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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (7 page)

Abrí la puerta y tanteé la pared en busca de un interruptor. Por fin lo encontré y vi cómo la luz de una bombilla colgada de un cable fue suficiente para iluminar todos los oscuros rincones de la mente de un hombre. Pasaron varios minutos antes de que pudiera asimilar totalmente el impacto; las fotografías que empapelaban la habitación eran demasiado impresionantes: mujeres, mexicanas en su mayor parte, en todas las formas posibles de humillación sexual con burros, caballos, perros y cerdos. Estas aparecían entremezcladas con fotos de Hitler y sus guardaespaldas en varias poses de severidad: Goering, Goebbels, Eichmann, Himmler; en suma, el equipo completo. Apoyado contra la pared de enfrente, había un banco y sobre éste un
collage
de atrocidades de los campos de concentración: montones de cadáveres colgando de los hornos y pilas de esqueletos apiñados en una fosa común.

Cuando vi lo que había en el banco, me eché a temblar. Había media docena de galones de gasolina, botellas vacías, forros de asbestos y una pila de guantes de seguridad, todo ello muy bien ordenado. En una caja de cartón que estaba debajo del banco, había docenas de rollos de cinta aislante y mechas colocados por tamaños. Me encontraba en el taller de un pirómano. Cuando comprendí lo que ello implicaba, comencé a temblar aún más fuerte: Kupferman, el Utopía. El odio enfermizo de Fat Dog por Solly K. Dios mío. Me comenzó a doler la cabeza, así que me puse a registrar el lugar. Esperando encontrar dinero, no logré hallar más que revistas porno, botes de pintura blanca y libros de historia sobre la Alemania nazi. Fui dando golpecitos por toda la pared, en busca de pequeños escondrijos. Nada. Me puse a cuatro patas y busqué por todo el suelo. Nada. Volví a mirar las fotos de la pared. Las fotos del holocausto estaban sacadas de los libros de historia guardados bajo el banco. Las fotos porno debían ser recientes y tomadas en México. Las actrices eran latinas y lucían cortes de pelo de los años setenta y el decorado de los apartamentos utilizados como estudio era actual. En más de la mitad de las fotos, aparecía un sofá negro cubierto con souvenirs baratos de pueblo fronterizo: toritos, piñatas, bolsos y mantas.

Las mujeres que aparecían fotografiadas, eran todas igual de feas, menos una. Se trataba de una «anglo» de unos diecisiete o dieciocho años de edad, con los pechos firmes y la piel rosada. Esta trabajaba con hombres, no con animales, lo cual indicaba un estatus ciertamente superior.

Arranqué media docena de fotografías y me las guardé en el bolsillo de la chaqueta. Hacía un calor horrible y me di cuenta de pronto de que estaba empapado de sudor. Antes de irme, intenté una jugada. Como no había manera de tapar los signos de mi presencia, decidí achacárselo a los macarras del barrio. Igual Fat Dog se lo tragaba. Abrí un bote de pintura con una palanca, encontré una brocha y pinté: «Muerte a los blancos», «criplets al poder» y «criplets de Venecia» en la pared exterior, cerca de la puerta. Luego arranqué algunas fotos más, las tiré al suelo y arrojé el bote de pintura encima. Dejé la puerta abierta y salí corriendo hacia el coche, esperando que nadie me viera. Esta vez sí que había conseguido un caso de verdad.

Fui a buscar un teléfono, lo cual resulta algo complicado en Venecia. Las cabinas son presa fácil para los yonkis y las tres primeras que vi habían sido destripadas. Por fin encontré una que funcionaba y llamé a la oficina de Mark Swirkal. Swirkal lleva un despacho de abogados, notifica mandatos judiciales y autos de comparecencia. Conoce el sistema judicial de Los Ángeles desde todos los ángulos y puede localizar cualquier papel oficial en cuestión de horas. Una vez me contrató para notificar autos de comparecencia a personas difíciles y ahora yo le pedía un trabajo a cambio.

