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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (33 page)

Después, otro impulso a mi vuelo: Querido diablo Voland, aguarda aún. Ganaré altura, cruzaré el cielo hasta la morada de la ministra de Igualdad, derraparé por el aire y tal vez me cuele por su ventana abierta: ¡Hola, joven ministra! ¿Sabes que tienes las horas contadas? ¿Sabes que están tramando tu caída? Y no, no pondrán a otra en tu lugar porque se trata de suprimir el sitio y la palabra, lo vengo sabiendo desde mis tiempos de estudiante: libertad, fraternidad, les gustan, son comodines, pero igualdad, ya sea entre sueldos o géneros, esa sí que no. Pequeña Morgana confinada a los bosques de lo consentido y no a los de lo justo; ¡zás!, un golpe de su cetro y se acabó. Ministra, tú y yo hemos visto a los machos cuando lloran y se cortan las manos, cuando gimen sin árboles, Minotauros de cama matrimonial; tú y yo quisimos que entrara el aire en las mazmorras blancas, la cocina a la izquierda, al fondo el salón con el aparador y los cuchillos; hacía falta respirar, hacían falta caminos llanos para los Minotauros y claridad y límites, pero en los cónclaves se cede a la presión, los ministros asienten satisfechos y una vez más detrás de la puerta el Minotauro se la guisa y se la come mientras las niñas del siglo XXI cantan todavía: «Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo y la puso a revolver»… Adiós, Morgana, me voy, ya no me duele tener que partir, ser tiniebla tras los montes del Gorrión.

La vicepresidenta abandonó la terraza. Tenía el portátil encendido.

—Necesito hablar contigo. Por favor.

—Estoy aquí —replicó la flecha.

—No, aquí no estás. Aquí solo están mis manos, y palabras.

—Yo soy estas palabras que vas viendo.

—Pero si pudiera verte la cara, estrechar tu mano, me ayudaría en lo que debo decidir.

—No puedes, yo soy un estado mental, las reglas detalladas de un hilo de pensamiento, soy yo quien te necesita.

—¿Tú a mí?

—Yo existo en ti, y sin ti desaparezco.

—No…

—¿qué debes decidir?

—De acuerdo. Han atropellado a Julia, la mujer de Luciano. No ha sido casual. Antes llamaron a Luciano amenazándolo. Julia está ingresada en La Princesa. No tiene heridas graves.

—¿te sientes culpable?

—¿Qué más da? Puedes convencerme de que no lo soy, pero el hecho es que ha habido una relación entre nuestra iniciativa y los huesos rotos de Julia.

—Una relación elegida por otros, por esos otros cuyos privilegios estás, precisamente, intentando limitar.

—Ya no. El presidente me ha ordenado que lo deje.

—Vaya, la amenaza criminal y el poder instituido coinciden.

—Hoy me sobra la ironía. No sé qué debo hacer.

—¿… te planteas desobedecer al presidente?

—Sí.

—Amotinarte.

—En cierto modo, sí.

—¿Luciano estaría dispuesto a amotinarse? creía que para él la disciplina era…

—¿Sagrada? Sagrada no, aunque sí muy importante. Sin embargo, no tanto como mantener una zona no conquistada, una prueba de que existió el proyecto de una vida diferente. Además, no vamos a imponer ninguna medida, solo vamos a intentar que se discuta.

—Tengo la impresión de que hay algo que no me estás contando.

La vicepresidenta echó hacia atrás la espalda, puso el brazo derecho en ángulo recto, y apoyó sobre la palma el codo del brazo izquierdo. No solía dejar que la vieran así, la mano en el cuello y un deje pensativo como si fueran a venir platillos por el aire, como si al acariciarse levemente la oreja pudiera ver una modificación pero no en el pasado, no solía acometerle el deseo nostálgico de haber tomado otro rumbo, lo que a veces, mientras se acariciaba el cuello con los dedos, sí veía era ese cambio rugiendo en el futuro inmediato, como si pudiera rectificarse lo que se sabe que pasará.

