Authors: James Ellroy
Me encaminé hasta el coche, a sabiendas de lo que me iba a encontrar. Omar González estaba muerto, desparramado sobre el asiento delantero, con un tiro en la frente. Había muy poca sangre, ya que la bala debió haberse quedado alojada en el cerebro. Tiré de sus brazos y los arrastré hasta la tumba incompleta que debía haberle correspondido a Fat Dog. Si Fat Dog se merecía algo más, entonces Omar González se merecía lo mejor que la vida puede ofrecer. Tardé una media hora en enterrarlo. Cuando hube acabado, traté de recordar un poema de Dylan Thomas sobre cómo la muerte no tenía límites, pero no me venía a la mente.
Me dirigí al coche y saqué algo de gasolina del tanque. Arrastré a los dos asesinos al interior de la choza junto a Fat Dog. Después de sacarles la cartera, rocié los tres cuerpos con gasolina y eché una cerilla. Mientras comenzaban a arder, pensé cuán característico de Fat Dog resultaba este final.
Cuando llegué al coche, la cabaña estaba ya envuelta en llamas. Me dirigí directamente hacia la carretera. Me di cuenta de que estaba llorando por primera vez desde que descubrí de niño que las lágrimas no servían para nada. Ahora me bajaban a chorro por las mejillas y estaba temblando como un niño. Por tercera vez en el mismo día, arrastré el coche sobre el divisor de cemento. Pero esta vez me dirigía hacia el sur, a cualquier tienda de bebidas que encontrase abierta en Ensenada.
No sé cómo conseguí llegar a Ensenada, ni siquiera por qué se me ocurrió escapar hacia el sur, adentrándome aún más en un país extranjero. Pero es que cuando el cuerpo pide alcohol, no tiene sentido aplicar la lógica. Bajando por la tortuosa carretera de la costa, pasé por dos puestos de peaje y continué hacia el sur. Oculté el rostro sucio y lacrimoso de los empleados y tras entregarles un billete de dólar, salí disparado haciendo un gesto que pretendía pasar por un ademán amistoso. Mi cuerpo funcionaba (al atender al ritual de conducir, de mantener todos los sentidos alerta en carretera, me evitaba sufrir un ataque de histeria), pero mi cabeza no. El pánico y la sensación de que mi vida se había deshecho en innumerables fragmentos hacían que me diera tumbos la cabeza, lo cual me impedía ver la carretera con claridad.
Después de un rato, comencé a familiarizarme con el pánico, con lo cual se fue suavizando su agudeza. Yo sabía que había una panacea que me haría observarlo todo con cierto distanciamiento: la bebida. Ahora lo único que me importaba era arreglármelas para conseguirla.
Ensenada se abrió ante mí como un abanico de luz. Pegado al carril de la derecha, vi el puerto iluminado por las luces de los barcos. A la salida de la ciudad, encontré una carretera que bajaba hacia la playa. Después de seguirla durante una milla, encontré lo que buscaba: un wáter. Me senté y dejé trabajar a los intestinos y la vejiga. Luego hice unas respiraciones durante un minuto, controlando el tiempo con el reloj. Me lavé la cara, primero con agua caliente, luego con fría y me froté las axilas con jabón en polvo abrasivo, tratando de erradicar el olor a miedo. Me peiné, tras lo cual comencé a sentirme un poco mejor; mantenía aún intacto el instinto de supervivencia. Ahora, todos los temblores que tenía eran internos, por lo que me sentí ya dispuesto a enfrentarme a la civilización.
Entré en la ciudad. Ensenada era una versión dulcificada de Tijuana, menos cutre, más tranquila y provista de una suave brisa marina. Hacía una noche muy clara. Al aparcar en la primera tienda de licores que encontré, miré hacia el norte, esperando ver las pardas colinas mexicanas ardiendo gracias a mi obra, pero no había nada.
El dependiente de la tienda no me miró extrañado cuando compré dos quintas de whisky, una bolsa de hielo y un cuarto de Ginger Ale. Ahora todo lo que necesitaba era una casa segura, un lugar para esconderme y beber. Los sórdidos hoteles del centro proporcionarían un buen camuflaje para un gringo, pero eran demasiado ruidosos y estaban demasiado cerca de la zona turística. Así que continué hacia el sur, sintiéndome seguro con mi bebida.
