Authors: James Ellroy
—¿Ahora? —pregunté.
—Ya falta poco —contestó, al tiempo que sacaba la cabeza por la ventanilla—. A ver, ahora —dijo—. Justo después de ese cruce hay una carretera. Vete más despacio y tuerce cuando yo te diga.
Las luces del coche iluminaron una ancha pista sin asfaltar que conducía hacia lo que parecía un puerto entre dos montañas grandes. Al acercarnos, el terreno se fue allanando y las montañas se convirtieron en colinas. Pasamos entre ellas para adentrarnos en una nada fría y oscura. Allí reinaba un gran silencio. Se podía oír a los coyotes aullando en la distancia. La carretera se ensanchaba y estrechaba a medida que recorríamos una serie de pequeñas colinas. Estaba muy oscuro. La única luz que había era la del coche.
La carretera se fue ensanchando gradualmente mientras una gran silueta blanca comenzaba a emerger y cobrar forma.
—Allí —dijo Dori señalando hacia ella—. Ese es el sitio.
Detuve el coche al borde de la carretera.
—Tú quédate aquí —dije—. Vuelvo en media hora. Y no salgas del coche.
Ella asintió con muestras de nerviosismo. Saqué la escopeta y la linterna y me encaminé hacia mi objetivo. Al llegar a unos ciento setenta metros de distancia, me di cuenta de que me encontraba ante un rancho que habría enorgullecido a un terrateniente tejano. Era un edificio de dos pisos revocado en blanco con tres alas que se extendían en distintas direcciones. El estilo era bastante extraño; parecía una mezcla de una prisión americana y una mezquita turca. Las luces del ala principal emitían una luminosidad de tono anaranjado sobre tres coches.
Curiosamente, no estaba rodeado por valla o muro alguno. Fuera quien fuese el dueño de este rancho, estaba claro que creía en la seguridad de los grandes espacios abiertos, así que me acerqué hasta los coches. Había un Ford Ranchero del 76, un Toyota Landcruiser y el último modelo del Volvo sedán. Todos llevaban matrículas de California que yo me apresuré a memorizar inmediatamente.
Rodeé la casa desde un radio de unos cuarenta metros aproximadamente, para evitar ser visto desde las habitaciones oscuras. El rancho estaba construido sobre una base de cemento que se extendía hasta la tierra que rodeaba la casa. Según mi reloj, se tardaban siete minutos en dar la vuelta completa a la casa. No había nada que destacar, aparte de la pasmosa quietud del desierto. De pronto, una música hirió la noche. Era la obertura de la Cuarta sinfonía de Schumann. Mi adversario resultaba ser un esteta y tenía un equipo mejor incluso que el mío, que mandaba ondas de shock romántico alemán contra los desfiladeros y explanadas circundantes.
Dori estaba muy asustada. Cuando abrí la puerta se le cayó el cigarrillo. Metí la escopeta en el asiento de atrás y puse el coche en marcha.
—¿Qué es esa música tan macabra? Me tenía acojonada.
—Eso es lo mejor que hay —dije, mientras copiaba en un papel los números de las matrículas—. Aprende a apreciarla, te liberará. El dueño de esta chocita tiene muy buen gusto.
—Tiene un gusto bien chungo. A mí que me den rock.
—El rock provoca cáncer, acné y enfermedades venéreas. Nos vamos a Ensenada. Primero te ayudaré a mudar algunas de tus cosas a casa de los Sandoval. Luego me iré.
—¿Y qué pasa con el dinero que me prometiste?
—Te lo daré. Mil para ti y mil para Tina. Hoy me siento generoso.
Dori me abrazó con fuerza y me plantó un beso en la mejilla.
—Eres un mierda encantador, ¿sabes?
—Gracias.
Comenzamos nuestro camino de vuelta. Estaba claro que Walter tenía razón con eso de que «todo está relacionado», pero que se pudiera descifrar eso ya es otro asunto. Era la primera vez que me lo preguntaba desde que Fat Dog llamara a la puerta de mi despacho hacía ya más de dos semanas.
