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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (30 page)

—Una vez aceptado el chantaje, no hay final. Te creo y no puedo creerte, Carmen. Si Álvaro te hubiera presionado para que vuelvas y obtengas más información, me habrías hablado como lo has hecho.

—¿Mirarme no te sirve?

—No, Carmen, no puedo dejar que me sirva.

Emprendieron el camino de regreso, andaban despacio, como si arrastraran un peso, cada una el suyo, aunque a veces se miraban y parecía que arrastraban el mismo entre las dos.

El Irlandés llegó al banco y se esforzó por ser amable con la recepcionista. Había dormido mal, estaba cansado. Tampoco le había gustado el tono del vicepresidente ejecutivo cuando le llamó para exigirle que fuera a verle esa mañana. Hizo el camino que se sabía, aceptó la compañía de una secretaria joven a quien no quiso sonreír. Ella le dejó ante la puerta cerrada con llave de la sala donde solían reunirse. Esperó ahí, de pie, contando el ritmo de su respiración. Después de quince inspiraciones apareció Jaime, alto y ligeramente encorvado, la calva perfecta, las mismas gafas de montura de acero. No se disculpó por el retraso. Abrió la puerta introduciendo un código y después una llave.

—¿Así que tú saliste con la vicepresidenta?

—Hace muchos años.

—¿Por qué está cometiendo este error?

—No lo sé.

—Has contestado demasiado rápido. Piénsalo. También te pago por eso.

—No tiene mucho que perder.

—Claro que tiene que perder. Reputación, bienes, un futuro subvencionado, y puedo seguir.

—¿Tú tienes una hipótesis?

—No. Pero me asombra que no la tengas tú. ¿Te has vuelto un caballero y no quieres hablar de tus damas?

El Irlandés contó hasta veinte. Jaime no solía perder los papeles, y ahora estaba forzando un desafío. Pero él no iba a caer. No se importaba a sí mismo lo suficiente, eso le hacía muy poco vulnerable a la provocación. Por otro lado, no estaba ocultando a Jaime ninguna explicación, ni siquiera creía demasiado en las explicaciones, la experiencia le mostraba que cada vez que alguien explicaba sus actos, lo que hacía era justificarse. ¿Por qué lo haces, Julia? ¿Por esperanza o por desesperación?

—Qué quieres, no me pagas tanto como para que te cuente mi vida.

—Ten cuidado, Irlandés, hoy no estoy de humor. Me molesta ese Luciano Gómez, me molestan los muertos resucitados. Acaba con él.

—¿Cómo dices?

—Su mujer, un atropello, un robo con violencia. Sin víctimas, por supuesto, solo un susto. Ya están mayores y lo entenderá.

—Hay otras formas de mandarle un mensaje.

—No me interesan. Haz lo que te he dicho.

El Irlandés sonrió despacio, músculo a músculo.

—He pasado muchos años tratando de averiguar cómo pensáis los ricos, para llegar a la pobre conclusión de que no puedo averiguarlo, porque los ricos no pensáis. No quiero decir que seáis estúpidos, es solo que no os dedicáis a eso. No os hace falta.

—Me divierte que me insultes, Irlandés. Sobre todo cuando acabo de advertirte que no tengo un buen día.

—El pensamiento se basa en introducir variables distintas. Pero vosotros no las necesitáis. Es como cocinar con las sobras, ya sabes. Un rico puede hacerlo, pero no está obligado, no necesita combinar los restos, lo hace si quiere.

—¿No dijo alguien: «Yo no veo que para escribir poesía se tenga que ser hijo de ferroviario»?

—Huidobro contra Neruda. ¿Cuándo lees, Jaime?

—Me lo leyó mi hijo, hace unas semanas, habíamos salido a navegar. Además del banco, le gusta la poesía. Yo diría que piensa.

—Pensáis, claro, pero es un pensamiento simulado. Vais andando por el cable con red, y no os caéis. ¿Significa eso que mantenéis el equilibrio? No puedes responderme porque la red forma parte de tu horizonte, y no te interesa ni necesitas saber cómo tendrías que sostenerte en un mundo sin ella.

—En ese mundo, ¿por qué actúa Julia Montes?

—Quizá por ambición. Si es así, el atropello no va a solucionar nada.

—No me importa, ¿te das cuenta, Irlandés? La equivocación no importa, lo grave es la inacción. Quiero un informe el jueves. Te esperamos a las once.

El Irlandés se levantó con una sonrisa leve, había aprendido a modularla con la misma exactitud que la voz.

Amaya guardó el portátil en la bolsa y se lo colgó en bandolera. Jacobo estaba con su padre, eran más de las once pero Eduardo había contestado a su llamada y ella no tenía nada de sueño. Condujo pensando que durante una temporada sería agradable llevar una vida parecida a la de Eduardo, la casa no como un «hogar» sino como algo que se movía y daba la sensación de poder ser trasladado en poco tiempo a cualquier otra ciudad o país. Una barcaza. Se imaginó viviendo en una barcaza con Jacobo, amaneciendo en lugares distintos de tanto en tanto. Pediría una excedencia de un año en el banco y se daría una tregua en la militancia, aunque no lo liaría, sabía que no.

