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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (4 page)

—Walt, borracho —dije—. Estoy aquí. Te he traído regalitos. Sal.

Volví al jardín, cogí una silla, abrí una lata de Ginger Ale para mí y dispuse las tres botellas de vino simétricamente en la vieja mesa metálica que tenía delante.

Walter salió cinco minutos más tarde, con unos vaqueros cortados y un jersey de Mahler. Mide alrededor de uno ochenta, tiene el pelo castaño claro y unos ojos azules extremadamente claros. Aunque no es gordo, se contonea al andar.

—Bienvenido, Fritz. Ah, pues sí que me has traído regalos; qué detalle.

Se sentó a mi lado, agarró una botella y la vació de un trago. De pronto se le encendió el rostro, sus ojos parecían expandirse y todo su cuerpo se agitó. Estaba en marcha. Sacó un paquete de Marlboro, encendió uno y le echó una buena calada. Yo me preguntaba qué derroteros iba a tomar nuestra conversación.

—Pareces pensativo, Fritz. Debes estar preocupado. ¿Qué, ya estás pensando en tu futuro otra vez? Creo que te vendría bien tomar algo. Pero ya sé que no vas a hacerlo, porque sólo la mitad de ti lo quiere. Lo que no sé es si es tu mejor mitad. Yo te conozco mejor que nadie, incluido tú mismo.

—Vete a la mierda. Es verdad, he estado pensando en mi futuro. Llevo un día muy raro. Un caddie piradísimo me ha ofrecido pagarme ciento veinticinco dólares extra al día por sacar mierda sobre un rico que vive con su hermana. Parece un tirado, pero anda por ahí con un fajo de seis mil dólares. Es una pasada, macho.

—Seguro que haces un buen trabajo, que tú eres un buen buscamierda. No tienes ninguna clase de moralidad. Eres un tiburón con cara de niño. Tenemos la misma edad, pero tú aparentas veinticinco y yo cuarenta. Eso lo atribuyo yo a que te niegues, por desesperado que estés, a beber vino, Fritz. ¿Tú quién crees que mató a Dalia Negra?

Emití un quejido ante la mención de la que ha sido nuestra mutua obsesión desde nuestros años de jóvenes borrachos.

—No lo sé. Y, ¿sabes una cosa? Me da igual. Hazme un favor, cambia de tema, ¿quieres?

—De acuerdo, por ahora. Pásame otra botella, anda, que tengo sed.

Ésta se la bebió de dos tragos. Ahora sí que estaba rojo. Se le estaban poniendo ojos de maníaco y comprendí que se ponía a hablar sobre ciencia ficción o sobre su madre, que para el caso es lo mismo.

—La chica ha llegado por fin a su cénit, Fritz. Está senil aunque sigue siendo cautelosa además de una gran maestra en el juego. Tiene intención de vivir eternamente y va en busca de nuevas víctimas. Mi padre, Dios lo tenga en su seno, y yo no fuimos más que el principio. Últimamente ha estado frecuentando bailes de jubilados, y se ha ligado a un frutero, un italiano medio rico que es dueño de unas tierras en el valle. Me parece que se va a casar con él. Tiene setenta años, no ha jodido desde que me concibieron y ahora viene con ésas. No me lo puedo creer. Si es que él casi no sabe ni hablar, sólo gruñe. Tiene enfisema y va por ahí con una bombona de aire comprimido que parece una pistola de rayos láser ¡La hostia! Pero sí ella no necesita su dinero. Le he dicho que en cinco años la tarjeta de crédito antimateria entrará en funcionamiento, que no tendrá más que pasarse por el banco, echarle el rollo al altavoz, meter la tarjeta y sacar toda la pasta que quiera. En ocho años habremos sido todos transportados al vacío sublunar, donde un medio ambiente controlado nos permitirá vivir durante siglos con una salud perfecta. La gilipollas no se ha dado cuenta y lo va a mandar todo al carajo por un frutero de mierda. Tiene miedo de quedarse sola. ¿Lo sabes, verdad, Fritz? Cuando tenga al otro bien pillado, me dará una patada en el culo como hizo con mi viejo y tendré que ponerme a trabajar. Aún no me lo puedo creer.

