El abogado vio a Amaya yendo al local de la organización, cansada, sabiendo que lo que ahora desde fuera llamaban «la izquierda minoritaria» estaba desarbolada, sin medios, sin unidad, y sin embargo seguía aguantando largas reuniones para preparar una acción con pocas perspectivas de poder llevarse a cabo: ¿qué coño le importaban las heladerías? Sé cauto. Sé paciente. Ella empieza a hablar contigo, agradéceselo. Dos puntos y un paréntesis. Luego los puntos suspensivos. Y luego el interés que no se finge porque en cualquier palabra puede habitar un comienzo.
—:)… ¿las heladerías?
Efecto conseguido, la vio esbozar una sonrisa. Después sacudió la cabeza y empezó a escribir:
—Todos imaginan mi cansancio, mi rictus de soledad, algunos llegan a imaginar el momento en que la resistencia cede y…
El abogado miraba cómo se sucedían las letras sin prestar demasiada atención. Ella solo se estaba desahogando, más adelante podría repasar lo escrito, ahora debía concentrarse en el próximo movimiento. Tengo que avanzar, decirle que sé quién es.
—¿… Piensas que compraría juguetes sexuales en la red si pudiera no usar mi propia tarjeta de crédito? —Terminó ella.
—Sé muy pocas cosas. —Y escribió despacio—, vicepresidenta.
—Mi cargo, ya lo veo. El tono de mi voz. Las fotos publicadas. Las últimas medidas que aprobé.
—Eso lo sabe cualquiera que lea la prensa y busque vídeos tuyos.
—¿Te conozco? —Preguntó ella.
—No. —Escribió el abogado, no sin extrañeza pues llevaba dos meses conviviendo de algún modo con esa mujer: yo sí te conozco.
—¿Me lo juras?
—Sí.
—Pero qué importa, tu juramento no vale nada. Menos que nada. ¿Crees que soy una exhibicionista?
Tengo hambre. —Pensó el abogado—. Y aunque crea que lo eres, todavía no te lo puedo decir.
—No.
—Sin embargo, cualquier otra persona sentiría tu intromisión como una agresión impúdica, estás violando mi intimidad.
¿Por qué lo toleras? No es por esa chorrada de las heladerías. ¿De qué te arrepientes? Eso sí quiero saberlo. No podía hablarle así aún. Debía mantener su estatus incorpóreo, unos bits que aparecen y luego se van. Fue sincero sin aparentarlo y escribió:
—He corrido un riesgo…
Siguieron hablando y luego ella exigió una prueba.
—¿Cómo puedo estar segura de que no eres un periodista? —preguntó la vicepresidenta.
Vas rápido. Suponía que ibas a pedirme esto, pero ¿tan pronto? No importa, tengo la respuesta preparada desde hace días. Miraba la hora en la pantalla, la dejó avanzar y escribió su oferta: entrar en el ordenador de un periodista que ella eligiera. Si él mismo fuese periodista y ella le delataba, perdería el respeto de sus colegas.
—¿Tan fácil es entrar en otro ordenador? Tan fácil, no. —Pensó mientras respondía. Ella se resistió:
—… Yo quedaría más comprometida que tú.
—¿quieres que sea yo quien elija al periodista?
—No he dicho eso.
—Lo elegiré de todos modos.
Callas. Miras tus manos, ¿son como las de Pilatos?
—Me esperan, debo irme.
No, no creo que vayas a irte así, no es tu estilo. O tal vez te sientes acorralada, ¿por quién? Desde luego, no por mí. Pero la vicepresidenta no se iba. Solas, las dos letras aparecieron en la página.
—No.
Entonces sí la vio levantarse, salir del cuadro. Durante un momento el color blando de su blusa cubrió la pantalla entera. El abogado apagó su ordenador. Sentía una euforia cauta.
