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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (10 page)

—Se está bien aquí. —Dijo al poco la vicepresidenta—. Con tus sesenta y tantos y mis cincuenta y tres, en esta habitación somos solo dos preancianos. Y dos preancianos me parecen más capaces de hacer cualquier cosa que una vicepresidenta y un asesor del Ministerio de Trabajo.

—Te engañas.

—Puede. Sin embargo, cuando salgo, cuando hablo y sé que no estoy hablando solo por mí, que soy la institución y como tal me escuchan y me tratan, siempre tengo la misma impresión: como si me dejaran proyectarme lejos pero solo en el recinto de una línea que no se desvía ni puede mirar en otras direcciones.

—Bien, como preancianos prerretirados, conste que tú no lo eres en absoluto, podríamos mirar en todas direcciones, pero no avanzaríamos ni un par de metros.

—La flecha que está en mi ordenador ha avanzado algo más.

—¿No lo dirás en serio? Julia, sabes mejor que nadie que ese asunto es una locura. Se me ocurren cien personas con nombres y apellidos que podrían haberte tendido una trampa.

—Ten en cuenta el método. Yo también he pensado en personas que querrían hacerlo. Sin embargo, ¿sabrían cómo? No. Tendrían que haber contratado a alguien. Y en ese caso, el contratado sería experto en informática, pero no me hablaría.

—Debe de haber bastantes periodistas y políticos que sepan entrar en un ordenador.

—Alguno habrá. Sin embargo esa flecha me ha dado documentos cuya obtención también le compromete.

—¿Se lo vas a decir al presidente?

—De momento, no. —La vicepresidenta estiró las piernas y volvió a sentarse con la espalda recta. Soy una cenicienta al revés. Dan las doce y debo abandonar mis pies descalzos y el viejo sillón para volver a los vestidos elegantes y la carroza fría—. Te he traído algunos de esos documentos y las conversaciones que hemos tenido. Te pido que los estudies.

La vicepresidenta abrió su cartera y le entregó las hojas. El las cogió diciendo:

—Pero yo no sé nada de informática.

—No importa. Lo que quiero es que me digas qué clase de cabeza piensas tú que hay detrás de esos papeles. Y qué crees que está buscando.

La vicepresidenta se levantó. Habría querido quedarse allí, esperar a que llegara Julia, cenar con ellos y hablar del presente como de una piedra arrojada contra un muro. Pero no podía, no tenía tiempo, tenía que sostener el muro.

Noviembre del año anterior

En aquel tramo, el paseo de la Castellana producía el efecto de ser una autopista en medio de la ciudad. El abogado cruzó los ocho carriles y siguió andando por un barrio acomodado. Aunque hacía tiempo que había empezado el otoño, de los jardines aún llegaba un olor a verano y a riego. Encontró un bar discreto, algo cutre. El aviso de que tenía wifi estaba escrito en una cuartilla blanca y plastificada pegada al cristal. Dentro apenas había tres mesas y una barra. Su cuerpo, un poco demasiado ancho, puesto de perfil llenaba casi todo el espacio entre la barra y la pared. Un solo camarero atendía a una pareja de ancianos. Al tratarse de un local tan pequeño, no había forma de mantener la pantalla completamente a salvo de los ojos de los intrusos. Indeciso, el abogado miraba hacia todos lados cuando el camarero se dirigió a él:

—¿Quiere conectarse?

El abogado asintió.

El camarero salió de la barra y se dirigió al fondo del bar. Tras una puerta medio cerrada se entreveía un resplandor naranja. Al otro lado había un cuarto algo más amplio con varias mesas y poca luz. Dos chicos jugaban en el mismo monitor, y en una esquina una chica sola tecleaba.

—La contraseña de hoy es cuarenta y nueve huesos. «49» con número, «huesos» con minúscula y sin espacio. ¿Qué toma?

—Agua mineral. —Dijo el abogado.

Escogió una de las dos mesas del fondo y enchufó el portátil. Al cabo de media hora, los chicos se fueron. La chica que estaba sola tenía auriculares puestos y un vídeo en la pantalla del ordenador. El abogado se concentró en su tarea. Su mundo de escoltas le había confirmado la dirección física de la vicepresidenta y algún dato más que al contrastarlo ahora con los archivos del ordenador no dejaba lugar a dudas: tenía acceso al ordenador personal de la vicepresidenta. La ip que había tecleado el chico no era la del hombre del banco de Amaya. Había confundido un número y ambos vivían en la misma zona. ¿Cómo podía ser que el ordenador de un alto cargo hubiera sido víctima de una botnet? Hizo averiguaciones en torno a la seguridad informática de los altos cargos. Al parecer, también en internet sucedía lo que en la vida diaria con las personas escoltadas. En algún momento estas alteraban los horarios, disimulaban, trataban de conseguir, de cualquier modo, un tiempo propio, un momento de privacidad. Así había ministros que recurrían al ordenador de un familiar, o a uno viejo, e incluso quien, según supo, había utilizado la wep de un vecino para navegar sin sentirse controlado por los responsables de seguridad electrónica del servicio de inteligencia.