Se abalanzó sobre la última botella, pero yo la cogí primero.

—Todavía no. Dentro de nada estarás con tu rollo de «Luna llamando a Tierra, Luna llamando a Tierra». Me tengo que abrir porque tengo el caso este en el que estoy trabajando y mogollón de recuperaciones que hacer, así que lo más seguro es que no nos veamos en una semana o así. Ahora mismo quiero irme a casa y escuchar un poco de música. Recuerda que la temporada del Auditorio Hollywood empieza la semana que viene y que he reservado un palco para nosotros. No te preocupes por el italiano. Si te fastidia, arráncale la bombona. Me voy.

—De acuerdo. Si sale algún tema drástico, algo que pienses que yo pueda ayudarte a aclarar, me llamas.

—Muy bien, Walter. Oye, cuídate. Nos vemos.

De camino para casa, traté de no preocuparme por Walter, hoy había sido una mala sesión. Yo no había conseguido lo que quería de él, ni le había dado lo que yo pensaba que él necesitaba. Resultaba duro ser testigo de su permanente suicidio. Paré el coche junto a una cabina y llamé a Irwin al trabajo.

No estaba alterado por la violencia del día anterior como yo suponía. Aceptó seguir conmigo, y me conmovió tanto su lealtad que le ofrecí un 5 % de mis ganancias sin que tuviera que hacer horas extra. Entonces tiré la bomba. Le conté que tenía un caso y que los diez delincuentes eran todos para él. Al principio no se lo creyó, pero poco a poco fue calando. Le dije que contratase a su fogoso sobrino israelí para que hiciera el trabajo concreto de despojar a la gente. Tras un efusivo agradecimiento, colgó.

Al llegar a casa, puse un disco de Schubert para tratar de quitarme a Walter de la cabeza. El sistema funcionó hasta que recordé que cuando murió, Schubert tenía la edad de Walter.

4

Al día siguiente comencé la vigilancia de Jane Baker. Sol Kupferman era, en buena lógica, la persona por la que debía empezar, ya que supuestamente era el villano del triángulo, pero no quería tener que seguirle a un ostentoso restaurante a la hora de comer y hasta su casa, al final del día. Menudo palo. Seguro que Jane Baker se movía más. Además era bastante más guapa.

Llegué a mi puesto delante de la casa hacia las ocho de la mañana. En Beverly Hills nadie se levanta antes de esa hora, excepto los mayordomos y las criadas. Yo tenía mi propio coche; un Camaro Ragtop del 69, y estaba preparado para hacer de detective. Llevaba una chaqueta y una corbata de sport, los zapatos limpios y un surtido de placas de aire oficial como «delegado especial» o «investigador internacional». Las había comprado en una tienda de novedades en Hollywood Boulevard. Ningún recuperador debía pasar sin ellas.

Jane Baker salió por la puerta a las nueve cuarenta y cinco. Hacía justicia a su fotografía. Con su traje pardo de lino y el pelo recogido atrás en un moño, parecía el prototipo de mujer ejecutiva. Miré su cara con los prismáticos mientras pasaba junto al Eldorado de Kupferman y se dirigía al viejo de Ville. Resultaba extraño imaginarse a esta joven delgada y eficiente como hermana del sucio Fat Dog, y aun así, existía una cierta semejanza: las mejillas abultadas, los ojos separados y ese gesto decidido en la boca, que resultaba sensual en Jane y feo en su hermano.

Había bastante tráfico en dirección sur hacia el distrito comercial de Beverly Hills (mujeres conduciendo Cadillacs y Mercedes en su temprana peregrinación hacia las boutiques de Fat City), pero Jane era fácil de seguir. Fuimos por la calle Beverly Drive hasta Big Santa Mónica y luego en dirección este hasta Hollywood. Era un paseo agradable. El cielo estaba libre de calina y las colinas de Hollywood esplendorosamente verdes. Jane Baker viró hacia la derecha al llegar a la calle Highland, y entró en el aparcamiento de la sucursal del Banco de América.

