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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (21 page)

Falda negra, jersey de cuello alto blanco, medias negras y una gabardina marfil. «Quisiera que me encontraran / bailando como yo bailo, / poniendo el corazón, / metido en la canción, / y entiendan que esta noche estoy de tangos…», la vicepresidenta cantaba con los ojos brillantes, sabía que en algún momento hubo un desvío: la mujer de colores ascendió al gobierno mientras que la otra, la mujer en blanco y negro, se encaminó hacia una vida transgresora de pasos en la noche, a veces agitando banderas imposibles como si hubiera paraísos, o un lugar muy distante de la resignación. Esa mujer de tinta le insuflaba la pasión que otros creían intuir en sus ojos con paisajes barridos por la luz.

Le habría gustado ir andando y sin escolta, pero no podía permitírselo, no durante esa semana en que había vuelto a recibir amenazas junto con varios altos cargos del gobierno. Llamó al timbre del café cerrado. Al fondo estaban Luciano, Julia y el amigo uruguayo, la vicepresidenta se sentó con ellos. Durante un rato hablaron solo de las letras de Homero Expósito, una conversación inútil y tal vez antigua que le hizo bien, luego el uruguayo subió a una tarima negra y empezó a cantar. Al poco, Julia se vio sorprendida por un picor en los ojos y apartó con disimulo dos lágrimas incipientes: «¡Amor, la vida se nos va, quedémonos aquí, ya es hora de llegar!». Era de todo punto inapropiado pero al oír la canción no había evocado amores pasados, ni amigos y amigas que hoy la acompañaban, ni siquiera a la persona a quien más había querido y que ahora estaba muerta. Había pensado en cambio en unos caracteres dibujados en la pantalla de su ordenador, en una flecha a la que seguía sin poner cara ni cuerpo y no siempre le importaba; a veces sí intentaba imaginar la voz, a veces ni eso.

Cuando terminó el recital la mujer de Luciano se fue a otra mesa con el intérprete.

—Le he pedido a Julia que nos deje solos un rato, tengo que hablar contigo. —Dijo la vicepresidenta.

—Lo he leído.

—¿Y…?

—No imaginaba que el presidente fuese a pasar a la ofensiva de este modo. Pero ten en cuenta que estoy viejo. Cuatro de cada cinco cosas que me consultes me parecerán arriesgadas o cobardes por un motivo u otro. Ya no soy un político.

Julia se estremeció al oír la palabra «cobarde». No podía ser Luciano, pero nadie la conocía mejor. Negó con la cabeza, no, es imposible. Luciano estaba cargando su pipa y no vio el gesto. Sin mirarla aún dijo:

—Es imprudente y descabellado, pero magnífico. Te apoyaré cuanto pueda.

Hablaron durante cuarenta minutos como si no hubiera café ni música ni nadie a su alrededor. Hacía unos meses el presidente le había pedido que diseñara un plan para la integración parcial de las cajas de ahorros en un sistema de banca pública. Lo importante, dijo, era reducir el poder económico y político del sector financiero que estaba empujando para desmantelar el estado del bienestar. La iniciativa quedó sepultada entre decenas, el presidente rara vez le hablaba de ella aunque no parecía haberla olvidado. Ella la tomó como lo más querido y lo mantuvo en secreto. Nadie debería saber en qué estaba trabajando. Pidió a su antiguo jefe de gabinete que le buscara dos asesores económicos, jóvenes, desconocidos y serios. El resto lo hizo ella sola. Había estudiado algunas noches hasta el amanecer. Había leído en los viajes, había mantenido citas con los dos asesores pretextando siempre motivos personales. Pero terminó de redactar el primer borrador del informe durante la gran embestida de la crisis económica. Entretanto, la presión de los bancos para dar luz verde a la bancarización de las cajas fue en aumento. El presidente no impidió que se aprobara el cambio de naturaleza de las cajas y la consiguiente posibilidad de ser adquiridas en parte por los bancos, quienes aumentarían así su cuota de mercado. Una derrota más, que fue fácil justificar por la debilidad financiera de las cajas. Ella habló con él, ¿qué pasaba con la iniciativa de la banca pública, no habría sido la mejor forma de atajar los problemas? Defendió que pese a todo aún estaban a tiempo de convertir las cajas, casi el cincuenta por ciento del sistema financiero español, en un punto de apoyo para la transformación social. Y el presidente pidió a Julia que siguiera adelante con el informe. Si al final lo sacamos adelante, dijo, tendrá que ser de la noche a la mañana, por sorpresa, no podemos hacerlo poco a poco.

—¿Cuándo se lo tienes que entregar al presidente?

—Dentro de una semana.

—Y tus escarceos informáticos, ¿cómo van?

—No mal. Creo que pueden sernos de ayuda en algún momento. ¿Lo soportarás?

Luciano suspiró con malicia.

—Si me aseguras que no es nadie que pueda estar al tanto de esto.

—Solo tú lo sabes. Ni siquiera las dos personas que han estado asesorándome conocen el objetivo último.

—¿Y de tu equipo?

