Authors: James Ellroy
Eso suponía un contratiempo, pero decidí no insistir. Cambié de tema.
—¿Y el fuego ha afectado mucho a Sol, económicamente?
—No demasiado, porque el seguro lo cubre todo, tiene reservas, valores en cartera y tierras. Pero el incendio le ha afectado mucho emocionalmente. Le gustaba el negocio, los clientes y la gente que trabajaba con él. Tardará al menos un año en ponerlo de nuevo en marcha. Sol es un hombre muy concienzudo. Se preocupa mucho por el negocio. ¡Menudo lío!
Nos quedamos callados. Jane manoseaba nerviosamente la caja del violoncelo.
—¿Cómo te sientes, Jane? —le pregunté.
—No estoy segura. Por un lado te creo, pero una parte de mí está como diciendo que todo esto no puede estar ocurriendo. ¿Tú crees que Freddy está en Los Ángeles?
—No. Creo que se ha escapado a México. Mañana o pasado voy a ir a buscarlo para traerlo aquí.
—Ten cuidado.
—Lo tendré. Oye, ¿qué planes tienes para estos días?
—No sé. Por ahora practicar. Cuidar de que Sol no se preocupe demasiado por las negociaciones con la compañía de seguros. Sé que piensa dedicarles mucho tiempo a los demandantes. ¿Por qué?
—No sé. Pensaba en voz alta. ¿Te apetecería ir a Hollywood Bowl esta noche? Tengo un palco de cuatro plazas, casi encima del escenario. Puede que te ayude a despejarte un poco. Es el Concierto para violín y la Primera sinfonía de Brahms con Perlman. ¿Qué te parece?
—¿Me estás proponiendo una cita? —Sí.
—Hombre, pues no sé.
Saqué la fotocopia de mi licencia de investigador privado y se la enseñé a Jane.
—¿Ves? —dije—. El State Department of Vocational Standards dice que soy un buen chico, y si quieres más referencias puedes llamar al teniente Arthur Holland, del departamento de policía, en la comisaría de Wilshire. Te dirá que soy una persona excelente. ¿Qué me dices?
Jane Baker suspiró y sonrió.
—De acuerdo, Fritz, me has convencido.
—Qué bien. Entonces podemos cenar juntos. Conozco un sitio fantástico. ¿Quieres que te pase a recoger a las siete?
—Vale.
—Mientras tanto, cuídate y trata de no preocuparte. ¿Vale?
—Tendré cuidado.
—Bien. Oye, mira a ver si puedes encontrar esas cartas. Pueden ser importantes. Bueno, me voy a tener que ir. Tengo que hacer unos recados. Ya sé que esto suena muy tonto, pero todo saldrá bien. Confía en mí.
Jane me miró sin sonreír. Nos dimos la mano.
—Esta noche a las siete —dije, mientras me levantaba para irme. Jane sonrió.
—Por lo visto, ya tienes la dirección —dijo.
—Por supuesto. Soy un gran detective.
Cuando llegué a casa hice una serie de llamadas. Llamé a la oficina para principiantes de Bel-Air, Wilshire, Brentwood, Los Ángeles y Lakeside para preguntar por
Fat Dog
Baker. Les dije a los masters que era un agente de seguros que tenía un cheque bastante jugoso para Fat Dog, de un viejo rico para el que había trabajado como caddie hacía unos años. El viejo la había espichado y le dejaba un fajo a Fat Dog por haberle ayudado a mejorar su
putting stroke.
Curiosamente, todos me creyeron. No resultó extraño que ninguno hubiera visto a Fat Dog últimamente. Eso era bueno. Yo ya estaba soñando con persecuciones al sur de la frontera.
Después del teléfono, me puse a hacer mis recados. En una tienda de electrónica en Hollywood compré una grabadora, varias cintas vírgenes y un micrófono. De Hollywood fui hasta el área de Pico y Robertson a ver a Larry Willis. Larry Willis es un negro que hace de chorizo, camello y chulo. Solía estar en el Gold Cup, en el Boulevard, a principios de los setenta, cuando yo trabajaba en el Hollywood Vices y lo pillaba cada dos por tres. Una vez me llamó cerdo y le di una patada en el culo. Me tiene miedo con razón, y cree que todavía llevo la placa. Temiendo lo peor cuando aparecí en su casa sin avisar, se alegró bastante de proveerme con lo que necesitaba: una docena de cápsulas de Seconal.
