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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (3 page)

Decidí no rechazar el caso. Podría dedicarme a él durante el tiempo libre del otro trabajo. Me atraía la idea de hacer un trabajo de observación. Parecía un interesante cambio de rutina.

—Muy bien, Fat Dog, acepto. Voy a seguir a tu hermana y a ese canalla sin nombre. Vamos a darle una semana. Yo averiguaré todo lo que pueda, pero antes necesito más información.

Saqué un bolígrafo y un cuaderno.

—Tu hermana se llama Jane Baker y tiene veintiocho años, ¿cierto?

—Cierto.

—¿Tienes una fotografía?

Fat Dog sacó una cartera vieja y sobada y me dio una instantánea. Jane Baker era una mujer hermosa. Su boca denotaba humor y sus ojos inteligencia. Era la antítesis de su hermano. Cuando guardé la foto en el cajón de mi mesa, Fat Dog me miró, suspicaz, como si me acabara de entregar un icono y tuviera miedo de que lo fuera a romper.

—No te preocupes —dije—. Tendré cuidado con ella y te la devolveré.

—Más vale, porque es la única que tengo.

—Ahora háblame de ese tío. Cuéntame todo lo que sepas.

—Se llama Sol Kupferman. Es el dueño de la peletería Solly K. Vive en el 8914 de Elevado. Eso está en Beverly Hills, al norte de Sunset, cerca del hotel Beverly Hills.

—Descríbelo.

—Tiene unos sesenta y cinco años, es flaco, tiene el pelo rizado con canas y la nariz grande. El típico judío.

Copié toda la información tal y como él me la daba.

—¿Qué puedes contarme sobre Kupferman? Por lo visto, tu plan consiste en enseñarle a tu hermana toda la mierda que yo pueda averiguar sobre él.

—Has cogido la idea. Ese es mi plan. He oído muchas cosas sobre Solly K. Todo malo, pero todo rumores de los caddies. Tienes que tener en cuenta sus orígenes. Es que yo tengo una corazonada. Como una intuición, ¿sabes lo que quiero decir?

—Sí. ¿Cómo conoció tu hermana a Kupferman?

—Yo estaba paseando por Hillcrest hace unos diez o doce años. Allí es donde todos los judíos juegan al golf. Ella solía venir a verme a la cabaña de los caddies. A veces trabajaba en la cafetería. Pero a mí no me gustaba que lo hiciera porque esa gente es una guarra. El caso es que allí fue donde conoció a Solly. Él es socio del club. La conoció en el campo de golf. Ella salía a pasear por allí. Hizo que se interesara por la música y que se apuntase a clases de solfeo. Desde entonces ha estado viviendo con él. Ella dice que es su mejor amigo y su protector. Ahora ella me odia. ¡Todo por culpa de ese judío cabrón!

Fat Dog estaba a punto de perder el control o de echarse a llorar. Su antisemitismo resultaba repulsivo, pero yo quería saber más sobre él. En cierto sentido me sentía atraído por esa rabia enorme que padecía.

Traté de calmarle.

—Voy a esforzarme al máximo, Fat Dog. Seguiré a los dos de cerca y averiguaré todo lo que pueda sobre Kupferman. Tú estate tranquilo, no le preocupes.

—Vale, ¿quieres pasta?

El iconoclasta que llevo dentro, me decía que había una buena parte de lógica en su locura.

—No, si eres tan rico como dices, no tengo por qué preocuparme. Voy a dedicarle como una semana a este asunto. Ya me pagarás al final.

Fat Dog sacó su vieja cartera mexicana y comenzó a blandir un fajo de billetes delante de mi cara. Debía haber al menos sesenta o setenta billetes de cien. No me extrañó. Toda una vida en Los Ángeles me había enseñado a no dar crédito a mis ojos más que en cuestiones de dinero. Fat Dog pretendía impresionarme. Como no quería defraudarle, le lancé un hueso. De hecho, él ya me había echado uno bueno.

—¡Vaya, vaya! Yo dejo esto y me hago caddie. A mí que me den una tía cachonda que le guste follar. Se la meto en medio del campo de golf y fuera.

Fat Dog se echó a reír como una hiena y amenazaba con caerse de la silla. Había dado en el clavo. Esperaba que no quisiera más, porque yo me canso rápido de hacer el bufón.

Tras un minuto, más o menos, recuperó la compostura y volvió a ponerse serio.

—Tú eres lo que necesito, tío. Fat Dog sabe juzgar a la gente y tú eres guay.

—Gracias. Dame tu dirección y tu número de teléfono. Tendré que ponerme en contacto contigo.

—Es que yo me muevo mucho y en verano duermo fuera. No es fácil encontrarme. Los Ángeles está lleno de neuróticos pirados y nunca puedes estar seguro de que no tengan tu número de teléfono. Me puedes dejar aviso en el Tap & Cap, es una cervecería que hay entre Santa Mónica y Sawtelle. Ya lo recogeré yo.

—De acuerdo. Sólo una cosa más. Dices que tu hermana es músico. ¿Qué instrumento toca?

—Una de esas cosas grandes de madera que se aguantan en una barra.