A principios de marzo, varias semanas después de su primer diálogo con la vicepresidenta, el abogado salió del metro y se dirigió al Retiro, como le sobraban quince minutos podía dar un pequeño rodeo entre los árboles. Le gustaba la luz de un cielo ceniciento que amenazaba lluvia. El parque estaba tranquilo, un guardia a caballo, una pareja de patinadores. Se sentó en un banco para fumar un pitillo. No había previsto que las cosas llegaran tan lejos. Había encontrado el primer documento con cierta facilidad. Hizo un poco de ingeniería social en el eslabón más débil de la empresa aeronáutica para conseguir direcciones de correo, después remitió un pdf a varios administrativos a la vez, y alguien lo abrió. El código malicioso se instaló con rapidez proporcionándole una entrada al sistema. Tras pasearse por la base de datos durante apenas dos horas, lo vio: el nombre de uno de los pilotos del avión siniestrado, y una lista de los partes que había emitido. Eligió lo más revelador y lo depositó en el escritorio de la vicepresidenta, «Regalo», sin tener todavía demasiado claro qué buscaba con ello.
Luego vino lo de dejarle un archivo mp3 con «Mother», de Danzig. Lo hizo como si se tratara de una firma, si yo pudiera elegir mi voz, y tú pudieras oírla, no oirías los tonos contenidos de este abogado, sino a Glenn Danzig, sus vocales densas, su timbre eléctricamente poderoso. La siguiente vez que hablaron ella había tapado el micrófono y la cámara. Aunque podía parecer un retroceso, él lo interpretó como un avance, quería decir que Julia había consultado con alguien, o que se había informado y había decidido salvaguardar su imagen física, pero mantener la relación. Ese día el abogado no hizo alusión alguna a la mancha negra sobre la cámara, no quería que ella tuviera constancia de que había estado viéndola, «no me ha gustado», dijo de su intervención. Y ella entró al trapo con ganas, como quien espera sincerarse con alguien cercano.
El abogado miró el rostro brillante de una mujer que pasaba trotando delante de él. Iba vestida con mallas negras y una camiseta de manga larga azul pálido; cruzó sin verle, ya se alejaba de nuevo. Sí, supongo que soy alguien cercano igual que esa mujer durante unos segundos, casi he podido oír su respiración. Los caracteres con que te hablo están a cuarenta centímetros de tu rostro, pero ¿eso basta? Días más tarde, de nuevo el abogado había ofrecido información a la vicepresidenta. Esa vez había sido incluso más fácil, en la mayoría de las empresas que gestionaban las residencias de ancianos los sistemas operativos permanecían sin actualizar, repletos de vulnerabilidades. Así, semana a semana, el abogado fue subiendo la apuesta.
Apagó el pitillo contra el brazo metálico del banco y lo guardó en el celofán de la cajetilla. Anduvo con las manos en los bolsillos del abrigo. Se sentía personaje, supuso que en la vida de cada persona habría momentos, incluso rachas en las que se percibe el roce de lo excepcional, una mirada que observa la propia vida porque sabe o intuye que va a producirse el acontecimiento. Como si las cuentas de la vida no se sumaran una a una, sino que hubiera algo, un hecho, una acción capaz de redimir los años de minucias. Imaginarse dueño de un destino le hacía andar ligero. Había disfrutado siguiendo la agenda de la vicepresidenta y diseñando la vía de acceso para obtener documentos que le permitieran adelantarse a situaciones incómodas. Pero empezaban a faltarle recursos. A veces temía no estar borrando bien su rastro, especialmente en algunos sistemas. Y se le estaba acabando el arsenal, ese conjunto de vulnerabilidades que solo conoce quien las ha encontrado y que al no haber sido reveladas no ha parcheado nadie.
Luego estaba el asunto de las copias: la vicepresidenta había impreso sus conversaciones para enseñárselas a otra persona. Julia había dicho que confiaba absolutamente en ese individuo, y él la creía. Pero las personas tienen carpetas, ordenadores, momentos en los que hacen las cosas sin pensar, y no siempre saben custodiar los secretos propios ni los ajenos. El mismo, por ejemplo, había pedido un número de teléfono a la vicepresidenta. Le excitaba recordar los términos de la conversación:
—Dame tu teléfono, por si acaso.