Mi última parada fue en una tienda de armas de LaBrea, donde compré una Browning del calibre 12 y una caja de balas. Ya tenía todo lo que necesitaba para México.
De camino hacia mi encuentro con Jane, revisé las mujeres que había habido en mi vida. No eran demasiadas. Estaba Susan, que era una izquierdista dura de San Francisco, ocho años mayor que yo, con la que me fui a vivir a los veintitrés años. Nos conocimos cuando le puse una multa por virar ilegalmente a la izquierda en la esquina de Melrose con Wilton. Tenía la tira de multas por pagar. Pero no me podía decidir a detenerla. Era demasiado guapa e inteligente. Así que quedé con ella y aparecí en su apartamento a los dos días con una botella de whisky, flores y una sonrisa. Tiró las flores al wáter, nos bebimos el whisky y nos hicimos amantes. Era capaz de hacerme beber hasta dejarme tirado debajo de la mesa.
Nuestra relación duró unos infernales ocho meses. Conocí a mucha gente interesante: viejos sindicalistas de San Francisco,
beatniks
pesadísimos y drogatas de todo tipo. Yo era la curiosidad casera de Susan: un enorme madero de pelo corto que se emborrachaba continuamente y escuchaba a Beethoven. Poco a poco, nuestras diferencias culturales se fueron haciendo patentes y no había solución. Las palabras de amor de Susan consistían en llamarme «psicópata con pistola».
Christine fue mi siguiente
inamorata
: fue un rollo que tuve en el Stan's Drive In, el lugar de perdición de Hollywood High. Christine escribía una poesía incomprensible y hablaba con refranes
y
metáforas. Estaba enferma; podía ser una apasionada un momento y convertirse de repente en una arpía. ¡Vaya cuerpo! Lo último que supe es que se dedicaba al
top-less
en Las Vegas.
Era una tarde preciosa de verano, ideal para ir al Bowl. Mientras rodaba por Sunset, en dirección oeste, me concentraba en los pequeños detalles de las escenas que veía. El Strip se preparaba para otra noche de actividad. Los enormes carteles luminosos anunciando a grupos de rock y otras atracciones próximas, los inexpertos idólatras de la música electrónica amontonados ante la puerta del Whisky Au Go Go. Había un punki dominando la situación, rodeado de enclenques adolescentes vestidos de ropa verde con el pelo azul y gafas oscuras. Una punki llevaba a otra de una correa sujeta a un collar de perro con púas. Resultaba muy ingenuo, y yo estaba demasiado contento como para sentirme molesto.
Parado en el semáforo de Doheny, consulté mi reloj, luego me acomodé en el asiento y saboreé el instante: las seis cuarenta y dos de la tarde, 2 de julio. Traté de retener en la memoria el aire de la noche, las nubes y los rostros de los transeúntes. Era la mía, y no volvería a producirse este momento. Cambió el disco y entré en Beverly Hills.
Aparqué mi viejo Camaro en el largo camino circular detrás del Cadillac de Jane. El de Sol Kupferman, más nuevo y oscuro, no estaba. Llamé al timbre, y sonaron las primeras notas de la Novena de Beethoven. Un curioso detalle, añadido por Jane sin duda.
Abrió la puerta de golpe y me pidió que entrara. El salón era amplio y estaba lujosamente amueblado. Jane alargó la mano hacia la amplia habitación como animándome a retenerla por entero, pero lo único que podía mirar era a ella. El cabello le llegaba hasta los hombros y llevaba sólo un ligero toque de maquillaje. Tenía un aspecto comedido, a la vez que sofisticado; todo un estudio de carisma femenino.
—Hola —dije—, estás muy guapa.
—Gracias —dijo ella.
—¿Anda por ahí Sol? Quiero venderle un seguro de incendios.
—Muy gracioso. No, Sol no está. ¿Te has encontrado con algún pirómano últimamente?
—No, pero me he encontrado con algún que otro caddie que puede servir para eso. De noche merodeo por los campos de golf, para cazar pelotas de golf y duermo en los bunkers de arena. Llévame al jugador de golf más inteligente.
Jane se echó a reír y se agarró a mi brazo para apoyarse.
—Hay que reír por no llorar —dijo—. Qué gracia. Es un poco decadente, pero sienta bien. Ah, oye, he encontrado dos de las cartas que querías. Pero no las leas esta noche, ¿vale? No tengo ganas de hablar de ello.
—Vale. Yo también pensaba sugerir lo mismo.