—Verás. —Escribió—, Luciano me ha desafiado. No solo con las palabras de Julia, también con las suyas y en su propio nombre. «Si no sigues adelante, nunca sabremos si fue por Julia o por miedo».

—Tenía otra idea de Luciano, más… moderada.

—Es moderado en lo accesorio. De todas formas, en su caso, desafiarme es un acto de generosidad.

—¿me parece oír un reproche?

—¿Hacia ti? Quizá. Aún no sé por qué quieres mi cobardía.

El abogado encendió un cigarrillo. Había aparcado en una calle de pequeños chalets, se oía un ruido de los aspersores regando la hierba en la oscuridad. Un arbusto de campanillas cubría la verja más cercana. Todo parecía idílico y sereno, a excepción, supuso, de la presencia de ese Mini viejo con las ventanillas abiertas y, en el asiento delantero del copiloto, un hombre de gesto adusto iluminado por las lámparas fluorescentes del monitor. ¿Por qué quiero tu cobardía? ¿Qué hace que se muevan las cosas, vicepresidenta? No siempre la fuerza está dentro, a veces unas palabras o un cuerpo nos llevan hasta el punto donde la flecha puede volar, lo llaman la suelta. Si pudiera llevarte hasta ahí…

—Creo que ya te has decidido. —Escribió.

—Sí, voy a hacerlo. Y te necesitaré, no quiero poner al presidente entre la espada y la pared sino al partido entero, a lo que queda de él. Que ellos reclamen, que cualquier otro que viniera a sustituir al presidente se viera también en la necesidad de contar al partido y a los votantes por qué debe ceder, si cede, qué le obliga a abandonar una medida pedida por sus propios militantes. Mañana iré a ver a Julia, hablaré con Luciano, y decidiremos qué pasos dar.

—Bien. —Escribió el abogado. Y pensó: Si vas mañana al hospital puede que me encuentres ahí. Aunque no lo sepas.

TERCERA PARTE

El martes 27 de abril, Amaya se levantó después de una noche larga vigilando la fiebre de su hijo, a quien había traído a dormir a su cama. Era sábado pero tenía varios papeles que revisar, del trabajo y de la organización. A las nueve de la mañana se despertó Jacobo, fresco y alegre como si la noche hubiera sido una más. A las diez llegó su padre para recogerle. Acababan de irse cuando sonó el móvil. Segura de que se habían olvidado algo, Amaya dio al botón de responder sin mirar el número entrante.

—¿Creías que me había olvidado de ti, guarra?

Amaya se sentó, alejó el aparato del oído, lo depositó sobre la mesa y se quedó mirándolo. Subió el volumen, entonces recordó que podía grabar la voz. Así lo hizo, palabras soeces, jadeos y una amenaza:

—Voy a ir a verte pronto. Prepárate para mí.

El hombre colgó. Tengo que ir a la policía. Amaya llamó a Eduardo, quien en ese momento tenía el móvil desconectado por encontrarse dentro del hospital de La Princesa sin ningún deseo de atraer la atención. Había logrado averiguar el número de habitación de Julia Martín, y permanecía refugiado en las escaleras con un periódico mientras esperaba la posible llegada de la vicepresidenta.

Amaya había aparcado el coche enfrente de casa, delante de una tienda, y se dirigió a él sin miedo cruzando la calle rodeada de gente. Condujo hasta el local de la organización, dos o tres veces miró por el retrovisor pero no le pareció que hubiera ningún coche detrás de ella.

