Authors: James Ellroy
Berkeley me asustaba. Los viandantes tenían un aspecto huraño y esteticista, como si se vieran empujados hacia sus adentros por fuerzas que no lograban comprender y sometidos angustiosamente por su rechazo a comer carne. Pasaba mucha gente por el centro, pero no vi a ningún famoso.
Por fin apareció la VW. De pronto me entró el cabreo. Tenía entradas para ver a la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles esa noche, y allí estaba yo, a 600 kilómetros de distancia, detrás de una contestataria que había robado una furgoneta. En vez de esperar a que entrase en el edificio para llevarme el coche sin más, crucé corriendo la calle y le corté el paso, blandiendo la orden de recuperación delante de sus narices.
—Soy un investigador privado y tengo una orden de recuperación para este vehículo. Tiene cinco minutos para sacar sus cosas, luego me lo llevo.
La chica asintió con la cabeza, pero cuando me acerqué al lado del conductor, me atacó. Había metido ya la llave en la cerradura, cuando recibí una fuerte patada en la pierna. Me di la vuelta con la puerta medio abierta y recibí el bolso de lleno en la cara. Nunca le había pegado a una mujer, pero esta vez me di la vuelta y levanté el brazo derecho. Pude contenerme. El pesado bolso de cuero venía de nuevo hacia mí. Lo agarré con ambas manos y lo lancé al otro lado del aparcamiento. Ahora la tenía encima, chillando y arañándome la cara. Sus gritos alertaron a los compañeros que había en el edificio y vi cómo observaban la escena desde la ventana. Agarré a la mujer y la arrojé contra el suelo.
Por suerte, la furgoneta arrancó sin dificultad.
La gente llegaba en manadas al aparcamiento. Me metí en el callejón que había detrás de éste. La mujer seguía de rodillas profiriendo insultos, de entre los cuales el mejor fue «barracuda urbano». El taxista había desaparecido. Encontré la dirección de su compañía en la guía de teléfonos, fui hasta allí y le dejé un sobre con cincuenta dólares a la recepcionista. Me dijo que Manny lo recogería al fichar la salida.
Volví a Berkeley a recoger mis cosas. Puse en orden mis observaciones sobre la mujer, su estilo de vida y su reacción cuando le mostré el precio de su culpabilidad. Llegué a la siguiente conclusión: si la vida tenía que ser un juego de dar y tomar, con una moralidad racional que decida quién da y quién recibe, yo debería tener cuidado con mi moral personal, pero quedarme en el lado de los que toman. Crucé el puente de la bahía y me agencié una habitación en el Fairmont, una chica de compañía y una botella de champán Mumms. Los Ángeles tenía buen aspecto al día siguiente por la tarde.
Salí de la autopista en Ventura Boulevard, donde se puede comprar todo lo que se quiera y lo que no se quiera. Las tiendas de esta neblinosa carretera son un muestrario de todas las estratagemas, sueños y estafas que la ahíta mentalidad americana puede llegar a idear. Va más allá de la tragedia, la vulgaridad y la sátira. Es la suprema ingenuidad. Hay aproximadamente ocho billones ele tiendas de este tipo y unos tres billones de casas para venta de coches nuevos y usados. Cal Myers es dueño de tres: Cal's Casa del Carro, Myer's Ford y Cal's Imports. Gana mucho dinero. Podría firmar un contrato con una agencia para las reposiciones y ahorrarse dinero, pero llevamos mucho tiempo juntos y me aprecia tanto como me teme. Dejé el «carromóvil» en el aparcamiento de los Ford y le di las llaves y la orden de recuperación al jefe de ventas. Este me dijo que Cal estaba enfrente, en Casa del Carro, rodando un anuncio.
Cal tiene el mismo origen étnico que yo: los dos tenemos la cara tosca y sonrosada, el pelo oscuro, ojos castaños; el tipo germánico moreno. Ahí se acaba la semejanza. Él es mucho más pequeño y de aspecto dinámico.
