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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (16 page)

BOOK: Réquiem por Brown
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»Entonces resulta que recibo una llamada. ¿De quién? Pues anónima. El tío me pregunta si soy el Omar González que solía salir en el
Joe Pyne Show.
Le digo que sí. Entonces me pregunta que si sigo interesado en el caso Utopía. Le digo que sí. Me dice que coja un lápiz. Lo cojo. Luego dice: "Tengo información sobre eso." Dice: "Richard Ralston, 8173 de la calle Hildebrand, en Encino. Era uno de los corredores de apuestas del Utopía en la época en que ocurrió el incendio. Registra su casa. A lo mejor encuentras algo que te pueda conducir al cuarto hombre." Entonces me cuelga. ¡Joder, me dejó temblando!

»Así que me meto en casa del Ralston este. Al principio no encontré nada sospechoso. Unos cuantos
souvenirs
de béisbol, fotografías, una tele, discos. Una bolsa de maría. Nada especial. Entonces encuentro una pared secreta. La abro y me encuentro dos cajas. Me imaginé que podían ser algo fuerte, así que las robé. Al llegar a casa, las registro. Lo único que tenía algo de sentido eran los libros de apuestas. Los cheques en blanco y las fotos de tíos jodiendo no me dicen nada. Así que metí las cajas en el maletero. Luego empecé a investigar sobre el Ralston este. Lo seguí un día hasta el trabajo. Trabaja en un club de golf muy fino. Me puse a pensar, joder, si uno de los detenidos había dicho que el cuarto hombre llevaba una camiseta de golf con el caimán ese. A lo mejor juega al golf en este club.

»Estaba a punto de averiguarlo cuando me pegaron un tiro. Fue una noche que estaba en Echo Park, y tenía la sensación de que me estaban persiguiendo. Iba hacia casa de un amigo. De pronto aparece un coche. ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Fallaron tres de los tiros, pero uno me rozó un hombro. En realidad me lo veía venir, así que me agaché y apreté el acelerador. Los perdí de vista. Me escondí en casa de un amigo. El llevó mi coche a la gasolinera, creí que podría estar seguro allí, pero se olvidó de sacar las cajas del maletero, como le dije. ¡Puto cabrón! El puto no quería volver a por ellas. Así que me fui a casa de otro amigo. Se me curó el hombro. Pensé que habría sido algún macarra de los que había echado del centro de recuperación el que me había pegado el tiro, y que no había peligro de salir del escondrijo porque debían de estar colgados en algún sitio.

»Entonces volví al apartamento. Estaba destruido. Fui a coger el coche, y el encargado me cuenta que un
repo-man
desquiciado me ha abierto el maletero. Entonces me dio tu tarjeta. Pensé que se trataba de una trampa. Alguien quiere matarme. A lo mejor ese cabrón de Ralston se ha enterado de que estoy detrás de él. Por eso entré en tu casa, para enterarme de tus intenciones. Ahora hablas tú,
repo-man.

Me daba vueltas la cabeza, dividida entre tratar de colocar a Ralston en el contexto de esta nueva vertiente del caso y a la vez inventándome una historia para mantener a Omar González al margen mientras yo pescaba a Fat Dog. Lo miré con la mayor sinceridad mientras le contaba una mentira de las gordas. Que se joda. Que se enterase de la captura del asesino de su hermano por los periódicos.

—Te estabas acercando, Omar —dije—. El cuarto hombre es un miembro de Hillcrest. Le tenía manía a Wilson Edwards, el dueño del Utopía. Su mujer se fue con Edwards. Dirigió la matanza de seis personas para nada. Edwards ni siquiera estaba en el bar esa noche. Ralston está sobornando a este tío. Tengo un contacto en Santa Bárbara que tiene alguna información para mí. Unas cintas. Voy a ir allí esta noche a recogerlas. ¿Te quieres venir?

Omar se lo pensó. Me miró con recelo.