En el límite sur de Ensenada, junto a una urbanización, encontré un puerto seguro: una pensión en una casa de dos pisos estucada en blanco. En el gran cartel que había en la entrada, ponía «Cuartos». Saqué la maleta y la bolsa marrón con la bebida y dejé la escopeta. Llamé al timbre en la puerta donde ponía «Managerio» y pedí una habitación para una semana en un español defectuoso. La señora me condujo por el pasillo hasta una habitación abierta, con una cama, una mesa, dos sillas, un lavabo y una gran bombilla colgada del techo con un cable.
—Sí —le dije—. ¿Cuántos?
Ella contestó:
—Quince dólares.
Me puse de espaldas a ella para que no pudiera ver el tamaño del fajo que llevaba y le di el dinero. Ella sacó la llave de la bata y me la entregó. Luego me miró de arriba abajo con recelo, se dio la vuelta y se fue.
Eché la llave por dentro y me miré en el espejo colocado sobre el lavabo. Estaba demacrado y asustado. Coloqué las dos botellas de whisky en la mesa y me las quedé mirando. Como no se iban, me quedé mirándolas otro rato más. Eché la bolsa de hielo en la pila, después de asegurarme de que el tapón estaba bien colocado. Eché tres cubos de hielo en un vaso de cartón que el cliente anterior se había dejado allí. Mi mente estaba enfurecida, pero yo me sentía bastante tranquilo. Por un segundo vi con claridad y me percaté de lo que ocurriría si bebía, pero conseguí olvidarlo. Llené un vaso de whisky y me lo bebí de un trago.
Me di cuenta de que estaba salvado. Sentí cómo el alcohol calentaba y sacudía mi cuerpo. Me senté en una incómoda silla de madera y me puse a manosear el vaso. Mi mente estaba a punto de recuperar la clarividencia, llena de epigramas, declaraciones y profundidad.
Cogí las carteras de los hombres que había matado y las coloqué en un anaquel dentro del armario. «Los hombres que había matado.» Esto me produjo un temblor, así que me eché otro trago. Esta vez el alivio fue instantáneo, ya que comencé a recordar escenas sentimentales, fragmentos de mi relación con Walter y piezas sueltas de sinfonías y conciertos. En estéreo. Llevaba mucho tiempo apartada de ella, pero mamá priva estaba muy generosa y me recibía con un melifluo desfile, como regalo de bienvenida. Estaba con la
Heroica
de Beethoven, con Bruckner buscando a Dios en los Alpes tiroleses, con Lizst, cuando seducía a las mujeres más hermosas de su tiempo.
Me miré de nuevo en el espejo. Ya volvía a tener un aspecto normal, incluso hasta estaba guapo. Mi cara rojiza de siempre, un poco más encendida de lo normal, lo que atribuí al exceso de sol. Examiné las líneas de mi rostro y decidí que Fritz Brown, treinta y tres años de edad, ex L.A.P.D. (Departamento de Policía de Los Ángeles), rey de las recuperaciones e ídolo de todas las tías del área metropolitana de Los Ángeles, no estaba nada mal. Eso me hizo sonreír y cambiar mi opinión ligeramente: tenía los dientes demasiado pequeños y debería tener ojos azules. Los ojos azules estaban de moda. A las tías les gustaban. Hasta los negros de los guetos llevaban lentillas azules y se echaban sus buenos polvos.
Estuve buscando un teléfono, pero no había. Tenía ganas de llamar a Walter y decirle que todo iba muy bien. Me acordé de una antigua novia que se llamaba Charlotte y que estaba enamorada de la
Polonesa Heroica.
Le gustaba escucharla todas las noches antes de irse a la cama. Yo siempre le exponía mi opinión, sacada de Walter, de que Chopin era un cacho de pan y un sentimental. Ahora la
Polonesa
me zumbaba en la cabeza como el ulular de una sirena.