El violoncelo. Qué interesante. En cuanto Fat Dog salió por la puerta me quedé pensando si sería buena violoncelista.

Llamé a un viejo amigo que trabajaba en el Servicio de Fichas e Información de la policía de los Ángeles y le di los tres nombres con la descripción y el año aproximado de nacimiento: Solomon
Solly K
Kupferman, Frederick
Fat Dog
Baker y Jane Baker. Le dije que le llamaría más tarde para que me diera toda la información que hubiese encontrado.

Saqué mi Cutlass demo del aparcamiento. Parecía lo suficientemente lujoso para un trabajo de observación en Beverly Hills. Fui en dirección este en Pico y hacia la izquierda en Beverly Drive, subiendo por el corazón del distrito financiero de Beverly Hills y pasando por delante de tiendas que ofrecían todo tipo de moda, baratijas y el más opulento aburrimiento. Al norte de Santa Mónica, las lujosas fachadas de negocios dejaban paso a las lujosas fachadas privadas: enormes extensiones de césped bien cuidado, delante de mansiones tipo 'Pudor, villa española y
château
seudomoderno. Más allá de Sunset, las casas se hacían aún más grandes, eso era el llamado «distrito del pavo real bajo el cristal».

La casa de Sol Kupferman estaba dos manzanas al norte de Sunset, saliendo de Coldwater. No estaba nada mal. Era una mansión morisca de un blanco inmaculado con dos torretas gemelas en las que ondeaba la bandera de California. La casa estaba a unos cuarenta metros de la calle. Una familia de osos de piedra pastaba en la amplia extensión de césped de la entrada y había dos Cadillacs aparcados en el camino de entrada a la casa: un Eldorado descapotable de un año de antigüedad y un Coupé de Ville de cuatro o cinco años.

Aparqué justo al otro lado de la calle y decidí no esperar más de una hora para ahorrarme un enfrentamiento con la policía de Beverly Hills. Saqué los prismáticos y comprobé el número de matrícula de ambos coches. El Eldorado llevaba una matrícula personal: Sol K. El Coupé de Ville también: Cello-1. Por ahora el caso iba sobre ruedas. Puse la radio justo a tiempo para coger la
Sobremesa en el centro musical
de la cadena KFAC. Thomas Cassidy estaba entrevistando a una chica francesa sobre el estado actual de la ópera francesa. El tío era un basto, no paraba de hacer ruido con el tenedor.

Apagué la radio y volví a tomar los prismáticos. Precisamente estaba enfocando a la puerta principal cuando ésta se abrió mostrando a un hombre vestido con un traje de negocios que llevaba una cartera. Este se dispuso a bajar las escaleras. Lo había visto antes, de eso me di cuenta inmediatamente, pero mi formidable memoria tardó unos segundos en darme el lugar y el momento. Era en el club Utopía, a finales de 1963, justo antes de que el lugar ardiera y pasase a mejor vida. El hombre, que se adaptaba perfectamente a la descripción proporcionada por Fat Dog, se metió en el Eldorado y salió a la calle marcha atrás, para luego pasar delante de mí en dirección opuesta.

Me dispuse a seguirlo. Lo alcancé en la esquina, justo antes de que virase hacia la derecha en la calle Cold Water. Dejé que un coche se interpusiera entre los nuestros, donde Cold Water se convierte en Beverly Drive, y nos dirigimos hacia Beverly Hills en dirección sur. Fue un viaje corto. Viró hacia la derecha en Little Santa Mónica
y
dejó el coche en la calle media manzana más abajo. Yo pasé de largo. Había aparcado delante de Solly K Peleteros. Lo vi entrar en el edificio a través del espejo retrovisor. Tenía que tratarse de Kupferman.

En diciembre de 1968, el club Utopía, un sórdido cóctel bar situado en Normandie cerca de Slauson, fue incendiado. Seis clientes asiduos del bar ardieron hasta morir. Los testigos supervivientes describieron cómo tres hombres que habían sido expulsados del bar esa misma tarde, habían vuelto a la hora de cerrar y habían tirado un cóctel Molotov en el concurrido local, conviniéndolo en un infierno. Los tres hombres fueron detenidos por detectives de la policía de Los Ángeles, unas horas más tarde. Admitieron su culpabilidad, pero negaron que hubiera sido idea suya. Alegaron la existencia de un «cuarto hombre», que se entrevistó con ellos cuando fueron expulsados del bar y fue instigador directo del crimen. Nadie los creyó. Los hombres eran pintores de profesión y tenían un historial muy largo, fueron juzgados y hallados culpables de asesinato. Fueron de las últimas personas en ser ejecutadas en la cámara de gas de San Quintín.

Recuerdo bien el caso aunque no tuve ninguna relación con él. Entonces, yo era un novato de veintidós años que trabajaba en la Wilshire Patrol. Para relajarme después del trabajo solía ir con los compañeros de la patrulla a beber y a contar batallitas. Una noche, después del Día de Acción de Gracias de 1968, íbamos en coche otro novato y yo, y acabamos en el posteriormente famoso club Utopía. Estábamos sentados en la barra y, de pronto, al hombre que tenía sentado a mi lado, se le cayó el whisky encima de mi nuevo jersey blanco de cachemira. Era delgado, con aire semítico y de unos cincuenta años. Se disculpó muy efusivamente y hasta me ofreció comprarme un jersey nuevo. Yo, educadamente, lo dejé correr a pesar de que estaba bastante cabreado. El hombre se marchó después de disculparse varias veces.