—¿Y cómo te metiste tú en esto? —preguntó.

—Buena pregunta. Un tío para el que trabajaba, me contrató para que recuperase el coche de una mujer llamada Sanders. Ella es la mujer del cuarto hombre. Cuando aparecí para llevarme el coche, me pidió que entrara en la casa. Me dijo que podría proporcionarme buena información si no me llevaba el coche. Me preguntó si había oído hablar del incendio del club Utopía. Le dije que sí. Entonces me contó cómo su marido había planeado el atentado. Yo la creí. Este tío al que voy a ver esta noche estaba metido en el soborno, igual que Ralston.

Me di cuenta de que se lo creía. Era lo típico. Los miembros de las minorías consideran a los recuperadores como la escoria de la sociedad, que se mueven por los deseos más mezquinos. Por eso González estaba convencido de que decía la verdad. No era ningún tonto, pero se le podía manipular a través de sus prejuicios.

—De acuerdo —dijo—. Parece una locura, pero me lo creo. Con todo lo que yo había currado para encontrar a este tío, y tú tropiezas con él de casualidad. ¿Adónde vamos? ¿A Santa Bárbara?

—Sí, un poco más al sur. Cerca de Carpintería, en la playa. Hay un motel abandonado donde podemos realizar el cambio. Él quiere mil dólares, pero no los va a tener. Se los voy a quitar. Si quieres te puedes venir para cubrirme. Bueno, nos tenemos que ir. ¿Qué me dices?

—Digo que eres un tío muy legal. Haciendo recuperaciones en mitad de la noche. ¿Trabajas mucho por el barrio?

—Sí, mi especialidad son los carros de chicanos. Y también las chicanas buenazas. Siempre que hago una recuperación en Hollenbeck, paro a tomar un burrito y un chocho mexicano. Me encanta hablar contigo, Omar, eres un conversador excepcional, pero se está poniendo un poco chungo el rollo, así que vamos a ocuparnos del trabajo.

Metí la 38 en el cinturón, saqué la escopeta y la grabadora recién compradas de mi cuarto y eché cuatro días de camisas y pantalones limpios en la maleta. Se la pasé a Omar, que no hizo ningún comentario, a pesar de que tenía la mirada clavada en la escopeta. Estaba impresionado. Por fin hablaba su misma lengua. Al salir, no me vio esconder un hilo de nailon y una porra en la cazadora.

Cogimos la 101 en dirección norte. La maleta, la escopeta y la grabadora iban en el maletero, las otras dos chucherías las llevaba yo encima. Omar estaba callado. Yo pensaba que me soltaría una buena charla ideológica, pero era demasiado sensible para eso; estaba perdido en su meditación, pensando que estaba a punto de culminar una cruzada de diez años de duración, lo cual era cierto; pero yo aparecería como el usurpador de todas las glorias por venir.

Había un tráfico de salida denso, debido al puente del 4 de julio, por lo que tuvimos que aminorar la velocidad hasta acabar arrastrándonos prácticamente a la altura de Oxnard y Venmra. A partir de ese punto, navegamos tranquilamente hasta llegar a la larga extensión de playa, justo al sur de Carpintería. Estaba seguro de que el motel Beach View seguía en su sitio y seguía abandonado. Walter y yo habíamos descubierto el Beach View unos diez años atrás aproximadamente. Volvíamos borrachos de San Francisco, cuando nos sorprendió un aguacero. Walter quería llegar para ver la última sesión de
La guerra de los mundos
, pero yo insistí en aparcar en la playa y dormirla. Seguimos una carretera de acceso a la playa, con la intención de encontrar un aparcamiento al final de la misma, pero nos habíamos equivocado. Lo que encontramos fue el motel Beach View, un edificio chato y feo de color lima, situado en una extensión de costa particularmente estéril, apartada de la autopista. Pasamos toda la noche allí, bebiendo y diciendo chorradas. El cuchitril ese había nacido para desaparecer y albergar amargados; pero esta noche serviría bien para mi propósito.