Le dije lo que quería. El incendio del club Utopía: los nombres de las víctimas, el nombre del dueño y el de los policías que practicaron los arrestos, el nombre de la compañía aseguradora y el del agente que atendió la demanda, pero sobre todo, datos sobre cualquier testimonio referente al mentado «cuarto hombre». Le prometí un billete de cien y le dije que volvería a llamar cuatro horas más tarde. Colgó, tragando el anzuelo.

Fui al puesto de burritos de enfrente y me metí una enchilada y un café entre pecho y espalda. Me devané los sesos pensando en las repercusiones que podría traer lo que acababa de descubrir. Me entró dolor de cabeza, así que saqué el Excedrin de la guantera y tragué cuatro pastillas con café. Se me tranquilizó algo la mente. Toda especulación resultaría inútil sin haber hablado antes con Mark Swirkal. Pero una de ellas logró salir a flote: yo deseaba que Fat Dog fuera el culpable, para mi venganza personal. El Departamento de Policía de Los Ángeles, con su alardeada reputación, fracasa en un importante caso de homicidio, que es resuelto años más tarde por un poli gamberro al que habían obligado a retirarse. Me miré, reflexivo, en el gran espejo situado al fondo del restaurante. Mi apariencia resultaba inconclusa: un hombre alto, de treinta y tres años de edad, ni feo ni guapo y con cualidades personales y morales abiertas a la interpretación.

Tenía tres horas y media que matar antes de llamar a Swirkal, así que me metí en el coche y me fui a dar una vuelta. Pasé delante de la sala de exposición de Kupferman y vi su coche aparcado enfrente. Aliviado, pasé delante de su casa al norte de Sunset; CELLO-1 estaba aparcado en el camino de acceso a la casa y suaves acordes de violoncelo llegaban hasta mí a través del jardín. Detuve el coche para escuchar y le lancé a Jane Baker mi callada conclusión: que mientras yo pudiera evitarlo, nadie le haría daño ni a ella ni a su benefactor. Decidí ir a ver a Mark Swirkal en persona.

La oficina de Mark estaba situada en un deslustrado edificio de principios de siglo, en la esquina de la Sexta y Unión, cerca del centro de Los Ángeles y de los juzgados. El edificio había sido declarado peligroso tras el gran terremoto del 71, pero la orden no llegó a cumplirse. A Mark le encantaba ahorrar dinero y a los abogados les daba igual dónde colgase el sombrero; era el más rápido solventador de casos y todo un bulldog de juzgados.

Subí al primer piso en un viejo ascensor desvencijado. La sala de espera era amplia y estaba escasamente amueblada. Dos sillas plegables de metal con Harbor General Hospital escrito detrás y un montón de
Playboys
y
Good Housekeeping
en el suelo. Me decidí por el
Playboy.

Swirkal apareció unos minutos después y me condujo a su oficina, que era más pequeña y desordenada que la mía y ni siquiera tenía aire acondicionado. Nos dimos la mano, entonces abrió la ventana y la boca, Mark habla muy deprisa.

—He encontrado más o menos lo que querías, Fritz. El juicio fue corto por lo que la transcripción también fue corta. Para empezar…

Mark esperó a que yo sacara la libreta y el bolígrafo.

—Para empezar —continuó—, el club Utopía estaba asegurado. El agente que vendió la póliza, fue el mismo que hizo la investigación para la compañía, Prudential. Se llama James McNamara. Los nombres de las víctimas son Philip Crenshaw, Henry Hadwell, Jacqueline Gaffany, Anthony González, William Eastero y Margot Jackson. ¿ Lo tienes todo, Brownie?

—Sigue —le dije, en cuanto le alcancé.

