Authors: James Ellroy
Lo del principio era una sarta de cursilerías románticas, pero en las últimas palabras había algo de cierto, aunque no sabía exactamente qué. Estaba tan ciego de hierba y carne de perro que todo parecía estar a mi alcance; menos eso.
—¿Así que has venido a Baja buscando algo, verdad, Fritz? —preguntó la hermana Carol.
Me eché a reír.
—Se puede decir que sí.
—¿Y crees que lo vas a encontrar?
—No estoy seguro.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó mi favorita, la hermana Kallie.
Parecía mandarme señales con unas cálidas antenas. Tenía la cabeza como rodeada de un halo especial.
—Treinta y tres.
—Aún eres joven para cambiar tu vida —dijo ella—. Has estado metido en movidas muy fuertes y el sufrimiento hace madurar. Todavía estás a tiempo de convertirte en un buen violinista. Yo aprendí a tocar la guitarra a los veinticuatro.
—Gracias. Puede que tengas razón.
La reunión comenzó a deshacerse. Todos, menos el taciturno hermano Bob, me dieron las buenas noches y me invitaron a volver cuando quisiera. Les dije que les tomaba la palabra, sólo que la próxima vez traería chuletas y cerveza. Luego se dispersaron con los sacos de dormir sobre sus cómodas dunas de arena. Kallie, en cambio, se quedó sentada frente a mí junto a los rescoldos de la hoguera.
—¿Qué, no tienes pareja, Kallie? —pregunté.
—No, no es eso. Estoy enrollada con Mark, pero es que me apetece quedarme aquí un rato charlando.
—Gracias. Yo tampoco tengo muchas ganas de volver a la habitación.
—¿Sabes una cosa? No me he creído mucho de lo que nos has estado contando. Me creo que has sido policía, porque lo pareces, pero el resto era una trola. ¿A que sí? O sea, me refiero a eso de que te horroriza el racismo, la violencia y todo eso. ¿Verdad?
—Me parece que sí.
—¿Y por qué te lo inventaste?
—No sé. Supongo que quería caeros bien y que quería ponerme a vuestro nivel, pero sin dar demasiado de mí, supongo.
—¿Tienes problemas, verdad? —Sí.
—Muy gordos.
Asentí con la cabeza.
—Lo sabía, se te nota en la mirada. Es una mirada de pánico.
—¿No estarás asustada?
—No, tú ya estás asustado por los dos. Soy bastante intuitiva y noto cuando alguien lo está pasando mal. Y tú lo estás pasando muy mal.
—Ya se arreglará, supongo. Tengo que arreglar unos asuntos aquí y luego me espera un buen lío en Los Ángeles. He estado bebiendo, pero eso ya ha pasado. Te agradezco que te preocupes por mí, Kallie; eres una chica encantadora.
—¿Estás saliendo con alguna chica?
—Eso espero. Me enrollé con una mujer en Los Ángeles justo antes de venir para aquí, pero no estoy seguro de lo que pasará cuando vuelva.
—Era sólo por saberlo.
—Tengo algunos asuntos pendientes aquí que me van a tener ocupado unos días. Me gustaría volver a verte.
—No creo que podamos. Quiero darte algo de mí, pero no quiero meterme en tus líos.
—Me parece que me he pasado. Perdona. Es que estoy muy ciego. Tengo una sensación muy rara.
—No me pidas perdón, Fritz, me gustas. Tengo algo para los hombres que lo están pasando mal. Suena como muy tonto, supongo. Si quieres, te puedes quedar conmigo esta noche.
—Pues no me importaría nada.
—Mira, no me malinterpretes. No se trata de que nos enrollemos, porque yo no soy nada promiscua. Yo es que tengo un aura y puedo impartir bienestar a la gente sin acostarme con ellos. Soy una portadora de cariño. Te puedo ayudar. Si te vieras la cara, te darías cuenta de las malas vibraciones que tienes.
—Lo que tú quieras, cariño.
Kallie me llevó a una gran duna, apartada de los demás hermanos y hermanas. Extendimos un saco de dormir grande en la arena, nos tumbamos sin quitarnos la ropa y estuvimos contando chistes durante una hora cogidos de la mano. Después de un rato, comencé a sentirme agotado y me entró sueño. Kallie apoyó mi cabeza sobre sus pechos y estuvo mesándome el pelo hasta que me quedé dormido. Al amanecer, me desperté en la misma posición. Kallie se había desnudado durante la noche y tenía los pechos algo colorados y sudados por el peso de mi cabeza. Cuando me desperté, ella lo hizo a su vez. La miré expectante, con la esperanza de que su desnudez significase que podíamos hacer el amor, pero Kallie negó con la cabeza. Nos abrazamos.
—Gracias —le dije.
Kallie me apretó la mano.
—No vuelvas, Fritz. Te conozco. Podrías hacer algo que lo eche todo a perder. Me acordaré de ti en mis meditaciones. Cuenta con eso.
La frase resultó de lo más terminante. La besé en la mejilla y volví a mi mundo.
Al volver, mi habitación presentaba un aspecto distinto. La mugre de la pared, el olor a cerrado y los muebles oxidándose me produjeron una profunda revulsión. Pero se me pasó rápido. El pasado estaba ya muerto y había que enfrentarse al futuro. Empecé por tirar lo que quedaba de whisky al lavabo. Luego subí por la escalera de incendios con los discos, y los lancé a la urbanización desde el tejado. La mayoría de ellos murieron al instante, pero algunos consiguieron aterrizar sobre los tejados y patios de las míseras viviendas. Me sentí orgulloso. Era como mandar cultura a los que carecían de ella.
De vuelta en la habitación, estuve un buen rato vacilante. Ya era hora de cagar o salirse del wáter. Saqué las carteras de los dos hombres que había matado.
Una de ellas había pertenecido a un tal Reyes Sandoval. Contenía el registro de un coche y un certificado de bautizo de 1941, muchas estampitas de santos, algo de dinero mexicano y un carné de conducir, sin fotografía, del estado de Baja California. Había nacido en Juárez, el 1 de octubre de 1940, con lo cual tenía treinta y nueve años en el momento de su muerte. La altura y el peso estaban en kilos y metros, pero calculé que debían ser de tamaño medio. Lo más importante era la dirección, de aquí mismo, de Ensenada: 1179 Felicia Terraco. Había una foto donde aparecía una mujer guapa y rolliza con dos niños en brazos; un niño y una niña. Reyes Sandoval, pistolero mexicano, era padre de familia.
No había ninguna otra cosa de interés en la cartera, ni anotaciones ni papeles de ninguna clase. Me quedé con el carné de conducir y el resto lo rompí en cachitos y lo tiré al cenicero.
La otra cartera, un llamativo souvenir de Tijuana hecho a máquina, tenía más que ofrecer: Henry Cruz, cuarenta y dos, nacido en Estados Unidos y con carné de conducir californiano, en el que figuraba una dirección de Bell Gardens, un barrio blanco de Los Ángeles. Por lo que pude apreciar en la fotografía y lo que recordaba de aquella horrible noche, Cruz debía ser el hombre que entró en la cabaña y al que tuve que disparar de cerca. Había cuarenta dólares americanos y un pedacito de papel con un número de teléfono. Lo copié y después de quedarme con el carné de conducir, quemé todo lo demás, incluido el dinero mexicano. Cogí el cenicero lleno de papel quemado y lo tiré al wáter que había al fondo del pasillo. Cerré la habitación con llave, me metí en el coche y me dirigí al 1179 de Felicia Terraco.
