—¿Qué pasa?
—Nada, te has dormido.
Sonó el teléfono.
—Lo tenías encendido. —Dijo el chico con voz débil.
—No, acabo de hacerlo. Es una ambulancia. Tengo que abrir el portal, sigue tumbado así, no te pongas boca arriba.
El abogado subió con el chico dormido a la ambulancia.
—Se está usted poniendo pálido. —Oyó decir el abogado.
—Me estoy mareando, lo siento.
—Pasa mucho. —Dijo el enfermero.
En el hospital lograron contener la hemorragia interna del chico y hacerle una transfusión a tiempo. Él le hizo jurar que no llamaría a sus padres.
—Han dicho que saldré pasado mañana. No corro peligro. Por favor, no les asustes por esto.
El abogado asintió. El chico cerró los ojos, el abogado estrechó su mano y, cuando la respiración se regularizó, se fue.
Era el mismo hospital adonde había ido con su madre tantas veces; enfrente, a la izquierda, estaba el edificio con la ventana baja enrejada. No quiso acercarse.
Cuando la vicepresidenta, vocalizando despacio, sin gritar, con una dureza helada, acusó al secretario de Estado de Inmigración y Emigración de haberse abandonado, haber faltado a su responsabilidad y haberse limitado a cumplir los mínimos, él apartó los ojos. La vicepresidenta siguió manteniendo la mirada aunque sabía que se había excedido. Carmen, el secretario general técnico y su nuevo jefe de gabinete, todos parecían estar esperando que lo reconociera. Sería lo justo, pero no puedo. En un cargo como el mío, hay un número limitado de rectificaciones y disculpas. Si lo sobrepaso, estoy muerta.
El secretario de Estado de Inmigración se levantó.
—¿Necesitas algo más? —Preguntó dolido.
—No, gracias. Puedes irte.
Ninguno se volvió para ver cómo salía pero de repente el secretario general técnico se levantó y salió detrás de él. Carmen la miró con calma.
—Tengo trabajo, nos vemos luego.
La vicepresidenta se quedó a solas con el nuevo jefe de gabinete. Echaba de menos al anterior. Habían pasado muchos años juntos, pero no podía recuperarle, se había ido fuera de España por motivos familiares. Manuel era más bajo que ella, eficiente pero se limitaba a cumplir con sus funciones y, aunque era lo único que podía exigirle, no bastaba. Su anterior jefe de gabinete había sabido apagar los fuegos que ella encendía sin querer, había recogido los pedazos que sus movimientos bruscos provocaban. Y lo había hecho más allá de los juicios, porque ella a veces se equivocaba sin razón, pero otras veces su error era inevitable, una concatenación de errores anteriores que ella solo podía frenar con brusquedad, y debía hacerlo, no podía permitirse poner la delicadeza por encima del atropello y la catástrofe. Le echaba mucho de menos. El poder del político, la atracción que despierta es sobre todo la que le confiere su equipo, no ser un individuo solo, no tener que buscar solo la información ni hacer solo las llamadas ni escribir solo las respuestas, entonces parece que somos mejores cuando únicamente somos un organismo de varias cabezas y cuerpos. Miró a Manuel como al refugio que sabemos no nos protegerá.
No voy a sacar el tema, ¿lo sacarás tú? Sí; reconocía esa forma de tragar saliva, todos los que se disponían a llevarle la contraria, a reprenderla, lo hacían igual.
—¿Estás preocupada? —Preguntó Manuel.
—Como los demás.
—Lo entiendo, la tensión, pero…
—Pero nada. No podemos permitir que esa tensión baje, si vas por la calle y sospechas que alguien te sigue, que va a atracarte, no te puedes distraer un segundo. Necesitamos estar así, alerta al ciento veinte por ciento, ni siquiera un ciento diez bastaría.
—No estoy de acuerdo.
—Lo supongo. ¿Se sabe algo nuevo de las ayudas a Haití?
Su jefe de gabinete comenzó a hablar, ella asentía y escuchaba con la doble atención, alerta para detectar posibles problemas, y pensando a la vez. No debí haber sido tajante, tendría que haber conservado la ecuanimidad. Para no herirle y porque en esas cualidades radica mi fuerza. Al perderlas, me pierdo, me debilito. Si yo fuera el secretario de Emigración odiaría a quien me hubiese hablado como yo a él. Esto he ganado hoy, el odio justificado de un hombre atento, inteligente. Me quema por dentro, pero no te lo puedo decir. Nunca cuentes tus dudas a tus subordinados, no tienes derecho a hacerlo y ellos lo saben. ¿Quiere el paciente que el médico le pida opinión sobre el corte adecuado para no dañar el nervio? Esos profesores que preguntan qué nota cree merecer el alumno y le ponen la que dice, ¿le muestran respeto? No. Se quitan el muerto de encima. Si alguien me debe obediencia o está en mis manos, ¿cómo pretender hacerle partícipe de mis errores? Debo aguantar sola, para eso me pagan. La flecha no es un subordinado, con ella podría hablar.