Aparqué tres espacios más abajo que ella, le di dos minutos y a continuación la seguí hasta el banco. Estaba lleno a causa de la hora punta, por lo que tardó unos minutos en llegar a la caja. El cajero estaba contando varios billetes de cincuenta. Debía haber casi mil dólares encima del mostrador. Jane se guardó los billetes en el bolso. Me apresuré a volver al coche, mientras me preguntaba por qué una mujer de Beverly Hills tiene que recorrer todo el camino hasta Hollywood para ir al banco. ¿Y adonde iba Jane Baker con mil dólares en el bolso?

No me dejó mucho rato en suspense. Un minuto más tarde aceleraba a fondo por la calle Highland. Esta vez resultó más difícil seguirla, desenvolviéndose con destreza entre el tráfico de la mañana. Al norte de la Hollywood Bowl, entró en la Hollywood Freeway. Poco después nos encontrábamos tomando curvas sobre el valle, cuyo horizonte aparecía cargado de neblina.

Estuve a punto de perderla un par de veces, pero cuando llegó al Victory Boulevard iba justo detrás de ella. Me condujo hacia las barriadas más pobres de Van Nuys. No había ni aceras, sólo feas casas de apartamentos de ocho o diez unidades y casas pintadas con depresivos tonos pastel. Yo había tenido que hacer varias recuperaciones por ahí. La gente que se ve atrapada en trabajos sin porvenir, suele negarse a pagar las mensualidades de los coches. Jane aparcó en una de las calles más sórdidas. La adelanté y me detuve en la esquina. Por el espejo retrovisor la vi subir por un camino de grava e introducirse en una pequeña casa amarilla de madera.

Jane apareció a los cinco minutos y al poco rato, nos encontramos de nuevo en la autopista de Ventura, esta vez en dirección sur. Ahora conducía con tranquilidad y yo me mantuve varios coches detrás, con los ojos fijos parte en la carretera y parte en las largas aletas del coche. La seguí por la Hollywood Freeway en dirección este.

Diez minutos después, Jane señalizó su salida de Freeway Land y la seguí hacia el norte en Vermont y en dirección este en Normal Avenue, una calle ruinosa con casas de pisos que albergan a los estudiantes del cercano L. A. City College. En el momento en que aparcó, yo estaba justo detrás de ella.

Mi estómago empezaba a quejarse y yo estaba perdiendo la paciencia. De pronto se me ocurrió que Fat Dog podría intentar rehuirme para no pagar la cuenta. Ahora le iban bien las cosas, pero tenía el aire de un jugador de carreras al que le ha caído un chollo y que va por ahí enseñando el fajo que está seguro de perder. Me jodía bastante la idea de que un macarra de campo de golf pudiera tomarme el pelo.

Jane cruzó la calle aprisa y se introdujo en un edificio de cuatro pisos. Esta vez pude ver que quien le abrió la puerta era un viejo. Copié la dirección, volvió unos segundos más tarde, casi corriendo hacia su Cadillac. Arrancó y yo estaba ya preparado para una emocionante persecución pero mi coche no se ponía en marcha. ¡Mierda! Era el colmo de un día frustrante. Vi a Jane Baker torcer hacia la derecha y desaparecer de mi vista.

Salí del coche con el estómago revuelto como un perro hambriento y abrí el capó del coche. No soy mecánico, pero me di cuenta inmediatamente de cuál era el problema. Se había soltado el alambre del distribuidor. La reparación duró un momento, pero, claro está, Jane Baker estaría ya lejos. Doblé la esquina de Vermont y encontré un bar sin bebidas alcohólicas lleno de estudiantes. Compré un cuarto de leche y dos sándwiches de pastrami fríos. Me metí en un callejón y eché una muy retrasada meada detrás de unos cubos de basura. Una pareja de negros cogidos de la mano pasó por delante en ese momento riéndose de mí. Últimamente me iba muy mal con los negros, debía tratarse de una venganza kármica contra mí por mis años en el departamento de policía.

