Cuando volvió el chico seguía apoyado en el brazo del sofá, callado. El Irlandés le daba la espalda y tecleaba algo en su móvil.
—¿Quién me asegura que nos dejarán tranquilos cuando esto termine? Sé que no estamos en condiciones de exigir. Pero no si no nos da alguna garantía, puede que el chico se quiebre, y yo con él.
—¿Garantía? ¿Qué quieres, un cheque, un contrato?
—Quiero que no vuelvan a seguirnos. No somos estúpidos ni vamos a salir huyendo. Pero si usted le pide a un médico que opere a su hijo a punta de pistola, puede que el médico se equivoque.
Otra vez el gesto de indefensión, como un destello. El Irlandés mantuvo el tuteo:
—Yo cuido mis instrumentos. —Dijo extendiendo la mano hacia las dos mesas rectangulares como si aquel conjunto de piezas metálicas demostrase algo—. Os dejaré en paz. Buscadme vosotros cuando tengáis algo para mí.
—¿Cómo?
—El chico sabe cómo. Buenas noches. Ahora no puedo acompañaros.
El Irlandés volvió a teclear en su móvil.
Volvieron al Mini sin decir palabra. El abogado condujo hasta un hotel con piscina cubierta.
—Ahora eres tú quien está paranoico. —Dijo el chico mientras el abogado miraba una vitrina de cristal con bañadores.
El abogado asintió con la cabeza y se dirigió al recepcionista.
—Deme dos. —Dijo señalando los bañadores sin nombrarlos.
—Estoy cansado. —Dijo el chico.
—Lo sé. Enseguida comemos algo y luego puedes echarte a descansar.
Se cambiaron en el vestuario.
Estaban solos. Tampoco había nadie en el patio exterior, al otro lado del cristal.
—¿Puede haber un micrófono en la ropa, además de en el coche? —preguntó el abogado.
—No creo.
—Pero ¿hay forma de comprobarlo?
—Hablaré con Curto. Tiene aparatos para detectar todo: localizadores, cámaras y transmisores. Aunque es un amigo, tendremos que pagar, los aparatos son caros, necesita amortizarlos.
—Llámale desde una cabina.
—No te preocupes, tenemos nuestros métodos.
—¿Por qué no has querido el dinero?
El chico miró hacia otro lado, como buscando a alguien detrás.
—Los putos ricos son libres, es lo que más me jode. Los putos ricos inspiran admiración porque se pueden permitir jugársela, decir que no, dejar un trabajo, qué más les da si no lo necesitan para vivir.
—Pero tú…
—Me vendría de puta madre ese dinero. Pero di, ¿cuánto tendrían que pagarme, que pagarnos, para justificar nuestras vidas? No un año de trabajo, ni dos, sino diez o más, todo el tiempo en que pudimos habernos vendido. Si fuera solo el dinero, hace diez años que habría dejado de trabajar para ganarme la vida, y estaría trabajando para la espuma directamente, para esos tipos que pagan al Irlandés. No, Eduardo. Yo no quiero seguir con esto. Ya me equivoqué una vez. Si acepto es como decirles que no me están obligando.
El olor a cloro se hizo más fuerte cuando el abogado saltó dentro del agua caldosa. El chico ni siquiera había metido los pies, los balanceaba sentado en la tumbona, sujetando el asiento con las manos.
El abogado metió la cabeza bajo el agua. Buceó con los ojos cerrados. Cuando sacó la cabeza el chico se había recostado y parecía dormido.
Habían abucheado al flamante ministro de Sanidad. Después abuchearon al presidente. Recordó los ojillos de Álvaro encendidos como el piloto de una cámara, grabando, sonriendo muy al fondo, y se rebeló contra ese casi inevitable sentimiento de revancha. Cada vez que abuchean a uno de nosotros nos abuchean a todos, decía la razón; se aferró a esa idea sabiendo que en la práctica nadie se guiaba por ella. Estaba en la terraza de su casa. Desde allí se veían dos estrellas, cinco si, como esa noche, el viento había barrido zonas de contaminación y nubes. También veía las luces de los coches doblar la esquina antes que los coches lo hicieran. Y algunas ventanas encendidas en los edificios cercanos. Pensó que podía estar asomado a una de esas ventanas: el hombre o la mujer que había detrás de la flecha.
Tengo que mirarle a la cara. Pero estoy en sus manos. Y no puedo denunciar esta intrusión porque me denunciaría a mí misma. Apagaré el ordenador. Lo desenchufaré. Fuera.
El frío le había atravesado la piel. Cerró despacio la puerta de la terraza, se dirigió al portátil y dio al botón de inicio. Qué absurdo, tener que dar al botón de inicio para apagar. La flecha no se interpuso y ella no vaciló. Eligió la opción de apagar el ordenador, esperó a que la pantalla pasara del azul al negro; luego lo desenchufó.
Refuerzo variable intermitente, en alguna parte había leído que ahí radicaba la adicción a las tragaperras y al correo electrónico, y a la flecha, había pensado ella, y a los focos del poder. Actos que no eran siempre retribuidos sino solo a veces, sin que una pauta permitiera predecir cuándo. Pero ahora ya había una pauta: desenchufada, la flecha desaparecía. Guardó el ordenador en un armario: adiós, misterio; adiós, tristeza; adiós, pantalla.
