Llegó un mensaje a su segundo móvil. Raro. Pensó en el presidente o en una verdadera tragedia familiar. Lo miró con disimulo. Era el ministro del Interior: «De hoy no pasa. —Decía—. Después de la prensa». La vicepresidenta no contestó. Desde niña había detestado la costumbre de pasarse papelitos y mensajes en la clase o en cualquier otro lugar. Álvaro no la miraba y ella siguió como si tal cosa.
El apoderado llegó a las oficinas del banco en un taxi. Enseñó su carnet en la entrada con desidia. Estatura mediana, ojos verdes muy claros, traje oscuro y una corbata burdeos, el pelo desaliñado con algunas canas en las sienes.
—Puede subir. Planta nueve, segunda puerta a la izquierda.
El apoderado no llevaba maletín, ni siquiera una carpeta. En el ascensor jugueteó con un pendrive naranja y blanco que sacó del bolsillo.
—Hola, Irlandés. —Era el vicepresidente ejecutivo, delgado, alto, una calva perfecta y gafas de montura de acero.
El vicepresidente se había adelantado un poco para abrir la puerta.
—Nos reuniremos aquí.
—La sala de los secretos.
—Si quieres llamarla así. Digamos que se revisa con más frecuencia que las otras.
El vicepresidente se sentó a la cabecera de la mesa rectangular.
—Bien, ¿qué pasa? —Dijo el apoderado, quien había dejado entre ambos una silla vacía y se había sentado en la siguiente.
—Tú sabrás.
—Yo no sé nada. Están haciendo el trabajo. Yo diría que bien. ¿Qué problema hay?
—Alguien hizo una copia de las conversaciones grabadas.
—No lo creo.
—Nuestros socios de Telefónica tienen las pruebas.
—¿Lo han hecho y además dejando rastro?
—Me dicen que fue un trabajo muy bueno, pero se olvidaron de lo elemental. Al parecer entraron, hicieron la copia y borraron el rastro. Sin embargo, no se les ocurrió comprobar si había alguien en el sistema en ese mismo momento. Y lo había. Mala suerte.
—No solo mala suerte. Tenían un uno por ciento de posibilidades de que hubiera alguien, ¿cómo no lo comprobaron?
—No es asunto mío, pero tiene su lógica, es doble mala suerte que a quien estaba en ese momento en el sistema se le ocurriera mirar si había alguien más.
—Sé quién ha sido y por qué. No podemos permitirlo. Te presento mis disculpas.
El Irlandés imitó el gesto de descubrirse la cabeza y llevarse el sombrero al pecho.
—Quiero resultados. Pronto.
El Irlandés asintió.
—Bonita camisa. —Dijo el vicepresidente ejecutivo—. Siempre rompiendo las reglas con audacia.
—He dedicado mucho tiempo a conocerlas. Si no las conoces, no las puedes romper.
—¿Cómo las aprendéis… vosotros?
—¿Nosotros? —Rió el Irlandés—. ¿Te refieres a… la gente? ¿Qué somos para vosotros, el relleno, abejas obreras, decorado?
—Evítame esta escena de rencor social. Solo sentía curiosidad.
—Eso te honra. Verás, se escucha mucho y se pasa miedo a quedar mal en sociedad, agudiza la atención, y la tensión. Lleva su tiempo, claro. Y tienes que elegir. No puedes aprenderlo todo. Yo renuncié, por ejemplo, a las piscinas. No sé tirarme de cabeza.
—Ya… Quiero ese material, Irlandés.
—¿Había algo especial?
—Lo mismo que en los otros días. Datos útiles, pero nada singular.
—El chico busca un seguro de vida. Qué gilipollas.
—No me interesan los detalles.
—Supongo que te lo puedes permitir. ¿Cuántas horas ha grabado?
—Un día y una noche de cuatro de los siete teléfonos sombra.
—¿Qué día?
—Antes de ayer.