Estaba muy oscuro y me costó bastante encontrar la carretera de tierra que conducía a nuestro destino. Cuando la conseguí localizar, Omar salió del trance, y comenzó a desbarrar.

—¿Ya estamos, tío? ¿Es aquí?

Al aparcar delante del motel, los faros del coche alumbraron el suelo cubierto de basura, las puertas abiertas, las ventanas rotas y gran cantidad de botes de cerveza vacíos. Apagué el motor y dije:

—Toma la linterna y echa un vistazo por ahí. Yo tengo que sacar una cosa del maletero.

Salí del coche y di la vuelta por detrás para abrir el maletero. Omar salió del coche y dirigió la linterna hacia las ventanas y las puertas. Conté hasta veinte, me encaminé hacia él, y le golpeé por detrás con la porra. Se desmoronó, soltando la linterna. Comprobé que el pulso era normal, entonces le até las muñecas y los tobillos con el cordón de nailon.

Lo arrastré hasta la habitación más apartada del camino de acceso y lo coloqué sobre un colchón maloliente y lleno de arena. Me envolví el brazo con la cazadora y rompí las ventanas. Omar tendría aire de sobra. A continuación, cogí unas cuantas piedras y las coloqué en la parte de fuera del cuarto de Omar. Le tomé el pulso otra vez; seguía estable. Cerré la puerta y la aseguré con las piedras. Felices sueños. Por la mañana llamaría a la policía de Carpintería para informarle sobre el invitado del Beach View.

Al salir con el coche, estuve a punto de quedarme atrapado en la arena. El mar producía extraños ruidos de fondo. Cogí la 101 en dirección sur hasta el cruce con la interestatal 5, cerca de la casa de Nixon en San Clemente. Al entrar en San Diego, poco después de la media noche, escuché estallidos de cohetes por toda la ciudad. Feliz cumpleaños, América.

III
BAJA CALIFORNIA
8

A la mañana siguiente, descansado e inquieto, crucé la frontera. Tijuana se extiende sobre un valle situado al pie de unas pardas colinas. Hace un calor sofocante a pesar de tener el mar unas pocas millas al norte, y la luz que reflejan los tejidos metálicos de los cientos de chabolas que cubren esas colinas, dieron a mi entrada a México el aspecto surrealista de una mañana de resaca.

Al entrar en Tijuana, pasando delante de enormes tiendas de licores, de tapicería de coches y de
body shops
, recorrí todo mi itinerario: bares de mala muerte, el centro de apuestas y el canódromo. Si la cosa no salía bien, trataría de orientarme gracias a las fotos que tenía en el maletero, que eran más que una conexión casual entre Fat Dog y Richard Ralston.

Encontré Tijuana rebosante de actividad al pasar por Revolución, la calle principal. Las calles, calientes y ruidosas, estaban repletas de coches, y las aceras, rebosantes de turistas y nacionales haciendo trueques delante de la profusión de tiendas de curiosidades que ocupaban ambos lados de la calle.

Tijuana había cambiado desde mi primera visita en 1962. Yo estaba aún en el instituto entonces, y bajé en coche con un grupo de amigos, locos por echar un polvo y emborracharnos. Aparte de lo de emborracharnos, lo demás nada. Lo que sí conseguimos es dejarnos engañar por un mexicano que prometió enrollarnos con su hermana porque éramos buenos tíos. Lo que más me impresionó fue la miseria. Había cantidad de niños tratando de venderte mantas baratas y medallas religiosas, poniéndotelas delante de la cara y gritando, cantidad de brazos extendidos de cuerpos tumbados en el camino para no dejarte pasar; y perros hambrientos, y mendigos comatosos, demasiado cerca de la inanición como para molestar. La pobreza seguía (Tijuana, dieciocho años más tarde, estaba impregnada de miseria), pero era una pobreza con más bullicio. Los niños mendigos parecían algo más sanos y menos desesperados, y las calles tenían el aspecto de ser barridas al menos una vez a la semana.