Las cámaras de televisión seguían a Cal, que caminaba delante de una fila de coches aparcados, deteniéndose delante de cada uno y ensalzando sus méritos. Al llegar al último, presentó a los telespectadores a su perro Barko, un senil pastor alemán. Barko es un perro bastante majo, a pesar de que huele. Ha estado con Cal desde antes que fuera famoso. De joven, le filmaban saltando encima del capó de un coche, dándose la vuelta y ladrando insistentemente a la cámara mientras aparecían unos subtítulos en la parte de abajo de la pantalla de televisión que ofrecían datos sobre el maravilloso coche sobre el que estaba sentado. La idea era bastante ingeniosa. Ahora que está decrépito, Barko ha sido trasladado al piso de arriba a hacer un papel secundario que consiste en una presentación de tres segundos y unas palmaditas en la cabeza.
En vez de quedarme a ver las aburridas repeticiones del anuncio de Cal, fui hasta su oficina. El amplio despacho parecía de otra época. A mí me gustaba mucho. Las paredes estaban recubiertas de madera de pino. Había unas exuberantes alfombras persas en verde oscuro, estanterías plagadas de textos y libros de fotografías sobre la Segunda Guerra Mundial, vigas de pino llenas de herraduras ornamentales. La más grande de todas estaba colocada sobre la enorme mesa de roble de Cal, y en ella aparecía el escudo familiar de Cal; una vulgar configuración de cruces, flores y trompetas alrededor de la cabeza de un jabalí herido. En las paredes había fotografías de Cal abrazando a varios políticos que le estaban agradecidos por su contribución electoral. Aparecían Cal con Ronnie Reagan, Cal con Sam Yorty y Cal dándole la mano a Dick
Tramposo
Nixon antes de su caída.
Cal entró sonriente en el despacho.
—¡Joder, Fritz! —dijo—, ¡vaya obra de arte! El tío ese, ¿cómo se llama? ¿McCoover? Habría que contratarlo al cabrón para que nos decorase todas las salas de espera y las oficinas de los jefes de ventas; hasta nos podría hacer el diseño de los anuncios en las revistas; el «Coche Dragón». ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes lo que es, Fritz? Son esos anuncios del capullo de Ricardo Montalbán. «¡Yo soy un hombre y sé lo que quiero, quiero Córdoba!» El Ricardo ese es mexicano y McCoover debe ser un negro. El tío ve el anuncio en la tele, decide que quiere ser mexicano y me jode un coche precioso pensado para blancos. ¡La hostia! La jodida Madison Avenue nos va a joder siempre.
Cal sacudió la cabeza de lado a lado.
—Pero he sacado dos cosas en limpio. La primera es que hemos recuperado al dragoncito y la segunda es que Larry ha encontrado una bolsa de maría en la guantera. Le dije que se la llevase a Reuben y a los chicos de la estación de lavado para alegrarles el día.
Se me olvidó mencionar que Cal también es dueño de Lavado de Coches, Cal, un negocio fraudulento que mantiene con pérdidas para «dar a mis clientes el mejor…, servicio completo para su coche». Sólo contrata espaldas mojadas a los que lógicamente paga el salario mínimo. Pequeños detalles como la hierba y las cajas de cerveza que les manda de vez en cuando, evita que se busquen un trabajo más rentable, como por ejemplo lavar platos. Decidí no contarle lo de mi pelea con McCarver. Sólo conseguiría sacarle otra parrafada racista y seguro que esta vez no sería tan divertida.
—Ya tenemos uno, nos faltan diez. Los puedo coger a todos con la condición de que no estén fuera de la ciudad —dije—. Uno al día más o menos. Como todos trabajan…
—Muy bien, me fío de ti. Seguro que vas a hacer un trabajo cojonudo, como siempre.
Cal me miró con semblante serio.