El vicepresidente se levantó.
El ministro del Interior estaba ya en el restaurante. La vicepresidenta sabía que el baile había empezado, se esperaban cambios en el gobierno y ella había pasado de ser la reina de la fiesta a ser aquella a quien alguien recuerda con gesto distraído cuando la fiesta ha terminado, cuando los más íntimos y más amados prolongan la noche en algún lugar especial y entonces alguien dice: «¿Julia?», y los demás se miran entre sí y pronto olvidan tanto la pregunta como que Julia no está, nadie la avisó.
Mientras avanzaba entre las mesas se representó la comida entera, entrantes y primer plato, segundo, postre, café con tejas y dados de chocolate, y le pareció eterna:
—Me ha surgido un imprevisto, Álvaro, ¿te importa si prescindimos de los entrantes?
—Y del primero, si quieres. Parece que hay buen pescado. ¿Compartimos un rodaballo?
No me apetece mucho pero nos evitará el trámite de la carta. Compuso una sonrisa impecable y una mirada que no dejase traslucir el tedio.
—Perfecto. —Dijo—. Tú dirás.
—Han empezado los rumores, como sabes. Sinceramente, creo que estoy mejor colocado que tú en esta partida. Pero el presidente es imprevisible, le gusta serlo.
La vicepresidenta sonrió al camarero que le ofrecía el vino para catarlo. Es una hiena. Y se lo voy a decir.
—Está bien. —Se dirigió al camarero.
Y cuando este hubo llenado las copas:
—Eres una hiena, Álvaro.
—¿O chacal? Mejor no pensemos en cadáveres. Es desagradable y no creo que sea la imagen apropiada. Nunca te consideraría un cadáver político, Julia. Puede que salgas del gobierno, pero no del poder.
Álvaro es imprudente, pero ¿tanto?
—Hemos evitado los entrantes, el primer plato. ¿Qué tal si nos saltamos los rodeos?
El ministro la miró despacio.
—Te has precipitado y yo diría que ahora no estás en la mejor situación para hacer este tipo de jugadas. —Dijo.
—No sé de qué me hablas. Y no estoy actuando, Álvaro, no tengo tiempo.
Las manos del ministro, aferradas a los cubiertos, concentraban toda la tensión que no había, en cambio, en su cara. El pareció advertir la mirada y se revolvió incómodo. Entonces dijo:
—Por favor, Julia. Habéis filtrado el favor que Telefónica se disponía a hacer a mis amigos. Que también lo fueron tuyos, ¿te acuerdas?
Para qué juega a acusarme: o no juega y entonces qué está pasando. ¿Ha sido la flecha? La expresión severa y apenada de Luciano sobrevoló el rodaballo y las patatas cocidas.
—Te refieres, supongo, a nuestro grupo de comunicación favorito: ¿qué gano yo filtrando una operación que, te recuerdo, no deja al gobierno en muy buen lugar?
—Venga…, les quieres débiles; les quieres comiendo de tu mano. Pero ¿pensabas que iba a quedarme quieto? No sueles ser tan… torpe.
—Gracias.
Aquella brizna de perejil tenía el contorno exacto de la península Ibérica. La vicepresidenta comió un trozo de rodaballo mientras iba atando cabos. El ministro solo podía estar refiriéndose al artículo de prensa en donde se revelaba que Telefónica estaba dispuesta a comprar un elevado porcentaje del grupo de comunicación amigo pagando las acciones a un valor considerablemente más alto que el que tenían en el mercado. Julia conocía esos datos, aunque no había estado en la reunión donde se dio luz verde a la operación desde el gobierno. Pero no habían podido ocultárselo, Álvaro sabía que sus fuentes permanecían leales. Sin embargo, ella no había filtrado nada, y estaba segura de que Carmen, la única persona con quien lo comentó, tampoco lo había hecho.