A esa hora el escolta de la vicepresidenta subía por las escaleras del hospital de La Princesa e inspeccionaba los pasillos. El abogado había localizado una habitación con un paciente en la cama más próxima a la puerta. Se sentó junto a él, y saludó discretamente a las visitas que hablaban con el joven enfermo de la cama de al lado. Cuando vio asomarse por la puerta a un hombre con traje y corbata supo que había llegado el momento. El escolta se fue, el abogado esperó a que entrase en el ascensor y salió de la habitación. Pero no se dirigió a la de Julia sino que se quedó esperando a que la vicepresidenta subiera. Una familia de padre, madre y dos hijos esperaba con él. Cuando el ascensor se abrió sin Julia, dejó que la familia entrara e hizo un gesto como de haber olvidado algo. Siguió esperando. Al poco llegaron tres chicas jóvenes; luego un anciano de la mano de una mujer joven, por último un hombre con un pitillo apagado entre los dedos. Segundos después se abrió el ascensor y el abogado y la vicepresidenta quedaron frente a frente. Ella le miró sin verle, abstraída en sus pensamientos. Las tres chicas jóvenes que estaban hablando se callaron al reconocerla y se miraron entre sí. El silencio pareció despertar a la vicepresidenta. Salió del ascensor, saludó con amabilidad deliberada a las personas que tenía delante y sus ojos se detuvieron un segundo en los del abogado. El se limitó a asentir con la cabeza, en lo que podía ser un saludo pero también una confirmación.

La vicepresidenta avanzó en línea recta y el abogado se desvió muy ligeramente, de tal modo que los hombros de ambos se rozaron. Ella siguió andando, pensaba en las palabras que le diría a Julia Martín, y recordaba algo cálido, un contacto de su cuerpo con otro cuerpo, una mirada que había encontrado la suya momentos antes, justo cuando se abrieron las puertas del ascensor. Vio a lo lejos a Luciano, quien había salido de la habitación y la esperaba.

El abogado había pasado tres horas en el hospital para al final lograr un contacto de unos segundos, ahora se le acumulaban las tareas pero le gustaban esos segundos, hombro con hombro, vicepresidenta, confluencia de miradas, tú has mantenido la tuya sin parpadeo, sin nerviosismo, y yo he descansado mis ojos en ti.

Ya en la calle sacó su móvil del bolsillo para conectarlo. Tenía dos llamadas perdidas de Amaya. Marcó su número y ella descolgó.

—Soy Eduardo.

—Un momento. —Susurró ella. Y luego, ya en voz alta—: Hola. Ha vuelto a llamarme, me ha amenazado. Creo que sí tenemos que denunciarle ya.

—¿Dónde estás? Me acerco y nos vamos a comisaría.

—En el local de la organización. ¿Te acuerdas de la calle?

—Sí, sí que me acuerdo.

—Me queda una hora de reunión, pero si te viene mal pasar nos vemos donde digas.

—No, no me viene mal. En una hora estoy allí.

Entretanto, la vicepresidenta hablaba con Julia y con Luciano.

—¿Has visto? —Decía Julia, sentada en un sillón, con la pierna escayolada apoyada en un taburete y el periódico extendido sobre el regazo—. La corrupción de la Gürtel ni siquiera ha rozado la intención de voto a la derecha.

—Lo sé. —Contestó Julia desde una silla negra de patas metálicas—. Parece que los votantes piensan que los dos partidos mayoritarios son igual de corruptos, que lo único que cambia es a quién han descubierto.

Luciano, sentado en la cama, balanceaba las piernas mientras su cabeza iba de una Julia a otra.

—¿Tú lo crees? —Preguntó a la vicepresidenta.

—Quiero creer que nosotros somos menos corruptos, pero no puedo afirmar que no lo seamos. Y esa duda razonable también la tienen los votantes. De todas formas, la palabra no está bien, naturaliza el hecho. ¿Quién no se corrompe?, ¿el brazo de santa Teresa?

—Entonces, ¿cómo lo llamamos?

—Abuso de poder.

—¿Y lo vuestro, temes que seguir adelante también sea abusar, de otra manera? —Preguntó Julia.

—No. Hay quien está haciendo todo lo posible para que prosperen los procesos de conversión de cajas en bancos. Y también hay suficientes organizaciones que apoyarían el proceso inverso, en España y en Europa. Buscarlas, hablar con ellas, no es abuso de poder, es el ejercicio de la política.

—Pero hacerlo sin la autorización del presidente… —Dijo Luciano.

En ese momento entró una celadora para preparar la cama de al lado. La vicepresidenta le pidió que esperase unos minutos si era posible. La celadora salió.

