A los veinticinco años el abogado empezó a asistir a clases de kárate, aunque no era bueno, ni siquiera mediano. Si había decidido estar solo, al menos quería ser capaz de defenderse y defender a otros no solo con las leyes, también con el cuerpo. Después se inscribió en un club de tiro y aprendió a disparar. Allí conoció a un vigilante acusado de agredir a dos chicos que habían salido de un comercio con bolsas llenas y preparadas para eludir los sistemas de alarma. El vigilante les había perseguido y forcejeó con ellos, pero negaba que eso fuera una agresión. El abogado escuchó la historia receloso. No podía sacar de su cabeza la prepotencia, la agresividad gratuita, con que los dos vigilantes se cebaron con Amaya cuando él forcejeaba con el perro. Sin embargo, también recordaba la mueca a punto de sonreír de Amaya mientras les decía: «¿Por esto os pagan?». Aquello le había emocionado, porque su padre no era solo el uniforme como muchos pretendían, y ella se había dirigido a esos tipos considerándoles más allá de su función. El abogado aceptó defender al vigilante y no solo no se sintió mal sino que le gustó. Llevaban armas, la prepotencia les caracterizaba, pero no eran más que tipos ganándose la vida. Son tan pocos los que eligen lo que quieren ser. Y de esos, hay tan pocos que puedan comportarse profesionalmente como una vez creyeron que se comportarían. Empezaron a llegarle nuevos casos. En las oficinas de empleo, las puertas de las tiendas, las urbanizaciones, los pasillos del metro, había unos tipos que servían de barrera, cuya única función era mostrarse, ejercer de muro de contención para defender algo que no les pertenecía. Y aunque a veces, cuando entraban en su despacho exhibiendo chulería y corpulencia, les odiaba, no era la mayoría de las veces. Se corrió la voz. Terminó convertido en el abogado de los seguratas de poca monta. Los otros tenían servicios jurídicos detrás, a menudo de grandes despachos. Al final, su red de clientes le había proporcionado una especie de protección informal añadida, y se había acostumbrado a ella.
Si bien no aprobaba la ingenuidad del chico, su imprudencia al aceptar la oferta de los indios, en cierto modo la envidiaba. Estar arriba, en el tobogán, y dejarse caer. Dar el paso que nos colocará allí donde nuestras reglas del juego no sirven. ¿Por qué lo había dado el chico? La deuda de su hermana no era más que un pretexto, igual que su cansancio en la empresa. ¿Por qué se juega alguien su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada? Pensó en la intensidad del deseo, cuando toda prudencia quiere desaparecer. Pero ese no era el carácter del chico. En cambio, seguro que suscribía aquello que Amaya citaba a menudo: «No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto».
Tenía ganas de fumar. Miró la hora y comprobó sobresaltado que quizá no llegase a tomar el tren. Salió corriendo. Se preguntaba si le devolverían al menos una parte del dinero del billete. Pensaba en las llamadas que debería hacer. Podía perjudicar a uno de los defendidos no presentando el recurso a tiempo. ¿Podría localizar al procurador? Sentía el aire de septiembre en las manos y en la cara.
Cada semana durante años ver los mismos sillones de tapizado gris y armazón negro, los periodistas que aguardan en sus puestos, los fotógrafos al pie de la mesa buscando un primer plano para ese día. Aunque había ruedas de prensa mejores y peores, en esa segunda legislatura todas estaban siendo difíciles. Muy pocas veces habían logrado adelantarse con propuestas y a menudo sus actuaciones daban la impresión de estar hechas para paliar un problema que no supieron resolver a tiempo.
La vicepresidenta habló con serenidad. No le gustaba demasiado la nueva reforma penal, pero era un campo en el que se sentía cómoda debido a sus conocimientos jurídicos. Después, como siempre ocurría y como, a pesar de los años transcurridos, seguía pareciéndole penoso que ocurriera, no hubo ninguna pregunta de alguien que se hubiera leído la reforma o que siquiera hubiese atendido a las palabras de la ministra o a las suyas. Los periodistas se interesaron solo por el par de temas polémicos que habían ocupado la prensa durante la semana. Y así llegó la pregunta inevitable para ese día.
—¿Qué le parece la valoración obtenida por el ministro de Sanidad en el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas?
La vicepresidenta había ensayado la respuesta minutos antes.
—Es admirable que alguien tan nuevo en el ejecutivo se haya ganado la confianza de los ciudadanos. Y un lujo para este gobierno contar con personas como él entre sus miembros.
Todos sabían que el ministro de Sanidad la había destronado como miembro mejor valorado del ejecutivo. Todos aguardaban su actuación y tal vez una grieta, una mueca inesperada o una ironía mal medida. Nada de eso ocurrió, tenía tablas suficientes y, además, acaso su pérdida del primer puesto la había inquietado menos de lo esperable.
—Entonces, ¿no te ha sentado como una patada en el estómago? —Imaginó que le preguntaba la flecha.