Cuando el jefe de gabinete se fue, la vicepresidenta multiplicó el tiempo, siempre le pasaba, la tensión afinaba su puntería, el estómago encogido la hacía precisa y veloz. Pero por dentro algo se desfondaba, una caja inútil más, un nuevo barco hundido. Ahora que arreciaban las dificultades, con la crisis económica detrás de la puerta, desde los distintos ministerios acudían a ella. Volvían a necesitarla: ¿durante dos meses, cuatro, el resto de la legislatura? Precisamente cuando había tan poco margen de maniobra que ella solo podría ser un pájaro de mal agüero. Sentía más que nunca sus propias limitaciones chocar contra la materia dura de la historia y fantaseaba con la autodestrucción como una vía de descanso posible: dejar caer al suelo su destino, apagarlo apretando la suela de su zapato contra él.
Siguió sacando cosas adelante, eso la tranquilizaba.
Al rato entró uno de sus asesores más antiguos.
—Acabo de pedir un té, ¿quieres algo?
—Nada, gracias.
Tenían cita para hablar de la nueva Ley de Libertad Religiosa, pero ella dijo:
—Tengo una consulta que hacerte.
—Tema.
—Relaciones Iglesia-Estado.
—¿Hay novedades?
La vicepresidenta sonrió.
—Es una consulta personal. Una opinión off the work. Y rápida, porque la reunión empieza en cinco minutos.
—Dispara.
—¿Qué tal te caía el hijo pródigo?
—Lo confieso: siempre me cayó mejor su hermano.
—¿Por qué?
—El trabaja sin dar la lata, mientras que el hijo pródigo es un desastre. Aunque no me cae bien por eso sino porque le echan la bronca injustamente. El padre tiene derecho a matar un cordero cuando el hijo pródigo vuelve, pero también tiene que entender que el hijo mayor proteste porque su padre nunca ha hecho nada parecido con él.
—Según la lectura habitual, el hermano mayor debería haber trabajado con desinterés, sin esperar agradecimiento.
—Ya. No lo dirás por nosotros. —Replicó el asesor.
—No, a nosotros nos pagan. Pero eso no quita que no queramos ser hijos pródigos alguna vez.
—Puede que para ser hijo pródigo también haya que tener madera. Quizá no todo el mundo sirva.
—Sabes que nunca he creído en la madera, casi todo es voluntad, incluso la voluntad de dejar de tener fuerza de voluntad.
—Estoy de acuerdo pero, si lo hiciéramos, ¿no nos arrepentiríamos?
—Probablemente.
El abogado esperó al chico dentro del coche, junto a la puerta del hospital. El viejo Mini, asmático desde hacía unos meses, gimió con el apagado del motor. Enfermeras y médicos fumando, un abuelo con su nieto, un grupo de siete personas apiñadas, la pared de ladrillo, las puertas de cristal y la muerte amenazando con desplomarse sobre cualquiera. Salió pues temía que el chico no le viese. Le sorprendió gratamente un frío limpio, cortante. Puede que nieve. Cruzó los brazos y se apoyó en el Mini. A ninguna de las mujeres con las que había estado le había gustado su coche, no tanto porque fuera pequeño como porque el hecho de serlo parecía indicar que no quería complicaciones.
A su manera acertaban, él quería una complicación, una sola e imposible. A veces deseaba no ver nunca a Amaya, no saber que existía y sobre todo no exponerse a sus gestos de afecto, a la ración generosa pero tan nimia, tan ridículamente escasa en comparación con lo que él estaba esperando. Amaya necesitándole, Amaya pendiente de un gesto suyo, Amaya mirando sus manos e imaginándolas sobre su cuerpo, Amaya buscándole en la tarde solitaria. Eso no iba a pasar, la ruleta de la vida había girado dejando a Amaya a varias cuadrículas de distancia y nada lograría acercarla a él. Y al cabo él iba por la ciudad dentro de su Mini como dentro de una cápsula espacial, como si así la soledad ocupara un espacio más pequeño. Pensó que se había acostumbrado a ir a recoger a la gente, y también ir a despedirla, y trató de pensar en el hospital como si fuese un aeropuerto y el chico llegara de un viaje. Allí estaba, sin carrito de las maletas, más delgado pero con la expresión relajada.
—¿Quieres pasar primero por tu casa, o vamos directamente a comer algo?
—Vamos a casa.
A los pocos minutos, el chico dijo:
—Nos están siguiendo.
El abogado vio un coche blanco por el retrovisor. No pudo distinguir quién conducía.
—¿Estás seguro? ¿Estarán también oyéndonos, o grabándonos?
—Podrían, no parece difícil abrir este viejo trasto. Vamos a pararnos.
—Ni se te ocurra. —Dijo el abogado.
—Ya se me ha ocurrido. Paramos y hablo con ellos. No tenemos nada que perder.
—La vida, ¿te parece poco?
—Dos amigos míos tienen un relato detallado de lo que ha pasado. Si hay micrófono, espero que lo estén oyendo. Si no, se lo voy a decir.
El chico se acercó al volante y pulsó la palanca del intermitente.
—¿Estás borracho? ¿Qué te pasa? —Dijo el abogado.