—Aún no he hablado con nadie. Te esperaba. Convocaré pronto una reunión. Quiero que vengas.

—Iré. —Dijo Luciano.

Julia besó a Luciano en la mejilla, luego fue a despedirse de su tocaya, quien la acompañó a la puerta.

—¿Te acuerdas de cuando tenías la moto grande, y me llevaste a dar un paseo por la Castellana? —Dijo la vicepresidenta.

—Hace mil años, sí, pero me acuerdo, era un puente, era de noche, la calle estaba casi vacía. ¿Sabes que he tenido que dejar de ir en moto?

—¿Por qué?

—La rodilla. Este último año iba en Vespa, pero tengo problemas en una rodilla y no me estaba sentando bien. También le prometí a Luciano que la dejaría al cumplir los sesenta. Aunque en verano sí me daré un paseo y puedo volver a llevarte.

—Me gustaría, sí.
Vacaciones en Roma
de las dos Julias, y sin escoltas.

El Irlandés llegó a la puerta del Ministerio del Interior a las nueve de la noche. Pasó un control de seguridad, luego un policía le acompañó por un pasillo hasta el ascensor y subió con él al segundo piso.

—Vendrán aquí a buscarle.

El policía le dejó solo frente a un pasillo largo con puertas a los lados, de las cuales solo dos parecían guardar habitaciones encendidas. Otro ascensor se abrió, una mujer le hizo señas. El Irlandés entró y subieron a la planta cuarta. La mujer le indicó desde un nuevo pasillo: es el último a la derecha. El Irlandés ya había estado allí en tres ocasiones. Tamborileó sobre la puerta entreabierta. Aquello no era más que un despacho vacante, a la espera de ser asignado a una nueva persona o función. Pero todos parecían haberse olvidado de él y el ministro lo utilizaba como un lugar donde estar solo o tener cierta clase de conversaciones. Había puesto una silla junto a la ventana y estaba allí, de espaldas a la puerta. No se inmutó al oírle entrar. El Irlandés miró por el cristal un momento, solo se veía una calle estrecha y algo de cielo. Una vez sentado, en cambio, la luz de las farolas más abajo y la incipiente oscuridad producían la sensación de estar en cualquier parte.

—Tú dirás, Irlandés.

—Se están moviendo cosas. Ya sabes, con la crisis te das la vuelta un momento y cuando miras otra vez ya nadie ocupa su sitio.

—La crisis…, ¿o habrá que decir el pretexto perfecto? ¿Qué tienes?

—Dos recados para tus amigos del periódico. Uno: tienen que vigilar mejor a sus enemigos. Los favores al gobierno no se filtran, y si se filtran ya no son favores. Dos: sabemos que tienen una oferta que beneficia más a un sector de la empresa. Allá ellos con sus peleas internas. Pero les conviene reservarnos una parte del pastel. Porque podemos ser muy vengativos.

El Irlandés sacó una cajetilla y le ofreció al ministro. Cada uno se encendió su cigarrillo.

—¿Habéis hablado con ella?

—¿Con…?

—Julia.

—¿Lo dices por nuestro encuentro en la recepción del otro día? Fue casual. Ella está al margen de este asunto.

—… Tengo bastantes datos para pensar que la filtración ha venido de ella, aunque no puedo probarlo.

—Es una insinuación relevante. —La sonrisa del Irlandés atravesó la penumbra y desapareció antes de tocar los ojos del ministro.

—Julia lo niega. Sin embargo, me consta que la filtración salió de vicepresidencia. Y no es el único movimiento raro que le he visto últimamente.

—Tú dirás.

—No es que quiera reservármelo, pero aún no tengo claro a qué juega.

—Te agradezco la información de todas formas.

—¿Cuándo esperas que hable con mis amigos?

—Mañana.

—¿Debo citar tu nombre?

—Mi nombre no existe. —Rió el Irlandés—. Yo solo soy el apoderado.

—Creo que ellos ya saben que hay deudas pendientes. Y tú sabes que lo saben.

—El medio es el mensaje. Tú eres el medio y nos harás este favor.

Terminaron los cigarrillos en silencio.

—Irlandés, ¿puedo pedirte algo… personal?

—Creía que en tu vida no había nada personal.

—Los enemigos pueden llegar a ser muy personales.

El Irlandés aprobó con un gesto.

—Hay un viejo enemigo mío, Luciano Gómez. Sé que parece estar retirado, al margen de las batallas. Pero no creo que Luciano se vaya a retirar del todo, y me han llegado noticias de que Julia ha ido a verle más de una vez.

—¿Quieres que mire sus cuentas?

—No, no encontrarías nada. Quiero que te ocupes de él, saber a qué se dedica, si está metido en algo.

—Pediré informes. Permíteme una impertinencia: ¿por qué no pides tú directamente sus conversaciones?

—Más que una impertinencia es un error: el poder no puede derrocharse, ni pueden ponerse todos los huevos en la misma cesta.

—En ese caso, estaré encantado de obsequiarte con unas semanas de la vida de tu viejo y gastado enemigo.

—Sería perfecto. Gracias.

El Irlandés se levantó.