Un simpático quiosquero que hablaba inglés me indicó una gran colina salpicada de pequeñas casas, al norte de la ciudad. Me dirigí por un camino de tierra que salía de Ensenada a través de un gran campo de fríjoles. Mi fiel Camaro sufría al subir por las empinadas y estrechas callejas, recorriendo calles donde había desde chabolas a orgullosas casas de cuatro pisos con jardines de piedra. Era difícil seguir las señalizaciones
y
además los números no estaban en orden. Después de tener que volver atrás varias veces, encontré el 1179, que era una casa prefabricada de aluminio pintado de blanco; la misma clase de material del que están hechas las
roulottes.
Era bastante pequeña, pero tenía aspecto de ser cómoda. Había aparatos de aire acondicionado encima de las ventanas, lo cual distinguía a los Sandoval como miembros de la clase media de Ensenada. No podía hacer otra cosa que esperar. Aparqué el coche contra la barandilla de madera que separaba la carretera del acantilado. La vista era impresionante. A mi izquierda estaba Ensenada y justo debajo de mí, a mi derecha, se veía el Pacífico, de un azul cristalino, surcado por bancos de algas de un tono más oscuro y salpicado de barcos.
Después de esperar durante una hora, me vi recompensado. La viuda de Sandoval salió de la casa. Había adelgazado desde que se sacó la fotografía y parecía preocupada. Se encaminó hasta un viejo Chevy y se fue en dirección a Ensenada. La dejé ir. Lo que yo necesitaba, fuera lo que fuese, tenía que estar dentro de la casa. Decidí no arriesgarme, ya que había demasiados curiosos. Como tendría que esperar a que anocheciera, volví a Ensenada a comerme una langosta.
Después de comer, sentí una imperiosa necesidad de llamar a Jane y decirle que me encontraba bien, pero decidí no arriesgarme porque me haría varias preguntas que yo no estaba en disposición de contestar. De todos modos, había una llamada que sí tenía que realizar. Saqué el número que había encontrado en la cartera de Henry Cruz. Como éste era un chico de Los Ángeles, el teléfono debía corresponder a Los Ángeles.
Encontré varias cabinas en una oscura calleja detrás del restaurante y metí un puñado de monedas mexicanas en la ranura del teléfono, para ponerme en contacto con la operadora y para conectar con el número que acababa de marcar. Después de un rato largo, la operadora me devolvió el dinero, llenando de golpe el depósito de las monedas como una máquina tragaperras de Las Vegas. Volví a llamar. Esta vez contestaron al teléfono.
Una simpática y cantarina voz dijo:
—Aquí Hillcrest Country Club. ¿Dígame?
Me quedé de piedra. Cruz, Ralston, Fat Dog, Kupferman, Hillcrest. La mujer seguía emitiendo arrullos que se confundían con mi avalancha de adrenalina.
—¿En qué puedo ayudarle? Aquí Hillcrest. ¿Qué desea?
Colgué el teléfono. No tenía nada que decir.
Henry Cruz, uno de los asesinos de Fat Dog había estado llamando a alguien, Richard Ralston sin duda, a Hillcrest. Fat Dog había tratado de hacerle chantaje a Ralston y su atrevimiento fue castigado. Volví a llamar a Hillcrest. Contestó la misma telefonista.
—¿Me pone con Richard Ralston, por favor? —dije.
—Lo siento —contestó la voz—, pero me temo que el primer
tee
ya ha cerrado por hoy. ¿ Quiere usted hora para mañana a primera hora? Si le parece bien…
Ella pretendía continuar con su cantarina amabilidad, pero tuve que cortarla:
—¿Es Ralston el caddie master de aquí?
—Sí señor, si quiere usted…
—Gracias —dije y colgué.
Pagué la cuenta y me fui a dar un paseo por las calles de Ensenada, para matar el rato hasta que se hiciera de noche. La ciudad portuaria comenzaba a animarse al ponerse el sol (los soldados vestidos de paisano salían de marcha, los nacionales iban de paseo con la familia, las tiendas estaban abarrotadas de gente). En cuanto se puso el sol en el horizonte marino, me dirigí hacia el acantilado. Esta vez no me costó demasiado encontrar el sitio. Aparqué en el mismo lugar y me encaminé hacia la casa.
