Authors: James Ellroy
Le pinché un poquito.
—¿Has trabajado alguna vez para Kupferman?
Mientras recuperaba la respiración, Fat Dog me miró, sorprendido.
—¿Estás loco? La bolsa se la llevaba un mapache. Los judíos y los negros son hermanos de sangre.
Íbamos por la calle Lincoln en dirección sur. Viramos a la derecha en Venice Boulevard, en dirección a la playa. En pocos minutos estábamos entrando en el gueto de Venecia, conocido por los venecianos como «el pueblo fantasma». Fat Dog me dijo que me detuviera en una calle llamada Horizon. La verdad, no tenía mucho de horizonte, no había más que casas de cuatro y ocho apartamentos con estructuras de madera y sin jardín. Esa noche había recogida, y los cubos de basura estaban alineados en la acera. Las voces españolas y la televisión luchaban por la supremacía auditiva. Como no había sitio para aparcar, Fat Dog me dijo que le dejase allí y volviera a buscarlo a los diez minutos. Yo era de otra opinión.
Salió del coche. Le vi doblar la esquina por el espejo retrovisor. En cuanto desapareció de mi vista, salí corriendo detrás de él, dejando el coche en doble fila. Al llegar a la esquina fui caminando. Fat Dog no aparecía. Recorrí toda la manzana, mirando por las ventanas y los callejones. Nada. Volví al coche y recorrí algunas calles adyacentes a Horizon. Al volver al lugar donde lo había dejado, Fat Dog ya estaba esperándome. Me entregó el fajo de billetes al entrar en el coche.
Conté el dinero. Eran billetes de 25 dólares; nuevos y crujientes.
—Una semana, Fat Dog. Ni más, ni menos. Después, adiós.
—Trato hecho. Fritz es nombre alemán, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Tú eres alemán? Porque Brown no es un nombre alemán.
—Soy de descendencia alemana. Mis abuelos nacieron allí. Se llamaban Brownmuller. Cuando vinieron a América, lo redujeron a Brown. Hicieron bien. Aquí hubo mucha discriminación contra los alemanes durante la Primera Guerra Mundial.
—¡Joder! —dijo Fat Dog.
Yo ya veía cómo se iba calentando.
—Eso fueron los judíos. Los alemanes no querían que les dieran por el culo. ¡Eran dueños de todas las casas de empeños de Alemania y América, y sangraban a los cristianos blancos hasta dejarlos secos…!
Arranqué el coche tratando de no escuchar. Torcí hacia la derecha en Main Street y me dirigí hacia el norte. Esto se iba poniendo cada vez peor y me estaba entrando dolor de cabeza. Me dirigí a Fat Dog:
—Deja de decir chorradas ahora mismo —dije, tratando de no levantar la voz—. Tú me has contratado para que te consiga una información, no para escuchar tu rollo racista. A mí me gustan los judíos. Son muy buenos violinistas, aunque hacen unos sándwiches de pastrami horribles. Y también me gustan los negros. Bailan muy bien. Veo
Soul Train
todas las semanas. Así que por favor, cállate.
Fat Dog miraba por la ventana. Habló con una calma sorprendente.
—Perdona, tío. Oye, somos colegas. Mi amigo siempre me dice que no hable tanto sobre política, que no todo el mundo piensa como nosotros. Tiene razón. Si vas por ahí de bocazas, todo el mundo conoce tus planes. Así ya no te quedan sorpresas para nadie. Yo ya tengo el plan, pero por ahora tengo que aguantarme.
Sentí curiosidad por saber qué era eso del «plan»; probablemente una visión utópica de grandes escuadras de caddies, donde no entrasen negros y judíos, pero preferí no preguntarlo. Se me estaba empezando a quitar el dolor de cabeza.
—Háblame de ti, Fat Dog. He sido policía durante seis años y jamás he conocido a nadie como tú.
