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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (26 page)

—¿Cuándo se sabrá el dato que dices?

—Dentro de tres semanas.

—¿Es seguro que será bueno?

—Casi seguro.

—Tres semanas de tregua son mucho tiempo, presidente. No se puede hacer política agitando una bandera blanca. Nadie espera. Nos ganarán terreno. Los medios, el PP, las operadoras.

—Que lo ganen. Es mejor eso que ser masacrados.

—¿Y tu proyecto de las cajas, también lo aparco?

—Más que ninguno.

—Recortar, aparcar. Tienes que pasar a la ofensiva. Nos hemos retirado tantas veces. ¿Recuerdas las Sicav? No aguantamos ni dos meses, el vicepresidente económico se puso de parte de los grandes patrimonios cuando ni siquiera había riesgo, es un dinero que no tributa, ¿qué importaba que se lo hubieran llevado fuera?

—No vuelvas sobre eso ahora, ya ha pasado un año.

—Podrían haber pasado seis y seguiría estando mal hecho.

—Cuando alguien se está ahogando, no puede rechazar una mano aunque no sea la que él querría.

—Pero tenemos otras manos. No estamos solos. Somos representantes, ¿te acuerdas?

—Ahora tenemos que esperar.

—¿Puedo al menos sondear, con suma discreción, a algunas comunidades autónomas, a algunos sindicatos? Tengo pendiente un viaje a Berlín, ¿puedo hablar allí con la organización europea de cajas de ahorro?

—No te va a quedar tiempo, Julia. Te quiero dando entrevistas, convocando cenas y comidas con representantes deasociaciones de dependientes, yendo a programas de televisión. Y al mismo tiempo vigilando que, aunque nos ganen terreno, no sea demasiado.

—Sacaré ese tiempo. Sabes que puedo hacerlo.

La vicepresidenta se fijó en el zapato puntiagudo del presidente, que ahora descansaba sobre su muslo derecho, dejando al descubierto un calcetín traslúcido. El presidente solía ser una línea recta o un cuatro sentado pero no esa especie de grulla cubista y asimétrica que ahora se acariciaba la piel del tobillo a través del calcetín.

—De acuerdo, Julia. Puedes sondear pero sembrando confusión, que nadie llegue a deducir con claridad qué pretendemos. En este momento no tengo ninguna confianza en que se den las circunstancias que nos permitan seguir. Pero agitar las aguas incluso puede ser útil, así que adelante.

El presidente se levantó sin agilidad, las articulaciones parecían tender hacia distintos lados hasta que al fin alcanzó la vertical en un equilibrio precario.

—Tengo reunión de emergencia en el Consejo Europeo. Ernesto te dirá en qué actos debes sustituirme. Me gustaría poder hablar más tiempo contigo, pero no puedo.

—Nos vemos entonces, presidente.

La vicepresidenta abandonó la ciudad prohibida más vieja. Su entusiasmo de hacía solo unos minutos se había convertido en inercia, inercia de la buena, que también existe. De esto, flecha, no te he hablado nunca. Combatimos la inercia mala, la del descuido y la pereza, pero ¿sabes tú algo tic la inercia buena, la que te hace seguir el día que todo te parece muerto, empezando por tu propio corazón? Exagero, sí, melodramatizo, y sin embargo creo que tú no conoces esos días. Porque no se trata de seguir con la vida diaria sino con lo que una vez pensamos que tenía sentido, y ahora sabemos que no, digo sabemos, sí, no digo intuimos sino sabemos; y la inercia nos hace seguir porque si abandonáramos otros que están en el juego y creen en él deberían parar. ¿No sería más justo, puede que me preguntes, tomar la palabra y desvelar lo que ahora sabes, que no vale la pena, que se lucha por nada, que el frente debe de estar en otro sitio si es que está? Pero la verdad se desplaza a veces, entonces la inercia buena te permite seguir pedaleando como esos dibujos animados que corren después del precipicio, pues aunque el conocimiento dice que vas a caerte, no lo sabe con seguridad, y es que hay verdades que se producen en el tiempo: si alguien levantara una plataforma, un puente, el impulso te permitirá llegar allí.