Comí junto a mi coche mientras examinaba las diferentes posibilidades. Decidí centrarme en Sol Kupferman. Probablemente no era más que un viejo que se ponía cachondo con la joven violoncelista, pero es que había que tener en cuenta los 125 dólares de Fat Dog.

Mientras conducía, recordé la llamada que había hecho a la R & I (Brigada de Investigación). Encontré una cabina en la esquina de la Tercera y Vermont y llamé a mi colega Jensen. Tardó un rato en ponerse al teléfono.

—Hola, Jensen —dije—. Soy Fritz Brown. ¿Tienes la información que te pedí?

—Un momentito, Brownie. ¿Tienes algo para escribir?

—Sí, venga, suéltalo.

—Vale. Jane Baker no tiene antecedentes penales. Tenemos mogollón de Janes Baker aquí, pero ninguna puede ser ella atendiendo a la descripción que me has dado. Miré en Tráfico y me dieron esto: Jane Margaret Baker, 11-3-52, L. A., castaña y azules, 1,68, 58. Las cifras habituales y las citaciones habituales, salvo un par de citaciones por conducción temeraria, pero sin drogas ni alcohol por medio. ¿Podría ser ella?

—Es ella: Dime los otros dos.

—Vale. Hay cosas interesantes sobre Fat Dog Baker. Tres denuncias por vandalismo de joven. Las tres veces, el juez recomendó asesoramiento. Eso figura. Dos condenas por exhibicionista: 14-8-59 y 9-2-64. No están registradas como delito sexual. Igual estaba borracho, tendría ganas de sacar el pito y ponerse a mear. En «profesión» está inscrito como caddie, y si lo ha conseguido seguro que es muy bueno. Son la escoria. Dale a ese cabrón su merecido, aunque hace dieciséis años que no se mete en líos…

Le tuve que cortar. Jensen es un bocazas y no podíamos pasar así todo el día.

—Tenemos que darnos prisa, Papaíto; estoy aparcado en prohibida y hay una policía mirando mi letrero de «médico de servicio», que no acaba de creérselo. No quiero que me pongan una multa y ya no sé cómo engañarles.

—Eres un jodido cabrón. Bueno, Sol Kupferman. Fecha de nacimiento 13-5-15. No tiene expediente criminal. Fue llamado en dos ocasiones ante el Tribunal Supremo. Las dos veces estaban investigando un caso de apuestas. Eso fue en el 52 y en el 55. Eso es todo.

Ya tenía bastante. Le di las gracias a Jensen y colgué. Nada me sorprendió, excepto el informe sobre Kupferman. Las dos multas a Jane Baker por conducción temeraria sólo eran un signo de locura juvenil. Que Fat Dog fuera un exhibicionista no me sorprendió. Era un hombre enfermo. Pero que Solly K hubiera estado a punto de entrar o metido en el mundo del juego hacía veinte años, era interesante. Especialmente si lo relacionamos con su presencia en el club Utopía en el 68. En pequeños bares como ése, solían hacerse operaciones de apuestas. Había llegado el momento de hablar con el único profundo conocedor de los oscuros secretos de Los Ángeles. Me dirigí hacia el Sunset Strip a ver a Jack Skolnick. Por el camino y en honor a Jane Baker, puse el concierto para violoncelo de Dvorak.

Jack Skolnick tuvo un pasado muy variado. Durante más de cuarenta años, ha maniobrado en las márgenes de la alta sociedad de Los Ángeles, del mundo del espectáculo y del hampa, con la finura y perspicacia de un animal de la selva. Como un cerdo olisqueando trufas, sabe exactamente dónde hay que buscar y excavar. Bajo el eufemístico título de «agente», ha hecho de alcahueta, montado concursos fraudulentos con «participantes», ha servido de guía turístico para altos dignatarios (enseñándoles el «auténtico» Los Ángeles), ha vendido información a la policía, ha solicitado fondos para candidatos políticos de toda clase, ha traficado con deliciosos pasteles de marihuana y ha llevado una escuela de adiestrar perros. Su conocimiento de Los Ángeles y de las excentricidades de los ricos es impresionante. Por eso pensé que podría decirme algo sobre Sol Kupferman.

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