La vicepresidenta se sentó en un sillón cuadrado, de anchos brazos y tapicería azul pálido. No se había quitado los zapatos; los tacones, que aún sentada la hacían parecer más alta, le infundieron confianza. Piernas cruzadas, manos extendidas, el cuello recto. Miraba al frente con serenidad. Al menos eso tenía que agradecérselo a la flecha: haber desconectado el ordenador le proporcionaba ahora una soledad distinta, recién estrenada.
—Joder, Curto, vaya susto me has dado. ¿No vivías en Barcelona?
—He vuelto, querido.
Crisma se levantó y dio un puñetazo leve en el brazo de Curto. Le había mandado un mensaje cifrado hacía una hora desde un cibercafé y ahora lo tenía ahí delante, frente a su pantalla.
Cualquier iniciado podía advertir que Crisma no estaba ejecutando una aplicación convencional; los colores de la interfaz, la tipografía de gran tamaño, un menú sui gèneris, todo cantaba, chirriaba y parecía gritar: me ha hecho alguien para quien lo de menos es que mi apariencia se ajuste a unos estándares, luego seguramente soy una aplicación para ser usada por un solo usuario, luego: ¿qué demonios de aplicación soy? Por eso él siempre procuraba situarse de espaldas a la pared, y bloqueaba la pantalla al levantarse. Pero Curto se había acercado sin hacer ruido y él estaba cansado.
—¿Hace cuánto que estás aquí?
—Dos años.
—¿Y ni una llamada?
—Te recuerdo que os enfadasteis conmigo, por el programa que hice para el cuerpo nacional de policía.
—Los enfados se pasan.
—No me digas eso, hijo. Me creasteis tal mal rollo, especialmente tú, que lo dejé. Bueno, también empezaron a encargarme trabajos que no me gustaban un pelo.
Curto llevaba unas blanquísimas deportivas de baloncesto y un pantalón negro muy ceñido, sonreía.
—Ese programa que estás ejecutando… ejem.
—Voy a cerrarlo.
El chico pagó y salieron a la calle.
—Bien, ¿para qué has hecho salir al genio de su botella? —dijo Curto.
—Un amigo y yo necesitamos tus servicios, detección de micrófonos, localizadores y demás contramedidas.
—¡Dios! «Crisma05: el regreso».
—No me castigues, anda.
—¿Conoces el hacklab de Cuatro Caminos?
—No me van mucho los hacklabs. —Dijo Crisma.
—¿Por qué?
—No lo sé, Curto, hoy no tengo fuerzas.
—Nunca has sido perezoso. No me parece que hayas cambiado. Estabas hackeando a la una de la madrugada en un locutorio bastante cutre.
—Estaba ejecutando una aplicación creada por mí, nada más.
—Lo que hay que oír. Es viernes, no tienes cara de sueño, ¿por qué no te vienes al hacklab un rato?
—No, gracias, no quiero ver a gente. Hoy no tengo ánimo para lo social. Y tú, ¿qué? ¿Has pasado de trabajar para el Ministerio del Interior a hacerlo para unos okupas? No tienes término medio.
—Odio el término medio, querido, lo sabes. Mira, en el hacklab éramos tres. Y dos se han ido. O sea, que la parte social no te va a agobiar mucho de momento. Disfrutarías con el material que tengo.
Crisma le miró con interés.
—¿Qué material?
—¡Eres lo peor! ¡Se te ha iluminado la cara! ¡Eres un obseso total!
—Claro. —Rió Crisma—. Vas provocando. En serio, necesitamos que nos ayudes. Si dices que ahí no hay nadie podría avisar a un amigo.
—Esperaba violarte en mi cueva, pero si te empeñas, llámalo.
El taxi les dejó delante de un edificio modesto en un barrio de calles estrechas y casas pequeñas, con aceras mal terminadas, sin árboles. Al fondo del portal había dos bajos, entraron en el de la derecha. Curto abrió y dio la luz. Una habitación escueta, con una mesa, algunas sillas, fotocopias, carteles sobre un taller de mimo y sobre el Sáhara, un grifo con una pila para fregar en una esquina. Ni un solo ordenador. El chico miró a Curto sin entender. Curto reía. Crisma recorrió el cuarto con los ojos: ni un armario, ni un recoveco, cuatro paredes lisas, la mesa, el fregadero, ninguna otra puerta.
—Me rindo.
—No me decepciones.
Mesa, fregadero, sillas, puerta de metal, techo blanco con bombilla colgando, suelo de cemento, ventanuco que da al pasillo. Crisma miró de nuevo hacia el fregadero, se acercó y pudo distinguir un reborde débil junto a la pared.
—Caliente, caliente. —Dijo Curto—. Y ahora ven a mi pequeña Slumberland.