—Desde luego que sí. Ha herido mi vanidad. Me ha molestado.
—¿Qué es lo que te molesta?
—El ministro es tan maleable. Dicen que la inteligencia consiste en responder con flexibilidad a las situaciones. Ese mérito, sin embargo, en ciertas situaciones se convierte en demérito, aunque no lo parezca.
—El ministro también es más joven que tú.
—Diez años, sí. Pero no es su juventud lo que me ha vencido sino su rapidez para adaptarse. El ha…, cómo decir, automatizado la maquinaria y eso le permite ser rápido. Sin embargo, todo tiene un precio. «Lo contrario de hablar no es escuchar, es esperar», él hace eso. Lo preocupante es que acaba resultando un mérito, parece que no necesitas saber más.
—Y pese a todo dices que la noticia te ha inquietado menos de lo esperado.
—Lo pienso por dentro, en público no lo afirmaré porque no me creerán.
—¿Por qué lo piensas?
—Hace tiempo que perdí esta carrera. Otra cosa es que algunos, incluso alguna versión de mí misma, lo advierta ahora. Por otro lado, dejar de ser el favorito es un descanso. Los rivales ya no se ocupan tanto de ti, luego puedes sorprender.
—¿podrías ser más explícita?
—Ahora no.
La ministra de Justicia, que la había acompañado durante la rueda de prensa, le estaba diciendo algo. Un treinta por ciento de la atención de la vicepresidenta se mantuvo pendiente de sus palabras mientras el setenta por ciento restante se preguntaba qué pensaba la ministra cuando no hacía de ministra. A lo mejor no hay un solo minuto en que eso le pase. Los jóvenes afortunados siempre creen que van a cuadrar el círculo. Es más tarde cuando los fragmentos que no encajaron se te quedan mirando con ojos de perro callejero, y luego te muerden.
Al anochecer, ya en casa, leyó que la flecha le decía:
—no me ha gustado tu intervención de hoy. Calla, ya he hablando contigo esta mañana, quiso contestar. Pero pensó: Ella se mueve aunque yo no la mueva, no es un invento mío.
—Era un acto convencional, intrascendente. —Escribió—. Nadie esperaba que dijese nada.
—Yo sí.
—Tú, ¿y quién eres tú? Ni siquiera te atreves a decírmelo. Te supongo uno de esos resentidos con el partido socialista, uno de los que piensa que pudimos haber convertido España en una república bananera no alineada, fuera de la Unión Europea. Os traicionamos, decís, ¿a quién traicionamos? ¿No recuerdas la frase de González?: la gente votaba no a la OTAN queriendo que saliera el sí. Es lo mismo con todo: se abstuvieron de votar a favor de la Constitución Europea pero querían que se aprobara, desean vivir en un país moderno, que funcione.
—¿has hablado con esas personas?
—Yo con quienes tengo que discutir es con los diez millones que votan al PP. Y en eso no me ayudas.
—Puedo hacerlo, si quieres.
La vicepresidenta soltó el ratón y se levantó. La convicción, cada vez más fuerte, de que su carrera política estaba llegando a un callejón sin salida le pesaba. Más vale una renuncia a tiempo que estropear mi trayectoria justo al final. La vicepresidenta contempló con extrañeza unos años en que nada la urgiría a levantarse, reunirse con personalidades, sonreír y reír ante las cámaras. Renunciar al término de la legislatura, aceptar un trabajo en segundo plano. La política era la organización de la vida. Ella tenía algo que decir acerca de esa organización, quería que la siguieran teniendo en cuenta. Vio con tristeza la vida fantasma de los otros: ahí hay veinte cuerpos, y llega quien puede y dice: tú, tú y tú, solo le salen tres, los demás son fantasmas. Ella trabajaba para aumentar el número de los tenidos en cuenta, los no fantasmas. Y tenía dudas razonables de que quienes vinieran detrás quisiesen hacer lo mismo.
Giró la cabeza en la dirección de las agujas del reloj y después en sentido contrario. Debía de hacer ese ejercicio y otros más porque tenía las vértebras del cuello anquilosadas. Solamente los locos hacen su destino. Volvió al ordenador.
—Dime qué tienes. —Tecleó despacio la vicepresidenta.
—Treinta casos de residencias de ancianos que utilizan los fondos de la ley de dependencia de forma fraudulenta.
—¿En qué comunidades?
—En tres del PP y dos del PSOE.
—¿Qué hacen exactamente?
—Declaran ancianos, habitaciones y plazas que no existen. También despiden a trabajadoras y adjudican el servicio sin pliego de condiciones ni concurso a empresas que se embolsan más de la mitad del dinero correspondiente.
—Pero ¿qué pruebas tienes tú de que las plazas no existen? ¿Has ido allí, has hecho fotografías? ¿Yo ni siquiera tengo medios para lograr que otros inspeccionen esos centros y resulta que tú si los tienes? ¿Puedes demostrar el fraude de esas empresas?
