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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (32 page)

El chico salió de la cabina de mejor humor. Entró en el metro silbando, sin miedo, aunque ahora ya siempre llevaba el destornillador en el bolsillo.

Julia y el presidente abandonaron la sombra de los árboles para llegar al helicóptero. Los pocos metros que recorrieron bastaron para que sus trajes inmaculados y sus rostros cambiasen a causa de las arrugas y el sudor. Era la una del mediodía y el pequeño helipuerto de la Moncloa parecía un panel solar. Julia entró primero en el helicóptero. Minutos antes había consultado la agenda del presidente y sabía que no era cierto que ese viaje fuese el único momento del día en que podrían hablar. La elección del helicóptero era por tanto la de un campo de batalla. Un lugar donde el estruendo obligaba a usar auriculares y micrófono, dejando muy poco espacio para los argumentos, las dudas. La frecuencia del canal en que se comunicaban tenía además constantes interferencias.

Cuando el ruido, casi idéntico al que anuncia el despegue de un avión, llenó la cabina, el presidente habló a su micrófono, sin mirar a Julia:

—Abandona. No es el momento, no tiene sentido seguir.

Ella dejó vagar la mirada hacia el suelo que habían abandonado, las carreteras, los edificios.

—Si no es ahora, ¿cuándo?

—No lo sé, Julia. De momento basta con que el país no se hunda.

—Tarde o temprano habrá que tomar una medida con las cajas, acabaremos entregando el dinero de todos a unos pocos otra vez.

—Hay personas haciendo propuestas. Se estudiarán.

—Lo importante, decías, es reducir el poder del sector financiero que está empujando para desmantelar el estado del bienestar. ¿Ya no lo es? Dijimos que en lo más duro tendría aún más sentido.

—No puedo.

—Parece que hablamos por teléfono, y a lo mejor cada uno con una persona distinta. —Dijo ella. Y seguía mirando el suelo a lo lejos, cuadrículas desiguales de tierra seca.

—Estás hablando conmigo. Y yo soy el mismo, Julia. No empieces tú también con eso.

—Si hay personas haciendo propuestas, ¿por qué descartas la nuestra?

—Tus sondeos han levantado todas las alarmas.

—Hablas como un periodista, presidente. «Todas las alarmas», ¿qué quieres decir? Dime cuáles, cuántas. ¿Has recibido alguna llamada? ¿Te han presionado? ¿Tan poco valemos? ¿Tan poco estás dispuesto a hacernos valer?

Las miradas de ambos estaban ahora fijas en el respaldo de los asientos de los pilotos y en el trozo de cielo azul claro, casi blanco, que se distinguía al frente.

—Conoces las presiones tan bien como yo. Y no es que no te haya entendido, Julia, es que no quiero entenderte. Este sitio no es bueno para discutir.

—Si se trata de obedecer, ya lo sabes, soy disciplinada —dijo Julia. Apoyó la sien en el cristal, ahora volaban bastante cerca de los edificios, dentro de quince minutos habrían llegado.

—Me alegra porque necesito tu apoyo en algo que no va a gustarte. He suprimido el Ministerio de Igualdad. Se hará público mañana.

Julia cambió de canal, no quería seguir oyéndole. Prefería las voces de los pilotos, el estado de los motores, las alarmas. Después de tantos años trabajando juntos eliges este sitio para darme algo que ni siquiera son órdenes, simples comunicados, me informas sin razones ni posibilidad de apelación. Volvió a cambiar de canal.

—Es un ministerio con un presupuesto ridículo, ¿qué ganas suprimiéndolo?

—Paz social, Julia, necesito toda la que pueda conseguir. Conozco tus argumentos pero la decisión está tomada.

Julia se quitó los cascos y sacó un bloc que utilizaban cuando no querían correr ningún riesgo de ser oídos.

—Presidente, sabes que deberías convocar elecciones.

Él lo leyó y buscó con cierta prisa el bolígrafo en el bolsillo de su camisa. Escribió y le entregó el bloc de nuevo.