—Vale. El oficial que llevó a cabo el arresto fue el teniente Haywood Cathcart, división de la calle Setenta y siete. Vamos con el llamado «cuarto hombre». Fue descrito como un hombre bajo y gordo, algo sucio…, de cara rojiza y de unos veintitantos años…, gordo y con pinta de malo…, y nada debilucho. Llevaba una de esas camisetas de golf con el cocodrilo en el bolsillo.

Fat Dog. Eureka. Salvación. Mark continuó hablando, pero no presté atención a nada de lo que me estaba contando. De pronto paró de hablar.

—¿Qué te pasa, Brownie? Aún tengo mucha información sobre el cuarto hombre.

—Déjalo, ya tengo suficiente.

—¿Qué te pasa? Estás pálido.

—Estoy bien. Háblame del dueño del Utopía.

—Vale. Se llama Wilson Edwards. Su nombre no aparecía en la transcripción.

Sonreí nerviosamente a Mark Swirkal y le entregué dos billetes de cincuenta de los de Fat Dog.

—Buen trabajo, Papaíto —dije.

Mark se metió el dinero en el bolsillo.

—¿Me quieres contar lo que pasa? El incendio del Utopía es un caso cerrado.

—Ahora no puedo. Pero algún día te lo contaré. Ahora lo que necesitaría es utilizar tu teléfono.

—Adelante. Yo me tengo que ir. Cierra la puerta cuando salgas.

—Lo haré.

Nos dimos la mano de nuevo. Mark me dio las gracias y me miró, confundido, al salir del despacho. Cuando le oí entrar en el ascensor, solté un grito de alegría y me lancé a por el teléfono.

Llamé a la central de Prudential Insurance en su oficina central de Wilshire. Sí, McNamara trabajaba aún para ellos. Pero, no, en ese momento no estaba. Convencí a su secretaria para que me diera el número de teléfono de su casa. Contestó a la segunda llamada. Le dije que estaba escribiendo un libro sobre crímenes famosos en Los Ángeles. Que si me concedía una entrevista sobre el caso Utopía. Desde luego que aceptaba. Parecía hasta impaciente. Quedamos de acuerdo en vernos esa misma noche a las ocho y media en un restaurante cerca de su casa. Cuando colgó, solté un grito aún mayor.

Entré en el aparcamiento del asador de Sepúlveda a las ocho y veinticinco exactamente. Le pregunté al jefe de comedor por McNamara y él señaló a un hombre que estaba tomando algo en el bar. Me acerqué a él y me presenté. McNamara estrechó mi mano cálidamente. Tenía el aspecto solitario y desesperado de un borracho sediento de compañía. Calculé que andaría cerca de los cincuenta y que llevaba recorrida al menos una cuarta parte del camino para estar borracho. Nos sentamos a una mesa, donde le conté un cuento sobre el libro que estaba escribiendo. Cuando apareció la camarera, pidió un martini doble y empezó a contar.

—El incendio del club Utopía es la cosa más horrenda que he visto en mi vida —dijo McNamara—. Crucé toda Corea con una compañía de infantería, y no vi nada que se le pudiera comparar. El incendio en sí no fue gran cosa. Cuando llegué ya se había extinguido. Lo que era terrible eran los cuerpos. Estaban irreconocibles, achicharrados y chupados como salchichas. Había una bodega en la misma calle y el sitio estaba lleno de gente curioseando y bebiendo a morro de bolsas de papel. Cuando sacaron a los fiambres y salió el olor, empezaron todos a vomitar. El olor de los cadáveres y el vómito. Dios mío.

—¿Cómo llegó usted tan rápido? —pregunté.

—Fue curioso —dijo—, yo entonces investigaba demandas, pero además vendía pólizas. Le vendí una póliza a todo riesgo a Edwards, el dueño: daños, vandalismo, fuego, robo; me pareció demasiado para un barucho de mierda como ése, pero ¿a mí qué? Estaba viendo la tele cuando pusieron las noticias: «Incendio en un bar, seis muertos.» Naturalmente fui a toda prisa hasta allí porque sabía que era un caso que me correspondía.

