«¿Qué tal, zorrita? Amaya, ya, ya…».
Era ya el cuarto que recibía. Lo borró como si así pudiera hacerlo desaparecer. Al momento recordó que Eduardo le había dicho que no lo hiciera, a lo mejor podía servir de prueba si tenía que denunciarlo. Tenía que hablar con él, lo del ordenador era pasarse de la raya. Entonces le contaría también que los mensajes seguían. Desconectó el móvil y cerró los ojos; tal como solía hacer para dormirse pensó en los días en que solía ir con amigos a la montaña; hacía ya varios años pero siempre recordaba la sensación de victoria al llegar en la noche a un refugio y encender el fuego sintiendo que el propio cuerpo estaba formado también por los cuerpos de los demás. Por contraste, le parecía ahora que bajo el edredón su cuerpo flotaba, libre y también solo. Volvió a evocar aquel tiempo, el aire frío de la mañana, tan frío y limpio que era como si la cara se lavase solo con salir afuera, luego doblar los sacos, preparar la mochila, desayunar juntos y echar a andar otra vez. Se fue durmiendo así, muy lejos de su apartamento y de lo que acababa de ocurrirle.
La vicepresidenta desenchufó el portátil y lo llevó a su dormitorio. Estaba destemplada. Se puso el pijama, se metió en la cama y se conectó desde ahí. Mientras el ordenador arrancaba buscó unos mitones verdes en el cajón de la mesilla. Miró primero el escritorio, ningún archivo nuevo, ninguna señal. Abrió un documento en blanco esperando a que la flecha saludara. Al cabo de tres minutos, según comprobó en el reloj del ordenador, fue ella quien escribió:
—¿Estás?
Pasaron otros cinco sin nada.
Entonces ella misma se respondió en minúsculas:
—Sí.
Enseguida se arrepintió y borró la pregunta y la respuesta. Para distraerse cambió el fondo de escritorio. Pero no encontraba ninguno que le sirviese. Ninguno que consiguiera devolver a su ordenador la capacidad de ser ventana hacia alguna parte, espejo con fondo; imaginó su mano entrando en la pantalla y después todo su cuerpo. Abrió el navegador y buscó una de esas páginas con fondos de escritorio y protectores de pantalla gratuitos. No era algo prudente, según le había explicado su sobrino hacía tiempo. Desde esas páginas resultaba fácil colar un caballo de troya. Hace tiempo que no hablo con Max. A lo mejor él puede ayudarme a encontrar a la flecha. Recordó que le había buscado para que la ayudase a librarse de ella. Aunque tampoco había sido exactamente así.
—Me gustaría hablar contigo. —Tecleó en el documento abierto.
Esta vez solo esperó un minuto. Luego minimizó la página y volvió al navegador. Tecleó: «Fondos de pantalla con nieve». Mientras los recorría recordó una película vista hacía muchos años, cuánto tiempo llevo sin ir al cine. No se acordaba bien de la historia ni de quién la había dirigido, pero sí que había un pueblo donde los ancianos, cuando perdían los dientes y ya no podían comer, se dirigían un día de invierno a la montaña cubierta de nieve, dormían a la intemperie y esa era su forma de morir. Nadie les obligaba: ellos entendían que era ley de vida, que otros venían detrás de ellos. ¿Tengo que irme ya a la montaña? No le gustaban los fondos que habían aparecido, demasiado retocados. En el buscador de imágenes tecleó: «Winter Uppsala». Le gustó la fotografía del Jardín Botánico de la universidad, un edificio sobrio con columnas blancas en medio de la nieve, tres o cuatro bancos vacíos, y árboles desnudos. Guardó la imagen y luego la seleccionó para su fondo de escritorio. Tocada por esa melancolía invernal volvió al documento de la flecha.
Me pregunto para quién existiré cuando no sea vicepresidenta, quién va a recordar un gesto mío el día que me vaya, escribió tras un guión que indicaba diálogo, sin saber si quería ser oída o si solo necesitaba sacar afuera la sensación de soledad inminente. Lo borró enseguida, y volvió a llamar a la flecha:
—¿Hay alguien?