—Álvaro, voy a ser sincera, espero poder pedirte lo mismo en breve. La filtración no proviene de mí ni de nadie de mi entorno. Sabes que en este momento jugar a la ambigüedad sería más fácil.
Fue ella ahora quien le miró, qué ojeras, duermes igual o menos que yo. Y no estás completamente atento. ¿En qué piensas?
—Espero que no se nos esté abriendo un flanco inesperado —añadió Julia.
—¿Qué flanco?
—El sistema de interceptación, Sitel. Nunca me gustó. Ni la comisión interministerial que montamos. Terminará saliéndonos caro haber evitado la Ley Orgánica.
—Vamos, Julia. Las leyes van detrás de los dispositivos. Todo va detrás de los dispositivos. Cuando algo se puede hacer, se hace, en biología, en informática, en armamento. Luego vienen los demás diciendo misa, y qué: no es así como funciona. Teníamos Sitel, no podíamos dejar de usarlo. Es verdad que una vez que abres una puerta trasera en un sistema, ahí queda y otros también la pueden usar si saben cómo. Hay que correr riesgos.
—Las escuchas de Grecia, Italia… ¿Crees que también aquí escuchan nuestras conversaciones?
El ministro se limpió la boca con la servilleta y bebió vino dejando la copa limpia, como si nadie la hubiera tocado.
—Creo muchas cosas y ninguna.
La mirada de la vicepresidenta descansó de nuevo en las manos del ministro, delgadas, nerviosas. Sintió las suyas sin mirarlas, debía evitar traslucir la menor inquietud y sin embargo algo le quemaba por dentro: de pronto la flecha podía ser el peón de una trama y ella una ingenua descomunal. ¿Y si Álvaro sabe algo de la flecha? Hablaré con ella.
—Estás tan cansado como yo. —Dijo—. Tampoco tienes hijos. ¿Por qué seguimos en esto? No necesitamos el sueldo, ni mantener nuestra capacidad de influencia.
—Me gusta, y sé que entiendes lo que quiero decir.
La vicepresidenta asintió. No compartía las ideas del ministro, tenían diferentes alianzas, propósitos, y a pesar de todo él se contaba entre sus allegados. Esa cercanía no le daba ninguna tranquilidad, más bien al contrario.
Bebió agua para aclararse la voz.
—Entonces, podrían estar escuchándonos. Álvaro, en este momento un escándalo así acabaría con el gobierno.
—Tú has hablado de eso. Yo creía que la filtración era vuestra. Es más, a lo mejor lo es y no lo sabes.
Así que esta era tu frase. La vicepresidenta no contestó. Pensó en el final, estaba más cerca de lo que había previsto y antes de irse debía cumplir la misión que le había encomendado el presidente. Pensó también, con cierto agrado, que Álvaro no estaba informado acerca de esa misión, de lo contrario habría intentado sonsacarla de algún modo.
Terminaron sus platos en silencio. Renunciaron al postre. El ministro pidió un café solo y la vicepresidenta se disculpó, la esperaban.
Curioseó en uno de los puestos que había delante del estadio, gorras, camisetas, banderines, bufandas. Por fin, el abogado pidió una bufanda de un equipo pequeño de segunda división que jugaba la Copa del Rey. Supongo que el hombre del bar no la tendrá. Se la dieron sin bolsa, él trató de meterla muy doblada en el bolsillo de la chaqueta pero no le cabía. Al final se la puso y llegó con ella puesta a su cita.
Había ya una taza de café sobre la mesa.
—¿Llego tarde?
—No, no, es que he bajado antes. —Dijo Amaya—. Voy a irme pronto. ¿Y eso? —Un apunte de sonrisa mirando a la bufanda.
—Es para un tipo que las colecciona, me la han vendido sin bolsa. —Dijo aún de pie.