—¿Me dices eso tú?

—¿Quién si no? Te eligieron para hacer una política. Las circunstancias han cambiado, ahora consideras que no debes hacerla. Disuelve las Cortes, di a los ciudadanos que te dieron su apoyo para un proyecto, y que la situación requiere, en tu opinión, medidas muy distintas, opuestas, y que les pides su apoyo otra vez.

—Tu razonamiento es impecable en un mundo idílico. Pero no en este.

¿Estás seguro?, pensó Julia, pero ya no lo escribió. Arrancó la hoja y la fue partiendo en trozos muy pequeños. Luego cerró los ojos. Habían empezado el descenso.

Luciano Gómez leía el periódico en el bar de siempre, mientras esperaba el café. El camarero se acercó para decirle que alguien preguntaba por él al teléfono. Extrañado, inquieto, Luciano se acercó a la barra y allí le pasaron el auricular.

—Lo que estás haciendo es un atropello. Recuerda: cuando vienen, vienen a por lo que más quieres.

Luego oyó el chasquido que indicaba que habían colgado. Se le revolvió el estómago.

—¿Sabes desde qué número han llamado? —Preguntó al camarero.

—No, es un aparato antiguo.

—No me sirvas el café. Me marcho.

—¿Malas noticias? ¿Te puedo ayudar?

—No, no, solo es algo urgente.

El sol que rebotaba en las carrocerías de los coches aparcados le deslumbró, seguía teniendo mal cuerpo. Escaparates con ropa, un supermercado, una tienda de móviles, una clínica dental, una panadería. Su único hijo estaba en Alaska, en Anchorage, no creía que fueran a llegar hasta él. Pero con Julia era distinto. Sería fácil esperarla cerca del trabajo y darle un susto, o hacerle daño. Se sentó en el primer banco, sacó el móvil y llamó a Julia. Ella tenía el suyo desconectado. Le extrañó. Tuvo miedo un instante, y echó a andar más deprisa. Iré a buscar a Julia, presentaremos una denuncia por amenazas y nos encerraremos en casa. Se apoyó en una cabina de cristal dedicada a la venta de cupones de lotería mientras encendía su pipa. El hombre de dentro era ciego, aunque pareció mirarle. Hablaría con la vicepresidenta por la tarde, entonces ya habría vuelto de recibir los cuerpos de los soldados muertos en la base aérea de Torrejón. Podía no ser más que una broma, una forma de meterle miedo sin ninguna consecuencia. Pero no te convenzas, sabes que esto va en serio.

Cuando estaba tan solo a dos manzanas del trabajo de Julia, recibió la llamada.

—Luciano, tranquilo, Julia está bien, está ya atendida. Ha tenido un accidente, pero sin consecuencias graves, alguna fractura y nada más. Estamos en La Princesa. Habitación 332.

—¿Puedo hablar con ella?

—Sí, te la paso.

—Estoy bien, Luciano, no te preocupes. Un atropello marcha atrás, solo un mal golpe.

—Ahora mismo voy. Te quiero.

Detuvo un taxi con el riesgo de ser él mismo atropellado. Sentía tal ataque de impotencia. El taxista le dio permiso para seguir fumando pero abrió su ventanilla. Y con el aire entraron sus veinticinco años, estaban ahí, a la vuelta de la esquina. Julia a su lado, un vagón de tren con compartimentos para ocho personas, en uno, ellos dos solos: «Ven, vayamos juntos a visitar las cosas de este mundo que habremos de dejar, vayamos juntos». Todo empezaba y todo sigue empezando. El tiempo nos espera todavía. ¿Qué te han hecho? ¿Por qué siempre nos hieren en otros? Me creéis mayor y retirado pero tengo la rabia intacta, y puedo volverla arma y ya no tengo mucho que perder.

Una compañera de Julia le esperaba en la entrada del hospital. Sintió que se mareaba al verla, aunque ella sonreía.

