerard.
El monje aferró el emmide con fuerza.
Gerard y Beleño estaban junto a la roca que había a un lado de la calzada.
-Ahí viene -dijo el alguacil, que posó la mano en el hombro del kender.
Un joven caminaba briosamente colina arriba. No había error posible, ya que portaba una antorcha para alumbrar el camino y la luz brillaba con fuerza en el cabello pelirrojo.
-Míralo bien, Beleño -dijo Gerard-. Mira muy bien dentro de él.
—Lo siento, alguacil —dijo el kender-. Sé lo que quieres que vea, pero no lo veo. Dentro de él no hay nada. Ya no.
Gerard encorvó los hombros.
—Está bien. Regresa y quédate con Rhys.
-Puedo ayudarte a hablar con él -se ofreció Beleño, que sentía lástima de su amigo-. Se me da bien hablar con los muertos.
-Tú vuelve, eso es todo -ordenó Gerard. Un tic nervioso le crispó un músculo de la mandíbula.