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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (22 page)

El abogado tenía cientos de fichas de vigilantes de seguridad. Estuvo estudiándolas, cruzándolas con listados de empresas y clientes antiguos. Pasadas las dos de la madrugada encontró una relación entre la empresa encargada de la seguridad de ATL y el hermano de un vigilante a quien él había defendido. Le llamaría al día siguiente. En cuanto a la consulta de la vicepresidenta, no podía contar con el chico para el encargo de la vicepresidenta, estaba absorto en su propia batalla y hacía bien. Pero necesitaba ayuda para averiguar de dónde había partido esa filtración.

El ascensor olía a tabaco, salió al garaje directamente, imaginó la presión del cañón de una pistola en su costado y también golpes. No había nadie y sintió cómo pesaba el silencio, se vio a sí mismo arrancándose la camisa, volcando su vida ordenada en un contenedor, es cansancio, es que tengo sueño. Sin embargo, no condujo hacia su casa. Necesitaba ayuda y pensaba que Curto podía dársela. Condujo hacia su local. Aparcó algunas calles más allá y anduvo hasta quedar frente a una de las cámaras. Braceó con las dos manos.

—Curto, ¿estás?

Se apoyó luego en un coche para fumar. Si en ese momento hubiera podido aparecer en cualquier parte habría elegido el bar del hombre que coleccionaba bufandas: ir allí, como si siempre se tratara de esquivar el futuro y volver a empezar en otro escenario, con otro interlocutor. Arrastró un cubo de la basura frente al portal de Curto, lo tumbó en el suelo y se subió encima. A unos dos metros y medio, camuflada dentro de una vieja caja de cables como las de Telefónica, estaba la cámara. Abrió la caja con cuidado, la extrajo y comprobó que tenía micrófono integrado. Habló deprisa pero vocalizando: «Curto, soy el amigo de Crisma, si estás ahí ábreme, he venido solo», luego sacó la lengua a la cámara y volvió a ponerla en su sitio. Bajó del cubo acompañado por el ruido de un motor que se acercaba. Cuando el coche pasó frente a él le encontró sentado en el cubo, fumando.

Curto no estaba, o no abría. El abogado pensó en esa cámara que ahora estaría retransmitiendo su cabeza y el pulso lento de la brasa del cigarrillo. Sintió un poco de vértigo, como si las vidas pudieran mezclarse, convertirse en bits y disolverse en un océano radioeléctrico donde todos los pensamientos habrían sido dichos, y las imágenes y las sensaciones. ¿Qué era entonces lo que quedaba? ¿Qué me hace diferente? Puede que nada, quizá no haga falta ser distinto y baste con zambullirse en ese caldo de voces, frases y fotografías. Pero también en ese caldo se ejerce el poder. Lo único que me pertenece de verdad, lo que me da fuerza para llevar a cabo actos que otros no harían es una mezcla de técnica y miedo vencido. ¿Estoy dispuesto a poner en juego el cuerpo igual que ha hecho el chaval?

El abogado levantó el cubo. Técnica, murmuró, y volvió al coche, tenía en el maletero una ganzúa eléctrica que le había regalado uno de sus vigilantes. También le había enseñado a usarla. Abrir el portal fue fácil. La puerta del local le llevó, en cambio, más de veinte minutos. Entró en una habitación que parecía una celda, una mesa, varias sillas, un grifo con una pila para fregar en un rincón. Era el bajo de la derecha, estaba seguro. Se sentó, tenía sueño y se apoyó en la mesa, la cabeza entre los brazos. Poco después, como si viniera de otro mundo, oyó el baile irregular, inconfundible, de unos dedos sobre el teclado. No podía ser en otro piso, era ahí cerca. Se levantó, el sonido venía del fregadero. El abogado abrió el grifo pero no salía agua. Entonces empujó el grifo y con él se abrió una pequeña trampilla.

Al otro lado, sentado frente a un portátil, Curto habló dándole la espalda:

—No ha estado mal, un poco lento.

—Joder, tío, has tenido que oírme.

—Sí, ¿y qué? Yo no te conozco, encanto. Te he visto un día con un amigo mío, soy una mujer fácil, pero sin pasarse. ¿Por qué esperas que te abra la puerta a las tres menos cuarto de la mañana?

—Podías haber contestado.

—Este. —Hizo un gesto con elegante indolencia— es mi lugar de trabajo. No recibo visitas. No salgo escopetado cuando una cara enorme aparece en mi monitor y me saca la lengua.

—Necesito hablar contigo.

—¿Por qué conmigo a esta hora? No has ido a buscar a tu novia, o a tu joven socio, no has molestado a tus amigos. ¿Por qué a mí? ¿Porque soy una perra amanerada? ¿Porque calculas que gano la mitad que tú?

—Creo que lo he entendido. Empiezo otra vez. Necesito hablar contigo, no con alguien sino contigo. Por favor, cuando termines lo que estás haciendo, si todavía no estás demasiado cansado, ¿podría invitarte a algo? Si dices que sí, esperaré aquí quieto, sin molestar, el tiempo que haga falta.

—Me parece bien, puedes sentarte, tengo aún para unos veinte minutos.