El recuerdo me pasaba de Charlotte, a las mujeres en general y de allí a Jane. Ella era real. Como no conseguía olvidar la imagen de nuestra noche juntos, empecé a preocuparme. Agarré la botella y no paré de beber hasta que perdí el sentido.
Al día siguiente, me desperté hacia las nueve. Se me habían pasado los temblores, pero no sabía dónde estaba. Cuando vi la botella de whisky encima de la mesa, lo recordé todo. Aguanté la respiración para evitar un ataque de nervios. Pero éste no llegó, lo cual me dio fuerzas. Como estaba a punto de deshidratarme, saqué el hielo que estaba en el lavabo y me lo tragué, lo cual me provocó escalofríos por todo el cuerpo. A modo de respuesta, me volvieron los temblores, pero conseguí mantenerlos a raya mientras me afeitaba y recorría el pasillo hacia la ducha. El pasillo estaba sucio, y las duchas más sucias aún. La moqueta estaba absolutamente pelada y más delgada que una tortilla. La ducha emitía un hilillo de agua marrón y además tuve que entrar de puntillas para no cortarme con las virutas de estuco esparcidas por el suelo.
De vuelta a mi habitación, conté el dinero de mi gruesa billetera; 3.123 dólares. En cuanto me percaté de que disponía de tiempo y dinero, me volvieron los temblores. Esta vez me dio fuerte. Los diez meses que llevaba sin beber, no me habían eximido del pago que la priva exigía. Me vino a la memoria el caso. Me estaba esperando, pero por el momento estaba fuera de mi control. El único remedio contra los temblores era beber. Así que me dispuse a sorber la mezcla tibia de whisky y Ginger Ale.
Decidí que no tenía más remedio que limitar mis planes a ese mismo día, al lunes. Podría pasarme unos días tranquilo bebiendo y luego desintoxicándome poco a poco. Luego volvería a Los Ángeles. Pero después de echar unos cuantos tragos, comencé a elaborar innumerables planes y conspiraciones que acababan todos en lo mismo: el caso y Jane. Era demasiado. Eché un buen trago de la botella, cerré la puerta con llave y salí afuera. La conserje hizo un ligero gesto afirmativo con la cabeza mientras me encaminaba por el pasillo.
A las 10.45 estábamos ya a treinta y ocho grados. La brisa marina hacía lo que podía por ayudar, pero no lo conseguía. Decidí dejar el coche y entrar caminando en la ciudad. Sólo me faltaba pasearme con un 502 en un país extranjero. Paseé por las calles de la urbanización que era una copia descarada de los valores americanos, pero que aún mantenía la esencia de la ética mexicana: las mujeres y los niños tomaban el sol en los escalones de las sencillas viviendas unifamiliares, los perros retozaban alegremente y las gallinas picoteaban dentro de los corrales. Saludé a los niños con la mano y ellos me contestaron el saludo. Yo nunca fui un niño. Salí crecido del vientre de mi madre, con la biografía de Beethoven en una mano y un vaso vacío en la otra. Mis primeras palabras fueron: «¿Dónde está la priva?».
Caminé por la carretera que corre paralela al mar. Aquí había menos turistas. Casi todos los coches llevaban matrícula de Baja California. Siguiendo la autopista de la costa, llegué hasta Ensenada dejando atrás varios carteles que anunciaban zonas de pesca, mariscadas y canchas de Jai Alai. Pasé por delante de un impresionante monumento parecido al de Mount Rushmore, sólo que éste mostraba tres impresionantes bajorrelieves de otros tantos grandes patriotas mexicanos.
Estaba empapado de sudor y el alcohol me salía por los poros. Encontré un bar que me pareció un buen sitio para recuperar mi contenido líquido, pero al entrar, la estridencia de la música mexicana que salía de la máquina de discos, me mandó de nuevo fuera. Entré en varios sitios, pero la «música» resultó ser la misma. Por fin, encontré un bar más tranquilo en una calleja. Ahora necesitaba alcohol. En cuanto me senté, coloqué un fajo de billetes de dólar encima de la mesa. El encargado del bar asimiló el mensaje, porque no tuve más que decir «scotch», para que me trajera el whisky al momento, cogiendo sólo un billete a cambio.