Tiró del grifo del falso fregadero y se abrió una puerta de poco más de un metro de alto. Curto pasó acuclillado, seguido del chico. La nueva habitación era más grande que la primera. Tres de sus cuatro paredes estaban cubiertas por estanterías de distintos orígenes y materiales que sostenían torres, portátiles, enrutadores, consolas, discos duros, algunos conectados entre sí y, a juzgar por los pequeños destellos intermitentes, funcionando. Apoyada en la cuarta pared había una mesa de madera con un PC discreto, uno de esos que podían costar doscientos euros en una tienda de segunda mano. Curto se sentó ofreciendo otra silla al chico.
—¿Qué hay? —Dijo Crisma señalando el material.
—Bueno, veamos, tengo unos cuantos ordenadores haciendo autopsias, un bonito laberinto hecho con routers, antenas y repetidores, algunos servidores, un clúster con bastante capacidad de cálculo. Nada muy llamativo pero todo encantadoramente práctico. Ahí, en ese estante, están los detectores de micros, cámaras y frecuencias, es lo que andabas buscando, ¿no?
—¿En qué andas ahora? —Preguntó Crisma.
—Dímelo tú.
—No puedo.
Curto encendió el PC.
—¿Te acuerdas de cuando empezamos? Yo a veces encendía el módem y me pasaba horas buscando vulnerabilidades solo para llegar a un sitio donde hubiera alguien. —Dijo Curto—. Ahora es al revés. Uso los fallos de seguridad para llegar a un sitio donde estar solo, o casi solo. Para entrar en una oficina cerrada cuando es de noche, para pasearme por un despacho vacío del que muy pocos tienen la llave. Facebook, Twitter, clubes restringidos, hasta las más secretas listas de correos se han convertido en sitios llenos de gente, no puedes mover el codo sin empujar.
—Bueno, si es por estar solo, pregúntame. No necesitas ir a ningún lado. Te quedas en casa y cierras la puerta.
—Yo no tengo tanto valor, pequeño.
Crisma miró la pantalla en modo texto, sin iconos ni colores. Encima, sobre un estante, tres monitores de cámaras transmitían imágenes de la calle. Había una silueta familiar en uno de ellos.
—Eduardo. —Dijo Crisma.
—¿Tu amigo? Vamos a buscarle.
Estaba frente al portal contiguo.
—Creo que no me han seguido, pero he preferido esperarte aquí.
—¿Has traído el coche?
—Está aparcado unas calles más allá.
Curto había salido detrás de Crisma. Cerró con llave el local, atravesó el portal y se les acercó. Llevaba en la mano una pequeña bolsa de deporte. Con un par de aparatos comprobó que no había nada raro en el calzado y la ropa.
—¿Y si lo hubiera habido, si el chico hubiera llevado algo? —preguntó el abogado.
—No te preocupes, en mi cueva no funcionan.
—Pero sabrían que ha venido aquí.
—No sabrían que es aquí. Recuerda que detrás de los dispositivos hay personas, y no suelen querer perder mucho tiempo.
Condujeron hasta un lugar tranquilo y alejado del hacklab. Curto se quedó en el Mini, inspeccionándolo.
Unas decenas de metros más allá:
—¿Cómo vas?
—Bien, cansado. —Dijo el chico.
El abogado le miró, sus gafas fresa brillaban bajo la luz de la farola, seguía pareciendo un adolescente enclenque, desgarbado, aunque rondase la treintena.
—¿Crees que el olor del restaurante llegará hasta esa esquina?
El chico le miró pensativo, luego miró hacia el coche.
—Sí, será mejor esperar a que cierren. ¿Cómo está tu amiga?
—¿A cuál te refieres, a la antigua o la nueva?
—Ah… A la antigua.
—Bien, la echo de menos.
—¿Y se lo has dicho?
—Sí, bueno, no con esas palabras. ¿Y tú? ¿Estás con alguien?
—No.
—Como yo, entonces. —Dijo el abogado.
Curto se acercaba.
—No sé en qué andáis metidos pero ese coche tenía un micro en el retrovisor, y un localizador bajo el asiento.
—¿Los has quitado?
—No, por favor, soy un profesional.
—¿Entonces?
—Entonces, si los quito saben que lo sabemos. Os vais a meter en ese coche y vais a hablar como si no tuvierais ni idea de que se está grabando. Y cuando queráis ir a un sitio delicado, tiráis de taxi, metro o coches de amigos.
—El micro no llega hasta aquí, ¿no?
—No, qué va. Solo dentro del coche. Fuera, justo al lado y con las puertas abiertas a lo mejor se oía algo, según el ruido de fondo.
—Muchas gracias. —Dijo el abogado. Y luego, al chico—: Tengo que hablar contigo de asuntos pendientes, ¿vamos a un bar por aquí?
—Sí, ¿te importa que venga Curto?
El abogado no supo adonde mirar. Le importaba. ¿Era exceso de prudencia, era eso una definición de la cobardía? ¿O era más cobarde callar y asentir?
—Hoy sí me importa.
—Tranquilos. Yo tengo que hacer. Algún día sí me gustaría que me contaseis en qué andáis porque, no es por nada, os veo un poco pálidos.
Curto se marchó contoneándose suavemente.
—He oído las conversaciones grabadas. —Dijo el abogado cuando entraron en el bar—. ¿De qué va esto?