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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (10 page)

—Puede. ¿El sitio era propiedad tuya, verdad?

—Verdad.

—¿De dónde sacaste el dinero para comprarlo?

—De mis ahorros.

—¿Y el dinero para la licencia de bebidas alcohólicas?

—También lo tenía ahorrado.

—Hace falta enchufe para conseguir la licencia. ¿A quién conocías en el departamento?

—Conocía a un tío. No me acuerdo de su nombre. Fue hace mucho tiempo.

—Esa no me la cuelas, Edwards. Te tengo pillado. Un amante del jazz y el caballo, hacia 1950. Con todos esos discos, y ni siquiera tienes un tocadiscos. Un tocadiscos debe dar para cinco o seis cucharas. Nunca has tenido dónde caerte muerto, menos cuando hacías de tapadera para el verdadero dueño del Utopía. Tienes tu historia escrita en esos brazos.

—Entonces era otra cosa. Tenía las cosas más claras.

—No me toques los güevos —dije subiendo el tono de voz—. Quiero que me digas la verdad. Esto es importante para mí. Podemos hacer esto de dos maneras. Una, esperamos a que venga Eddie y entonces os denuncio a los dos por posesión. De esa manera te mueres en el pabellón carcelario del hospital local. O dos, me dices lo que quiero saber, y te sacas unos dólares para tus necesidades. Tú decides.

Edwards se lo pensó. El miedo pudo más que su actitud arrogante.

—Si hablo y esto llega a cierta gente, sería malo para mí. Yo sólo quiero morir tranquilo. ¿ Eso lo entiendes, no?

—Claro. Soy un buen mentiroso. Pienso con rapidez. Dondequiera que me lleve tu información, puedes contar con que no revelaré la fuente. Yo trabajo con el viejo código.

El viejo código: «Nunca des tu información a no ser que pueda llevarte a más y mejor información.»

Edwards no tardó demasiado.

—¿Qué quieres saber? —preguntó.

—Para empezar, ¿quién era el verdadero dueño del Utopía? —dije.

—Un tío llamado Sol Kupferman. Un rico. Era peletero.

—¿Por qué estaba a tu nombre el local?

—Por cuestión de impuestos. Un fraude fiscal. Kupferman era dueño de media docena de bares y bodegas bajo nombres falsos. Había estado metido en negocios sucios en los viejos tiempos y no le daban la licencia de bebidas alcohólicas.

—He oído que Kupferman era corredor de apuestas en los cincuenta. ¿También tenía un registro en el Utopía?

—Nada del otro mundo. Era un montaje para defraudar a Hacienda.

—¿Y llevaba él mismo las apuestas?

—No.

—¿Entonces, quién?

—Tenía a un tío que se llamaba Ralston y que se ocupaba del negocio en todos los sitios. Ralston trabajaba en un club de golf del que era miembro. Kupferman le pagaba bien.

—¿Cómo trabajaba? Me refiero a Ralston.

—Solía pasar por allí de vez en cuando a recoger las apuestas. Los apostantes le dejaban el dinero al encargado del bar. Ralston mandaba a alguien para pagarles y luego mandaba las apuestas a la pista a través de algunos caddies del club.

—¿Qué más sabes de la operación?

—Nada. No sé qué buscas ni por qué estás interesado en esta historia tan vieja. Eso es todo lo que sé, pero lo que te puedo decir es que era un negocio pequeño.

Edwards estaba empezando a ponerse algo nervioso. Tenía una lucidez increíble para un hombre tan cercano a la muerte, pero estaba empezando a sufrir.

—Me parece que estás empezando a pasarlo mal. Puede que esto dure un poco más. ¿Por qué no te vas al wáter y te pones bien?

Siguió mi consejo. En cuanto cerró la puerta del lavabo, salté de la silla e hice una inspección rápida por la habitación. Abrí cajones y armarios y observé el contenido de las estanterías. Nada. Detrás de su colección de discos, encontré un cheque de la beneficencia y un pequeño tarro de barbitúricos. Lo dejé todo intacto. Al volver, Edwards no había mejorado en absoluto. Un cadáver es un cadáver; tenía la voz algo más firme, eso sí. Puede que veinte años antes hubiera tenido algún control sobre sí mismo.

—Venga tío, ¿qué más quieres saber? —dijo.

Aparte de sufrir de cáncer terminal, sufría de histeria terminal.

—¿Cómo conociste a Kupferman? ¿Por qué te ofreció ese trabajo?

—Solly K. conocía a mi hermano de sus años de chanchullos. Mi hermano era un macarra, pero se lo montaba bien. Mi hermano me dijo que Solly necesitaba a alguien para hacer de tapadera en un bar. Me podía sacar un buen tajo cada semana, tenía que llevar las cuentas y aparecer un par de veces a la semana para dar buena impresión. Por uno de cien a la semana. Acepté el trabajo, así de sencillo.

—¿Qué clase de persona era Kupferman?

—Solly K. era una persona encantadora. Sé de seguro que ha estado ayudando a algunas personas mayores cuyos hijos murieron en el incendio. Tenía muy mala conciencia por lo del incendio, como si fuera él el culpable.

