—¿Quiénes tienen que dejarte en paz?
En vez de responder el chico volvió al camino, en silencio. El abogado presagiaba uno de sus habituales catarros de verano al día siguiente.
—Basta.
Habían llegado a la entrada del parque, se oía con claridad el ruido de motores, bocinas y gente hablando. El chico se detuvo.
—Dime de qué va esto o búscate otro abogado, los hay bastante mejores que yo.
Los ojos del chico le esquivaron al decir:
—Son indios. Están en Mysore. Me llevaron a verles una vez. No sé para quién trabajan.
—Tenemos que buscar un sitio donde no llueva. —Dijo el abogado.
El chico se acercó a él y susurró:
—Hoy no. No creo que me sigan, no creo que estén aquí físicamente. Pero juegan muy fuerte, Eduardo. Antes de que nos veamos otra vez necesito hacer unos ajustes en tu móvil, y revisar tu ordenador. También tenemos que encontrar un sitio que no sea público, ni sea una de nuestras casas.
—Estás paranoico. —Dijo el abogado.
—Te juro que no.
Entonces el chico echó a andar muy rápido, como si ya hubiera calculado que llegaría a tiempo de cruzar el semáforo a la salida del parque. El abogado no intentó seguirle. Con delicadeza, apagó el pitillo y lo guardó en el celofán que protegía la cajetilla de la humedad y que él había extraído porque detestaba tirar colillas al suelo.
La vicepresidenta saludó al escolta de guardia en el portal toda la noche. Mientras subía en el ascensor se propuso no acudir enseguida a su portátil al llegar a casa. Fue primero al dormitorio, cambió su ropa oficial por un pantalón negro algo gastado y un jersey de algodón blanco, grueso y confortable.
¿Esa flecha? Un chaval de catorce años jugando a ser espía, o un hacker ruso tratando de adueñarse de cuantos más ordenadores mejor. Esa flecha no conoce otra cosa de mí que no sea mi ip, unos cuantos números tan carentes de significado como los de cualquier teléfono.
Eran casi las dos cuando la vicepresidenta se sentó frente al portátil. La sorprendió encontrarlo encendido. Siempre lo apagaba, precisamente para no facilitar la tarea a hipotéticos intrusos.
—A lo mejor esta vez se me olvidó. —Murmuró en voz baja, sin poder evitar sentirse expectante.
Movió el ratón para recuperar la pantalla: la flecha saltaba de un lado a otro trazando medios círculos. La vicepresidenta separó las manos del ratón y del teclado para estar segura. La flecha siguió saludando.
Su portátil tenía desactivada la cámara, ella se había ocupado de hacerlo. Pasaba el día bajo la luz de los focos, en el punto de mira de los objetivos, y lo último que quería era ser vista también cuando chateaba con un amigo o navegaba. Así pues, se relajó y se dio permiso para experimentar.
Cuando ella tomaba el control del ratón, la flecha le obedecía como si fuera un simple cursor no dominado por una presencia ajena. Pero si lo soltaba o simplemente dejaba de moverlo, la flecha volaba, sola de nuevo, de un lado a otro de la pantalla.
Bueno, veamos si sabes mi idioma.
La vicepresidenta abrió un documento de texto y escribió:
—Hola.
Inmediatamente, la respuesta se escribió sola en el documento:
—Hola.
—¿Qué quieres? —Preguntó la vicepresidenta.
—Mmm…
La vicepresidenta sonrió sin querer. Después, como si despertara, se vio a sí misma ahí, aguardando las palabras de un intruso, y se puso en guardia. Ni siquiera sabía el nombre de su interlocutor, si era uno, o una, o varios. Estuvo a punto de preguntárselo pero prefirió no hacerlo. Se encontraba en clara desventaja. Quizá sí sabe cosas de mí, más que yo de ella, seguro. Puede ser un chino que conozca mi biografía, mi cargo. «En internet nadie sabe que eres un perro». Puede ser una periodista, un diputado, pueden ser colaboradores míos.
La vicepresidenta se levantó. Desde el primer momento había fantaseado con un desconocido por completo ajeno a su mundo, un friki de los ordenadores. Al pensar en alguien de su entorno, percibió por vez primera la magnitud de la intrusión. Qué imprudente había sido. Ella, la hermética, la que nunca, o casi nunca, perdía la calma, la que lograba sacar tiempo para considerar cada hipótesis y preverlo todo, jugando a los marcianos con un desconocido. La flecha podría incluso estar siendo movida por los responsables de seguridad informática de la Moncloa. Quizá sea una prueba y nunca me lo digan, pero el rumor acabará extendiéndose: la vicepresidenta se deja embaucar por un intruso, enreda sin avisar a seguridad.
Paseaba por la habitación imaginando la reacción de sus escoltas si un extraño entrara en su piso abriendo la puerta con una ganzúa y ella no les dijese nada. No era igual, su integridad física estaba a salvo. Además, la flecha había llegado a un ordenador que solo contenía información irrelevante. Y si me da la gana de compartirla, allá películas. Es mi vida, mi vida privada, las pocas briznas que todavía me quedan.
Volvió a la silla, estaba dispuesta a mantener su relación con el intruso siempre que este le ofreciera una garantía, tal vez una prueba de su identidad. Pero ¿cómo?
Un movimiento de letras la sacó de su cavilación.
—Tenías desactivada la asistencia remota. —Decía la flecha.
—Por seguridad. —Respondió—. Me dijeron que lo hiciese.
—La he activado.
—Sigues sin decirme lo que quieres.
—Prestarte ayuda.
El orgullo centelleó en los ojos de la vicepresidenta. ¿Ayuda? No necesito ayuda, quiso decir, aunque sabía que era una frase estúpida. No necesito la ayuda de quien ni siquiera me ha dicho su nombre, hubiera sido una réplica adecuada. Pero si quería quejarse podía apagar el ordenador. La flecha sabía eso tanto como ella. Decidió ocultar su orgullo, aplazarlo y seguir el juego. Dijo:
—¿Qué me pedirías a cambio?
—Te pediré «el mayor defecto».
La vicepresidenta reparó en las comillas con un ligero temblor. Parecían indicar una cita, y había una novela que trataba del «mayor defecto». Esa novela era su libro de cabecera pero, precisamente por ello, nunca la había mencionado cuando le preguntaban por sus gustos literarios o le pedían que recomendase un título para el verano. Vino a su imaginación la ciudad de Moscú vista desde la altura de un edificio que la domina entera. El sol butano enciende con reflejos las ventanas de los pisos orientados al oeste. Luego se desata la tormenta y una extraña comitiva abandona volando la ciudad. La vicepresidenta escribió:
—«¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas…».
La flecha le arrebató el control de las teclas para continuar:
—«… el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy bien».
Tengo razón, se refiere a esa novela. Puede ser casualidad. Aunque hubiera entrado en mi casa, aunque además de mi contraseña la flecha dispusiera de una copia de mis llaves y hubiera logrado sortear a los escoltas, no podría haberlo averiguado. En mi ejemplar de la novela no hay notas, ni subrayados, ni una dedicatoria. Pero todo era absurdo, nadie había entrado en su casa, simplemente esa novela era un clásico, millones de personas la habían leído y algunas conservarían, como ella misma, frases en la memoria. Se preguntó para qué querría nadie un defecto ajeno, y la respuesta apareció con incómoda nitidez: para no tener que sufrirlo. Sintió cansancio y sueño. Tomó el ratón y condujo la flecha hacia el botón de apagado.
—¿te vas? —Se escribió en el documento.
La vicepresidenta suspiró. Había sido huraña y algo desconcertante en su juventud. Sin embargo, su dedicación a la política la enseñó a imprimir cortesía en casi todos sus gestos. No quiso, pues, desconectar sin despedirse.
—Sí. Buenas noches.
En la cama, se sumergió en un sueño inquieto y desordenado. A las cuatro de la mañana despertó desvelada. Trató de volver a dormirse, pero los ojos se le abrían limpiamente. Se levantó a buscar un vaso de agua de la nevera, un poco de frío la ayudaba a conciliar el sueño.
Cuando volvía con el vaso en la mano camino del dormitorio, vio la puerta entreabierta del salón y entró. Se sentó en el sofá. Dormía con un viejo pijama de patos dibujados que compró en Ámsterdam hacía bastantes años. Llevaba tiempo guardado en el armario y siempre le daba pena tirarlo. Ahora lo había recuperado, ya sin nostalgia. Nunca volvería a ser la mujer que viajó a Holanda con un subsecretario siendo ella secretaria de Estado. No volvería a asomarse a la ventana de un hotel escondido temblando de deseo, erguidos los pezones, alta la nuca y firme el pulso rojo de los labios, segura de su desnudez. Llevaba mucho tiempo sin verle cuando se enteró de que había muerto. Era un profesor universitario. A las pocas semanas de aquel viaje, él abandonó la política para volver a sus clases. Aquella decisión me dolió más que si se hubiera ido con otra mujer. Poco después le dejé, sin rabia, sin miedo al futuro, sin haberlo lamentado nunca. Pero ojalá estuviera vivo, solo eso, saber que en algún sitio seguía su voz llenando un aula, me acompañaría.
Miró sus manos largas recortándose sobre la tela verdiazul, las imaginó peinando los rizos de una cabeza joven y sintió una añoranza suave, no quemante ni triste. Bebió el agua y al ir a dejar el vaso sobre la mesa advirtió al mismo tiempo un rumor y un soplo de luz. Su ordenador estaba funcionando. Se aproximó con sigilo, como si esperase encontrar detrás de la pantalla a la persona que lo había puesto en marcha. Buscó la ventana negra de la otra vez, pero el monitor permanecía apagado, solo el sonido del aire y dos o tres pilotos de luz indicaban que algo estaba funcionando dentro. La vicepresidenta pensó en ese diablo en el trasfondo, pensó en el disco duro como un lugar ignoto donde sucedían cosas desconocidas y sintió ganas de dormir y supo que esta vez descansaría con un sueño no agitado sino en calma.