—La gente es descuidada, tengo cartas, listas de nombres de muertos, solicitudes de plazas denegadas con fecha, también tengo los sueldos que cobran las mujeres contratadas y el dinero que reciben las empresas, no hace falta mandar a un inspector, solo hay que contar con los dedos.
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien?
—Ya veo, quieres que te lo pida.
—¿Tendrías la amabilidad de hacerme llegar esos documentos?
—Tus deseos son órdenes, hasta luego.
Todo seguía igual en la pantalla. El cursor latía sobre la página y, sin embargo, si la flecha había dicho la verdad, ahora la vicepresidenta estaba sola. Es un suicidio político. Detrás de esa flecha hay alguien que quiere acabar conmigo. Abandonó el ordenador y se dirigió al sofá fabricado en Dinamarca. Un capricho. Tenía algunos. Sabía que eran objeto de escarnio desde la derecha y también desde la izquierda. No la habían educado en la austeridad. Amaba el placer. El tejido del sofá, los colores, la forma, le gustaban y disfrutaba mirándolos o tendiendo su cuerpo ahí. Si tuviera que privarse de ello, lo haría. Pero disponía del dinero suficiente. Se había preocupado por asegurar su nivel de ingresos. Tampoco incurría en lujos desmesurados. Pasar la mano y sentir el tacto de un tejido que no es eléctrico ni pegajoso ni demasiado suave. Se tendió de costado, la mejilla sobre sus dos manos y estas sobre el sofá.
La vicepresidenta vio una fábrica mortecina con trabajadoras maduras, gordas de no moverse, rostros abotargados con ojos que ya no alcanzan a distinguir el hilo bajo la máquina de coser. Ellas han hecho esta tela. No, en Dinamarca las fábricas no son así. No puedo pensarlo todo. Entonces vio una fila de abetos en una ladera junto al mar. Y oyó algunas voces, cantaban: «Álzate, carácter mío, desde la grieta; sube, pecado mío, desde el regazo de la tierra, duendecito, desde debajo del álamo». Un día iba a llevar esa música a su despacho, Hedningarna. Carmen la entendería.
Prefería no hablar en el trabajo de las cosas que le gustaban de verdad. Había construido una zona intermedia, un falso techo de melodías, novelas, paisajes que le agradaban pero sin trastornarla. Los otros libros, la otra música, los lugares donde se refugiaba, no se los dijo a nadie. Eran lo privado, el sitio para estar sola o acompañada por alguien diferente, y no habría querido coincidir allí con multitudes igual que no iba contando por ahí cómo eran los paseos con su padre a lo largo de la playa. Imaginó, sin embargo, un momento robado a la vorágine: a solas con Carmen en su despacho, sin teléfonos, poniendo al mundo en pausa le diría: «Escucha esto», y le traduciría la letra: «Cuando me ponga a cantar mi conjuro, transformaré los mares…». Carmen era tan fuerte como ella, o quizá más: los ojos duros; el valor para arriesgarse a perder la estima y la sonrisa de los otros; el arte de preparar una batería no solo de respuestas verbales sino de acciones y de aliados que las lleven a cabo, que cumplan lo pactado y luego exijan algo a cambio y ella se lo dé sin dejarse arrastrar nunca ni un palmo más allá. «Cuando me ponga a cantar mi conjuro…» No, no puedo llevar nunca esta música a Moncloa, Carmen, porque forma parte de mi debilidad y no puedo permitir que la conozcas, ni siquiera tú. «Cálmate, caballo de espumosa crin, tranquilízate y avanza al paso. Resiste y no te canses, sigue despierto y activo hasta que amanezca».
Cuando el abogado vio que el chico le rehuía, que no tenía forma de quedar con él siquiera un rato, decidió usar la petición de Amaya. El chico no aceptaba recibir ayuda, pero quizá aceptase dársela. De sus años de comunismo organizado le había quedado una predisposición a la guerrilla, a no luchar en espacios abiertos y mantener campamentos ocultos, saberes no contados, así el hablante de una lengua extranjera que finge no conocerla, no entender. Por eso no quiso contar al chico ni a nadie que durante esos años ni una sola semana dejó de hackear. Ahora el haber callado sobre sus habilidades le era útil y pudo decir al chico que le necesitaba para ayudar a Amaya.
Primero estuvieron de caza. Con dos buenas antenas y los ordenadores detectaban una red inalámbrica con clave WEP desde el coche, lanzaban un ataque y en menos de una hora tenían la contraseña, además de las wifis abiertas que aparecían de vez en cuando. Llevaban dos portátiles con las Mac cambiadas. A las diez de la noche, tenían las claves suficientes y empezaron a trabajar. Se conectaban a una wifi ajena durante una hora y luego a otra. La ip desde donde se había creado el usuario de Facebook y colgado las fotos manipuladas pertenecía, según averiguaron, a un café con wifi cercano al domicilio del hombre del banco. Cuando obtuvieron la ip de su casa, el chico habló con una botnet para saber si la tenían comprometida.