—Hola.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Acabo de llegar.
—Bueno, qué más da, no puedo saberlo.
—Créeme.
—Te esperaba. Necesito consultarte algo.
—Bien, pero antes debo darte una respuesta, averigüé de dónde salió la filtración.
—Tienes recursos para todo.
—No, solo a veces, salió de «tu gente», como tú dices.
—¿Me estás intoxicando? ¿Me envenenas?
—No, ni siquiera quería darte la noticia, todavía hay una posibilidad de que me haya equivocado.
—¿Quién es?
—Una melena larga con mechas rojizas, unas manos femeninas, las uñas pintadas de un color parecido al del pelo.
La vicepresidenta notó los huesos de las extremidades sueltos, el esternón quebrándose: no puede ser, Carmen no. La flecha seguía:
—Eso he visto, también he leído un intercambio de mensajes entre el periodista que escribió la noticia y tu directora de comunicación, pero no conozco su físico, si coincide, entonces es ella.
—¿Qué día fue?
—El 23 del mes pasado, viernes.
Le era fácil recordar los viernes, Consejo de Ministros y comparecencia. Rebobinó dos consejos hasta llegar a ese. No tenía manera de saber qué había hecho Carmen entretanto. ¿O sí? Repasó los asuntos tratados aquella mañana y entonces recordó. Minutos antes de la comparecencia la había llamado, quería comprobar unas cifras, le había entrado una duda de repente. Oyó el timbre repetido y luego se cortó. Carmen nunca hacía eso: podía no tener el teléfono disponible o conectado, pero si lo estaba siempre contestaba sus llamadas. Quizá se había cortado o era un momento realmente inoportuno. Pero Carmen no le devolvió la llamada. La vicepresidenta telefoneó entonces a su secretaria: «¿Puedes avisar a Carmen un momento?» «No está aquí, ha tenido que salir». Ahora la vicepresidenta recordaba que pensó en preguntarle, Carmen podía haber tenido un contratiempo familiar o de otro tipo. Pero terminó la comparecencia y allí estaba como si nada hubiera pasado, sonriendo, atendiendo a los periodistas. La vicepresidenta olvidó lo ocurrido hasta ahora, ahora sí lo recordaba.
La flecha no se había movido. Quizá ya no estuviese.
—Gracias. —Escribió.
—De nada, espero que te haya servido, ¿qué querías preguntarme?
La vicepresidenta se incorporó y colocó mejor las dos almohadas en que se apoyaba. Nada, quiso escribir. Pero al mismo tiempo el dolor se iba convirtiendo en una fuerza densa como debía de ser la savia y supo que seguiría adelante, aunque fuera sin Carmen, aunque fuera completamente sola.
—Estoy trabajando en una iniciativa legislativa. —Dijo—. Una diferente. Lo opuesto a la cobardía, creo. ¿Vas a ayudarme?
—Tengo que saber más.
—No, primero yo tengo que saber más. Voy a necesitarte tres semanas, sin desapariciones, sin retrasos, sin excusas. ¿Podrás hacerlo?
—Depende de para qué.
—¿Podrías hacerlo?
—Sí, salvo imprevistos.
—¿Imprevistos probables?
—No ¿qué vamos a hacer?
—Todavía no puedo decírtelo. ¿Y nosotros qué vamos a hacer? Tú y yo, como si nos acompañáramos.
El abogado tosió. Le había pedido el coche a un procurador amigo y la calefacción solo funcionaba al máximo, lo cual creaba un ambiente asfixiante, pero quitarla era incumplir la segunda norma de su madre y se sentía demasiado inestable en esos días como para añadir una bronquitis. Este merodeo, este buscarte sin que vayas a conocerme tiene su melancolía, ¿sabes? Tú y yo, como si nos acompañáramos, dices. Tú y yo como si detuviéramos el mundo. Aunque no se detiene. Ahora mismo se cuentan por miles los cuerpos que están siendo derribados.