—Sigue cuidándote, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—El Dilaudid no es nada barato y la heroína cuesta veinticinco dólares cada cuchara, y te la traen aquí. Alguien está evitando que lo pases mal de verdad. Tú no tienes un dólar. ¿Te está ayudando Kupferman?

Edwards se echó a temblar y su voz alcanzó un tono inhumano de indignación yonki.

—¡Solly K. nunca ha hecho daño a nadie! ¡Está ayudando a mucha gente! ¡Tú nunca has tenido un amigo como ése! ¡Los tíos como tú sólo saben hacer daño! Así es como os desfogáis. Los tíos…

Su voz se fue disolviendo en un ataque de tos.

Yo ya tenía toda la información que necesitaba. Era suficiente. Ya sabía el motivo que movió a Fat Dog a incendiar el local. Debía librarme cuanto quites de ese hedor a muerte. Me acordé del dinero que le había prometido, pero decidí no dárselo. Cuando salí de la habitación, Edwards seguía tosiendo. Al darme la vuelta para mirarle, tosió otra vez.

El aire cargado y caliente que me azotó al salir a la calle, supuso un alivio para mí. Hasta las putas y los chulos negros que había delante del American Burger me gustaban.

Me metí de nuevo en el coche, puse las noticias y entré en shock. Un lamento me subió por la garganta mientras escuchaba:

—La pasada noche un fuego declarado en la peletería de Sol K. ha causado daños estimados por valor de cuatro millones de dólares. El fuego comenzó a la una y media de la madrugada, arrasando el hermoso edificio situado entre el Santa Mónica Boulevard y Bedford Drive. El equipo de bomberos de Beverly Hills controló el fuego antes de que pudiera extenderse a otros edificios, aunque no antes de que la afamada peletería fuera arrasada por las llamas. No hay que lamentar desgracias personales. Las causas del accidente están siendo investigadas. Entretanto y pasando a temas más agradables…

Apagué la radio. Me zumbaba la cabeza como si la tuviera llena de címbalos mientras el miedo y la mala conciencia se disputaban el control de mi cabeza. Traté de dispersarlos, haciendo respiraciones y convenciéndome a mí mismo de que era todo para mejor: la locura de Fat Dog estaba en su punto álgido, y yo era el único que podía detenerle. Arranqué el coche y fui en dirección sur por las calles más despejadas, tomando curvas cerradas y saltándome los stops.

Tomé la Santa Mónica Freeway en dirección oeste, a la altura de Washington. El tráfico era más fluido por ser media mañana, lo que me ayudó a alcanzar una buena media. Salí de la autopista en Lincoln y me dirigí a la cabaña del pirómano. El patio trasero ofrecía el mismo aspecto, juguetes abandonados y matojos. La puerta de la cabaña estaba abierta y el lugar había sido vaciado completamente: no había objetos incendiarios ni herramientas ni pornografía. El
graffiti
seudomacarra que yo había pintado, estaba tachado con pintura del mismo color. Obscenidades recién pintadas cubrían la pared trasera junto al banco: «mierda», «chúpamela», «mata» y «jodido chupapollas». Me arrodillé en el suelo y miré a mi alrededor. Nada.

Dejando la puerta medio abierta, me encaminé hasta la casa de delante y llamé a la puerta. Apareció una mujer negra, gorda, vestida con un muu-muu.

—¿Sí? —preguntó en tono suspicaz.

La miré primero fijamente como un espectador de televisión y actué en consecuencia:

—Me llamo Savage. Trabajo para el F.B.I. Tenemos razones para creer que el dueño de esta caseta es un criminal…

No tuve oportunidad de acabar. La mujer abrió de golpe la puerta de tela metálica y prácticamente se me echó encima, gesticulando con los brazos a modo de indignación.

—Detenga usted a ese
tirao
, oficial —gritó—. Ese vagabundo se fue debiéndome dos meses de alquiler, y estuvo tirando unas fotos asquerosas por todos lados para que lo vieran los niños. ¡Deténgalo usted! ¡Me llamó puta negra!

Le puse la mano sobre su tembloroso hombro.

—Tranquila, señora —dije—. Déjeme que le haga unas preguntas. ¿Vale?

—Sí, señor Savage.

—Para empezar. ¿Este hombre al que usted alquila el local, aparenta unos cuarenta años, es bajo, gordo y viste con ropa de golf sucia?

—Ése es el chorizo.

—Vale. ¿Cuánto hace que le alquila el local?

—Unos cuatro años. Pero no vive ahí. Sólo guarda sus pecados de Tijuana allí.

—¿A qué se refiere?

—¡Libros asquerosos! ¡Fotos asquerosas! Dice que es el rey de Tijuana. Dice que va a hacer carreras de galgos. Dice que…

La interrumpí.

—¿Cuándo lo vio usted por última vez?

—Lo vi ayer por la noche. Llama a la puerta y dice: «Hasta luego, puta negra. Me voy a Tijuana a reclamar mi reino, pero volveré para meterte en la cámara de gas.» Luego señala al jardín y dice: «He dejado bastante material de lectura para los niños.» Entonces me hace el signo del diablo y se va corriendo. ¡Deténgalo usted, oficial!