Cuando llegamos al apartamento de Dori, le di quince minutos para que sacase todas las cosas que pudieran caber en nuestros dos coches, cosa que hizo con la máxima diligencia. Me percaté de que había dejado intacta la ropa de hombre. En veinte minutos, los dos coches se llenaron de caprichos femeninos y una amplia bibliografía de autores pop.
Después nos dirigimos hacia el norte, camino del acantilado. Cuando llegamos a casa de los Sandoval, me apresuré a descargar el coche, apilando cuidadosamente las cosas de Dori en el suelo. La casa estaba a oscuras. Mejor, así me resultaría más fácil darle la mala noticia. Saqué 2.000 dólares en billetes de cincuenta de mi cartera atiborrada con el dinero de otra gente y se los entregué a Dori. Ella se me quedó mirando. Ella era consciente de que acababa de terminar una etapa de su vida.
—Henry está muerto, Dori —dije—. Reyes Sandoval también. He visto sus cuerpos. Hay un buen mogollón en marcha ahora mismo que puede ponerse aún peor. No estoy muy seguro de lo que está pasando, pero lo que está claro es que Tina y tú tenéis que marcharos de aquí y no volver. Id a San Francisco o a Phoenix o a algún sitio que ni siquiera conozcáis. Muchas gracias por tu ayuda.
Ella no contestó nada. Cuando la besé en la mejilla, sentí cómo las lágrimas le bajaban lentamente por la cara. Me metí en el coche y me dirigí a la frontera, dejando el tocadiscos barato y un montón de ropa sucia en la habitación del hotel.
Llegué a Tijuana a las dos de la mañana. Le compré a Jane un bolsito de piel de armadillo. Me eché a reír al pagarlo. Las uñas servían para abrir los compartimientos para el maquillaje y tenía unos ojillos de diamante falso. Lo acaricié al cruzar la frontera para darme suerte.
Como yo había cambiado durante el tiempo que pasé al sur de la frontera, también esperaba encontrarme Los Ángeles cambiada. Pero me equivocaba. Cuando al amanecer crucé los barrios del sur de la ciudad por la 405, la imagen me resultó tan familiar como el recuerdo de una antigua amante. La misma difuminada luz del sol, la contaminación, las vallas publicitarias, el asfalto y el aburrimiento. Incluso la autopista de Santa Mónica, con la vista sobre la verde llanura de la zona oeste de Los Ángeles, los rascacielos de Wilshire Boulevard y las montañas de Santa Mónica en la distancia, ofrecían el mismo e inconfundible aspecto. Pero estaba contento de volver.
Aún era demasiado temprano para llamar a Tráfico para comprobar las matrículas de los coches de la Casa Grande, así que me di una ducha y me metí en la cama a esperar que dieran las nueve. A mediodía me desperté asustado. No sabía dónde estaba. Mis ojos buscaron la botella con la que me solía despertar en los días que estuve bebiendo. Entonces me di cuenta: estaba de vuelta en L.A. y el caso no había terminado aún. Pero dudé antes de coger el teléfono. Me acordé de Jane, aunque no era capaz de imaginar su rostro, sólo su cuerpo tal y como estaba la noche que pasamos juntos.
Fui a la cocina y me preparé un café que me vino muy bien. Se me empezaban a aclarar las ideas. Mientras me lo tomaba, llamé a Tráfico. Estaba llegando al punto álgido del caso y tenía miedo. Por cuarta vez desde la visita de Fat Dog, me hice pasar por un policía. Surtió efecto. Le leí los números a una brusca mujer que volvió al instante con la información precisa.