Tengo una memoria casi perfecta. Nunca me olvido de una cara. Hacía más de diez años del incidente, pero estaba seguro: el hombre que encontré esa noche en el bar era Sol Kupferman. Apenas había envejecido, lo cual era una mera coincidencia y probablemente no quería decir nada. Si alguna vez tuviera que hablar con Solly K., le preguntaría: «¿Qué hacía usted en ese antro en el sur, en el otoño del 68?» Y él con toda la razón me miraría como si estuviera loco y diría: «No lo sé», o «¿Estuve yo allí?»; o «No me acuerdo».

Consideré mis opciones. Podría esperar a que saliera de la oficina y seguirle después o podría irme y continuar la investigación al día siguiente. Decidí irme al barrio antiguo a ver a mi amigo Walter.

3

La Western Avenue, entre Beverly y Wilshire, y las manzanas que la rodean, constituyen mi antiguo barrio. Este está situado tres kilómetros al sur del centro de Los Ángeles y un kilómetro al sur de Hollywood y no tiene nada de particular. El prosaico discurrir de las vidas cotidianas no produjo allí más que un caótico grupo de jóvenes, una buena porción de los cuales asumían papeles simbólicos de los torturados años sesenta: veterano del Vietnam, drogadicto, activista universitario y el quemado de la vida. El barrio ha cambiado algo topográficamente: el mercado de Ralph es ahora una iglesia coreana, las viejas gasolineras y aparcamientos han sido transformados en feos centros comerciales. El elemento humano de la zona, la gente que era relativamente joven cuando yo era niño, es ya mayor, y está llena de resentimientos y miedos nacidos tras veinte años de una historia incomprensible.

Eso es lo único especial. La biblioteca que había entre Council y St. Andrews, sigue teniendo la misma bibliotecaria y los bares de la calle Western aún suministran a la gasolinera Wilshire Station una enorme cantidad de conductores borrachos. Pero ahora es diferente; es un cementerio de la clase media americana, donde habita la mala conciencia de mi pasado y que me produce unos funestos escalofríos cada vez que paso por allí, cosa que hago con frecuencia.

Me marché de allí poco después de la muerte de mis padres, como casi toda la gente con la que me crié. Pero mi amigo Walter se quedó, oculto en la vieja casa de la esquina de la calle Cinco y Serrano; con su desquiciada madre, que es de la Iglesia de la Cienciología, su televisor, sus novelas de ciencia ficción y su vino Thunderbird. Tiene treinta y ocho años y hace veinticinco que somos amigos. Es la única persona en mi vida a la que he querido sin reparos. No quiero ponerme a juzgar su desidia, su afán de autodestrucción, la compleja relación que mantiene con su madre, ni sus incipientes psicosis. Acepto su extraña forma de querer, su odio hacia sí mismo y su mala leche. Nuestra relación consiste en veinticinco años de experiencias compartidas, juntos y en nuestra propia soledad; libros, música, películas, mujeres, mi trabajo y su imaginación. En esto último, Walter lleva la voz cantante: es mucho más inteligente que yo y en los quince años que han pasado desde que salió del instituto, su vida sedentaria le ha dado tiempo para leer miles de libros, del más profundo al más trivial, para asimilar la buena música hasta lo más hondo de su conciencia y para ver todas y cada una de las películas que han desfilado por la pantalla del televisor.

Todo esto constituye un gran contexto referencial para una mente ágil como la suya, y es que Walter ha llevado la fantasía hasta dimensiones geniales. Él es pura fantasía verbal. Walter jamás ha escrito, filmado ni compuesto nada. Aun así, en su perpetua cogorza de vino T-Bird, es capaz de transformar sus alucinaciones de borracho en toda una serie de reflexiones y parábolas que dan siempre en el clavo. Eso ocurre sólo cuando tiene un buen día. Cuando no, parece un chaval de instituto alucinando con un
speed
malo. Ese día yo tenía la esperanza de que estuviera de buenas, porque estaba bastante animado y me venía bien un cierto estímulo. El poder de un epigrama de Walter es capaz de clarificar el día más absurdo.

Pasé por el mercado de Mayfair para comprar tres botellas de vino barato. Walter trabaja mejor inspirado por una buena cantidad de T-Bird. Demasiado poco le produce mal humor y una cantidad excesiva le provoca incoherentes divagaciones. T-Bird es la bebida favorita de Walter porque es barata y la obtiene con facilidad a base de engañar a su madre, robándole del monedero o cortando el césped a cambio de unos pocos dólares.

Fui a la parte de atrás del jardín, donde el cuarto de Walter da a la hierba seca del jardín. Walter es muy mal jardinero. La televisión estaba puesta. Golpeé en la ventana:

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