Crisma y la vikinga habían logrado entrar en el sistema de sensores de los dos racks situados junto a la entrada del edificio. Eso les permitiría retardar el sonido de la alarma cuando Crisma entrase realmente en el cuarto y produjera, aún no sabían cómo, una fuga de agua.

—¿Diez minutos de descanso? —Dijo la vikinga.

—Que sean veinte, no puedo más.

Salieron de la pequeña habitación de la trastienda y subieron al piso de arriba, donde la vikinga tenía un dormitorio y una cocina pequeña. Acababan de llegar cuando sonó el timbre de la tienda.

—¿Tienes que abrir? —Preguntó Crisma.

—Voy a mirar quién es.

En el monitor de la cámara había un joven indio.

—No abras. —Dijo Crisma.

—¿Le conoces?

—Sí. Es uno de ellos.

—¿Cómo pueden saber que estás aquí?

—Cuando vine aquí la primera vez no pensé que podían seguirme. No estuve atento a eso.

—Mal hecho, joder. —Dijo ella—. Si te enfrentas con alguien, no puedes hacerlo a ratos.

—No tengo práctica.

—Pues peor para ti. ¿Hoy te han seguido?

—Hoy sí he tenido cuidado.

—Entonces, puede que no te estén buscando ahora. A lo mejor solo quieren saber qué es esto. Mira, está metiendo algo debajo de la puerta.

—Espero que no sea un petardo con la mecha encendida.

—Los petardos no caben por debajo de las puertas.

Vieron alejarse al indio. Crisma se tumbó en un sofá y la vikinga en otro en ángulo, sus cabezas quedaban muy cerca.

—¿Por qué estás tan furioso? —Preguntó ella.

—¿Yo furioso? Si siempre he sido el bueno, en mi casa, en el colegio, en todas partes.

—Estás furioso. Nadie que no lo estuviera se empeñaría tanto como tú en acabar con esto.

—¿Qué harían entonces? ¿Ceder y ceder, dejarse arrinconar y luego ver cómo te echan a la basura? ¿Y tú? ¿No vas a bajar a ver qué coño ha puesto ese indio en la puerta? En serio, podría ser un explosivo programado.

—No sacarían nada volándote por los aires.

—A lo mejor no saben que estoy aquí, y solo quieren deshacerse de ti, de cualquiera que me ayude.

—No creo que entonces hubiera llamado al timbre.

—Tú misma. Yo ya volé por los aires una vez.

—¿Cuándo? Te veo entero, tienes trabajo, salud, no sé por qué estás tan furioso. Esa historia que me contaste de tu chica y la vergüenza no está mal, pero no explica esto que estás haciendo.

—Bueno…

El chico cerró los ojos, su cabeza casi tocaba la de la vikinga. Pensó que si se acercaba un poco más quizá pudiese pasarle sus ideas, sin hablar, solo dejando que ella viese lo que él veía, cómo a los veinte años le ofrecieron trabajar en una empresa de telefonía y él orgullosamente se negó, quería estar al otro lado, no donde se controla y se cobra y se convierte la riqueza en escasez sino donde abren las verjas que estaban cerradas y lo que es abundante se distribuye. En solo diez años se había resignado y no solo por la necesidad de ganarse la vida; era la sensación de que nunca hubo otro lado fuera, solo lo imaginaban; por eso al final no había tanta contradicción entre estar hackeando cada madrugada y acabar trabajando para bancos y grandes empresas. Incluso aquellos que se establecieron por su cuenta terminaron vendiendo sus programas a esas empresas que podían comprarlos, cuya actividad consistía de nuevo en crear escasez y sacarle beneficio. Los más viejos contaban historias del otro lado, de un tiempo en que de verdad se creyó que habría otro camino, otra organización, otra forma de vivir juntos. Pero parecían historias de ciencia ficción. De todos modos, la furia, como lo llamaba la vikinga, seguramente no empezó por eso. Fue la entrega de los demás, cómo parecían aceptarlo todo, fue oír sus vidas contadas en cafés, paseos, leídas en blogs, chats, twits, mails…, instalados en un presente que fluía intenso, tolerable, incluso en los errores, incluso en lo ruin. El sin embargo no aceptaba algunas cosas que le habían hecho, ni otras que había acabado haciendo. Si te digo esto, vikinga, pensarás que me violaron, o que me golpearon de pequeño, ese es todo el espacio que parece haber quedado para lo inaceptable y tampoco, pues si me hubiera pasado algo así yo tendría mi relato, para contar o insinuar, para ser consolado. No, vikinga; esta vida funciona mal; aunque parezca obligatorio gustarse, autoestimarse, quererse y toda esa mierda, hay cosas que no están bien en mí, pero no solo en mí: ¿a nadie le remuerden nunca los recuerdos, nadie se lleva mal con su cuerpo, su trabajo, sus días, y quisiera tachar lo que no vale, desaprobarse, elegir que importen cosas diferentes?