Cuando la recibí, tuve que echarme a reír. Resultaba demasiado perfecto; iba más allá de la justicia poética, más allá de toda razón y lógica. Los tres coches pertenecían a Haywood Cathcart, 1147 Saticoy Street, Van Nuys. Cathcart, el teniente de la policía de L.A. que acabó con el caso del incendio del Utopía en un tiempo récord. Estaba tranquilo, pero me temblaban las manos y tenía que aguantar la taza de café con las dos para poder beber.
Consulté el anuario de la academia para ver dónde se mencionaba a Cathcart. Este aparecía con otros varios oficiales apuntados como «conferenciantes invitados». Yo no recordaba la conferencia. Cathcart era un hombre alto, de aspecto serio, con el pelo de color rubio rojizo que aparentaba unos cuarenta y cinco años de edad.
Volví a coger el teléfono, esta vez para llamar a Parker Center. Quería enterarme de si Cathcart seguía aún en el departamento. Le conté una sarta de mentiras al empleado de información sobre cómo los medios de comunicación iban a resucitar el caso Utopía, haciendo énfasis en la delicada labor de investigación llevada a cabo por el teniente Haywood Cathcart. ¿Seguía aún en el departamento el teniente Cathcart? El tío se tragó el anzuelo. A los maderos les encanta que les chupen el culo en la prensa.
—Sí, señor —dijo él—. El teniente Cathcart es ahora el capitán Cathcart y trabaja aquí, en Parker Center, con la Brigada de Narcóticos.
Le di las gracias al policía y colgué. Cathcart, Cathcart. Haywood Cathcart. Capitán Haywood Cathcart. Me gustaba el eufónico timbre de su nombre. Quedaría bien en letra impresa cuando se le cayera el mundo encima. Cathcart no era sólo un veterano de la policía de L. A. sino también un asesino, un traficante de heroína y a juzgar por el tamaño de su casa de Baja California, un evasor de divisas.
Yo estaba en lo cierto. Sólo con observar su gesto frío en la fotografía del anuario sacada unos ocho meses antes del Utopía se podía adivinar. La lógica me dictaba que el incendio había sido el origen de su implicación en el caso. Estaba en conexión con Ralston. Ralston le había recomendado a Sandoval y a Cruz. Los únicos motivos que podrían servir para racionalizar este disparate eran el chantaje y el dinero, algo que iba más allá de las simples apuestas de Kupferman y Ralston.
Mientras sufría el flujo de adrenalina, pensé en la perfección moral que se derivaba del hecho de que un alto funcionario de la policía de L. A. fuera llevado ante los tribunales por un antiguo poli situado más allá de los límites de la moral. Estaba cada vez más inquieto. Me vestí y me metí en el coche. Conducir suavizaría mis fantasías de venganza y me haría poner los pies en la tierra. Me dirigí hacia el oeste, a casa de Jane.
No estaban ni ella ni ninguno de los dos coches, pero llamé a la puerta de todos modos. No contestaron, lo cual me sorprendió. Yo suponía que alguien contestaría, una criada por ejemplo. Volví al coche a esperar. Tenía muchas cosas que decirle, como lo de la muerte de su hermano y otra serie de temas que salieron a flote en México. Se merecía que le contase toda la historia y que la mantuviera al corriente de mis investigaciones.
Además, quería sentir su hermosura y su ternura. Decidí contarle lo de los dos hombres que había matado. También se merecía que le contase eso y no podría condenarme por ello. Ella era una mujer práctica, con la cabeza clara. Una noche no justifica una vida, pero nuestra noche había sido una especie de pacto tácito respecto a nuestro futuro como pareja en tiempos más pacíficos. Yo quería pasar otra noche con ella antes de realizar el incómodo y violento trabajo de detener a Hot Rod Ralston.
Apareció un coche en el camino de acceso a la casa; un Chrysler descapotable del cual salió un hombre corpulento y grande que llamó al timbre. Era una tarde silenciosa por lo que el sonido del timbre llegaba hasta mí. El hombre tenía las facciones bastante marcadas, parecía un policía o un inspector de seguros. A lo mejor era un socio de Kupferman.