—Me extraña que no puedas conseguirlo.
—No tengo tiempo, me paso el día consiguiéndote cosas a ti.
—¿Para qué lo quieres?
—A lo mejor yo tengo problemas.
¿Por qué se lo pidió? ¿Acaso pensaba que si se agravaba la situación del chico de forma súbita y definitiva iba ella a escucharles, a acudir en su ayuda? Seguramente no, sin embargo se le había ocurrido la idea en aquel momento y se había dejado llevar. ¿Y si un día se dejaba llevar por el deseo de una cercanía diferente, tenuemente física, y la llamaba? Aunque esperaba no hacerlo, no ponía la mano en el fuego.
Un hombre con un perro negro caminaba a unos metros de él. El cielo estaba ahora más oscuro. El abogado salió del parque y se dirigió a una reunión casi clandestina con vigilantes de tiendas de ropa. No estaba bien visto que vigilantes contratados por distintas cadenas intercambiasen información sobre sus condiciones laborales. El marido de una de las vigilantes tenía un bar y les había cedido una sala en la parte de abajo. Cuando ya estaba llegando, creyó ver a Amaya en la otra acera. En efecto, era ella. Si gesticulo con las dos manos gritando su nombre, me verá, a pesar de que vaya hablando con ese tipo. Y luego, ¿qué voy a decirle? El tipo le ha pasado el brazo por el hombro. El abogado sintió un latigazo no punzante, como una contractura, algo con lo que se había acostumbrado a vivir.
Crisma estaba en su cuarto, tumbado en la cama, vestido, mirando al techo. Se acurrucó de lado y levantó media colcha para taparse. Había lavado sus heridas con agua oxigenada. Le dolían los riñones, el pecho y el estómago, tomó dos calmantes y trató de dormir. Despertó con frío al oír el telefonillo. No había quedado con nadie. Tuvo miedo y se arrebujó aún más en la cama, quizá solo fuera un vendedor. Pero el timbre sonó de nuevo. El dolor volvía con el movimiento. Anduvo despacio camino de la puerta y vio por la mirilla al abogado.
—¿Estás solo?
—Sí, claro.
—¿Por qué no me has avisado por teléfono?
—Estuve llamando, pero no contestabas.
—¿No te han seguido?
—No…, yo qué sé, no me he fijado.
—Pues fíjate, vuelve a la calle, date una vuelta como si te marcharas. Y luego vuelves, vigilando bien que no merodee nadie.
—Pero…
—Si no lo haces así, no te abro.
El chico se sentó con cuidado en la silla más cercana.
Sonó el teléfono. Se levantó sin pensarlo.
—¡Joder!
Dolía. Vio en la pantalla el número de su madre.
—Hola, mamá.
—Hola, ¡qué voz tienes! ¿Estás acatarrado?
—Sí, un poco.
—Pero vienes a pasar el fin de semana, ¿no?
—Pues no lo sé. Creo que tengo un poco de fiebre.
—Vendrá tu hermana.
—Ya, ya, casi seguro que voy.
—Eso es que no.
—Tengo mucho trabajo atrasado, y con la fiebre voy más lento.
—Llevas dos meses sin venir. ¿Estás bien, seguro? ¿Necesitas algo?
El chico llevó con cuidado el teléfono hasta el sofá, casi no llegaba. Se sentó y estuvo a punto de gritar de dolor.
—Claro que estoy bien. ¿Y vosotros?
—Muy bien. Tu padre tiene ganas de verte.
—¿Tú no? —Intentó bromear.
—Venga… Llamaré el jueves otra vez, por si acaso…
—Nunca te rindes, ¿eh? Mamá, cuelgo, llaman a la puerta. El chico alejó el auricular y lo tapó para suspirar hondo, no podía más.