Sin embargo, dobló por una calle más estrecha y frenó quedándose en segunda fila. El coche blanco aparcó detrás.
—Vale. —Dijo—. Tienes razón.
Salieron los dos a la vez.
El apoderado abrió despacio la puerta del Volvo blanco. Se movía con una dificultad mayor de la esperable en una persona de cincuenta y pocos años.
—Perdonen pero tengo lumbalgia desde hace unos días. Es usted Eduardo Viteri, supongo. —Dijo tendiendo la mano al abogado.
—¿Y usted?
—Me llaman Irlandés.
El abogado estrechó la mano reticente. El chico se había quedado callado y cuando el Irlandés se disponía a hablarle, se limitó a hacer un gesto hosco con la cabeza convirtiendo en inoportuno cualquier otro saludo.
—Habría preferido que nos viéramos en un lugar más acogedor. De hecho, si me aceptan la invitación, no vivo lejos de aquí. No les oculto que en mi terreno yo estaría más cómodo.
—Por mí no hay inconveniente. —Dijo el chico mirando al abogado.
Volvieron al coche, esta vez el Volvo iba delante.
—Pasen a mi pequeño sanatorio de pájaros. —Dijo el Irlandés cuando salieron del ascensor.
Una nave apaisada, sin tabiques, hacía las veces de salón y despacho. En uno de los lados había dos tablones de madera consecutivos, sujetos por borriquetas. Y encima de los tablones, aviones teledirigidos, mandos, alicates, destornilladores, cables, circuitos, placas base, un microscopio, soldadores de estaño.
—Siéntense, por favor.
Dos sofás de color rojo oscuro flotaban en el centro de la habitación.
El abogado obedeció, el chico siguió de pie.
—Voy a beber agua. —Dijo.
—La cocina está ahí detrás. —Indicó el Irlandés.
El abogado se quitó el anorak azul marino y lo depositó sobre el brazo del sofá.
—¿Será tan amable de desconectar sus dispositivos electrónicos, cámaras y grabadoras especialmente?
—Señor Viteri, soy un caballero. Y ustedes, mis invitados. Presupongo que tampoco hay ningún artefacto en los bolsillos de ese tres cuartos, o en la hebilla de su cinturón.
—Lo hay. —Dijo el abogado—, pero no está encendido.
El abogado le mostró entonces un objeto con aspecto de memoria usb que ocultaba un micrófono. El Irlandés lo sopesó en la mano y se lo devolvió mirando al chico, que ya volvía y había elegido quedarse de pie, apoyado en el brazo del sofá.
—Empecemos. —Dijo el Irlandés—. Cristóbal, aka Crisma, trabaja para unos conocidos míos. Parece que les ha dado problemas, y que ellos también le han dado problemas. El resultado no ha sido bueno para nadie. En ATL están recelosos. Han aumentado el protocolo de seguridad, y están pensando en no renovarle el contrato.
—¿Conocidos suyos? Por favor, sea más preciso.
El abogado se obligaba a exteriorizar el malhumor que sentía. No hay por qué temerles, al menos de momento.
—Es usted un ingenuo. —Dijo el Irlandés.
El abogado intentó reír.
—Viniendo de usted, me temo que es un insulto.
—Lo es. —Y el por el rostro del Irlandés cruzó un gesto súbito de indefensión, que desapareció al instante—. A ver si nos entendemos: el chico tiene que estar tranquilo. Tenemos un problema con unas actualizaciones y tiene que hacerlo bien. Pero no solo bien. Tiene que hacerlo pronto. Conviene que le ayude. El confía en usted, así que le queremos de nuestro lado.
—Si estoy con él y con usted alguien podría relacionarnos.
—No, no lo entiende. Yo con usted no tengo relación, yo vivo en otro mundo.
—¿Para qué me necesita si vive en otro mundo?
—No me sea soplapollas. Supongo que ha oído hablar del palo y la zanahoria. Su amigo ya ha probado el palo. La zanahoria es dinero y tranquilidad. Ochenta mil euros para el chico, treinta mil para usted, gastos aparte si los hubiera.
—No sé cómo podemos llegar a un acuerdo si no somos iguales —dijo el abogado.
—No podemos. O aceptan nuestras reglas, o intentan irse. Ahí está la puerta.
—Yo no quiero el dinero. —Dijo el chico.
—¿Por qué no? —Preguntó con indolencia el Irlandés.
—¿Qué más da? He estado pensando y no lo quiero.
—¿Y su cifra? —Preguntó el Irlandés al abogado.
—Yo voy con el chico.
El abogado se encontró con la mirada del Irlandés, no parecía escrutarle ni tampoco entrevió burla; sí, en cambio, algo que le resultaba familiar. El poder que se define por comparación, supongo, él sabe que tiene más que yo, sabe que puede obligarme, y espera.
El abogado se levantó.
—¿El servicio?
Cerró y se sentó en la tapa del váter. Levantó los ojos buscando una cámara. Putos dispositivos conectados. Quiero mi vida, sin señales, sin satélites. Y pensó en ella, al otro lado de los cables, en sus frases inalámbricas. Es imposible que sepan que te he encontrado.