—Buenas noches; apago. —Dijo, y apagó el ordenador de golpe, porque a veces necesitaba fijar él los límites.
¿Yo, vicepresidenta, yo que no soy nadie acaso sé decirte cómo usar el mundo? Verás, no son mis instrucciones, ni ahora somos solo tú y yo los que nos acompañamos. Rasgar un folio es fácil, en cambio si pones cincuenta no es cincuenta veces más difícil sino mucho más, pues junto a la fuerza que hay que hacer para rasgar las hojas, hay que vencer el rozamiento entre ellas, y esa fuerza extra necesaria es grande. ¿Recuerdas las batallas antiguas? Los soldados se agrupaban formando cuadrados, lo importante era el grosor, cuántas filas seguidas había en cada lado, porque de una en una las personas caen, y de una en una se rasgan las sábanas, pero si enrollas la sábana uniendo sus pliegues podrá sujetar casi cualquier peso, vencer la fuerza de rozamiento entre los pliegues es mucho más difícil.
La vicepresidenta apagó casi al mismo tiempo. No podía seguir evadiéndose de lo que acababa de saber: Carmen no solo había sido la autora de la filtración, eso quizá no le habría dolido tanto. Pero la falta de confianza, la representación suplicante: «Me presionan, dime que no has sido tú, te lo agradezco». Carmen era muy buena actriz, lo llevaba en la sangre, tantos años en el partido, maniobrando, trenzando alianzas en la sombra, quebrando otras. La vicepresidenta no pudo evitar sonreír, tantas veces la había visto aparentar sorpresa ante una noticia que conocía de sobra, «¡No me digas, me dejas de piedra!», era como ver a una bailarina saltar por el aire y caer con ligereza y seguridad. Me estoy acostumbrando a encajarlo todo. Ya no duele tanto. Pronto me iré. Nadie me lo dice, nadie se atreve a decírmelo, ni siquiera Álvaro que juega a provocarme porque quiere mi puesto. Pronto me iré; incluso si el presidente se atreve al fin a seguir adelante con su iniciativa, incluso si hace un gesto real para recuperar la narrativa progresista de justicia y protección del débil, no contará conmigo mucho tiempo. Yo ya he caído, en realidad, y esa es mi arma.
La vicepresidenta dejó el ordenador en el suelo junto a la mesilla; al cerrar los ojos, sin que viniera a cuento, pensó: Se ríen de los colores de mis chaquetas, de mis trajes, pero la vida se acaba pronto, ¿acaso no es mejor un chisporroteo brillante, ameno, final?
El chico llegó a su empresa con una hora de antelación.
—¿Tienes turno especial o algo? —Le preguntó el vigilante.
—No, insomnio. Oye, tú eres hermano de Germán, ¿no?
—Sí, ¿le conoces?
—Conozco a Eduardo, un abogado amigo suyo.
—Ah, sí, es un buen tipo. Oye, ¿por qué no te tomas un café o algo? Es muy pronto para entrar.
—Ya he tomado dos. Pero no te preocupes. Espero.
El chico se apoyó en la pared de la entrada. A los cinco minutos el vigilante le llamó.
—Espera aquí dentro si quieres.
—Gracias.
Se quedaron los dos callados, mirando los monitores de las cámaras.
—¿Alguna vez has visto algo?
—Yo no, pero un compañero vio un robo en la segunda planta.
—¿Cuándo?
—El año pasado. No vio el robo. Se habían llevado unos discos duros el día anterior, y vio al tío que los devolvía.
—Coño, no sabía nada. Supongo que a ese tipo le echaron.
—No lo sé. El no vino más por aquí. Pero no hubo ningún juicio.
—Uf, qué turbio, ¿no?
El vigilante se rió.
—Pareces un buen chico. En realidad, tienes demasiada pinta de buen chico. Si no fuera porque conoces a Eduardo y porque Eduardo ya sabe esta historia, pensaría que has venido a sonsacarme. Turbio, dices. Yo no sé dónde coño vive la gente.