—Y entonces Edwards sobrevivió al atentado
y
recogió el pago. ¿Verdad?

—Sí. Esa noche no estaba allí. Recibió la indemnización de treinta y cinco mil dólares. Como el caso se cerró rápidamente porque la policía pilló tan pronto a los culpables, nosotros pagamos al poco tiempo.

—¿Qué pasó con Edwards? —pregunté.

—Eso sí que no lo sé —contestó McNamara—. Cogió el dinero y salió corriendo. ¿No habría hecho usted lo mismo? Era un personaje. Había estado metido en líos toda la vida. Cuando le vendí la póliza, añadí una nota al documento donde se recomendaba una investigación exhaustiva de cualquier reclamación que hiciese. Pero claro, el incendio fue la única que hizo y era legal.

Apareció mi chuleta y me lancé al ataque. McNamara pidió otro martini doble. Ya iba bien enfilado.

—¿Puede usted darme una descripción completa de Edwards? —le pregunté—. Nombre completo, fecha de nacimiento y dirección.

—Se puede hacer —dijo—. Después que llamase usted, pasé por la oficina y recogí la documentación. Lo que no recuerdo yo, ha de estar aquí.

Se puso a hojear unos papeles.

—Aquí está. Wilson Edwards, nacido en Lincoln, Nebraska, 29-12-33. Varón, blanco, castaño y azules, 1,55, 80. Un par de docenas de arrestos hasta 1960. Delitos menores: violación de la propiedad, robo con allanamiento de morada, posesión de marihuana, robo en tiendas. Cuando le vendí la póliza, en el 66, vivía en el 341 de Bonnie Bae, en Los Ángeles.

—¿Quedó usted satisfecho con la investigación policial? —pregunté—. ¿Qué me dice del cuarto hombre?

—Lo del cuarto hombre es una chorrada. Los asesinos Magruder, Smith y Sánchez eran colegas, pintores. Habían estado en el Utopía esa misma noche, borrachos. Se pasaron con unas mujeres
y
el camarero los echó. Volvieron poco antes de medianoche. Magruder abrió la puerta del bar y tiró un cubo con tres galones de gasolina. Sánchez le siguió con una caja de cerillas encendida. Frieron a seis personas. Mientras, Smith estaba metido en el coche, durmiendo. Muchos de los supervivientes lo vieron todo. Dos de ellos habían trabajado con Magruder y sabían su dirección. El y Sánchez fueron arrestados en el camino de entrada a la casa de apartamentos donde vivían. Los dos estaban durmiendo la mona. A Smith lo cogieron por la mañana en su casa. Eso del cuarto hombre no era más que un truco para salvarlos de la pena de muerte. Pero no funcionó. Los tres acabaron en la cámara de gas.

Yo seguí insistiendo.

—El policía que efectuó las detenciones se llamaba Cathcart. ¿Verdad?

—Eso es, Haywood Cathcart, un gilipollas. Cuando llegué, justo en medio de todo el lío, con cinco camiones de bomberos, coches de policía, periodistas, me encontré a un grupo de cinco policías de paisano de palique. Les digo que represento a Prudential como investigador y que si puedo hablar con ellos. Pues Cathcart no me dejó ni acabar. El tío me gritó que eso es asunto de la policía y que no quiere a ningún chico de seguros que venga a tocar los cojones. Entonces va y manda a un burro de ésos a que me acompañe al coche. Menudo gilipollas.

—Vamos con las víctimas —dije—. ¿Les pagaron ustedes algo a los familiares?

Ahora me dedicaba a pegar palos de ciego a ver si lo que dijese pudiera sugerirme algo. Consultó primero a su memoria y luego a su martini.

—Pues sí —dijo—, diez mil por cabeza a los familiares de cuatro de las víctimas. Los otros dos eran personas mayores sin familia.

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