El Irlandés empezó a desvestirse camino de la ducha. El precio de su cuarto de baño debía doblar o quizá triplicar el de la casa entera donde vivía el chico. Era lo único que había remozado tras la muerte de su hijo. La potencia del agua podía revivir a un muerto imaginario, aunque no a un muerto real. El era un muerto imaginario, abrió los diferentes chorros con un volante de escotilla. Azulejos negros exquisitamente iluminados le rodeaban. Notó con placer la presión en distintos puntos del cuerpo y la cabeza. Necesitaba relajarse, no estaba satisfecho con el trabajo en marcha. Llevaba años negociando ventas con sobreprecio de empresas y servicios a la administración. La democracia no era más que el recambio entre los vendedores, según quién estuviera en el gobierno serían unos y no otros quienes podrían ofertar sus ruinas para obtener a cambio millones de euros del común. También recambio de compradores que adquirían a precio de saldo inmuebles e infraestructuras puestas en pie por la comunidad. Todos lo saben y se rasgan las vestiduras de cuatro a seis y después vuelven a lo suyo. Yo he mediado con todos, les he visto malversar lo que debía pertenecer al país entero y a las generaciones por venir. Soy tan culpable como ellos, pero un hombre puede matar a cien mil con indiferencia por omisión o aprobando una ley y en cambio sufre si se ve obligado a causar de forma directa dolor a un solo individuo. No necesitábamos los teléfonos sombra. Se lo advertí, se lo demostré. Ahora veo a ese chico precipitarse al vacío de la mano de su abogado y me perturba.
Cerró la escotilla. Se secó cantando hacia dentro un tema de una cantante folk norteamericana con un absurdo nombre francés: May Gauthier. Cuando llegó al estribillo alzó la voz: «Drag queens in limousines / Nuns in blue jeans / Dreamers with big dreams / All took me in». Era como tomar una copa en el momento adecuado, ese estribillo le ponía de buen humor, volvió a cantarlo forzando la voz y, como siempre solía pasarle, sintió con la alegría un golpe de conciencia y su fatalismo persistente. Somos bolas de billar, jugamos en un tablero donde cada movimiento obedece a una misma cascada de causas y efectos y ni un solo cabello puede escapar. Siguió cantando: «Sometimes you got do / What you gotta do / And hope that the people you love / Will catch up with you», no habría estado mal encontrar esa canción con veinte años, ahora él ya no escaparía nunca hacia ese mundo de drag queens in limousines, nuns in blue jeans. Al pensarlo vio a unas monjas altas con vaqueros azules y botas negras que por aproximación le llevaron a la vicepresidenta. ¿Por qué filtraba Julia esa operación? ¿Conocía con tanto detalle como el ministro la guerra interna? ¿Sabía que al perjudicar a un sector del grupo beneficiaba precisamente a quienes más la habían atacado?
Salió del baño envuelto en un albornoz negro. Al principio había deseado que se produjeran ya los distintos cambios de normativa buscados por sus clientes y poder descolgarse de esa red de teléfonos sombra en la que nunca había creído. El chico era bueno en lo suyo, quizá en esta ocasión fuese capaz de resolver el problema de las actualizaciones. Pero ¿y la siguiente? Era imposible mantener el software escondido en un sistema tan controlado como el de ATL durante todos esos meses. Tanto como mantener toda la operación sin un resquicio, había demasiadas personas implicadas y no lo bastante comprometidas. Irónicamente, ahora él estaba en la misma situación del chico: lo que iba a ser solo un trabajo puntual se convertía en una atadura. Esta vez había sido el ministro pidiéndole las conversaciones de Luciano, ¿y después quién? No iba a poder librarse de la red hasta que la descubrieran, y si la descubrían él caería tarde o temprano.
Buscó en su piel el rastro del jabón de lima, su olor le hacía pensar en un jardín al que nunca había vuelto. Había árboles y horizonte en ese olor, lo contrario que en las conversaciones que oía, banales, cansinas, con un timbre de ofensa y risotada. La información debe venir a ti. Si eres lo bastante poderoso y sabes abrir los canales, así será. Si en cambio debes salir a buscarla multiplicas el riesgo inútilmente. Y a él le estaban obligando a multiplicar el riesgo. Llamó a Prajwal para que le diera un nuevo recado al chico: tenía que incluir todos los teléfonos de Luciano Gómez.
El abogado y el chico iban hablando por la calle cuando el chico echó a correr. El abogado le siguió, subieron a un autobús segundos antes de que arrancara. El chico reía.
—Ríe tú que puedes, yo ya no tengo los huesos para esto.
—¿Crees que nos persiguen?
—Ahora no me había parecido que hubiera nadie cerca.
—A mí tampoco, pero me estoy acostumbrando a vivir así.
—Así ¿cómo?
—Como si me persiguieran. Deberías probarlo.
—Te dieron una paliza real.
Ya. Esto es distinto. Si huyes de un perseguidor imaginario, les rompes los esquemas, ¿no? Bueno, eso espero. De pronto te mueves y ellos no saben por qué. Da igual que lean tus correos, que escuchen tus conversaciones: no pueden oír tu imaginación.