Jane me apretó el brazo.
—Muy bien —dijo ella—. Espérate aquí que voy a buscarlas. Después ya nos podremos ir.
Mientras ella subía al piso de arriba, yo me dediqué a mirar la habitación. No me alucina la decoración de interiores, pero sé reconocer el buen diseño cuando lo veo. Tenía el techo alto y las paredes estaban pintadas de color mostaza. Había pinturas al óleo de barcos de vela y paisajes del siglo pasado. Sofás copetudos y floreados se combinaban con cómodas sillas. Había madera noble en abundancia. Los amplios ventanales que daban a la calle, dejarían entrar una suave luz en los días claros y en los oscuros. Parecía un buen sitio para vivir.
Jane volvió con las cartas, que yo guardé en el bolsillo sin ni siquiera mirarlas.
—Vaya choza —dije—, típica de barrio bajo.
Jane sonrió.
—Me siento muy bien aquí.
—Me alegro. Te lo mereces. Pero vámonos.
Fuimos en dirección este. Había caído la noche y el cielo estrellado competía por la primacía con el llamativo neón y ganaba, cosa que no ocurría a menudo, pero la perfección de esta noche alteraba mis percepciones de todo, incluida mi propia ciudad.
Jane y yo conversábamos tranquilamente.
—¿Y por qué el violoncelo, Jane? —pregunté—. Parece una elección extraña para una persona que empieza a amar la música. Sería más lógico elegir el piano o el violín. Su virtuosidad resulta apabullante para quien empieza a interesarse por la música.
—Es cierto. Yo misma me lo he preguntado miles de veces. Lo del violoncelo fue un enamoramiento repentino. Reflejaba mis sentimientos más íntimos. Ya sabes, la tristeza y la melancolía que sienten las chicas sensibles. Y además parecía tan estable, tan enraizado en la tradición. Es igual; el caso es que me decidí por él. Empecé a escuchar música selectivamente. Cuando me vine a vivir con Sol, me compró un estéreo y cientos de discos. Me enamoré de los cuartetos de cuerda. Algún día tocaré en un buen cuarteto, y entonces me sentiré realizada.
—Pero si ya lo estás. Saborea estos años de práctica y estudio. Yo sé que cuando dentro de muchos años reflexiones sobre tu vida, los considerarás los mejores.
—Esa es una idea muy bonita, Fritz. ¿De dónde te viene el interés por la música?
Me eché a reír.
—Fue de manera totalmente inesperada. Entonces tenía veintiún años y no sabía qué hacer de mi vida. Mis padres habían muerto hacía poco y yo estaba absolutamente desconcertado. Ellos querían que fuese a la universidad y aprendiese una profesión. Fui a Cal State durante un año, para contentarlos, pero no me gustaba nada. Su muerte me liberó, en cierto modo. Yo trabajaba algunas horas como jardinero y vivía de la póliza de seguros de mis padres. Una tarde, estábamos podando arbustos en Pasadena y escuchamos una música fuerte, apoteósica, que venía de la casa donde estábamos trabajando. Era la
Heroica.
Me caí de culo. Yo también me sentí de maravilla.
—¿Y decidiste hacerte músico y no funcionó?
—Te equivocas. Decidí hacerme policía.
Le tocaba reír, cosa que hizo de buena gana.
—¡Ay, qué gracioso! ¡Eso sí que es original! ¿Por qué dejaste la policía, entonces?
—Es una historia muy larga de contar. A lo mejor te la cuento más tarde, si la música me mueve a la confesión. Me encanta Brahms y la Filarmónica de Los Ángeles no está nada mal, pero no soporto a Mehta.
Se dio cuenta de que no tenía ganas de hablar de mi experiencia con la policía, así que lo dejó correr.
Torcí a la derecha en Highland. El tráfico era ya bastante denso. Cuando llegamos a Franklin, ya nos arrastrábamos como un caracol. Al entrar en el área de aparcamiento, miré con cariño a la multitud de amantes de la música, amantes de la noche y amantes a secas; todos encaminados hacia un encuentro estival con Brahms. Por el rabillo del ojo vi a Jane hurgar en el bolso, buscando el tabaco y las cerillas. Encendió el cigarrillo con excitación nerviosa, echó una calada, y lo tiró por la ventana. Mientras acercaba el coche al bordillo, sentí que me iba desanimando.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No sé. La realidad, supongo. Lo único que sé es que no voy a poder aguantar el Hollywood Bowl este de las narices.