—Vale, un beso.
—Muchos para vosotros.
Se tumbó de lado en el sofá, cada vez se sentía más mareado. Al rato tocaron de verdad al timbre.
—No he visto a nadie. —Dijo la voz del abogado.
—¿Y el portal? ¿Quién lo ha abierto?
—Antes estaba abierto. Ahora he entrado con una mujer rubia de unos cincuenta.
—La del tercero. —Dijo el chico para sí. Esperó un poco mirando al abogado. No parecía nervioso—. Te abro.
—Cada día más paranoico.
—Me han dado una paliza.
—¡Qué dices!
El chico se levantó la camiseta.
—No me han pegado en la cara, supongo que no quieren espectáculo, y necesitan que mañana vuelva a trabajar.
—¿Cuándo ha sido?
—Hace un rato.
—¿Los indios?
—Los tres que me lo han hecho no lo eran, hablaban un idioma eslavo, creo. Pero venían de parte de los indios.
—¿Te dijeron algo?
—Sí, el más bajo de los tres. «Ya sabes por qué es esto».
—¿Qué puedo hacer?
—Necesito ir al médico. —Dijo, pero parecía señalar el aire con la cabeza.
Salieron de la casa, al llegar a la planta baja el chico no fue hacia el portal sino a una puerta del fondo. Entraron, el chico encendió una bombilla que colgaba del techo desnuda y bajaron cinco o seis escalones. El chico se sentó en el penúltimo, apoyándose en el brazo del abogado, gimiendo suave.
—Teníamos que salir de casa, por si acaso. Hay tres cuartos trasteros al fondo. No se usan mucho, supongo que ahora no vendrá nadie.
—¿Tan asustado estás?
—Hice una copia de las conversaciones. Todavía la tengo: eso es lo que me asusta, no me la han quitado.
—Entonces podemos utilizarla.
—No, ¿no lo entiendes? Saben que no voy a hacerlo. Si lo hago me juego la vida.
—Pero si te hacen algo, te pierden, y necesitan tu ayuda, ¿no?
—Esperarán a que termine de asegurarles la red de teléfonos sombra, no me falta mucho y lo saben.
—¿Has oído la copia?
—Sí. Por ahora hay siete teléfonos desviados. Ese día grabé cuatro, el subgobernador del Banco de España, un consejero delegado de un grupo de comunicación, otro de un banco y alguien del Ministerio del Interior. —El chico cerró los ojos, solo quería dormir. Se repuso con esfuerzo—. Hablan de gestiones financieras, bancos, cajas de ahorro, favores pendientes, no sé bien, es una conversación en medio de otras. —Se dormía—. Tengo el pendrive aquí. Lo tenía en el bolsillo cuando me dieron la paliza, pero ha sobrevivido.
Se lo dio, era azul, con una tapa pequeña y transparente.
—Abre el archivo en un ordenador que no esté conectado a la red. Ten cuidado.
—Necesitas descansar. Te acompaño arriba.
—No puedes usarlo, no puedes hablarle de esto a nadie.
—Lo sé, lo sé.
El abogado se levantó, guardó el pendrive en el bolsillo y al acercarse al chico para ayudarle notó su piel fría y sudorosa. El chico estaba pálido, respiraba deprisa.
—Apóyate en mí. —Dijo el abogado.
El chico había cerrado los ojos y no le oyó.
—No te duermas. ¿Tengo que moverte o dejarte quieto? Joder, no me acuerdo.
El abogado puso la batería en su móvil, lo encendió y llamó a urgencias, le dijeron que dejara al chico de lado, con las piernas levantadas. ¿Cómo coño hago eso? Se quitó la chaqueta, apoyó sobre ella la cabeza del chico, se sentó al otro lado y le subió los pies a sus rodillas, y luego los subió más con las manos. El chico abrió los ojos.