Me quedé pasmado al ver a Jane Baker abrir la puerta y salir de la casa con su violoncelo. Cerró la puerta con llave, saludó al hombre con una cálida sonrisa y se encaminó con él hasta el coche. Lo que estaba claro es que no era su profesor de música.
Decidí seguirlos. Me percaté de que me estaba poniendo celoso. Jane conocía mi coche, por lo que tuve que esperar un minuto entero antes de salir. Luego los seguí por el camino más factible, el Beverly Drive. Me detuve, tratando de aplacar la ira que sentía. Walter Curran: «todo está relacionado». El hombre que acompañaba a Jane tenía pinta de ex atleta que se mantiene en forma, igual que Richard Ralston. Ojalá no fuera él.
Los alcancé en Beverly Drive y Burton Way, en pleno distrito comercial de Beverly Hills. Me coloqué justo detrás de ellos y vi cómo conversaban. El hombre paró el coche en Beverly, justo al sur de Wilshire y Jane se bajó, arrastrando su violoncelo. No se percató de mi presencia cuando pasé delante de ella para seguir al hombre del Chrysler. Éste se desvió a la derecha en Pico, en dirección al Hillcrest Country Club. Yo me puse a rezar para que no ocurriera, pero en cuanto llegó a la esquina de Hillcrest y Century City y puso el intermitente izquierdo, me tuve que resignar.
Un guardia uniformado dejó pasar a Ralston, por lo que ya no tuve oportunidad de seguirlo. Me desvié a la derecha en la misma calle y aparqué en zona prohibida. Salí del coche, puse una nota de «médico de servicio» en el parabrisas y me encaminé hacia la verja situada a la derecha del aparcamiento. Un grupo de cuatro mujeres de aspecto desaliñado se disponía a entrar en el campo. Dos de ellas compartían una botella de vodka. Entré detrás de ellas, a unos pocos metros de distancia, con la esperanza de que me condujeran hasta la cabaña de los caddies, cosa que en efecto hicieron. Esta estaba situada a la derecha de un camino de cemento que rodeaba a un
green.
No había demasiados golfistas; el martes por la tarde no debía ser un día muy típico para jugar al golf. La cabaña, situada ligeramente bajo el nivel del suelo, estaba construida con tablilla blanca sobre una cuesta que daba a lo que parecía un pozo de petróleo.
Entré en ella y fui recibido con una chirriante cacofonía de voces discordantes: se jugaban al menos media docena de juegos de cartas distintos a la vez sobre mesas de madera y los jugadores (la mayor parte de ellos mal vestidos, morenos y de mediana edad), gesticulaban frenéticamente, echaban cartas y gritaban obscenidades. El suelo de cemento, estaba cubierto de basura, colillas y latas de cerveza vacías. Había sendas filas de taquillas en las paredes. El televisor, al cual nadie prestaba atención, emitía un programa concurso a todo volumen.
Crucé una habitación más pequeña que hacía las veces de vestuario, pasando delante de
Scarecrow
Augie Dougall con sus seis pies de altura concentrados en la lectura de un cómic. El wáter estaba increíblemente sucio y había una fila de duchas que debían llevar varios años en desuso. El suelo estaba enmoquetado con ejemplares del
Daily Racing Form
empapados en orina y las paredes empapeladas con varias fotos de mujeres que mostraban sus enormes pechos.
Me eché un poco de agua en la cara y me repeiné la raya del pelo. Volví a pasar por la cabaña y salí a un cuarto trastero que daba al yacimiento. Había un hombre sentado sobre un cubo de basura colocado boca abajo que se entretenía con una novela de Louis L'amour y fumaba en una pipa. Me acerqué a la barandilla del porche a ver a los hombres trabajar, observando al viejo por el rabillo del ojo. Parecía tener dificultad para concentrarse en la lectura. El barullo de la partida de cartas le distraía. Tenía pinta de ser un viejo testarudo así que le pregunté: