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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (24 page)

—Lo tengo todo. —Dijo.

Una vez en la cueva le mostró pantallazos de un ordenador con dos correos electrónicos y una búsqueda de un café en Google.

—¿Y…? Sabes que quedaron a comer, pero no significa nada. Si te fijas, quedaron después de que se hubiera publicado el artículo.

—A ver, querido, llevo siete horas con esto. He entrado en el sistema, he averiguado quién escribió aquel artículo, he entrado en su sesión de correo, he localizado un intercambio de correos con una tal C. cuya dirección es [email protected], y una cita que no cuadra. ¿Por qué no cuadra? Porque se protegen cambiando una fecha. Pero nuestro periodista no parece muy concienciado y segundos después, en vez de buscar un restaurante, lo que busca es un café, que casualmente no está lejos de Moncloa. No hay ninguna actividad en el ordenador de nuestro periodista desde las 13 hasta las 14. Por cierto que dos días después, a la hora en que se supone que ha quedado con C., está en la redacción. Y no se escriben para anular la cita.

—Puede que se llamaran por teléfono.

—No creo, he podido ver los registros de su terminal móvil.

—Pero no sabes el teléfono de ella.

—Sí lo sé. Le ha llamado otras veces.

—Es una conjetura, no una prueba.

—No me pareció que quisieras esto para ir a los tribunales.

—No, pero me gustaría estar seguro. Además, tampoco me imagino a una directora de comunicación yendo a ese café que dices. Lo conozco, es más un pub para ver partidos de fútbol que otra cosa.

—Yo también lo conozco. Y tiene wifi. Una vez dentro de su red me fue muy fácil acceder a los archivos de la cámara de videovigilancia.

—¿Cuándo has estado ahí?

—Hace cuatro horas. Aún no habían borrado las imágenes. He visto al periodista, junto a alguien de melena larga con mechas rojizas. No se le ve la cara, pero sí unas muñecas delgadas y unas manos femeninas con las uñas pintadas en un tono parecido al del pelo. En la acera de enfrente espera un coche de cristales tintados, aunque eso se ve regular.

—¿Tienes el vídeo aquí?

—No. Fui directamente a buscar la fecha, descargármelo daba demasiado cante.

—No sabes si es de ella.

—No. Verde y con asas pero no lo sé. He rastreado la red con varios buscadores, con todos los parámetros, no hay ni una sola imagen de esa mujer. ¿Tú sabes qué aspecto tiene?

—No.

—Averígualo.

—Pero si solo has visto una cabeza con mechas, puede haber cambiado.

—Hijo mío, que ha sido hace poco. A lo mejor se ha puesto rubia, pero inténtalo. Te veo muy raro. Aunque no sea ella te cobraría igual, he trabajado lo mío.

—Por favor, no es eso.

—¿Entonces?

El abogado pensaba que no quería dar esa noticia a la vicepresidenta. «Sé que no ha sido mi gente», algo así le había dicho. No le gustaba el papel de aguafiestas, habría preferido descubrir algo que la ayudara.

—Cosas mías, intentaré confirmar tus datos, y por supuesto que voy a pagarte.

—Vale, perdona, es que te notaba raro. Crisma también está muy raro.

—¿Le estás ayudando?

—Le di el contacto de una amiga, y poco más.

—¿No puedes llamarle, buscarle?

—Yo tengo mi vida, ¿sabes? Supongo que me ves aquí y no te lo parece, pero la tengo. Y no sé en qué coño estáis metidos; si no lo sé, entonces no es mi historia.

—Tú también estás fino hoy.

—Tengo dos trabajos a medias, otro día seguimos hablando.

El abogado abandonó el local de Curto. Un grupo de gente joven gritaba y reía en la acera. Un hombre que hablaba solo se dirigió hacia él con rabia, parecía que iba a insultarle pero luego pasó de largo, como si su enemigo estuviera siempre un poco más lejos. Se sentó en un banco a fumar. ¿Qué haría la gente que no fumaba, cómo espaciaría el tiempo? El hombre medio loco se le acercó.

