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Authors: James Ellroy

Réquiem por Brown (17 page)

BOOK: Réquiem por Brown
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Me abrí paso entre grupos de golfistas bebiendo cerveza y arrastrando bolsas de golf en busca del encargado. Era una habitación sórdida cuyas paredes estaban hechas con el mismo adobe que las del exterior. Los golfistas parecían neuróticos, bastante parecidos a algunos yonkis que yo había visto, haciendo cola para jugar, dando empujones ansiosos por llegar al primer hoyo. Habría resultado fútil preguntar allí. Seguí a un grupo de mexicanos de aspecto próspero hacia donde el campo se abrió frente a mí como un soplo de aire fresco: unas colinas suaves y de un extraño color verde claro sólo ligeramente teñido por el pardo omnipresente de Tijuana. Lo único que lo estropeaba eran los maníacos del golf, docenas de ellos colocados alrededor de un patio, esperando cargar sus bolsas en la cantidad de carros aparcados en un área asfaltada, adyacente al primer
tee.
La escena hacía pensar en algún antiguo ritual, típicamente americano; prosaico y profundo a la vez.

Me acerqué a un joven mexicano que sacaba botes de cerveza de un gran cubo de plástico y se los iba dando a los golfistas que se echaban sobre ellos con avidez. Una vez vacío, volvió a la caseta a llenarlo de nuevo. Fui detrás de él.

—¿Habla inglés? —le pregunté, mientras metía las manos en un gran congelador.

—Sí, hablo inglés —contestó con acento chicano—, pero no te va a servir de nada. No hay más que una cerveza por persona. Dos margaritas y un carrito de golf. Todos, ¿comprende?

—Sí, ya veo. Yo a quien busco es al caddie master.

Se detuvo y me miró fijamente, como si fuera un niño tonto.

—¿Un caddie master? ¿Me estás tomando el pelo? En esta pocilga no hay caddies. Sólo los clubes de lujo tienen caddies.

—Debería haberlo sabido. Mira, estoy buscando un caddie. Yo sé que está en algún sitio cerca de Tijuana. No es fácil de olvidar; es un anglo de unos cuarenta años, bajito, moreno y muy gordo. Va siempre vestido con ropa de golf sucia. ¿Lo has visto?

—No, pero es que aquí hay muchos colgaos. Pregunta a Ernie, el de la tienda.

Señaló una garita individual donde un chicano gordo daba pelotas de golf. Me dirigí hasta allí y me puse a la cola. Todos los golfistas parecía que estaban alucinando con una nueva droga que yo ignoraba, hablando en inglés y español sobre temas incomprensibles. Me sentí tan fuera de lugar como Beethoven en un concierto de rock.

El torneo, o lo que fuera eso, estaba a punto de comenzar y de pronto toda la atención se centró en el primer
tee.
Las colas de la cerveza y las pelotas se habían disuelto. Ernie me miró con dureza hasta que ondeé un billete de 20 dólares delante de sus narices.

—No quiero pelotas de golf. Quiero información —dije, mientras él asentía con la cabeza, fija la mirada en el dinero.

Le describí a Fat Dog.

Se le encendieron los ojos como muestra de haberlo reconocido. Se echó sobre el billete, pero yo lo aparté.

—Yo he visto a ese tío —dijo—. Me dejó unas pelotas aquí, el otro día.

—¿Sabes dónde puedo encontrarle?

—No. Es un tirao. Un ave nocturna.

—¿Hablaste con él de alguna otra cosa?

—Sí. Me dijo que quería comprar galgos. Le dije que se fuera al canódromo. Yo creía que me estaba tomando por gilipollas. No tenía pinta de tener guita para comprar galgos de carreras. Entonces va y me enseña un fajo de la hostia. Dos mil. Joder, ¿está loco el tío? Con ese dinero y vendiendo pelotas de golf. Loco de remate.

—¿Así que lo mandaste al canódromo?

—¿Qué dices, tío? Lo mandé a mi primo Armando que tiene dos carnadas de cachorros de galgo.

Le di los veinte y saqué otro billete de la cartera.

—¿Dónde puedo encontrar a Armando?

—Oye, ¿tú quién eres, tío?

—Yo soy un tío legal y quiero encontrar a ese hijo de puta que te vendió las pelotas de golf.

Saqué otros veinte.

—Te voy a llevar a ver a mi primo —dijo.

Seguí a la vieja camioneta Ford. Fuimos en dirección este, por cantidad de caminos de tierra, barrios de chabolas y coches abandonados. Armando vivía en una incongruente casa de ladrillo al borde de una enorme alcantarilla. El sitio estaba acordonado con alambre y al entrar detrás de Ernie, pude oír a los niños y a los cachorros de galgo jugando tras la verja.

Ernie me dijo que esperase en el coche mientras iba a buscar a su primo. Esperé con impaciencia. Sentí cómo me iba acercando. Que Fat Dog estaba cerca y bajo mi control. Pude oír cómo discutían en el interior de la casa. Unos minutos más tarde apareció Ernie, seguido de un chicano mayor y más gordo aún que él.

Armando desdeñó estrechar mi mano.

—Mi primo dice que quieres encontrar al gringo gordo al que le vendí dos perros.

—Eso es —dije yo.

—Te va a costar cincuenta dólares —interrumpió Ernie.

—Eso está hecho. ¿Dónde está?

—Primero me das el dinero —dijo Armando.

Me estaba empezando a cabrear, pero saqué la cartera sin dudar. Le di dos billetes de veinte y uno de diez. Me miró con orgullo.