Todo lo que Crisma dijo fue:

—Yo necesito ver qué han puesto ahí, ¿me dejas?

—Vamos, sí, además deberíamos seguir trabajando.

Llegaron a la puerta; por la mirilla no se veía nada.

—Es esa tarjeta. —Dijo la vikinga señalando un pequeño triángulo claro en el suelo.

Abrieron la puerta y, en efecto, había un tarjetón beige. En la esquina superior con letra de imprenta ponía solo «Suministros Ekagrah» y una dirección de correo electrónico. En el centro de la cartulina, a mano, con letras de imprenta: «Hl Irlandés necesita dos hombres durante un mes»; más abajo, un número de móvil.

—¿El Irlandés?

—Es un tipo curioso. Me encarga asuntos de vez en cuando. Yo conozco a buenos detectives sin trabajo y él a veces los necesita.

Crisma pareció hacerse más alto, se acercó a la vikinga y la sujetó, brusco, por los hombros.

—¿Me has engañado?

—No me toques.

La soltó pero siguió muy cerca, invadiendo su espacio.

—Te he hecho una pregunta.

La vikinga se echó a reír.

—No puedes ser tan gilipollas. ¿El hombre al que esperas logársela es el Irlandés? Por favor, estás muchísimo peor de lo que pensaba. No tienes ninguna posibilidad.

—Júrame que no trabajas para él.

—Yo no trabajo para nadie.

—¿Por qué este numerito de la tarjeta? ¿Por qué no te ha llamado y punto?

—El Irlándés no llama ni escribe correos.

—Y al ver al indio, ¿no has supuesto que era él? ¿Por qué no me lo has dicho desde el principio?

—Él nunca usa el mismo método. Es la primera vez que hace esto del tarjetón debajo de la puerta. Oye… te contesto porque me das pena. Pero me jode muchísimo que me estés preguntando.

—Lo siento. De todas formas, no vamos a vernos más.

La vikinga miró a Crisma como si ella hubiera vivido ese momento muchas veces y todo fuera una repetición. Había piedad en sus ojos mientras caminaba hacia atrás. Se apoyó en una pila de cajas de madera y su piel se hizo más clara bajo la luz de la esquina. Callaba.

—Entonces. —Titubeó Crisma—, ¿crees que él no sabe que estoy aquí?

—Me extrañaría. Sé que me vigiló la primera vez que me hizo un encargo. Fue hace unos años, pero no creo que haya vuelto a hacerlo. Estuve a punto de dejarle colgado sin el material cuando me enteré.

—Pero no lo hiciste. Aceptaste que te espiara.

—Le partí su portátil por la mitad, con un hacha.

—Venga ya.

La vikinga abrió un armario y le mostró un hacha con mango de madera, la hoja de acero estaba pintada de rojo excepto el último filo de color gris.

—Llegamos a un acuerdo. A ver, yo sé qué negocio es este, no pido tratar con ángeles, sé que tienen que cubrirse las espaldas, pero se pasó bastante.

—No parece un tipo que respete los acuerdos.

—Conmigo lo ha hecho.

—No lo sabes.

—Lo sé bastante.