Cerró el portátil y llamó al chico desde una cabina. La última vez le había pasado una cuartilla con algunas frases en clave para el caso de que necesitaran verse.

—Hola, ¿te pillo en buen momento?

—Hola. No muy bueno. Me has despertado. —Contestó el chico.

—Lo siento. ¿Te llamo mañana, entonces? ¿A las nueve y media?

—Sí, vale. Buenas noches.

En teoría, si el abogado había entendido bien la letra del chico, eso significaba que se verían dentro de veinte minutos. El debía esperarle en un bar previamente acordado.

Sí, allí estaba el chaval, junto a la puerta, las manos en los bolsillos, la nariz ganchuda apuntando al suelo.

—Mejor andamos. —Le dijo por todo saludo.

—He encontrado algo, por casualidad. Es bastante interesante. —Dijo el abogado.

—¿Algo como qué?

—Como el ordenador personal de la vicepresidenta del gobierno.

—¿Estás seguro?

—Lo he comprobado.

—Supongo que habrá sido un agujero provisional, no creo que puedas volver.

—Puedo. El troyano que habían introducido tus amigos de la botnet era francamente bueno.

—¿Volviste a hablar con ellos? ¿Cómo los localizaste?

—No lo he hecho: tú tecleaste mal la ip que te pedí.

—¿Y qué ha pasado con el hijoputa del banco?

—De momento, nada. —Dijo el abogado.

—Joder, te dejo solo y te pones a jugar con las ipes de la gente.

—No es un juego cualquiera. Pensé…, he pensado que podía sernos útil. Oye, hay un sitio que me gustaría enseñarte. Está a veinte minutos en coche. ¿Vamos?

El chico no dijo que no y, cuando llegaron al Mini, entró con naturalidad. Fueron callados hasta el cerro de los Ángeles. Cuando salieron del coche, el chico dijo:

—Has dicho ordenador personal, es imposible que sea tan imprudente como para tener documentos de interés ni siquiera en el del trabajo, pero menos en el personal.

—En efecto, no he visto nada de trabajo.

—¿Y cómo sabes que es suyo?

—Llevo dos días recorriéndolo por dentro. También sé que la ip se corresponde con su dirección física. Su casa está a tres manzanas del café con wifi que usó el tipo del banco, la misma subred.

—Vale, tienes su ordenador personal, ¿y…?

—Es una oportunidad.

—¿Una oportunidad de qué? El poder no lo tienen los vicepresidentes, ni los presidentes. Los tipos que han encargado las escuchas, esos sí tienen poder.

—Si tienen tanto poder… ¿para qué las necesitan?

—No he dicho que lo tengan todo. De todas formas, estoy seguro de que podrían conseguir esa información presionando, solo que prefieren pagar en vez de pedir favores.

—¿Qué tipo de información es, lo sabes?

—No; solo sé que la mayoría de los teléfonos están relacionados con la banca. Los políticos trabajan para ella.

—A veces, no siempre.

—¿Quieres averiguar cuántas veces? Te llevarás una desilusión.

—Por favor, chico, lo sé, no me hables como si me sacaras veinte años. Y ahora, dime que no te tienta.

—Vale, me tienta.

Anochecía. Había otros coches aparcados, parejas diseminadas, niños gritando y numerosos coches que abandonaban el lugar. El chico y él eran los únicos que andaban por el último tramo de la carretera en dirección al mirador.

En el centro de la plataforma rectangular, en el primer escalón de unas escaleras más pequeñas coronadas por un grupo de estatuas, cinco adolescentes charlaban y fumaban. Algo más arriba, a la derecha, un hombre solo miraba el horizonte, los codos clavados en las rodillas, las manos sujetándole el rostro. Pasaron de largo y fueron a asomarse al muro de piedra. Un último resplandor rojo se ocultó, la mancha oscura de los pinares cubría el cerro. Más abajo, hasta donde la vista alcanzaba, la ciudad era el público visto desde el escenario de una sala de conciertos, luces de mecheros y de móviles, focos y humo.

—No está mal. —Dijo el chico—. ¿Vienes mucho?

—Antes sí. Demasiado. Con quince años esta vista te mete en el cuerpo delirios de grandeza, y luego cuesta sacarlos.

—¿Qué delirios?

—Ver todo, conocer todo. Y controlar casi todo.

—¿Nunca te ponías malo? ¿No vomitabas, no perdías la cabeza? Controlarlo todo. Yo no controlo ni mi estado de ánimo.

—No exageremos. —Dijo el abogado.

Detrás pasaron los adolescentes, de retirada. Luego el hombre solo bajó por las escaleras y se alejó. Quedaron ellos dos en la plataforma de piedra. A oscuras, bajo la neblina, Madrid temblaba a sus pies.

—Podríamos contactarla y, en un momento dado, hablarle de tu situación. —Dijo el abogado.

Una racha de viento desordenado barrió la nuca de las dos figuras acodadas en el muro.