—¿Me das uno?

El abogado le tendió la cajetilla. El hombre la tomó y salió corriendo. Y sus pasos se mezclaron con otros que se acercaban. El abogado se levantó, era Curto.

—No es verdad. No tengo mi vida.

Echaron a andar juntos.

—Yo tampoco tengo la mía.

—No es por no tener familia, hijos y eso, hay gente que los tiene y tampoco tiene su vida.

—Yo no los tengo. —Dijo el abogado—. Y si los tuviera, no sé. Creo que mi vida se largó hace bastante. Dejé que se fuera.

—¿Hablas de una mujer?

—No, solo hay una en la que reincido, pero para ella no existo; no hablaba de ella. Dejé colgada a mucha gente.

—¿Qué pasó?

—Nada, lo peor es eso: que no pasó nada. Te vas. Luego vienen las justificaciones: que si vives más lejos, que si no tienes tiempo, que si no eres tan joven. Pero el hecho es que ellos se han quedado y tú te has ido.

—No se puede estar toda la vida en el mismo sitio.

—¿Por qué no?

—Porque ya no eres la misma persona. —Dijo Curto.

—Mira el semáforo, está rojo, ¿no? Y ahora está verde. Hace veinte años habrías dicho lo mismo, y dentro de veinte, también. ¿Por qué hay que cambiar en todo?

—No he dicho en todo.

—Da igual, yo les dejé colgados. Estaban sacando muebles de un sótano, y yo me largué. Nada me obligaba a quedarme, los muebles no han cambiado y al irme yo he hecho que pesen más.

Habían llegado a la boca de metro. Bajaron las escaleras, pasaron junto a dos mendigos acostados sobre cartones y siguieron hasta el andén aunque iban en direcciones opuestas. Gente sola, unos al lado de otros, de pie o sentados en los bancos, sin tocarse. Solo ellos dos hablaban entre sí:

—¿Y tú?

—Soy un superviviente, me anticipo al dolor, siempre me ha pasado. Todos decían que no estábamos ahí solo para demostrar que podíamos entrar en los sistemas, no era una cuestión de «mira cuánto salto, pues yo más», el lema era que el conocimiento no debía tener barreras. Todos menos yo. Luego esto se fue a la mierda, la escena se hizo trizas, entraron el dinero, las empresas, las operadoras. Muchos de los buenos pasaron «de buscar agujeros a construir muros», yo seguí igual, a lo mío. Hice una herramienta para detectar archivos de pornografía infantil y se la vendí a la brigada de investigación tecnológica. Crisma y algunos otros se cabrearon. Mi herramienta era buena, eso era lo importante, ¿no? Pero ellos siguen pensando que las cosas no pueden separarse, lo creen todavía. Tú también lo crees.

Curto se levantó y pasó sus manos por la espalda y los hombros del abogado, buscando afecto.

—Sé que siguen apareciendo cosas, Wikileaks, otros grupos, pero no encuentro aquella fuerza. Supongo que mi caso es como lo de que cuando se aprende a montar en bicicleta ya no se olvida, pero al revés: cuando te desengañas ya no te puedes engañar. Una putada.

—Creer no siempre es engañarse. —Dijo el abogado.

—Eso decís todas. —Sonrió Curto.

Se despidieron. Poco después el abogado le veía en el andén de enfrente. Sus pantalones blancos, ceñidos, llamaban la atención y él lo sabía, recibía las miradas de hombres medio dormidos con un gesto ligeramente teatral, aunque él también parecía cansado.