—Guarda el hacha, anda.

Crisma apartó con su mano el pelo rojo de la vikinga y en sus ojos vio las vidas de tantos hombres y mujeres como ellos, tal vez solos en sus cuartos en ese mismo instante, sintiéndose como letras diseminadas en una página, formando palabras, pero qué sabe cada letra de la página a la que pertenece, de la historia que cuenta. La red había soñado con unir vidas solas, muchas personas se habían acercado entre sí a través de la terminal, sin embargo cuando cae la noche el ordenador conectado no puede comprender cómo en el sueño te espera la muerte. Se besaron, la lengua en el paladar y parecía que no había paredes alrededor, que estaban quietos en la atmósfera, entre la tierra y el cielo. El deseo les sobrevino con la urgencia de historias pasadas, como si no buscaran el cuerpo del otro sino un lugar donde ser otros cuerpos y otras vidas.

La vicepresidenta desconvocó la reunión del domingo. Tenía que ocultársela a Carmen y hacer las citas de otra manera. Se propuso no fijarse en los gestos de su directora de comunicación. No interpretaría nada, actuaría sabiendo lo que sabía pero comportándose con ella con normalidad. No tenía tiempo para abrir un nuevo frente. Carmen, Mercedes, Luciano y los dos asesores, juntos, habrían sido como una célula viva. En cambio ahora debería trabajar con cada uno por separado, además de con Luciano. Así lo hizo, estableció citas a horas dispares como si se tratara de asuntos independientes. Y cargó sobre sí el trabajo que le habría correspondido a Carmen. Durante una semana estiró su agenda hasta hacerla saltar por los aires en un par de ocasiones, pero logró mayores avances de los que había pensado.

Necesitaba una cobertura para sus reuniones, para que nadie pudiera definir con precisión de qué estaban hablando. El mejor modo de lograr que una mentira sea creída es apuntar a los deseos del destinatario. Ahora los bancos estaban deseando que el gobierno introdujese prisa en las fusiones de las cajas. Dio pues a entender que se le había encomendado censar las actividades de las fundaciones de las cajas para racionalizarlas y al mismo tiempo evitar que las fusiones dejaran flancos realmente necesarios desatendidos. Tanto en su agenda de vicepresidencia como en el Twitter de la Moncloa mandó introducir reuniones y actividades algunas de las cuales eran ciertas y otras no tanto. Contaba con la colaboración de un secretario de Estado de Economía, joven y vital, alguien que aún pensaba que la energía de quienes trabajaban para la administración no debía desaparecer bajo la sumisión y el miedo a una opinión pública mediatizada. El se encargó de calmar y distraer al Banco de España y a su ministra.

Entretanto, con todos los interlocutores trató el tema de las fundaciones y otros varios: a ninguno le pidió secreto. Sabía que era imposible lograr ese secreto, y en cambio había elegido confundir, mezclar. Si hacía discretamente públicas las reuniones, si difundía informes varios, algunos con apariencia de confidenciales, los cuervos a la escucha se calmarían. Pidió a cada asesor varios informes diferentes, sobre la necesidad de acelerar la fusión de las cajas, sobre los enfrentamientos que estaba suscitando, sobre las fundaciones. Y pidió a la flecha que diseminara fragmentos por distintas vías. Esperaba ganar unos días con eso, sabía que no podía aspirar a más pero unos días quizá bastasen. En cuanto a los periodistas, podría lidiar con ellos aun sin contar con la completa complicidad de Carmen. En medio de la confusión y la sobreabundancia de información, nadie iba a creer lo que tenía delante: que alguien como ella estuviera dispuesta a tomar en consideración unas propuestas que solían proceder de sectores de la llamada izquierda minoritaria. Tampoco iban a creer que el presidente estuviera dispuesto a desafiar el poder de unos bancos que, entre tantas otras cosas, habían negociado operaciones de crédito al partido. Antes de emprender el viaje a Berlín, dio el paso más arriesgado, el más indisciplinado quizá. Pidió a Luciano que se encargara de sondear qué acogida tendría el proyecto en el partido.

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