—Te abro.

La voz de Eduardo le gustó. Él nunca le había atraído pero la voz ahora fue como una mano que te recorre con la punta de las uñas. Le encontró como siempre, zapatillas astrosas y un pantalón comido por los bajos, los ojos en un ir y venir como si temieran quedarse quietos mirándola. Se besaron en la mejilla rápido. Luego ella le entregó la bolsa con el ordenador. Eduardo pareció serenarse entonces. Extrajo el portátil con facilidad, lo sujetaba con una sola mano como si fuera muy ligero.

—Vamos.

Entraron en lo que Amaya llamó para sus adentros la sala de máquinas. Torres dispuestas en horizontal o vertical, viejos monitores de tubo y monitores planos. Eduardo la llevó hasta una mesa con un solo ordenador conectado a dos pantallas a la vez.

—¿Has sabido algo más de ese tipo?

—Me ha mandado otros dos mensajes insultantes al móvil. A pesar de que me habías advertido, los borré, lo hice sin querer, un gesto automático. A lo mejor tú puedes encontrarlos, tengo el cable que conecta el móvil al ordenador.

—¿Por qué has tardado tanto en avisarme?

—Esperaba poder arreglármelas sola.

—Pedir ayuda no significa que no puedas arreglártelas sola. Una forma de hacerlo es tener amigos en quien confiar.

—Ya. A veces lo confundo todo.

—Primero sacaremos el disco duro. Lo normal es que siga intacto. Luego veré cómo tiene instalado el chip la placa base. Quizá se pueda sustituir solo el chip.

—Bueno, si no, no te preocupes, es un portátil viejo que compré de segunda mano.

—Lo sé. —Dijo el abogado.

Lo habían comprado juntos, pero no quiso decírselo, solo habría servido para que ella se sintiera mal durante unos segundos por haberlo olvidado. El ya se había acostumbrado a esa desproporción en la memoria, había una vida de horas y semanas pasadas con Amaya de la cual él podía evocar olores, prendas, gestos, y que en cambio para ella se había esfumado: el brazo de Amaya alzado al guardar una taza en un estante, su cara en ese momento se vuelve hacia él mientras sonríe. Podía reconstruirlo fotograma a fotograma. Recordaba las historias que ella le contó, los bares que habían compartido, y sabía que todo eso estaba sobrescrito en el cerebro de Amaya, con imágenes de otras personas y otras historias donde él no aparecía.

Amaya miraba los ordenadores.

—Creía que ya no te dedicabas a esto.

—Solo en algunos ratos libres. Amaya, deberías denunciar a ese hombre.

—Seguramente, sí, tendré que hacerlo. Pero ¿por esto?

Mientras terminaba de instalar el disco duro en otro ordenador, el abogado dijo:

—No. El chico y yo registramos lo que hizo con tus fotos. Ahora entraré en tu móvil, quizá se pueda saber desde dónde envió los últimos mensajes. Piensa que está puteando a más gente igual que a ti. Estará pagando con vosotras algo que le hicieron, o puede que disfrute, no lo sé, pero no debes dejar que se sienta dueño de la situación.

Se abrió la pantalla de bienvenida. Sin que tuviera que preguntársela, ella le dio la contraseña:

—«Odaracuza». Es «azucarado» al revés. —Sonrió encogiéndose de hombros.

Y ahora él estaba dentro, todos los archivos y directorios a su disposición. Pensó en la vice sin poderlo evitar. Se sentía incómodo ahí. Soy un monógamo de disco duro, vicepresidenta. Se imaginó una noche buscando a Amaya entre los bits. No habría sido difícil romper su contraseña y espiar una vida que las horas diarias le negaban. Estar mirándola a su lado pero invisible mientras ella abría ventanas, cuáles, y creaba ficheros. Asomarse a eso, sin embargo, habría supuesto perder la oportunidad de que un día ella le buscara con sed.

—Parece intacto, luego lo escanearé despacio de todos modos —dijo—. Vamos con tu móvil.

Amaya se lo dio y se quedó de pie a su lado, la mano apoyada sobre su hombro. El abogado veía los dedos, sin pensarlo se los llevó a los labios un momento y volvió a dejar la mano donde estaba. Amaya no reaccionó apartándose, había sentido dentro el sonido del vino cuando cae en la copa y siguió ahí, apoyada, sorprendida.

El abogado guardó los mensajes borrados en un pendrive.

—Aquí está todo. Si quieres mañana te acompaño a poner la denuncia. Tengo un amigo en la brigada de investigación tecnológica.

—Mañana me voy fuera, te aviso cuando vuelva.

—Ahora veo si tiene arreglo el chip de tu ordenador y terminamos.

El abogado se levantó apartando con suavidad y firmeza la mano de Amaya. Fueron a la mesa donde estaba el portátil.

—¿Por qué un murciélago? ¿Se cree Batman, quiere decir algo?

El abogado tenía un secreto, ¿quién no lo tiene? Y lo mantuvo consigo.