Decidí no perder el tiempo y pregunté por lo que solía ser el local más cutre de Tijuana, el Chicago Club. El marine de permiso al que pregunté, me lo indicó después de mirarme maliciosamente. Caminé en dirección sur desde Revolución, donde las aceras estaban menos llenas de gente. Hacía un bochorno espantoso y la camisa que llevaba para esconder la pistola, se me había pegado a la espalda. Unas cuatro manzanas más adelante, me encontré con la verdadera pobreza. Tierra de víctimas. Calles llenas de gente, mexicanos y turistas, con aspecto depredador. Se me acercó un escuálido chico blanco:

—Rojas y negras a tres dólares.

Lo mandé a tomar por el culo.

Entré en una serie de antros. Eran intercambiables; la gente olía igual y tenía la misma pinta en todos. Las mismas gordas mexicanas bailaban desnudas en el escenario ante los mismos silbidos aburridos.

Describí detalladamente a Fat Dog a más de cincuenta personas, gastando más de doscientos dólares para pagar a mexicanos bilingües para que me tradujeran. Pero nada. Sólo conseguí un horrible dolor de cabeza después de cuatro horas de música mexicana empalagosa y sensiblera.

Volví caminando a Revolución, decidido a probar sitios algo más elegantes antes de intentarlo en el canódromo. Pasé por tres centros de apuestas en el camino. Ni estaba Fat Dog, ni nadie tenía intención de restarle tiempo a sus apuestas para hablar conmigo.

Me estaba entrando hambre, así que decidí probar la comida en el primer sitio medianamente pasable con que me tropezase, que fue La Carabelle. Me di cuenta al momento de que éste era un sitio bastante fino bajo los criterios imperantes en Tijuana. Estaba limpio, el bar estaba bien provisto, los clientes tenían mejor pinta que a los que había estado preguntando anteriormente y las bailarinas eran guapas y delgadas y llevaban biquini. Tomé una mesa junto a la pista de baile. Apareció un camarero y pedí huevos rancheros con café.

La mesa contigua a la mía estaba ocupada por unos enormes americanos con cara colorada bebiendo de lo lindo. Por el modo perentorio de tratar al camarero y por cómo llevaban el pelo, deduje que debían de ser marines, y lo más seguro es que no tuvieran la información que yo necesitaba. Pero hablaban en voz muy alta, así que escuché.

—Me quedé acojonado —dijo uno de ellos—; una mierda de ciudad como ésta, que tenga un campo de competición. ¡Par setenta y dos! Con unos
greens
increíbles. Conseguí hacer ochenta y siete y gracias. ¡Hostia, tantos años en Pendleton, y ni siquiera sabía que existía!

Les pregunté dónde estaba el campo de golf Bonanza del que hablaban.

El hombre se sintió molesto al principio, pero luego sonrió. Sus compañeros le siguieron y todos comenzaron a farfullar ininteligiblemente.

—Tijuana Country Club.

—¿Eres de Pendleton, tío?

—Al sur de la ciudad.

—Cerca del canódromo. Dan las margaritas más cojonudas de este lado de La Paz.

—Ten cuidado con el bunker del cuarto hoyo, es…

No los dejé terminar. Salí corriendo del bar y me encaminé entre la multitud hasta el lugar donde estaba aparcado mi coche. No me lo podía creer; ¿el Tijuana Country Club? Pero el encargado del aparcamiento me dijo que era verdad y me indicó cómo llegar.

Fui hasta el límite sur de la ciudad. No me costó encontrarlo; era una enorme mancha de color verde claro en medio de un paisaje marrón. Las señales me condujeron hasta la sede del club, que parecía una miniatura de El Álamo, con un cartel mal pintado donde se leía «Club Social y Deportivo de Tijuana».

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