El chico habló despacio, como si un frío venido de otra parte le impidiera sujetar bien la mandíbula, como si tiritara.

—Acércate a ella si quieres. Yo lo haría. Pero no le hables de mí. Tendrás que tener muchísimo cuidado para no espantarla, volver a practicar ingeniería inversa, ya sabes, averiguar de qué está hecho y cómo funciona algo que todo el mundo ve de tal forma que lo puedas llegar a comprender, modificar e incluso mejorar. En tu caso supongo que sería estudiar sus pautas de comportamiento: establecer las costumbres de una vicepresidenta sin oír lo que dice por teléfono ni lo que piensa, pero sí, a lo mejor, lo que escribe y lo que busca cuando está sola.

—¿Por qué no lo hacemos juntos? Yo soy un aprendiz, tú sabes mucho más que yo.

—No has dejado de practicar. —Dijo el chico—. Me di cuenta la otra noche. Me pediste ayuda con lo de tu amiga solo para hacerme salir de casa. No creas que no me importa el que quieras ayudarme. Me importa mucho. No sé cómo darte las gracias. Pero ahora no puedes hacer nada. Han disparado al ala de mi avión, estoy cayendo, si tengo suerte y hay paracaídas, saltaré a tiempo o puede que el avión aterrice sin incendiarse. Pero hasta que no llegue al suelo, solo podemos esperar.

—Si consigo que me conteste, ¿cuándo podré hablarle de ti?

El chico le miró.

—No lo sé. Nunca. No puedes hacerlo hasta que yo no te avise. Si te adelantas, acabarán con nosotros. Tienes que esperar, júramelo.

—Lo juro. —Dijo el abogado.

Calles oscuras, carreteras, barrios iluminados, plazas vacías, más casas, más calles y carreteras, descampados, tierra sola, una ciudad de seis millones de habitantes y el peso de los días en cada espalda y acequias de tristeza. La noche no había cubierto la ciudad sino que parecía rodearla. Abajo, en la ladera, el fuego de una hilera de rastrojos levantó una humareda clara contra el cielo. Hasta las dos figuras llegó el olor a lumbre, a casa de labor. El abogado y el chico alzaron la cabeza y proyectaron la mirada allí donde la noche se precipitaba hacia llanuras solas y ríos sin reflejo.

Enero

Sobre el teclado negro unas manos protegidas con mitones de color lila. Las últimas falanges de los dedos permanecían quietas, sin decidirse a pulsar tecla alguna. La mano derecha se dirigió al ratón y lo agitó produciendo una emisión de luz en la pantalla. La vicepresidenta abrió un documento nuevo. Las manos comenzaron a escribir.

—¿Estás?

La flecha se movió.

—Oye…

—…

—He impreso copias de algunos documentos y algunas conversaciones, para un amigo. Nada oficial. Le pedí que no se lo contara a nadie.

—Podrías haberme consultado.

—No sé qué hacer contigo. Tienes mucha información sobre mí, ¿y si la utilizas? Necesito consejo.

—¿utilizarla para qué? no quiero chantajearte, quiero tu mayor defecto, te lo dije al principio.

—Las instituciones no son valientes ni cobardes. Y yo no soy más que una pieza de una institución.

—Por favor, dejemos la teoría, ¿cuánto confías en tu amigo? ¿es esta la última charla que vamos a tener?

—Confío absolutamente.

—Dime su nombre.

—Me parece justo. Luciano. Luciano Gómez.

—Dame tu teléfono, por si acaso.

—Me extraña que no puedas conseguirlo.

—No tengo tiempo, me paso el día consiguiéndote cosas a ti.

—¿Para qué lo quieres?

—A lo mejor yo tengo problemas.

La vicepresidenta escribió unos números.

—Háblame de la comodidad, de las sonrisas, ¿cómo es sentirse siempre arropada?

—No siempre lo estoy. Tengo enemigos.

—A lo que tienes, yo no lo llamo enemigos.

—Intentan acabar con mi carrera, reputación y propuestas, pero no son enemigos.

—Ni siquiera podrían acabar con tu patrimonio.

—La angustia que sentimos en la vida no es solo económica. Eso no le quita valor a la económica, pero no es lo único que hay.

—¿y…?

—Has dado por hecho que yo siempre estoy arropada.

—Hay angustia bajo las sábanas, bajo el edredón nórdico de plumas de ganso hay carretadas de angustia, estar arropada no significa dejar de sentir, significa no estar en el bando de los ateridos.

—¿Tú lo estás?

—Alguien que conozco, sí.

—¿Por qué no te basta lo que hago? La modernidad, conseguir que este país no le vaya a la zaga al resto del mundo.

—Un mundo que se desmorona.

—Nosotros no hemos creado esta crisis, ha habido otras.

—Cada una es peor que la anterior.

—Este mundo seguirá adelante. Si en los últimos tiempos hubiera gobernado el PP en lugar de los socialistas, habría aumentado el número de personas desprotegidas.

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