El abogado eligió la silla más separada de Curto. Miraba el parpadeo verde de un router, sentía sueño y no quería dormirse. Curto tecleaba concentrado. A pesar del frío no tenía puesto ningún jersey, solo una camiseta y los lados de la camisa abierta colgando como dos alas cansadas. El, en cambio, no se había desprendido de su anorak azul. Pensó, no sin asombro, que aunque en su vida hubiera dado tantos bandazos y él hubiese cometido errores y abandonos, nunca había dejado de intentar, al menos intentar, cumplir las tres instrucciones de su madre: no coger frío, no llegar tarde, ser bueno. El pitido del ordenador de Curto al cerrarse le sobresaltó.

—Vamos. —Dijo Curto. Y ya en la calle—: Entonces, ¿cambio la cerradura?

—Pon una cadena gruesa. Tendrán que romperla y eso hace ruido y exige llevar un material más pesado que mi ganzúa.

Al cabo de un rato llegaron a un bar.

—No quiero beber nada. —Dijo el abogado.

—Puedes comer, los martes y jueves de madrugada hay patatas guisadas.

—Claro, eso es lo que huele tan bien. Pero no tengo hambre, gracias.

—Hijo mío, si estás desganado, lo siento, yo llevo nueve horas sin comer y necesito algo. ¿Por qué me buscabas?

—Quiero encargarte un trabajo. Necesito averiguar quién ha filtrado un documento.

—¿Y cómo quieres hacerlo? No habrán sido tan mantas como aquella vez en que el
El País
colgó un documento de Word con los metadatos del tipo que se lo filtró…

—Ojalá, pero esta vez no han publicado un documento, alguien lo cuenta en un texto sin firma. Primero hay que entrar en los ordenadores del periódico para averiguar quién escribió la noticia. Luego, si entramos en el ordenador de ese periodista, quizá podamos saber quién se la dio.

—Lo primero es posible, lo segundo no sé porque no creo que lo haya escrito.

—Quién sabe, bastaría un mensaje con una cita, o una búsqueda de una calle, puede que tengamos suerte. Pero ¿cómo piensas hacer lo primero? Por lo que he visto, tienen buenos sistemas de protección.

—¿Estás libre mañana a mediodía, hacia las tres y media? Ven conmigo y lo ves.

—¿Ven? ¿Vas a ir ahí?

—Sí, mejor que vengas en metro. Quedamos en el andén.

—Oye, el chico no tiene que saber esto, no quiero preocuparle más.

—¿El «chico»? Que sepas que tiene solo dos años menos que yo.

—Tú eres el otro chico. —Rió el abogado.

—Gracias. Estáis en algo grande, ¿verdad?

—Algo, digamos, mediano.

Curto comía despacio, como si a pesar del hambre le costara insertar cada cucharada dentro de su cuerpo.

—No quiero que me cuentes, pero tampoco me apetece recoger vuestros restos y meterlos en una cajita. Los pequeños no ganan a los grandes, no es pesimismo, querido, es inteligencia.

—La tortuga no gana a la liebre.

—Lo has captado.

—Más vale fuerza que maña.

—Muy bien, muy bien.

—¿David y Goliat?

—Bah, nadie sabe si fue así. Va un gigante, lucha contra un pequeño pastor y el gigante gana, ¿quién querría oír eso?

—Pero ha habido casos reales.

—A ver.

—El Alcorcón contra el Real Madrid, Cuba, Vietnam.

—Quita, ganar es imponer tu modelo, que los niños quieran ser del Alcorcón, que Hanoi fuese la capital del mundo.

—Me estás diciendo que no vale la pena.

—Si no sé lo que es. —Curto terminó su plato—. Además, lo haréis de todas formas, y yo tendré que ir con la cajita. ¿Por qué te has metido en esto?

—Supongo que por la risa.

—Yeah! Ahora ¿puedes ser más claro?

—Empecé proponiéndome no tomar en serio el tiempo que tenemos, y he acabado viéndonos como trozos de carne que se va a pudrir, vamos, la gusanera. —El abogado sonrió encogiéndose de hombros—. Conclusión: mientras dure la vida quiero que no me obliguen a avergonzarme. Así que un poco de seriedad sería un bálsamo, supongo.

—La gente seria que conozco usa su seriedad, sentido de la responsabilidad, lo llaman, como excusa para no tocar los límites. La seriedad es cómplice. —Dijo mientras apartaba el plato de guiso casi terminado.

—Entonces no hay salida. Porque el humor también es cómplice cuando cura, cuando ayuda a soportar la furia.

—¿Por qué nos estamos poniendo dramáticos? No estoy acostumbrado. —Dijo Curto sonriendo.

—A veces toca, ¿no? La gente da la vida por una causa con un gesto solemne. Sin embargo, algunos sonríen, ponen la misma cara que has puesto tú ahora, los he visto. Parece que se rieran de lo ridículo que es todo y a la vez saben que no es tan ridículo como para traicionar o doblegarse.

—¿Una causa? Creí que ibas a decir por una casa. ¿Tú tienes una?