—No te acompaño. —Dijo el ministro.

—Ten cuidado, la soledad ablanda.

—Se nota que eres de secano, Irlandés. Yo, ya ves, tengo nostalgia del mar.

El Irlandés salió de la habitación. Unos metros más allá le esperaba un policía. Aún se volvió un instante para mirar a través de la puerta entreabierta las tíos sillas frente a la ventana y en una de ellas el perfil recortado del ministro, quieto, lejano.

Minutos después el ministro se levantó. Le divertía el juego,
Nuestro Juego
, pensó recordando el título de Le Carré. ¿Cuánto sabía el Irlandés de lo que había pasado? ¿Podía suponer que había sido él quien había instigado la filtración? Podía, pero de momento no tenía motivos para imaginarlo. Salió de la habitación y se dirigió a buen paso a su domicilio. Por lo general prefería vivir en el ministerio, solo a veces, como ahora, tenía ganas de pasear fuera, por el recinto amigable y silvestre de su antigua urbanización. Saludaba con un gesto afable a los funcionarios que aún estaban en el ministerio. Le gustaba ser encantador, apretar manos y brazos, mirar a los ojos, recordar asuntos particulares y hacerlo saber: ¿Qué tal va tu muela? ¿Cómo está tu nieto? Fui a Pamplona y te he traído esos caramelos de café que te gustan. No se prodigaba, no preguntaba ni se acordaba siempre. Pero a veces sí lo hacía y eso creaba expectación y dependencia. Igual que la arbitrariedad. Igual que llegar a una reunión y dedicar una atención especial a una persona anodina, ni siquiera la más anodina, la más vulnerable, la menos importante, sino la segunda menos importante, ese asesor tímido, esa subsecretaría mayor y callada, convirtiéndolos en estrellas por una tarde mediante sus comentarios, sus bromas, su interés. «Ministro del Interior», a veces se repetía la expresión con extrañeza, si se apartaba el contexto policial sonaba a sacerdote o psicoanalista, mientras que a él en absoluto le interesaba el mundo interior de los individuos, sino la extraversión, vivir fuera, tocar y prolongarse, extender telarañas, ramificaciones, si bien no siempre, desde luego, a la luz del día.

Abrió la puerta de su casa. Su mujer estaba de viaje y él puso en el reproductor de cedés a Wynton Marsalis. A ella el jazz la dejaba fría, también a él, pero el ministro no quería la música para sentir ni emocionarse evocando quién sabe qué clase de fantasías, sino solo para disfrutar de una imperfección perfecta o viceversa, sonidos organizados en un equilibrio inestable que cumplían una función estimulante, como el desayuno con café.

Guardó unos papeles en un cajón de su mesa de trabajo, se deshizo de otros. Se divirtió recordando su conversación con el Irlandés. Él había advertido en Carmen una inestabilidad, algunos gestos, algunas ausencias. Y entonces le llegó la información, sin que siquiera la hubiera buscado, aunque ciertamente varios comisarios sabían de su interés por cualquier situación inconveniente. Supo así que sobre la actual pareja de Carmen pesaba una denuncia de malos tratos de su cónyuge anterior. Aún no podía asegurarse que la denuncia fuese a prosperar. Pero, si se enteraban, los medios no esperarían y él no quiso dejar de jugar esa baza. Convocó a Carmen, le habló de responsabilidad, del escándalo que supondría para la vicepresidenta el que alguien tan próximo estuviera implicado en un asunto de violencia de género. Carmen no estaba implicada, por supuesto; sin embargo, a todos los efectos era como si lo estuviese. Ni siquiera intentó argumentar algo, distanciarse.

—Tú puedes evitar que esto se sepa.

—Claro, haré todo lo que esté en mi mano. —Había sonreído él transmitiéndole afecto y comprensión.

Carmen era inteligente y no se fue en ese momento. Él tampoco la hizo esperar. Le pidió que se encargase de la filtración y que mantuviera a Julia completamente al margen. La jugada era perfecta: si la filtración salía de vicepresidencia, el sector del grupo de comunicación interesado en que la operación fracasara ganaría tiempo sin atraer miradas. Por supuesto, él se guardaba todas las cartas y el derecho a rentabilizar ese favor más adelante. Además, ya por su cuenta, utilizaría la maniobra para crear desconcierto y preocupación en Julia, necesitaba debilitarla más; aunque desde distintos sectores estuvieran cavando su tumba, Julia era fuerte.

Carmen había hecho el trabajo con limpieza y él la había correspondido ocupándose de que la denuncia se quedara estancada. Estancado, sin embargo, era distinto de archivado, Carmen lo sabía. En el agua estancada habitan criaturas que inspiran lástima pero también temor. Siempre he pensado que yo era Roma, Julia. Roma la que paga traidores para tenerlos en su mano y para desprenderse de ellos sin un gesto. Pero a veces me siento viejo, entonces pienso que quizá soy solo una criatura de los pantanos, un escorpión de agua, pequeño y oscuro. Y si yo fuera Roma, Julia, tú serías Numancia, cercada por fosos y empalizadas que he mandado construir.

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