Tenía buen camuflaje; la noche estaba oscura y sonaba el mexi-rock a todo volumen en las casas circundantes. Llamé a la puerta principal y luego a la de atrás, sin obtener respuesta. Después de mirar alrededor, hurgué con una aguja en la cerradura y empujé el cerrojo hacia atrás con una tarjeta de crédito. Entré en una habitación que era parte cuarto trastero y parte cuarto de jugar. Una vieja lavadora se disputaba el espacio con un montón de muñecas y modelos de aviones.
Al entrar en el cuarto de estar, me eché a reír. Estaba lleno de televisores baratos y al menos dos docenas de equipos estéreo, que cubrían todo el suelo. Estaba claro que Reyes debía ser un ladrón, o al menos se dedicaba a traficar con mercancía robada.
A la derecha de la salita, había una combinación de cuarto para los niños y cuarto de coser donde encontré más juguetes rotos y un complicado telar con los que se confeccionaban las mantas mexicanas de souvenir. En el suelo, había una docena de máquinas de coser Singer. Como asesino, Reyes era un inepto, pero era muy buen ladrón. Me puse a registrar los armarios, entre vestidos y trajes de hombre. No había nada.
Dejé el dormitorio, situado al fondo del pasillo para el final. Allí dormía toda la familia. Había una litera y una enorme cama cubierta con un baldaquino en medio de la habitación. Cerré la puerta y me arriesgué a encender la luz. Desde los viejos óleos colgados en las paredes, Jesús me miraba fijamente. Los pintores lo habían representado como un mexicano. Otro santo de aspecto sombrío observaba desde la cabecera de la cama. Este era un rudo chicano vestido de pastor. Debía ser el santo patrón de los chorizos.
Había tres cómodas colocadas contra la pared y un armario empotrado. Unas nóminas a nombre de Reyes Sandoval con el sello de Fábrica Nacional de Conservas de Pescado de Baja. Por fin la clase de español de
mistress
Galino en el instituto me servía para algo: Reyes era un empleado de la fábrica de conservas. Me guardé una de las nóminas. Su oficio era el de jornalero, pero los cómputos numéricos no alcanzaban mi comprensión. En el armario empotrado había aperos de pesca: cañas, anzuelos y cebos.
Estaba empezando a ponerme nervioso y a sudar, así que apagué la luz, di una vuelta por la cocina donde no encontré más que cajas de atún en lata, una nevera llena de restos y el fregadero sucio. Pero ya tenía una pista. Salí de la misma manera que había entrado, cerrando la puerta con suavidad.
El domingo lo pasé nadando y visitando la ciudad. Localicé la fábrica de conservas, que era un lugar maloliente situado en el embarcadero. El lunes, me levanté a las cuatro de la mañana y fui allí en coche con el uniforme de trabajo puesto.
Tuve la suerte de llegar temprano. Vi a un grupo de hippies y soldados expulsados de la milicia nacional haciendo cola ante la puerta y pasándose una botella de Gallo White Port. Me dijeron que hoy llegaba una flota de barcos atuneros y que harían falta bastantes hombres para descargar pescado por dieciocho dólares o un número X de pesos. Decidí que merecía la pena probarlo.
La multitud de hombres ávidos de trabajar aumentó hasta cuarenta. Al amanecer, apareció un grupo de mexicanos de aspecto oficioso que comenzó a repartir tarjetas de trabajo que no debíamos perder, a riesgo de quedarnos sin jornal. Después nos dividieron en grupos de trabajo de diez hombres cada uno y nos mandaron al muelle a esperar la llegada de la flota atunera. Yo tenía la esperanza de que no llegasen para tener tiempo de hacer preguntas a mis compañeros sobre Reyes Sandoval. Pero no fue así; a la media hora, el mar comenzó a agitarse con una gran cantidad de pequeños barcos de pesca que venían directos hacia nosotros.