—Es un animal frecuente en los creadores de virus. Lo más seguro es que no lo haya diseñado él sino que lo haya comprado. Los murciélagos tienen que ver con la noche. Están despiertos cuando todos duermen.

Amaya se alejó del abogado en busca de una ventana. La calle mal iluminada podía muy bien ser las aguas de un río. Si se acostaba con él quizá luego no querría volver a verle, porque hay errores y cuerpos que no cuadran. Perdería entonces un punto de apoyo en la ciudad cada vez más oscura. Pues si de día nunca tenía miedo y era capaz de estimular equipos en el trabajo, conducir reuniones en el partido, viajar a países situados a miles de kilómetros, en las noches a veces sí temía por Jacobo y por ella misma, por el tallo de la vida que en cualquier momento se puede partir.

Volvió hacia donde estaba el abogado.

—Tendré que buscar un chip, pero es fácil, en un par de días puedo devolvértelo funcionando. Si lo necesitas antes, te llevas uno de aquí con el disco duro dentro.

—No, no…, puedo esperar.

—Tengo que pedirte un favor.

El abogado se había puesto de pie, era más ancho y más alto, a ella se le ocurrió la imagen de una puerta, quiso apoyarse y que se abriera.

—Claro. —Dijo ahora deseando ser tocada.

—Necesito tu coche, te acompaño y luego me lo llevo.

—Bien, ¿hasta cuándo lo necesitas? Mañana por la tarde había…

—No, no te preocupes, son solo unas horas. Esta misma noche, a eso de las tres, lo dejo aparcado en tu calle.

—¿Vas a salir ahora? —Preguntó con una curiosidad no exenta de celos.

—Asuntos de trabajo. —Dijo el abogado.

La cara de Amaya rozó la manga del jersey del abogado. Olía a café y a frío. Se apoyó con más fuerza y él le acarició el pelo.

—¿Nos vamos?

—¿Tienes mucha prisa?

—Un poco. —Dijo el abogado. Y solo para sí: Vuelo de noche.

Llovía en Zamora, un agua fina que el frío pronto convertiría en aguanieve. Cinco ministros españoles y cinco portugueses aguardaban en la intemperie de la plaza mientras sonaba una banda de música. Era el encuentro bianual posterior a la vigésimo cuarta cumbre hispano-portuguesa. En breves minutos se esperaba la llegada de los presidentes de ambos países, pero una convocatoria urgente desde Bruselas había determinado que en su lugar acudieran la vicepresidenta española y el vicepresidente portugués. Ahí estaban, se estrecharon la mano en público, permanecieron firmes mientras sonaban los himnos nacionales. Luego la comitiva se dirigió al palacio donde tendrían lugar las reuniones. Un ministro reclamó la presencia del vicepresidente portugués casi en el mismo momento en que el ministro del Interior español se dirigía a Julia. El abrigo de lana azul marino de Álvaro y su barba entrecana le conferían un aire de capitán de barco, su silueta se avenía de forma extraña con la más lánguida de la vicepresidenta, envuelta en una capa verde oscuro que no llegaba a rozar el suelo.

—Querida Julia, estás cavando tu propia tumba.

—Creía que me la estabas cavando tú.

—Si querías competir conmigo, podías haber elegido otro asunto.

—Parece que he elegido este, al fin y al cabo mi tumba me concierne bastante.

El ministro se frotó las manos con suavidad, como si se las acariciara.

—¿Pido un paraguas? —Dijo.

—Por mí no hace falta, estamos llegando. Es aguanieve lo que cae, ¿no?

—Enseguida será solo nieve. Resérvame unos minutos después de la reunión sectorial, antes de la comida en el Ayuntamiento.

—¿Por favor?

—Si eres tan amable.

—A la una y media podemos dar un pequeño paseo, bajo la mirada de nuestros escoltas.

—Veo que ya no te importa el frío.

—Estoy acostumbrándome.

Durante la reunión la vicepresidenta tuvo uno de esos episodios de extrañamiento que suceden de tanto en tanto.

Las palabras que decía cada ministro dejaron de significar, casi como si les hubiera bajado el volumen y solo viera sus gestos. Evocó reuniones de celebridades a las que había asistido para inaugurar o clausurar, premios de periodistas de radiotelevisión, ferias de escritores o del sector turístico, convenciones, en fin, de la socialdemocracia: estamos aquí y el sentido de lo que decimos no procede de las palabras sino del entorno, del hecho de ocuparlo como quien se autoconcede un privilegio que nadie va a quitarle; nos saludamos entre nosotros, sonreímos, nuestra presencia afirma que estamos satisfechos con las cartas recibidas, que estas reglas de juego nos parecen bien; llegado el momento, mataríamos, sí, mataríamos pero no para cambiarlas sino para que todo siga como ahora, aunque sepamos y, no podemos negarlo, lo sabemos, que bastaría un empujón para mandarnos al abismo de los desatendidos, los sospechosos, los tristes, los que no tienen horizonte. Esperamos morir sin que eso ocurra, y nos llamarán socialdemócratas y sonreiremos, y nos parecerá bien.

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