—No hay mucho que contar. Soy el rey de los caddies. El mejor
looper
que ha llevado nunca una bolsa. Soy simplemente un caddie de club y estoy orgulloso de serlo. Los que llevan bolsas en torneos no son nadie. Llevar bolsas para un buen jugador es una chorrada. Dos a la espalda y dos más en un carro. Ése es el test verdadero de una «cabra». Me conozco cada campo de esta ciudad como la palma de la mano. Soy una leyenda en vida.
—Te creo. No está mal el fajo que me enseñaste anoche. ¿Cómo es que duermes fuera con todo el dinero que tienes?
—Eso es una cuestión personal, tío, pero te lo cuento si me dices algo, ¿vale?
—Vale.
—¿Por qué dejaste la policía?
—Porque me iban a echar. Bebía mucho y mis tests de mantenimiento estaban por los suelos. Era demasiado sensible para ser un madero.
Eso era aproximadamente la tercera parte de la verdad, pero el comentario sobre la «sensibilidad» era una mentira descarada.
—Te creo, tío —dijo Fat Dog—. Tienes ese aspecto nervioso de los alcohólicos. Me di cuenta por la cantidad de café que bebes. Los alcohólicos son unos fanáticos del café.
—Volviendo a lo tuyo, Fat Dog —dije—. ¿Por qué vives al aire libre?
Permaneció en silencio durante un minuto más o menos. Parecía estar ordenando sus ideas. Subimos por Sunset y yo tuve que maniobrar entre el tráfico denso en dirección este, debido a las curvas cerradas y a los repentinos cambios de dirección. Cuando habló, lo hizo con voz tensa, menos arrogante, como la de alguien que trata de explicar algo profundo y sagrado.
—¿A ti te gusta un buen coño?
—Desde luego —contesté.
—¿Alguna vez has querido tener una tía que te diese todo lo que necesitas? ¿Que no tuvieras que preocuparte por ella? O sea, que no tuvieras que preocuparte de que jodiese con otros tíos. Que te es fiel. Y es que esta tía es perfecta. Su cuerpo es exactamente como el que siempre has soñado. ¿Y que hasta te apetece estar con ella después de que te la has tirado? Pues eso es lo que siento yo por los campos de golf. Son hermosos y misteriosos. Yo no duermo bien en una casa. Tengo pesadillas. A veces, cuando llueve, duermo debajo del alero que hay en la caseta de los caddies en Bel-Air. Está seco, pero está fuera. Los campos de golf son muy tranquilos. Casi todos los de Los Ángeles están en barrios bonitos, con casas grandes y antiguas. La gente suele dejar la luz encendida porque creen que nadie los puede ver. Yo he visto cada cosa más rara… Una vez, cuando estaba acampado en Wilshire South, vi a una señora pegando a su perro, a un cachorro y luego enrollarse con otra tía ahí mismo en el suelo. ¡Estos jodidos ricos que pertenecen a los clubes, se creen que son dueños de los campos de golf, pero ellos sólo juegan a golf y yo vivo en ellos, en todos ellos! Los campos de por aquí son la mejor tierra de Los Ángeles. Valen billones de dólares y yo los utilizo todos de cama. Yo llevo las bolsas y soy el mejor y sé cosas que ninguno de estos ricos capullos sabrá jamás.
—¿Qué clase de pesadillas sueles tener?
Fat Dog vaciló antes de contestar.
—Nada, cosas de miedo —dijo—. Monstruos, dragones, animales que me persiguen. No volver a ver a mi hermana.
—Hoy seguí a tu hermana. Fue a sacar dinero a un banco; luego visitó a una gente en Vermont y Melrose. ¿Tienes idea de quiénes pueden ser?
—¡No! —gritó Fat Dog—. ¡Tú eres el detective, lo averiguas tú! ¡Te he dado mil dólares para eso! ¡Y entérate también de qué pasa con ese chorizo de Kupferman! ¡Yo te pago! ¡Entérate tú!
Entré en la carretera de acceso al campo de golf, paré el coche y miré a Fat Dog. Estaba rojo y temblando, sus ojos como puntas de miedo y odio. Mi cliente estaba loco. Yo comencé a hablar, tratando de consolarle, pero se puso a gritar de nuevo.