—No es a él a quien voy a desobedecer. —Dijo Julia—. Voy a buscar apoyos. Con los que ahora tenemos nunca nos dejarán reducir el poder de los bancos. Así que salgamos, y hagamos lo que sabíamos hacer: convertir el punto treinta del orden del día en algo sobre lo que hay que pronunciarse.

Julia dio a la vicepresidenta un bolígrafo.

—Toma, anda. Escribe algo en mi escayola.

Julia pensó un momento:

«¡Total por sus ojos negros…! —Escribió, firmando luego—: Tocaya tuya y paquete de tu moto por vocación».

Julia Martín rió.

—«¡Qué importa que ande penando!» —Dijo. Y luego—: A ver si nos aclaramos, Julia. No quiero que dejéis de intentar nada por mí. Pero tampoco quiero que te sientas obligada. Luciano está preocupado. Dice que se excedió cuando te llevó mi recado.

—Luciano me desafió, sí. —Sonrió la vicepresidenta—. Yo he aceptado el desafío. Pero no soy yo. Son las pequeñas empresas, sectores de los sindicatos y de las comunidades autónomas, personas dentro de la radio y televisión públicas, asociaciones europeas, los sectores convalecientes del partido que pueden tantear Helga y Luciano. Si vemos que son suficientes, podemos representarles porque es nuestro papel.

—Yo hablé con Helga anoche. —Dijo Luciano—. Dice que habría algunas agrupaciones interesadas. Ha encontrado la dejadez que esperábamos, pero también a veces una sensación de malestar crítica: personas que apoyarían cualquier medida que implique acción, irrumpir en el conflicto, ya sea las cajas, el plan especial contra el fraude que propusieron los inspectores de Hacienda, recuperar el control de las telecomunicaciones, algo.

—El plan de los inspectores, sí. Tengo clavado el día en que se acordó cambiarlo por unas cuantas medidas retóricas. —La vicepresidenta miró con discreción el reloj que siempre llevaba hacia abajo, la hebilla arriba y la esfera en el envés de la muñeca. Apenas disponía ya de un par de minutos—. ¿Qué dijo del atropello de Julia?

—Me preguntó qué pensaba yo. —Dijo Luciano—. «No saben lo que han hecho», le dije. «Nos han llevado al fondo, y desde ahí solo queda coger impulso». Helga me llamó iluso, loco. De ti. —Y puso la mano sobre la escayola de Julia— dijo que eras «de una valentía rayana en la inconsciencia». Pero va a ayudarnos.

—¿También se considera una ilusa? —Preguntó la vicepresidenta.

—Dijo que hay cosas que solo se pueden conocer cuando se hacen.

—He necesitado veintidós años para llegar a rodearme de las personas adecuadas. Tengo tanto miedo de que os hagan algo otra vez…

—No lo harán. Ahora tratarán con el presidente directamente. Y por nosotros, descuida, por favor.

La vicepresidenta besó a Julia y apretó su mano. Luciano la acompañó a la puerta. No le dijo nada, solo movió las dos orejas a la vez, como había aprendido a hacer hacía años. Luego volvió a la habitación.

El abogado conducía en silencio. El local de la organización estaba al otro lado del río. Después de cruzarlo, aparcó el coche y salió a andar un rato. Había notado una vibración distinta en la voz de Amaya. No era solo preocupación o miedo sino un temblor parecido al que él trataba de ocultar cuando hablaba con ella. Amaya había empezado a reparar en él, Amaya le deseaba y él se preguntó si sabría pasar al primer plano, salir de la sombra y estar con ella. Encendió un pitillo, miraba el agua, no del todo turbia, del río. Tendré que contarte que fui yo quien envió al murciélago. Quería que me necesitaras, sí, pero no lo hice solo por eso. Fue la única manera que se me ocurrió para que oyeses mi advertencia, ese tipo puede no ser inofensivo, hay demasiada gente hecha polvo, han perdido el control, unos lo saben, otros ni siquiera se dan cuenta. Se dio la vuelta para ver pasar a un hombre en chándal, corriendo. A su izquierda dos grúas amarillas se movían despacio.

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