—¿Crees que sobornaron a algún compañero tuyo?
—A la gente como yo no nos compran, nos amenazan.
—Vale, no lo sabía.
—Bueno, entonces, ¿qué pasa? ¿Eduardo quiere que te deje entrar? ¿Por qué no me lo has dicho directamente?
—No, no quiero entrar. —Dijo el chico—. Y, la verdad, pensaba que él había hablado contigo.
—Pues no ha hablado.
—Ya veo, ¿me puedo quedar aquí hasta que empiece a llegar gente?
—A menos cuarto llega mi jefe. Cuando yo diga, te largas.
—Claro.
No hablaron más, el chico miraba los monitores con los pasillos vacíos, tenía controladas casi todas las cámaras, pero daba igual, en la sala de monitorización había cuatro fijas. No podía hacerlo si no las desconectaba. Y si lo hacía, quedaría registrado. Necesitaba un cuelgue bestial del sistema, pero no tenía medios ni el arsenal necesario para lograrlo en poco tiempo. Siguió mirando los monitores, y vio en uno de ellos una habitación pequeña con dos racks.
—¿Dónde está eso?
—Aquí al lado.
—¿Y qué hay?
—No te lo voy a decir, pero no es importante.
—Pensaré que no me lo dices porque sí es importante. —Allá tú.
Si había alguna relación entre esos armarios y el sistema de seguridad, bastaría con un pequeño golpe analógico en ese cuarto: un cable quemado, agua, algo que forzase la desconexión durante un tiempo.
—Oye. —Dijo el vigilante—, hoy hablaré con Germán, yo no olvido nada.
—Claro. Yo tampoco. Te debo un favor.
La vicepresidenta salió de casa a las ocho y media de la mañana del sábado. El coche la esperaba. Atravesaron una ciudad a medio gas, con la mayoría de los semáforos en verde. Ya en las afueras, el sol primaveral cubrió las vallas publicitarias, los coches, el asfalto, de una luz plana, como si todo lo que la vista divisaba fuese apenas un dibujo en dos dimensiones. Julia pensaba en la flecha, anticipando la conversación que podrían tener. Estaba orgullosa de haber sido la depositarla del plan del presidente. Un acto de valor, un golpe sobre la mesa que volvería a emocionar a los votantes. Dejarían de ser meros receptores pasivos de una política que solo parecía restarles derechos, esperanzas, futuro. Quienquiera que estuviese detrás de esa flecha se iba a sorprender al saberlo, imaginárselo le divertía y al mismo tiempo le permitía olvidar la filtración de Carmen. Se despidió del chófer sonriendo, y saludó así a los vigilantes de la entrada. También sonreía cuando llegó a la puerta del despacho del presidente y él, al sonido de sus pasos, la abrió.
—Hola, Julia, te veo muy contenta. En cambio aquí, ya ves.
El presidente llevaba un pantalón gris y una camisa blanca con los puños rígidos desabrochados vueltos hacia atrás. Tenía la expresión deshecha como si fuera el final del día.
—¿Ha pasado algo?
El presidente dejó atrás el tresillo de las formalidades, se dirigió a la mesa pero no llegó hasta su sillón, sino que señaló a Julia una de las dos sillas blancas que había delante y él se sentó en la otra.
—Han pasado muchas cosas. Todas malas excepto una: parece que el próximo mes podrían hacerse públicos algunos datos ligeramente optimistas sobre la situación financiera del país, te lo he preparado en una carpeta. Necesito tregua hasta ese momento. Aparca cualquier negociación conflictiva: con la prensa, con las operadoras de telecomunicaciones, deja en pausa la Ley de Libertad Religiosa. Y ponte de acuerdo con el ministro de Sanidad: tenemos que volver a colocar en la agenda de los medios la Ley de Dependencia. Eso y las becas son las dos únicas cosas que han sobrevivido razonablemente. La gente tiene que saber que seguimos manteniendo un proyecto social, aunque solo queden andrajos.