—El siguiente paso es volverse loco.
—No exageres. En realidad, todos lo hacemos. Nos mueven, nos joden, nos empujan, vamos de un lado para otro sin un motivo que sea nuestro, que de verdad nos pertenezca. Tener un motivo imaginario es casi más cuerdo que intentar salvar pedazos de todos los motivos rotos.
—¿Lo apunto?
—No hace falta, puedes citarlo sin nombrarme, obra derivada y sin reconocimiento, todo de todos.
—Oye… ¿Recuerdas lo que te conté, la ip de cierta persona…?
—¿Estás en contacto con ella?
—Más o menos. A lo mejor podemos pedirle ayuda.
—No, Eduardo. No serviría. De aquí tenemos que salir solos.
—¿Por qué?
—Porque ni siquiera sabes si ella tiene relaciones con esa gente, o si la están espiando o… qué sé yo. Te lo agradezco pero podría complicar aún más las cosas. Saldré de esta, no te preocupes, de verdad.
—Si pudieras dar marcha atrás, decir que no a los indios de la primera vez, ¿lo harías?
—Si pudiera retroceder, tendría que ir bastante más atrás del día de los indios. Pero no puedo.
—¿Cuánto más atrás?
—¿Qué más da? Oye, me bajo aquí, tú quédate. Te aviso cuando esté preparado.
Y como empujado, o quizá perseguido, por unas manos imaginarias, el chico se abrió paso de lado entre la gente y llegó en un tiempo casi imposible a la puerta a punto de cerrarse.
A las tres y media el abogado quedó con Curto en una salida de metro. Le preguntó si llevaba ordenador, si iban a hacer un man in the middle. Curto rió.
—¿Man in the middle? No, haremos: caramelo en la puerta de un colegio.
Curto iba vestido con traje oscuro y una gorra, no parecía él. La visera, muy larga, escondería su cara de las cámaras del edificio. Abrió la mano y le enseñó tres pendrives de colores.
—En uno he metido películas, en el otro canciones, y en el otro documentos de aquí y de allá. Los tres tienen su correspondiente código malicioso, que se abrirá sin necesidad de que abran ninguno de los archivos. Si nos toca un prudente, cosa que dudo, lo será con los archivos, pero meterá el usb igual.
—¿Por qué tres?
—No es un despilfarro, y el código se destruye una vez insertado, si se lo llevan a casa y lo meten allí en primer lugar, perdemos esa oportunidad. Con tres, seguro que al menos uno lo abre en el periódico. El mejor sitio es el garaje, pero no podemos arriesgarnos.
—¿Y los taxis?
—¿No paran dentro?
—Creo que no, esperan en la puerta.
—Perfecto.
Fue como atar un billete con hilo de nailon y esperar a que alguien lo encontrara. Curto se acercó a la entrada. Simuló una llamada por el móvil y mientras hablaba dejó caer el primer usb. A los diez minutos llegaba una mujer en un taxi. Bajó, echó a andar, pero el color verde refulgente del pendrive llamó su atención. Se agachó para cogerlo, lo sopesó en la mano como dudando si debía entregárselo al guarda. Luego se lo metió en el bolsillo. Repitieron la jugada, esta vez fue el abogado con un sombrero impermeable que le había prestado Curto. Se detuvo unos metros antes y encendió un cigarrillo. En la mano del mechero llevaba el usb, lo dejó caer al guardar el mechero en el bolsillo. Siguió andando y dio un rodeo para volver al sitio donde esperaba Curto apostado.
—Ya se lo han llevado. Ha sido un chico joven. Lo malo es que ese salía. Aunque espero que vuelva. No creo que termine tan pronto.
El último lo dejó Curto en la verja. Sobre el gris oscuro, el color azul turquesa llamaba la atención. Vieron acercarse a él a un hombre mayor.
—No tiene pinta de ser del periódico. —Dijo Curto. Espero que la mujer no sea demasiado prudente. O que me haya equivocado con ese tipo.
—¿Me llamas y me cuentas?
—No, qué dices. Ven a verme, pero no traigas tu coche aunque aparques a varias calles de allí. Ven en metro, a partir de las diez.
El abogado volvió a su casa cuando ya había anochecido. Un pasillo largo y al fondo tres habitaciones. El salón tenía un balcón pequeño, salió a fumar. La vicepresidenta vivía a unos treinta o quizá cuarenta minutos en metro, imposible alcanzar con la vista siquiera los alrededores de su edificio. No obstante, en la noche los obstáculos se difuminaban y jugó a imaginarla al fondo, tras las últimas luces. ¿Estás tan sola como yo ahora? ¿Qué has hecho con tus gestos mezquinos, con tus genuflexiones, tus olvidos impuestos, te hacen mella, queman, los justificas? El abogado dejó caer un poco de ceniza involuntariamente, la siguió con la mirada pero enseguida pareció disolverse, fundirse con todo, desaparecer.