La ministra de Economía abandonó el despacho de la vicepresidenta satisfecha e intrigada. Conocía a Julia hacía años y no recordaba, o quizá mucho tiempo atrás, haber visto esa mirada vivaz y ese desapego en sus gestos, como si riera sin reír. Podía ser que minutos antes hubiera recibido una buena noticia, pensó. Pero resultaba inquietante. Ella había esperado encontrar un cadáver político, había ido a su despacho a llevarse algunas piezas antes de la debacle y suponía que la vicepresidenta iba a resistirse, o al menos iba a hacerle pagar su inoportunidad. Pero no; la vicepresidenta le había cedido alegremente a una de las mejores personas de su equipo, una mujer joven que tan solo llevaba un año con ella.

La ministra iba tan absorta en sus pensamientos que no escuchó la pregunta de la secretaria personal de la vicepresidenta. Ella insistió:

—¿No me lo quieres contar?

—Perdona, no te he oído, estaba dándole vueltas a un asunto pendiente.

—Te preguntaba solo si se ha enfadado mucho.

—No, no, ha sido encantadora.

—Ah…

—¿Te extraña?

—La verdad es que sí. Pero me alegro por ti.

La ministra se despidió besándola en la mejilla y algo más tranquila. La extrañeza de la secretaria no parecía fingida, y si ella no sabía nada, no debía tratarse de una jugada política sino tal vez de algo privado.

Poco después la vicepresidenta llamó a su secretaria y pidió que pospusiera la siguiente visita diez minutos.

—Tengo que hacer una llamada urgente.

Aunque procuraba no disimular ante Mercedes, ahora estaba demasiado tocada. Me quitan a mi gente, se lo llevan todo, pero no van a conseguirlo. Garabateó en un papel un rectángulo de los de jugar a los barcos y fue haciéndole cruces dentro: tocado, tocado, hundido. La asesora que se iba a llevar la ministra era economista y politóloga y uno de sus últimos fichajes. ¿Por qué tanta prisa? ¿No podían esperar las personas, no podían afianzar su experiencia? Esa chica había esperado año y medio, quizá para ella fuese un mundo. Y ahora se iba y ella no podía retenerla porque estaba de capa caída y había perdido alianzas.

Yo tengo parte de culpa. Demasiados flecos, demasiados proyectos abortados, demasiada frustración entre los míos. Soy leal, no he traicionado a nadie, pero me ha faltado el tiempo para disponer las cosas de tal modo que cada persona pudiera dar lo mejor de sí, sin desperdiciarse. Además están mis brusquedades. Antes tenía un equipo que se ocupaba de reparar los daños. Se han ido yendo todos. Solo me quedan Carmen y Mercedes, en la mayoría de los nuevos no confío, y en los que confío se marchan sin conocerme lo suficiente.

Esa chica me recordará como a una máquina, un mecanismo que resuelve tareas y empieza a perder fuelle, no habré podido enseñarle nada, contarle nada. Sin embargo, cuando el presidente y yo saquemos adelante la iniciativa, cuando me vea arriesgarme en un terreno inesperado, quizá vea algo en mí, algo que no sea solo lo que he sido, lo que hice con disciplina pero sin contar con mi voluntad ni mi convencimiento, solo aporté algunos matices que defiendo todavía y que no bastan.

Vio en su mesa el dibujo que había hecho: hundido, hundido. Quizá no haya tiempo. Todo se desmorona, el presidente ya no escucha a nadie. ¿Por qué habría de atreverse ahora? Hemos pactado, transigido, tantas veces; tantos proyectos se han quedado en el armario para no ocasionar fricciones excesivas, y estamos como estamos. Tenemos que intentarlo. No me importa que me use como cabeza de turco si algo no sale bien. Al fin y al cabo, estoy ya con un pie fuera y quizá más.