Ahora sí que tenía el ánimo por los suelos.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—No, lo único que no quiero es estar rodeada de gente.
—¿Damos una vuelta con el coche?
Jane sonrió.
—Vale.
Acabamos en Ferndell Park, con sus caminos a la sombra de los eucaliptus y los estanques con peces. No tenía ganas de decir trivialidades. Le cogí la mano impulsivamente mientras subíamos hacia la zona de picnic. Jane me apretó la mano y cuando me volví para mirarla, recibí una sonrisa cálida.
—Me encanta este sitio —dijo—. Tú conoces bien Los Ángeles, ¿verdad, Fritz?
—He vivido aquí toda la vida. Creo que sí la conozco, pero está cambiando. Cada vez que miro alrededor, ha desaparecido otro lugar de mi infancia. ¿Tú eres de Los Ángeles, Jane?
—Más o menos. Nací aquí. Mis padres se fueron a vivir a Monterrey cuando yo tenía un año.
Murieron allí, y los orfanatos donde he vivido estaban aquí. ¿Tú tienes familia?
—No. Mis padres murieron los dos en un intervalo de seis meses, cuando yo tenía veinte años. ¿Sabes?, es curioso. Casi toda la gente que conozco es huérfana o tiene padres separados; tú y yo, mi amigo Walter, el hombre para el que trabajo. Todos náufragos, flotando en un mar de neón, todos tratando de sobrevivir o de hacer algo más que sobrevivir.
Jane sonrió ante mi tentativa poética.
—Antes dijiste que me contarías por qué dejaste la policía —dijo ella.
—Es una historia bastante fea, Jane. ¿Estás segura de que quieres escucharla?
Volvió a apretarme la mano ligeramente.
—Sí —dijo—. Llamé al teniente Holland esta tarde, para pedir información sobre ti. No le expliqué para qué quería la información, sólo le dije que nos habíamos visto y que tú me habías dado su nombre como referencia. Me dijo que eras buena persona, pero cuando le pregunté si eras buen policía, me contestó con ambigüedad. ¿Me lo puedes contar, Fritz?
—De acuerdo. Fui un policía de mierda. Estaba borracho la mayor parte del tiempo y por eso me mandaron a la Brigada Antivicio de Hollywood. Un sargento compasivo me dijo que encajaba perfectamente con la clase de gente con la que trataba la Brigada Antivicio: borrachos, drogatas, chulos, homosexuales y pervertidos. La crema de la sociedad de Hollywood. En efecto, encajé bien, y al principio me gustaba el trabajo. Pero, lentamente, me entró la desesperación de molestar a gente a la que habría que dejar en paz. Como esto me deprimía, me dedicaba a beber y meterme anfetas para matar la depresión. Esto nos trae a Blow Job Anderson. Era un personaje de mi juventud, del barrio viejo. Era un pervertido legendario que se dedicaba a seducir a niños de doce años cuando Walter y yo teníamos esa edad. Era seis o siete años mayor que nosotros. Seguía en el mismo barrio, y Walter me contó que ahora se dedicaba a sodomizar a una nueva generación de niños. Después de ocho o nueve meses trabajando en Hollywood Vice, supe que Blow Job Anderson era un chivato de la Brigada de Narcóticos. Fui a ver al comandante de Narcóticos y le dije que Blow era un conocido pervertido que llevaba seduciendo niños pequeños desde que yo era niño. Me dijo que no me preocupase por el tema, que él ya se encargaría de todo. Pero no movió ni un dedo. Fui a hablar con la gente de Narcóticos, pero a ellos también les daba igual. Me dijeron que me calmase, que no tenía pruebas y que Anderson era un buen chivato, y que no podían permitirse el lujo de perderlo. Al final, llegó una orden del comandante de la comisaría de Hollywood: «Olvídese de Blow Anderson.» Yo ya sabía lo que me tocaba hacer. Me puse borracho una noche y fui a buscar a Anderson. Lo encontré y le rompí las piernas con un bate de béisbol lleno de plomo. Le dije que si me enteraba de que seguía molestando niños, lo mataría. Mientras seguía tirado en el suelo gritando, le eché una bolsa de azúcar en el tanque de su Corvette. Cuando volví al trabajo al día siguiente me mandaron a la oficina del capitán. Me entregó una hoja de dimisión. Me dijo: «Le recomiendo que firme esto», y lo hice. Ahí acabó mi carrera como policía.