Fue a la nevera. Tenía una sopa hecha que recalentó. Se sirvió vino, y se sentó a la mesa en la cocina, sin mantel, con un viejo hule de cuadros amarillos y blancos. El olor de la sopa caliente le recordó a su madre, la vio tendida en la cama, cansada como quien después de un largo combate de boxeo desea oír el sonido de la campana y ya no piensa en ganar o perder. Cada una de las veces en que había entrado al cuarto ella había sonreído, y ahora él le sonrió sin saber bien si eso servía para algo, si había algo capaz de recoger su gesto, si la memoria que su madre había dejado tendría al menos la consistencia de una onda electromagnética o si era solo agua en el agua, aire en el aire. Durante los días de agonía lenta había tocado mucho a su madre, el tacto de su piel se parecía cada día más al de unas sábanas, frescas, ligeras. En esos momentos comprendía que alguien hubiera inventado un espíritu capaz de sobrevivir a la carne, pensaba que el de su madre levantaría el vuelo por encima del mundo, se iría como un pájaro.
Cortó un poco de queso, le gustaba el ruido del cuchillo cuando llegaba al final y golpeaba la madera. Se dio la vuelta y comprobó que el recuerdo de su madre seguía ahí. Ahora ella era mucho más joven y volvía a casa después de un día largo en que había estado preparando comida para cárceles, hospitales, geriátricos, colegios y guarderías. Las manos le olían a tabaco pues desde que bajaba del autobús no paraba de fumar; entraba siempre en casa con un aire distraído, parecía no saber de qué lugar era la puerta que había abierto. Luego, al verle, como si una persiana subiera y se descorriera una cortina, surgía por fin su cara, llena de luz. Pero no duraba mucho. Hacía la cena casi sin mirar los alimentos, él la ayudaba y luego cenaban juntos. El trataba de inventar cosas interesantes que no le habían pasado del todo, ella atendía, a veces una risa muy leve salía de su boca como una nota de música que enseguida cesaba. El sabía que su madre no estaba allí, no cenaba con él ni tampoco en ningún otro sitio cultivando una vida aparte, tal vez simplemente dormía por dentro, era una fruta desecada a la espera de algo que le haría recuperar su verdadera naturaleza, pero no disponía de ese algo. Debí haber abandonado la facultad y haber encontrado un trabajo seguro permitiendo así que ella dejase de trabajar. No lo hice, fue fácil justificarme: ella no lo habría permitido, quería que terminara: si yo esperaba podría ganar lo suficiente para acabar de pagar la casa y mantenernos; si en cambio buscaba un trabajo basura, ni siquiera podría mantenerme a mí mismo. Pensé en consultárselo a Amaya, pero fue cuando nos detuvieron y luego me fui. No dije nada, seguí viendo desaparecer a mi madre poco a poco, como si sorbieran su fuerza con una pajita, poco a poco pero sin detenerse nunca. La vi volver a casa, cada día más vieja, más débil. El terminó la carrera y se colegió; ella se puso un traje nuevo, salieron juntos a cenar, ella bebió vino hasta achisparse pero seguía sin mirar la comida y estaba muy flaca. Empezó a morir un martes, luego pasaron tres meses. El abogado recordó las palabras de su tía abuela en el funeral de su abuelo: Menos mal que viene por los viejos. ¿Que viene quién?, había pensado él, y había comprendido que su tía hablaba de la muerte como si fuera un ave gigante cuya sombra cubre las casas y los caminos. El supo un martes, junto a una ventana enrejada, que ese gran pájaro había vuelto, había marcado la casa y llegaría hasta el cuerpo de su madre. Ella salió de la prueba de diagnóstico casi como siempre, pero cuando llegaron a casa parecía que ya no necesitara sostener su propio peso sobre la tierra, sus pasos sobre los azulejos de la cocina.
Ya había recogido los platos, la botella de vino. Puso en el salón un poco de música, no la que él solía oír sino un viejo disco de música bailable de los setenta que le gustaba a su madre. George McCrae, y el abogado empezó a bailar como muchas veces le había visto hacerlo a ella antes de la muerte de su padre. Ella bailaba muy bien, sin apenas moverse pero con esa capacidad de dar vida propia a las caderas y a los hombros, el abogado intentaba imitarla y una sonrisa asomó a su cuerpo sin que él pudiera evitarlo, ni quisiera. El ritmo de la música junto con sus movimientos le hacían sentirse bien, inesperadamente echó de menos a la vice, bailar con ella como si sus vidas no fueran a encontrarse, bailar para abrigar ese momento que era solo intemperie, nada, menos que un átomo en el universo.
Se metió pronto en la cama. A las once y media sonó el teléfono.
—Tío, ¿por qué estás ahí?
Curto no hablaba así, pero había reconocido un ademán detrás de aquel sintetizador de voz o simplemente había recordado su compromiso de ir a verle a partir de las nueve.
—Despiste total, espérame.
Curto colgó y el abogado se vistió deprisa. No solía cometer esos errores. Casi corrió hasta el metro. Curto le esperaba en la puerta de su local, sonreía.