—¡Entérate tú, chupapollas! ¡No te olvides que trabajas para Fat Dog!
Salió del coche y se encaminó hasta la valla. Comenzó a trepar por ella; luego se dio la vuelta para lanzarme una salva de despedida.
—Tú no eres alemán, cabrón. ¡Amante de judíos! ¡Amante de negros! Ni siquiera pudiste mantener tu trabajo en la policía, eres…
De pronto me volvió el dolor de cabeza. Bajé del coche, corrí hasta la valla y eché a Fat Dog al suelo tirando de su cinturón. Al caer, le di la vuelta y le golpeé en el estómago. Él se revolvía jadeando mientras yo le decía en voz baja:
—Escúchame, cutre de mierda. A mí nadie me habla de esa manera. Hoy consulté tu historial y sé que eres un exhibicionista. Tienes dos opciones. Puedes pedirme perdón por lo que has dicho y yo seguiré trabajando para ti. Si no, te pondré una denuncia por exhibición indecente. Con tus antecedentes, eso significa que te ficharán como delincuente sexual, lo cual no es muy agradable. ¿Qué eliges?
Fat Dog recuperó la respiración y contestó:
—Te pido perdón.
—Muy bien —dije—. Te doy una semana de mi tiempo. Te dejaré una nota en el bar si necesito hablar contigo. Haré el trabajo lo mejor que pueda. Al final de la semana te pasaré un informe escrito.
Le di un empujón que le ayudó a saltar la valla. Lo observé encaminarse en la oscuridad hacia su santuario y luego me fui con una sensación de repugnancia mezclada con una especie de fascinación enferma.
No tenía otro sitio donde ir sino a casa de Walter. Dejé la calle Wilshire con el cuerpo entumecido y absorbido en un dilema moral: había sido contratado por un loco vengativo para trastornar las vidas de dos personas decentes. Tuve la oportunidad de abandonar el caso, pero no lo hice. No podía; estaba hechizado por un loco. Como parecía un problema insoluble, traté de no pensar, lo cual no sirvió más que para empeorar el entumecimiento.
Como no encontré un sitio donde aparcar en la manzana donde vivía Walter, aparqué en el jardín de su casa. Si su madre viera las huellas de los neumáticos, me mandaría al infierno de la cienciología, pero así con todo, decidí correr el riesgo. Entré por el jardín de atrás. La luz de su dormitorio lo delataba durmiendo la mona frente al televisor. En la pantalla, un gigantesco reptil atacaba una metrópolis japonesa, derribando rascacielos con la cola. Acaricié la idea de disparar a Godzila y ver explotar la tele, pero sabía que Walter jamás me lo perdonaría. Había dos botellas vacías de scotch en el suelo junto al sillón. Resultaba un tanto siniestro. Walter era un borracho y cuando no podía engatusar o amenazar a su madre para que le diera dinero, robaba botellas de whisky del
drugstore
de la esquina de Wilshire y Western. Para mi amigo, el licor era un viaje a la inconsciencia, pero era un inepto chorizo. Tenía miedo que si lo cogían los policías sabrían reconocer su locura y lo mandarían al Departamento 95 y a Camarillo.
Miré a través de la ventana y subí a su cuarto. Llevé a Walter en brazos a la cama y le metí dos billetes de cincuenta en el bolsillo. Justo en el momento en que apagué la tele, Godzila estaba siendo eliminado por una especie de rayo atómico.
—Te quiero, cabrón, pero es que me estás haciendo polvo —dije, mientras apagaba las luces y salía por la ventana. Comenzaba a refrescar. Al llegar a casa, me quedé dormido en el sofá con la ropa puesta.