No esperé a que me explicara lo que era el «signo del diablo». Volví corriendo al coche, dejando a la mujer sola en el porche, moviendo los brazos y exigiendo justicia.

Fui a Beverly Hills por calles estrechas, para darme tiempo a pensar. Puse la KUSC. Sonaba una pieza sinfónica que debía ser de Haydn. Yo estaba eufórico. Tanto, que una taza de café habría bastado para volarme la tapa de los sesos. Me pregunté a qué se debía mi euforia. Mi caso se complicaba cada vez más, las dos personas que me había jurado proteger estaban en grave peligro y era casi seguro que
Fat Dog
Baker estaba en México.

Entonces me di cuenta. Por primera vez en mi vida me metía en algo importante, algo vasto y complejo y yo tenía el control de la situación. Antes de este momento, el 2 de septiembre de 1967 había sido un día decisivo. Tenía veintiún años. En esa fecha, lo que se dice escuchar, escuché música por primera vez. Fue la Tercera sinfonía de Beethoven. Walter llevaba años tratando de hacerme escuchar música clásica sin ningún éxito. El primer movimiento de la
Heroica
me recorrió el cuerpo como una transfusión de esperanza y fortaleza. Me puse en marcha con el romanticismo alemán, escuchando a Beethoven, Brahms, Wagner y Bruckner durante seis, ocho o diez horas al día. Había hallado la verdad, o eso creía yo. Entonces ocurrió una extraña metamorfosis: influido por la visión de los grandes genios, di al traste con mi vago sueño académico y me hice policía. Uno inquieto y malcontento al principio, hasta que llegó la bebida y convirtió la pequeña dosis crónica de poder en algo más excitante que mis más locas fantasías.

Al principio funcionó, pero luego empecé a joderla. Mi actuación en las calles fue deteriorándose y creció mi dependencia del alcohol. Al final cometí un acto irrevocable y acabé con mi carrera profesional. Por suerte, le había hecho un gran favor a Cal Myers en mi época con la Brigada Antivicio y ahora era el príncipe recuperador del rey del coche en el Valley.

Recordé lo que Stan
The Man
había dicho la noche anterior: que él no tenía por qué ser un caddie. La sensación que tuve tres días antes mientras esperaba a Irwin, resultó profética. Mi vida estaba cambiando, mis perspectivas de futuro eran inmensas en esta sociedad obsesionada por el carisma; eso si no me cargaba este caso.

Aparqué y fui caminando varias manzanas hasta las ruinas del imperio de Solly K. Desde una manzana de distancia, vi una multitud de curiosos mirando con interés hacia una zona delimitada por una cuerda. Dos policías vigilaban a la multitud. Había un coche patrulla y dos coches de bombero aparcados en la acera.

Cuando llegué al lugar donde solía estar el edificio, vi a unos hombres en traje de negocios, hurgando entre los escombros, con bolsas para meter las pruebas y hablando secretamente entre ellos.

Esperé a que acabasen. El lugar ofrecía un aspecto de absoluta devastación: montañas de madera y material aislante carbonizado, montones de ceniza, hollín por todos lados. Este se había quedado adherido a los edificios colindantes, y algunos tenderos habían contratado trabajadores para cepillar las paredes.

Yo no tenía ni idea de lo grande que podía llegar a ser el almacén de Kupferman. La fachada llamaba a engaño, ya que la estructura del edificio cubría la cuarta parte de una manzana. A juzgar por lo que pude ver, ningún otro edificio había sido afectado por el fuego. Las cualidades pirómanas de Fat Dog habían mejorado desde los tiempos del cóctel molotov. Estaba impresionado.

Uno de los detectives salía en ese momento de las ruinas, sacudiéndose el hollín de los pantalones y con aspecto preocupado. Era un hombre fornido, de unos cincuenta años. Lo observé retirarse de la multitud de curiosos y dirigirse a un coche de policía sin distintivo. Lo intercepté en el momento en que se disponía a abrir la puerta.

—Perdone usted —dije—. Me llamo Brown. Soy investigador privado.

Le enseñé mis credenciales para probarlo. Las miró con atención y me las devolvió.

—¿De qué se trata, señor Brown? Mire que estoy muy ocupado.

Le solté la coartada que traía preparada:

—No voy a entretenerle mucho rato. He sido contratado por Sol Kupferman para investigar el suceso. El confía en que la policía y los bomberos realizarán una investigación en toda regla, pero quiere cubrir este tema desde todos los ángulos. Por ahora sólo quiero saber una cosa, ¿fue un incendio premeditado?

El policía me repasó con la mirada de la cabeza a los pies.

—Debería usted saber que los oficiales de policía no pueden entregar información confidencial a civiles. Nos mantendremos en contacto con el señor Kupferman. Buenos días.

Lo vi meterse en el coche y alejarse. Tenía esa mirada consumida y abstraída, típica de un policía al que le acaba de caer una buena. Su aspecto preocupado lo confirmaba con creces. Volví al coche y fui a la gasolinera de Franklin y Argyle a ver a Omar González.

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