—No he acabado de pagarla, la casa. Y causa creo que no. Vivo de haber exprimido a mi madre, como en esos juegos que os gustan, tengo dos vidas y media. La mía, la de mi madre y media de mi padre. Esa es la mierda, que para vivir otros tengan que dejar de hacerlo. Pero no me he metido en esto por una idea.

—¿Por el chico?

—Frío.

—Por venganza.

—Frío. Gracias por aceptar ayudarme.

Curto asintió.

—Anda, vámonos, me caigo de sueño.

El abogado miró hacia la barra, los taburetes eran de plástico rojo y pensó en llamaradas y en el infierno, en ampliar el límite de lo tolerable. ¿Me venderías tu alma, vicepresidenta?

El Irlandés salió de su oficina privada, lo que él llamaba su sanatorio de pájaros, y se dirigió a su casa, muy cerca de allí. Así que rechazaba el dinero. Había preferido no comunicar la actitud orgullosa e infantil del chico, aunque era una irregularidad y tendría que resolverla más adelante. El abogado y ese chico eran un par de incompetentes, pero eso no facilitaba las cosas sino al contrario. No medían bien sus fuerzas y a la vez que se ponían en peligro a ellos mismos podían hacer que fracasara la operación.

Saludó al portero y al entrar en el ascensor evitó mirarse en el espejo, se sentía cansado y vulnerable, no le gustaba verse así. Su casa, vacía como siempre. Llevaba doce años vacía, desde que murió su hijo y se marchó su mujer. Al principio se ocupaba él de limpiarla, no quería que nadie tocara sus sábanas, lavara sus vasos, su ropa. Bastaron unas semanas para darse cuenta de que en realidad no consideraba que esa fuera su casa. Aquel lugar se había convertido en una especie de hotel donde solo dormía y desayunaba. Las figuritas, los libros, las seis habitaciones, la televisión, todo estaba de más. Debía desmantelarla y si no lo había hecho no era por ataduras sentimentales, sino porque su trabajo exigía que se viviera en una casa amplia y bien decorada, lejos de cualquier síntoma de excentricidad. Muy pocos conocían el sanatorio de pájaros, pero en cualquier caso era un capricho y eso no suscitaba desaprobación. Había que prodigarse en posesiones, ya fueran barcos, caballos, gimnasios, laboratorios, salas de conciertos o un apartamento sin paredes.

El Irlandés se sentó en el sofá de un salón que tras doce años de abandono más parecía la sala de espera de un médico privado, los cojines en su sitio, ningún objeto de la vida diaria en un rincón, un mobiliario pasado de moda. Puso los pies sobre la mesa, cerró los ojos y vio a ese chico con gafas rojas sobre el montante de una nariz de pájaro. Después de la muerte de su hijo había aprendido a detectar cualquier inclinación sentimental que le asaltase y sabía cómo acabar con ella. Nadie podría nunca rozar siquiera el nudo que le ataba a los recuerdos de su hijo, la veneración y el temblor con que seguía acudiendo a ellos, desembalándolos muy despacio sin romper nada, y luego tomándolos con cuidado, para mirarlos, para apoyar allí la piel. Nadie sería tampoco capaz de representarse la enormidad de su indignación. Como quien transporta nitroglicerina él transportaba cólera, altamente inestable y explosiva, si bien durante doce años había logrado mantenerla a raya.

Comprendía que su veneración y su cólera eran dos sentimientos nacidos muertos y por eso jamás hablaba de ellos. No eran pegajosos como sí en cambio todos esos consejos y conmiseraciones que había recibido desde que sucedió, consejos de mierda, sillones donde se hundía el culo para que nunca pudieras volverte a levantar. Él mismo había incurrido en arranques sentimentales durante casi dos años, y a estas alturas sabía demasiado bien que el sentimiento le había desarmado y ya no, no volvería a dar esa ventaja a quienes no tenían reparo en usarla, ahora decía: el sentimiento se piensa, el sentimiento se dirige porque es lunar y no tiene luz propia.

En las últimas semanas estaba sintiendo una inclinación por ese chico. Se preguntó si era algo más que un pretexto enmohecido para las lágrimas, para el recuerdo inútil y azaroso de un niño que pudo haber llegado a ser como ese chico, con su misma obcecación. Había cometido un error al preguntarle por qué no quería los ochenta mil, en ese momento no había sido el apoderado, ni el Irlandés, sino un hombre con una inclinación al descubierto. En cuanto al abogado, también le incomodaba. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué dos tipos corrientes entraban en la boca del lobo? Prefería a los prohombres que llevaban un gánster dentro, a los corruptos profesionales y a la mayoría de los políticos. El camino de la corrupción era uno solo. Pagar más de lo que cuesta un trabajo para crear la ilusión del dinero fácil, pero sobre todo para hacerles pensar que son distintos, que su valor está por encima del resto. Había supuesto que esos dos tipos sin patrimonio, con un sueldo retranqueado y ni siquiera la casa donde vivían, destinados ambos a gastar más de la mitad de su vida en obtener su propio sustento, morderían rápido, pero no. Pretendían resistir. Le inspiraban cierta piedad, y él odiaba la piedad.

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