El imperativo moral de mi caso, se me planteó al despertarme a la mañana siguiente. ¿Era Fat Dog peligroso? ¿Constituía acaso una amenaza para Sol Kupferman y Jane Baker? Los exhibicionistas suelen ser los más dóciles de los pervertidos sexuales, pero Fat Dog acababa de mostrarme su vena enfermiza. Si tenía intención de hacer daño a su hermana o a Kupferman, mi deber era impedirlo. Investigar sobre Fat Dog con su propio dinero se me antojó terriblemente irónico; como el teatro del absurdo en Los Ángeles. Decidí comenzar por Venecia.
Fui en mi coche hasta LaBrea, donde cogí Santa Mónica en dirección oeste. Eran las diez, y ya la contaminación comenzaba a formarse. Dentro de poco, los ecologistas abolirían el uso de los coches y yo tendría que trabajar como recuperador de caballos. Afortunadamente para mí, Cal Myers se daría cuenta antes y conseguiría monopolizar el mercado de bestias de ocasión. Ya los estaba viendo: Cal's Casa de Caballo, Cal's Imports (de caballos árabes, naturalmente) y Cal's Palomino. Cal acabaría rodando sus anuncios hundido hasta las rodillas en mierda de caballo.
Al llegar a Venecia, aparqué en el lugar exacto donde Fat Dog se había apeado la noche anterior. Mi plan era sencillo. Consistía en entrar en todas las casas, aparcamientos y garajes abandonados en cuatro manzanas en dirección sur y preguntar a cada uno que me encontrase por el camino. Fat Dog no pasaba desapercibido y probablemente alguien del barrio sería capaz de proporcionarme pistas. Eché a andar. Estaba empezando a hacer calor y me molestaban la chaqueta y la corbata. La gente comenzaba a mirarme sospechosamente. Tenía pinta de madero. En Venecia, sólo la madera lleva chaqueta y corbata.
Las dos primeras manzanas resultaron infructuosas. En la tercera, vi a un borracho vagando por la calle, bebiendo de una bolsa marrón de papel. Tenía aire avispado, así que lo abordé. Cometí una infracción enseñando mi placa falsa.
—Agente de policía —dije—. Usted quizá puede ayudarme.
El borracho asintió, asustado. Cuando acabé de describir a Fat Dog, gritó:
—¡Yo he visto a ese cabrón! ¿No es uno que lleva una camiseta con un cocodrilo? ¿Y una gorra de béisbol?
—Ese es.
—¿Por qué lo buscan?
Quedé bien:
—Por molestar a niños pequeños.
—Lo sabía. Una vez estaba sentado en un camino y viene el cabrón y dice que mueva el culo. Decía que era propiedad suya. Como me parecía que estaba loco, me aparté. Vaya cabrón.
—¿Recuerda usted dónde estaba?
—Claro que sí. Es aquí, a la vuelta de la esquina.
—Lléveme allí, ahora mismo.
Doblamos la esquina, y el borracho me llevó a una pequeña casa de madera. Había un camino de tierra que se adentraba en un jardín lleno de maleza y hierba alta. En la parte trasera del jardín, había una cabaña forrada de cartón embreado sin ventanas y torcida que destacaba entre un montón de maleza. Era la perfecta representación visual de la paranoia de Fat Dog. Di las gracias al borracho y le pedí que se marchara. Se fue mirándome extrañado por encima del hombro.
Decidí entrar por la fuerza. Primero llamé a la puerta principal de la casa grande, y luego a la de atrás. No había nadie en casa. Entré en el patio de atrás. Había juguetes rotos tirados entre las hierbas. Afortunadamente, la puerta de la cabaña estaba resguardada de la calle y el sistema de la cerradura parecía de chiste: una simple bisagra asegurada con dos clavos y una planchita de metal unida a un candado barato. Encontré la barra de una cortina entre los juguetes rotos. Tenía unas puntas dobladas que parecían lo bastante delgadas como para hacer de destornillador. Lo intenté, pero nada. La impaciencia se apoderó de mí, metí la barra debajo de la planchita de metal e hice saltar el «mecanismo». La madera se astilló, dejando unos agujeros en el lugar de los tornillos. Ya era imposible no dejar rastro.