Le quedaban tres minutos de los diez que había pedido. Se acarició el envés de la muñeca y luego toda la palma de la mano con las uñas y se sintió viva. Dentro de dos días hablaría con el presidente y empezaría la operación. Entonces volvería a sacar un talento político que permanecía varado hacía demasiado tiempo mientras se volcaba en la gestión del día a día. El también elegiría abandonar el gobierno habiéndolo intentado antes que aceptar ser una máquina movida por los designios de otros. En cuanto a ella, prefería una muerte violenta a la dulce que con indiferencia educada todos parecían asignarle. Tenía que diseñar su propio equipo, había contado para ello con esa politóloga, pero no importaba, Carmen, Mercedes, Luciano y dos de los asesores que llevaban tiempo con ella bastarían. Había convocado una reunión con ellos el domingo por la tarde diciéndoles que era algo voluntario, que si tenían otra ocupación se lo dijeran con toda confianza, lodos habían asegurado su presencia.

Amaya estaba sola en su casa, el niño se quedaba esa semana con su padre. Vio el correo, algunos blogs, la web de la organización, la del sindicato, las portadas de los periódicos del día siguiente. Abrió su cuenta de Twitter, había un twit sobre una nueva aplicación para detectar la procedencia de los sms, pinchó en el enlace y apareció una pantalla negra con caracteres sin sentido pero que parecían formar la silueta de un murciélago, luego el ordenador se apagó. Pulsó el botón de encendido, estaba muerto; no logró hacerlo arrancar otra vez. Sus pies descalzos buscaron las zapatillas como pidiendo protección. Pensó en llamar a Eduardo pero no le gustaba hacerlo a esas horas de la noche y menos con miedo. Su mano, no obstante, vacilaba aún aferrada al móvil. Se mantenía alerta, atenta a cualquier ruido, a una sombra en el reflejo de la ventana.

Por fin se atrevió a moverse. Giró la silla con brusquedad y se levantó: no había nadie, lo normal era que no lo hubiese pero respiró aliviada. Se dijo que no tenía por qué haber sido el hombre de las fotos. Y aun si fuera él, entrar en un ordenador era muy distinto de hacerlo en una casa. Ya ni siquiera recordaba bien la cara de ese hombre que había trabajado en su misma planta durante tres años. Si intentaba reconstruirla veía solo su boca asaltada por ligeras sacudidas el día en que se despidió para ir a su flamante destino, nuevo edificio, más pluses, nuevas responsabilidades. En cualquier caso, Amaya había vivido su marcha como una liberación y si no hubiera sido por los tres mensajes obscenos en su teléfono no habría vuelto a pensar en él.

Tocó el ordenador, sabía que ningún virus podía dañar físicamente el hardware pero se sintió más tranquila al notar que no estaba en exceso caliente. Intentó arrancarlo de nuevo sin lograrlo. Cuando le contó a Eduardo lo de los mensajes, él se había empeñado en ir a su casa, en acompañarla a la policía, en… Pero ella no le dejó. Vivía sola, si tenía que hacer frente a unos mensajes obscenos, lo haría sola. Ya había pedido ayuda a Eduardo con las fotos y no quería depender de él ni de nadie en el aspecto personal. Los amigos, como los camaradas de la organización, le daban seguridad, pero ella también quería darla y para hacerlo tenía que ser fuerte sola, porque tenía que poder cuidar de Jacobo en cualquier circunstancia y quería hacerlo y no quería tener miedo. Se dirigió a la puerta de la entrada, comprobó que estaba bien cerrada y decidió olvidar lo ocurrido hasta el día siguiente. Puso la radio mientras recogía la cocina, había un programa sobre David Gilmour, casi logró concentrarse en la música. Luego una infusión caliente terminó de calmarla. Al día siguiente llamaría a Eduardo, suponía que el virus solo habría estropeado el sistema de arranque y confiaba en poder recuperar al menos los datos del disco duro. Se preguntó si el tipo habría tenido acceso a sus contraseñas y documentos, pero logró aplazar la pregunta y se metió en la cama. Se durmió pronto. A las tres de la madrugada, el sonido de un mensaje en su móvil la despertó. Aún medio dormida tomó el teléfono y leyó el mensaje:

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