—Tranquilo, tranquilo. Se ha roto la clavícula, una costilla y el fémur derecho. Son tres fracturas limpias, no ha habido ninguna complicación. Un mes de reposo con muleta y escayola.

—Gracias, Elisa. ¿Está en la habitación?

—Ha dicho que la esperes ahí. Ahora estaban haciéndole unas pruebas.

—Ya me quedo yo con ella entonces. Muchas gracias.

—Hasta luego, vengo en un rato llamadme con cualquier cosa.

La vio en el pasillo, en una silla de ruedas, parecía un dibujo animado con tantas vendas y una gran escayola en la pierna. Caminó a su lado dándole la mano, ella sonreía.

—Me dejarás que lo diga, ¿no? «¡Ten cuidado con la moto, ten cuidado!» ¡Y me atropellan cuando voy andando…!

Entraron en la habitación. Julia dijo que se quedaría sentada un rato y la enfermera se fue. En la cama de al lado dormía una mujer bastante mayor que Julia. Ella habló ahora en voz baja:

—Luciano, creo que han podido hacerlo a propósito. Vi que era una matrícula falsa, estaba superpuesta. De eso estoy segura porque caí de bruces contra ella.

—Sí. —Dijo Luciano, le temblaban las manos—. No me han dejado tiempo, llamaron al bar hace un rato, pero ni siquiera era un aviso, ya era tarde, te llamé y ya estabas aquí.

Julia apretó con fuerza la mano de Luciano.

—Al final, siempre la violencia. Parece que hemos tenido suerte, ¿no? Podían haberme hecho más. ¿Por qué te han hecho esa llamada? ¿No es una prueba de que el atropello ha sido intencionado?

—Para nosotros sí, para la policía no es más que una voz sin identificar. De todas formas, han cometido un delito, no puedes atropellar a alguien y salir corriendo. Vamos a denunciarlo, desde luego. Sin ninguna esperanza, eso también te lo digo.

La mujer de la cama vecina gritó en sueños, luego sonrió y se acurrucó de lado. Luciano se asomó a la ventana. La calle de Diego de León se convertía ahora en un pico de montaña para Julia porque le habían quitado una de las cosas que más apreciaba, su movilidad. Ella tenía los ojos cerrados, estará agotada. Luciano salió al pasillo en busca de una enfermera. No encontró a nadie. Volvió a sentarse al lado de Julia y tomó su mano. ¿Dónde está la vida, Julia? ¿Debería dejarlo todo, marcharnos juntos a un pequeño hotel en una ciudad pequeña, costera, como a veces soñamos? ¿Los dos solos en Portugal o en Francia, presenciando el clima como un acontecimiento? Cuando no hay lucha, ¿hay vida? Otros contestarán que sí. Pero tú te rebelarías, Julia, menearías la cabeza si me oyeras decirte todo esto. También sé que no me dejarías rendirme por ti pero ¿y si lo hago por mí? Resulta que este organismo que somos podría no tener fuerzas para verte rota y vendada sobre la silla.

Se levantó inquieto y regresó a la ventana. Desde los hospitales siempre le parecía increíble que la vida siguiera fuera, que alguien hiciera sonar una bocina, ¿con qué objeto? Pero esta vez era diferente. No estaban allí a causa de un destino casi siempre difícil de asumir, una enfermedad, un error. Estaban a causa del poder, y el poder era insoportable. Porque alguien da una orden, tu vida se quiebra. Aunque ¿no es también lo de la vicepresidenta, y lo mío a su lado, poder? No, no es ese poder en la medida en que no es arbitrario, exige argumentación, ha de ser promulgado y no debería, al menos no debería, ser secreto.

Miró a Julia; por un momento sonrió de alivio ante la certeza de que las heridas eran leves y Julia estaba fuera de peligro. Imaginó que preparaba su pipa, que la encendía. Se sentó de nuevo al lado de Julia y ella abrió los ojos.