—¿Tienes planes para el futuro? Ya ha pasado bastante tiempo. Me parece que lo vas a conseguir.
—No tengo ningún plan por ahora, aparte de irme a Europa este otoño. Aquí habrá menos trabajo y así podré pillar a las grandes orquestas de Alemania y Austria al principio de la temporada.
—Además hablas el idioma.
—Lo suficiente para defenderme. Quiero escuchar buena música en su lugar de origen. Eso es lo que más me interesa. Ver la casa de Beethoven en Bonn, la Ópera de Viena, Salzburgo. Remontar el Rhin en barco. Tengo la impresión de que tiene que haber buenas orquestas de cámara, poco conocidas, tocando en fondas por toda Alemania. Tengo dinero, en otoño hace buen tiempo, y voy a ir.
—Antes de que te vayas tenemos que hablar. Te voy a dar una lista de buenos hoteles y restaurantes. La comida puede ser muy buena o ser una porquería. Mira, es que ahora me tengo que ir. He quedado en el club de golf en media hora. ¿Necesitas dinero?
—Para mí no, pero necesito los trescientos setenta y seis dólares con veinte centavos de mi chófer.
Cal sacó el dinero de la caja de caudales y me lo entregó.
—Cuídate, Fritz —dijo al acompañarme a la puerta, cogiendo una bolsa de 20 libras de comida seca para perros.
Llamó a su secretaria.
—Dale de comer a Barko, ¿vale, cariño? Me parece que tiene hambre.
La atractiva rubia con gafas sonrió y fue a por el plato de Barko.
Miré a Cal y sacudí la cabeza.
—Todas las peleas que has ganado con este perro, cabrón, y todavía le das esa mierda seca.
—A él le gusta, es buena para su dentadura.
—Pero si no tiene dientes.
—Entonces debo ser un cabrón. Nos vemos, Fritz.
—Cuídate, Cal.
Larry, el jefe de ventas de Cal, me entregó un viejo Cutlass demo, con tanque lleno. Le dije que lo tendría una semana aproximadamente y que se lo devolvería igual. En vez de buscar dónde vivían mis víctimas, decidí tomarme el día libre e ir a ver a mi amigo Walter. Bajé por Ventura hasta Coldwater. No eran más que las diez y media, pero ya hacía calor y se había formado la calina. Al descender por la colina, me sentía bien; estaba relajado e incluso tenía hambre. Al entrar en Beverly Hills volví a tener la impresión de que mi vida iba a cambiar.
Tengo mi propio medio de protección contra los impuestos: la agencia de detectives Brown. Aunque de eso no tiene más que el nombre. Para el fisco, no soy más que un policía hambriento que declara 9.000 dólares y paga doscientos setenta y cinco como impuesto sobre la renta. Ahorro unos ochenta dólares al año declarándome a mí mismo como deducción. Solía anunciarme en las páginas amarillas hasta que lo de las recuperaciones se volvió suficientemente lucrativo. De hecho, resolví algunos casos; principalmente chicos escapados de sus casas que habían caído en el mundo de la droga; pero eso fue hace varios años, cuando aún tenía expectativas sobre mi capacidad para cambiar las cosas. Todavía conservo mi oficina: un pequeño cuchitril en un bloque de oficinas en Rancho Park. Allí tengo mi biblioteca, donde suelo ir a leer. Es un antro, pero tiene aire acondicionado.
Decidí pasarme por la oficina, ya que Walter debía estar aún inconsciente después de su borrachera de vino T-Bird y de programación televisiva. Dejé el coche en el aparcamiento y entré en el Apple Pan a por tres
cheesburgers
y dos cafés. Cuando abrí la puerta de mi oficina, ya había devorado dos hamburguesas. Olía a cerrado. Puse en marcha el aire acondicionado y me acomodé en el sillón.