El pelo corto de Amaya dejaba al descubierto su cuello. Se sentó enfrente para no mirarlo. Pese a todos sus propósitos de tratar a Amaya con simple camaradería, de no dejarse llevar por una historia que solo estaba en su cabeza y nunca saldría de ahí, estaba ya excitado e inesperadamente triste.
—¿Qué te pasa?
—¿A mí?
—Sí, a quién va a ser. Traes cara de pena.
—Es que estaba probando a vernos a ti y a mí como parte de algo mucho mayor, el cuadro, ya sabes, un poco de indiferencia para hacerte reír, pero me entra una melancolía enorme de que seamos tan pequeños que un soplido nos pueda llevar.
—No funciona así. —Sonrió ella—. Si te da un ataque de melancolía es que sigues dando importancia a las cosas.
—Pero me da justo cuando se la quito.
—Se la quitas porque crees que la tiene. Si no la tiene no se la puedes quitar.
—¿Y la gente que se muere? ¿La gente a la que matan? Sí, sí, inocentes, niños decapitados, terremotos, todo eso ¿tampoco tiene importancia? No te querría yo a ti de médica: me tienes que cortar la pierna derecha y me cortas la izquierda, total, como no tiene importancia.
Amaya rió.
—Coño, ahora por qué te ríes si me estoy poniendo trágico.
—Niños asesinados, terremotos, tu pierna izquierda.
—No es lo mismo, pero también tiene su valor.
—Yo te operaría bien. Tu vida me parece muy seria, la que no me lo parece tanto es la mía. No tan seria como para tomarla en serio. Y eso no quiere decir que no me guste con locura. Al revés.
—¿Las de los demás sí?
—Las de los demás son de los demás.
—Puedo apuntarme a un curso, aprenda en dos semanas a tomarse la vida menos en serio. Mire este sobre de azúcar: ¿lo abre, no lo abre? ¿Es el hecho de abrirlo una decisión de vida o muerte? El problema es que lo es, Amaya, te juro que a veces lo es y no lo sabes.
—Lo que no entiendo es cómo disfrutas tanto bailando, deberías estar aterrorizado, si cada paso es decisivo.
—Pensemos, para bailar hay que elevarse, pero recordando la sangre, que marca el ritmo y es un liquiducho rojo, cinco litros de nada. Supongo que sí, notar el pulso de la sangre debería recordarnos que dentro de cien años todos calvos. Claro que la cuestión entonces es: si dentro de cien años todos calvos, ¿vale la pena comprarse crecepelo ahora?
Amaya rió de nuevo. El abogado la miraba pensativo.
—Sí vale la pena. Por eso estamos aquí, hay que pararle los pies al de mi banco ahora y no dentro de cien años. ¿Cómo va tu amigo?
—Bien, tenemos la ip desde donde subió los primeros datos, es de un cibercafé no lejos de su casa. Luego ha ido a otros. Seguramente bastaría con seguirlo, pero no sé si la policía tendrá tiempo para un operativo así. También tenemos acceso a su página. Podemos meter algo que reenvíe los logs a la policía directamente.
—¿Es fácil de hacer?
—De momento no, pero es cuestión de tiempo.
—Si lo ha hecho desde un cibercafé siempre puede decir que fue otra persona.
—A no ser que le pillen en ese momento.
—Pero lo que ha hecho, colgar fotos mías con vestidos que yo nunca me pondría, son chorradas. ¿Por eso van a seguir a una persona?
—Si solo es un vestido distinto…
—No, no es solo eso… Se lo ha hecho a más gente. He hablado con dos y se niegan a denunciarle. No quieren acabar amenazadas por un loco. Y la policía no tiene recursos para proteger a las mujeres. Esta sociedad crea mucha más gente desequilibrada de la que puede asumir.
El abogado miró a Amaya y por un momento creyó comprender a ese individuo loco que intentaba adueñarse de la Amaya digital ya que no podía tocar a la analógica. Descartó el pensamiento al ver la expresión cansada y al mismo tiempo herida en la cara de Amaya.