Estaba empezando a ponerme nervioso. Armando, de quien yo estaba seguro que no tenía nada que ver con la muerte de Fat Dog, podría descubrir la destrucción de su propiedad y denunciarme a la policía. Además, el fuego podía haberse extendido. El no saber español suponía una desventaja, ya que podía haberlo mirado en los periódicos. Las huellas de los neumáticos servirían para identificar mi Camaro. También podría saberse de mi paso por el peaje. El miedo engendra al miedo, pero la priva suaviza el miedo; al menos transitoriamente.
Brindé por el miedo y apuré el vaso. Como el whisky que servían en el bar era bastante bueno, me dediqué a brindar por varios personajes: por Herbert von Karajan y la Filarmónica de Berlín, por Vladimir Horowitz, por Richard Wagner y por el tío que diseñó Hollywood Bowl. Como cada uno de los brindis suponía consumir una buena cantidad de líquido, pronto logré arrullar mis miedos y comencé a sentirme bien de nuevo y me puse a tararear mis melodías favoritas. A pesar de que no tenía hambre, me obligué a mí mismo a comerme un grasiento plato de huevos con salchichas, amablemente servido por la mujer del dueño.
Después de haberme tomado unas seis copas, conseguí hilvanar una serie de ideas, acompañadas de un silogismo: «Voy por mal camino. Voy por mal camino porque faltan varias piezas clave para completar el puzzle que estoy tratando de completar. Y faltan varias piezas clave en el puzzle que estoy tratando de completar porque tengo la mente cerrada a los nuevos conceptos en general y a los nuevos conceptos musicales en particular.» El borracho de Walter Curran, mi mejor amigo, llevaba varios años advirtiéndome del peligro que corría si me quedaba estancado en el romanticismo alemán. Ya que la música libera la mente, la nueva música me ayudaría a colocar las piezas que me faltaban.
Qué maravilla. Con la priva siempre lo consigo. Tenía que ir a por más música nueva que anunciase con corifeos griegos la nueva mente de Fritz Brown. Beethoven, Brahms, Schubert, Haydn, etc., ya habían tenido su momento y lo volverían a tener, a su debido tiempo, un tiempo de reminiscencias compartido con Jane. Ahora era el momento de que Bartok, Stravinsky, Debussy y Ravel (todos esos tíos disonantes que Walter había tratado de mostrarme inútilmente durante tanto tiempo) viniesen en mi ayuda.
Dejé una propina de tres dólares sobre la barra y salí. Sentí el sol como un martillazo. Ajusté mi mentalidad de hombre de las cavernas a las necesidades de un pueblo costero mexicano y me puse a buscar la música que me ayudase a pensar. Al principio me pareció una empresa inalcanzable, dado el ambiente cultural de la ciudad, pero no me dejé amedrentar. Parecía que la priva me chorreaba por todas las células de mi cuerpo, pero a pesar de eso tenía una suave sensación de estar flotando muy arriba.
Ciudad de Juárez, la principal atracción de Ensenada, era una versión en miniatura de la Segunda y Broadway de Los Ángeles: había unas enormes tiendas distribuidoras, donde se podían adquirir ropas baratas, radios baratas, accesorios baratos y una increíble gama de relojes malos. Busqué entre las cajas de discos donde había mexi-disco, mexi-folk, punk rock en inglés y cantidad de discos viejos de estrellas pesadísimas como Perry Como, Tony Bennett y Nat King Colé. En la tercera tienda por la que pasé, encontré el primer chollo, que consistía en una copia hecha polvo de
The Planets
de Gustav Holst. Con Sir Adrián Boult dirigiendo la BBC Philarmonic. Se trataba de una pieza de coleccionista, o al menos eso ponía la tapa. Me costó treinta y cinco centavos. Le pregunté a la dependienta, que hablaba inglés, por una tienda de discos y ella me dio detalladas instrucciones de cómo llegar a otra que estaba a cuatro manzanas de allí. Me lo repitió varias veces, ya que debió suponer correctamente que los borrachos no suelen tener muy buenas entendederas.