La oficina es muy poca cosa. Una pequeña habitación cuadrada con una ventana que da al callejón, una mesa de nogal falso con una silla reclinable para mí y una de mimbre para los clientes, y un elegante fichero que no contiene ni un informe. En la pared hay dos fotografías mías ideadas para inspirar confianza: la de Fritz Brown hacia 1968, al diplomarme por la Academia de Policía, y otra sacada unos tres años después, en la que aparezco uniformado. Cuando me la hicieron, estaba borracho, lo cual se notaba mirándola de cerca.
Me comí la última hamburguesa, puse la KUSC y me acomodé. Estaban poniendo barroco temprano, que aunque resulta agradable, carece de emoción. De todos modos lo escuché. La música barroca puede mandarte a un mundo de tranquilos pensamientos, montado en una suave nubecita. Me encontraba precisamente en uno de esos viajes, cuando llamaron a la puerta. No podía ser el propietario porque yo pagaba cada año. Sería un vendedor ambulante. Fui a abrir la puerta. El hombre que apareció delante no tenía aspecto de vendedor, más bien parecía un asilado del Centro de Rehabilitación Alcohólica de Lincoln Heights.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Es posible —contestó el hombre—si es usted detective privado y ésta es su oficina.
—Pues lo soy y lo es. —Le ofrecí la silla de los clientes—. ¿Por qué no se sienta usted y me cuenta qué le trae por aquí?
Se sentó de mala gana tras echar un vistazo a la decoración. Debía de tener unos cuarenta años. Estaba gordo; pesaría alrededor de los cien kilos y mediría cerca de uno setenta. Llevaba unos ridículos pantalones cortos y sucios, una camiseta estrecha que oprimía su gelatinoso torso como la piel de una salchicha y zapatillas de golf. Parecía un jugador de golf borracho sacado del infierno.
—Yo creía que los detectives eran tíos viejos retirados de la policía —dijo él.
—Es que yo me retiré pronto —contesté—. No me querían hacer jefe de policía a los veinticinco y los mandé a tomar por el culo.
Se ve que el comentario le hizo mucha gracia; se puso a reír como un histérico.
—Por cierto, yo me llamo Fritz Brown. ¿Y usted?
—Freddy Baker. Tenemos las mismas iniciales. Puedes llamarme Fat Dog. No es un insulto. Todo el mundo me llama así. A mí me gusta.
«Fat Dog. Dios mío.»
—Muy bien, Fat Dog. Llámame Fritz, señor Brown o Papaíto, como prefieras. Vamos a ver. ¿Para qué necesitas un detective privado? Por cierto, cobro ciento veinticinco dólares al día más los gastos. ¿Puedes pagarlo?
—Puedo pagar eso y mucho más. No tengo mucha pinta de millonario, pero estoy forrao. Ya te daré algo de pasta después de que te cuente lo que quiero.
Fat Dog me atravesó con su mirada de loco y dijo:
—Pasa esto. Yo tengo una hermana, mi hermana pequeña, que se llama Jane. Es la única familia que me queda. Mis viejos murieron. Ella lleva mucho tiempo viviendo con un rico, un judío. Él es mayor; no quiere tirársela ni nada de eso. La mantiene y yo no la veo nunca. No quiere que vea a Jane. ¡El tío ese le paga las clases de música y Janey, mi propia hermana, me hace sentir como una mierda!
Había ido subiendo el tono de voz hasta el punto de gritar. Estaba sudando a pesar del aire acondicionado y se agarraba las piernas con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.
—¿Qué quieres que haga? ¿Tu hermana es mayor de dieciocho años?
—Sí, tiene veintiocho. No estaba pensando en acusarle de ningún rollo moral, sólo sé que él no tiene razón. No sé dónde ni cómo, pero está utilizando a mi hermana para algo. ¡Ella no me cree, ni siquiera quiere hablar conmigo! Tú podrías conseguirlo, ¿verdad? Síguelo por la ciudad, descubre en qué está metido. La está jodiendo de alguna manera y yo quiero saber qué pasa.