—¡Qué sueño! Oye, Elisa me dijo que vendría a verme a la una. En cuanto llegue quiero que te vayas a dar una vuelta. Y necesito que me hagas un favor.

—Claro, dime. Te harán falta cosas de casa.

—No es eso. Vas a ir a ver a mi tocaya. Tienes que hacerle prometer que no se rendirá por esto que me ha pasado. Si quiere rendirse, es cosa suya, pero yo no quiero ser el motivo, me niego, es la única libertad que me queda. Ya sabes que yo no soy como vosotros, tan lírica, quiero decir.

—¿Líricos?

—Sí, me refiero a esas expresiones que usa Julia: «Principios sólidos, compromiso con los ciudadanos, el momento maravilloso de la retirada de las tropas de Irak». Todo es más chapucero.

—Lo sabemos, no somos unos idealistas.

—No me refiero a eso. Tú y la vice os esmeráis, lo digo con esta palabra antigua a propósito. El esmero está en extinción. Yo siempre voy deprisa, ya me conoces. No me esmero, ni puedo. Porque yo sí que estoy en el mundo. Vosotros no. Sopla un viento huracanado, los árboles se quedan sin hojas, la gente corre y vosotros dos estáis ahí quietos, al abrigo de nada, intentando enhebrar una aguja. Siempre que habéis trabajado juntos en algo os he imaginado así.

—Unos inútiles, creo que tienes razón.

—No, no, inútiles no. Alguien tiene que seguir intentando hacer las cosas con sumo cuidado. Que les den, Luciano. Yo quiero que sigáis enhebrando esa aguja.

—Julia…

—Prométeme que se lo dirás, Luciano. Me lo debes.

—¿Y si ella no acepta? —Insistió Luciano aún.

Elisa, la compañera de despacho de Julia, se asomó con discreción por la puerta entreabierta.

—Aceptará.

Eran las doce de la noche cuando la vicepresidenta salió a la terraza tras haber hablado con Luciano por teléfono. Miraba a lo lejos y le parecía distinguir la comitiva de Voland, el oscuro hacedor de
El maestro y Margarita
. Delante de todos, él, en su caballo de tinieblas, a su derecha Koroiev-Fagot haciendo sonar las riendas doradas de su corcel, a la izquierda el gato Popota convertido en demonio paje adolescente y, algo rezagado, Asaselo, el demonio del desierto iluminado por la luna. Cuando un día vengáis a buscarme, os pediré unas horas antes de partir. Y montaré mi escoba: ¡Mirad, ahí va la vice!, dirán desde la calle, y yo daré ese gusto a los que me llaman arpía, mandril, lechuza, nigromante. ¡Mirad arriba, es la invitada del diablo! ¡Si ya lo decíamos nosotros: tras esa voz serena y esos colores en llamas había una mujer en el palo de una escoba!

La vice se marcha, los cabellos al viento, la vice no es destituida ni apartada sino que desaparece por combustión espontánea, se convierte en humo de azufre y luego los engaños cesan y un cuerpo nuevo, desnudo, vuela en la escoba sorteando cables, copas de árboles y ondas electromagnéticas. La vice da un viraje, desciende a toda velocidad, el aire baña su cuerpo con un silbido. Junto a la ventana del dormitorio del presidente del gobierno se detiene y golpea el cristal con el palo de la escoba: ¡Eh, presidente!, soy yo, ¿te acuerdas de todo lo que luchamos y ahora cedes y cedes y vuelves a ceder? El se asoma atraído por mi cuerpo untado en aceite pero solo ve una risa sin nadie, la risa de la impotencia hecha locura: ¿He dedicado mi vida a la política para esto? ¿Para que nos retraigamos sin haber siquiera asomado la cabeza: nada sabemos, nada podemos, qué miedo, qué miedo que vienen los mercados? ¿Qué dirás si te hablo del atropello de Julia? ¿Sacarás tu retórica conmigo también? Claro que lo harás, así que me largo, adiós, adiós.

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