El abogado y el chico se dirigían a un local medio abandonado cerca de la estación de metro de Buenos Aires. Un conocido del abogado había tenido una tienda allí. Ahora el negocio se traspasaba y el dueño le había dejado una llave del local autorizándole a usarlo hasta que apareciera un comprador.
Cuando salieron a la calle, llegó una vaharada de basura pasada de fecha, mondas de naranja podridas, bolsas que no había recogido nadie. Cruzaron la avenida de la Albufera, un autobús chirrió al parar ante el semáforo. Doblaron por la esquina de una tienda de ropa. Había un tramo sin luz por causa de dos farolas fundidas; dentro, la noche parecía albergar túneles rotos. Los atravesaron. De nuevo bajo la luz, el abogado vio en el suelo un paquete vacío de galletas. Aquel celofán azul brillante con una estrella dorada y el dibujo de una enorme galleta rellena de chocolate también indicaba desorden pero no le inquietó, parecía venir de otro universo. El paquete quedó atrás, rebuscó las llaves en el bolsillo.
Encendió la luz, un fluorescente quemado por los bordes. Cables en el suelo, dos mesas viejas, una silla, una estantería, un ventilador, un sillón en harapos rescatado de la calle. Por suerte el dueño, confiado en traspasar pronto el local, mantenía la electricidad y el agua.
El chico se sentó en la silla cediéndole el sillón al abogado.
—He traído latas frías, cerveza y Coca-Cola. También tengo whisky. —Dijo señalando el último estante.
—Coca-Cola. —Dijo el chico—. Yo estaba trabajando para una filial de Aastra Technologies. Creí que iban a echarme. Hay… cosas que no aguanto, me han echado otras veces. Tendrías que ver cómo son esos sitios, sin horario, sin derechos, vale todo porque se supone que eres tú quien tiene que agradecer que te hayan contratado. Pues me dicen que hable con uno de los directores y el tipo me sugiere que me apunte a un curso remunerado de interceptación en ATL. Por lo visto les interesaba mi perfil. Había veinticinco candidatos y solo escogerían a seis.
—Te eligieron. —Dijo el abogado de pie, con una lata en cada mano.
—Sí. El curso no se me dio mal. Es lo mío, me gusta. El concepto de interceptación de Ericsson es parecido a un gran man in the middle, un sistema de control que no está en las operadoras ni en los centros legalmente autorizados. Está en el hardware de ambos; sin embargo, el software solo puede ser manejado por quien conozca la herramienta de monitorización. Otras personas acceden a él mediante claves, pero muy pocas pueden interactuar con ella. Yo aprendí a hacerlo. Luego me pusieron a trabajar en la división de redes. Tenía que ver los logs de todos los que usaban ese software, y adelantarme a los problemas. Soy muy bueno en eso. Todos lo dicen. Me pasé un año esperando un poco de reconocimiento que no fuera solo palabras; no sé, menos horario, más salario, más capacidad de maniobra. Para nada: solo querían quemarme, tú sabes cómo es esto.
—No tengo ni idea.
El chico aleteó con las manos.
—Hay una edad, igual que en el fútbol, supongo. El cerebro funciona al ciento veinte por ciento, pasas los ojos por páginas enteras de código y ves dónde hay un error, lo ves a la primera. Pero eso no dura. Como la agudeza visual, no sé, se pierde y no hay gafas que lo arreglen. Yo quería seguir aprendiendo. Si no lo haces te gastas y luego ya no sirves.
—¿Ahí entran los indios?
—Sí, en un IRC alguien se me acercó, un tal orpheus37, me hizo preguntas muy concretas sobre mis conocimientos y me dio una dirección para entrar en contacto. Vale, yo suponía que el tipo no era del todo legal. Pero me dijo que no, que trabajaba para una empresa, que incluso me harían una factura. La cosa iba de hacer un troyano para un test de seguridad. Era bastante fácil. Yo tengo mi arsenal, lo que el tipo me pedía no era más de dos o tres noches de trabajo. Lo pagaban bien. Y lo hice.
—¿Te dieron la factura?
—«Networking Start SL», el nombre tenía gracia.
—Entonces te pidieron otra cosa más turbia…
—No fue exactamente así. Mi hermana tuvo una historia chunga. Estaba viviendo con un tipo y él se largó, se llevó pasta, la dejó sin nada. Mi hermana me pidió dinero. Jo, hasta me hizo ilusión que me lo pidiera, a mí, que me paso en paro más tiempo del que trabajo, que nunca tengo nada.
El chico aplastó su lata de Coca-Cola vacía. Parecía estar detrás de un cristal. Parece un pájaro en una pecera.
—Y buscaste a orpheus otra vez. —Dijo el abogado.