—¿Dónde está? —pregunté ofendido.

—¿Lo vas a joder, gringo?

—Puede. ¿Dónde está? —Estaba a punto de mandarlo todo al carajo y dejar a los gordos secos en el sitio, pero me aguanté. Comencé a sentir cómo la sangre se me subía a la cabeza y se oscurecían los bordes de mi campo visual, pero no dije nada. Dejé que los dos mexicanos siguieran tomándome el pelo.

Por fin habló Armando:

—Ese puto gordo se merece lo que sea. Tengo un presentimiento sobre él. Sobre ti también, gabacho, así que te lo voy a decir. Le alquilé una cabaña que tengo. Coges la calle Ensenada Toll, pasas el primer peaje, a unas cuarenta millas de Tijuana, a media milla del cartel que dice «Alisistos 1/2 milla». Luego cruzas el lecho seco del lago y sigues hasta que ves una pista que va hacia las montañas, a tu derecha. Tienes que pasar sobre el divisor que hay en medio de la pista para cruzar. Entonces sigues la pista durante tres millas hasta un cruce. Sigues el de la izquierda durante media milla, y allí es.

Fui memorizando la información ante la fría mirada de Armando y Ernie.

—Me podrías hacer un favor, mano —dijo Armando—. Te puedes cargar al puto gordo y así le alquilo la cabaña a otro. Una cabaña como ésa. Por ahí perdida. Quién sabe lo que puede pasar.

—Vete a la mierda, bola de grasa.

—Mira, mano, voy a olvidar que has dicho eso. Ese tío tiene dos cachorros míos. Me los traes y yo te doy veinte dólares.

Escupió en el suelo a mis pies; era una invitación a que hiciera algo. Pero no quise. Era su país y tenían sus reglas. Me metí en el coche y me fui.

Me dirigí hacia la calle Ensenada Toll, pasando por Tijuana. Justo a la salida de Tijuana, encontré una carretera sin salida. Paré el coche y saqué la escopeta del maletero, la cargué y coloqué en el asiento de delante, tapada con una manta.

La carretera de peaje era muy bonita; a un lado se extendía el mar de un azul vivo y al otro se veía cómo los barrios de chabolas de las colinas iban escaseando a medida que nos alejábamos de Tijuana. Tenía la adrenalina al nivel de mis perspectivas, pero traté de olvidar toda idea relacionada con el futuro, y me concentré en el momento: el sol, la costa deshabitada, no manchada aún por lo sórdido de mi misión.

Pasé delante del primer puesto de peaje, pocos minutos más tarde encontré el cartel de «Alisistos 1/2 milla» y luego el lago seco. Vi la pista inmediatamente después, así que reduje la velocidad y me dispuse a pasar por encima del divisor de cemento. Me detuve y pasé lo más despacio que pude para no dañar la carrocería del coche.

La pista subía hacia un paisaje pardo verdoso, tras pasar por varios basureros y poblachos formados por cabañas de adobe, donde varias viejas cuidaban de cerdos y gallinas. Al poco rato, vi el cruce. La pista de la derecha se adentraba aún más en las montañas, mientras que la de la izquierda bajaba hacia lo que parecía un desfiladero. Me deslicé hacia abajo con el motor apagado y poniendo un pie en el freno. Después de un cuarto de milla, según mi cuentakilómetros, la carretera se volvía plana. Se veía una vieja cabaña de madera a unos doscientos cincuenta metros de distancia. Me bajé del coche y cerré con llave, llevando conmigo la escopeta. No parecía haber nadie.

Al acercarme, pegado a los matorrales del borde del camino, me fijé en que la cabaña estaba cercada por una valla hecha de postes de varios tamaños, clavados en el suelo a intervalos irregulares y unidos por un grueso alambre. A unos cuarenta metros detrás de la cabaña, había una gran área arbolada. En la puerta había una señal de autobús, que representaba un galgo corriendo.

Cuando me acerqué, bordeando la valla, un olor a podrido asaltó mi nariz. Vi un montón de moscas revoloteando a un palmo del suelo y a media docena de ratas debajo. Cuando vi a lo que se dedicaban, se me revolvió el estómago. Había dos cachorros de galgo muertos, con las tripas fuera.

Metí una bala en el cargador, salté la valla y me encaminé hacia la cabaña. Se me erizaron los pelillos del cogote y me estremecí. Como vi que la puerta estaba entreabierta, cogí una piedra grande y la lancé. La puerta se abrió de golpe y el ruido de la madera al astillarse produjo un tétrico eco. Pero no escuché ningún otro ruido y tampoco parecía haber movimiento en el interior.

Me acerqué cautelosamente, con la escopeta por delante. Como el mismo hedor que invadía el patio se duplicó en cuanto abrí la puerta, supe que había algo muerto en el interior. Era Fat Dog. Estaba tirado en el suelo, desnudo sobre un charco de sangre coagulada. Le habían cortado el cuello y tenía heridas por todo el torso y las piernas. Una enorme rata estaba royéndole uno de sus carnosos muslos. Le habían rajado la boca de oreja a oreja, dejando al aire los cartílagos y las muelas picadas. Tenía la nariz rota.

Cogí una lata vacía y se la tiré a la rata. Salió corriendo por la puerta con un pedazo de carne en la boca. Examiné la habitación: las paredes estaban hechas del material más barato, el suelo era de madera bruta, una mesita de fórmica con una caja de comida para perros debajo, una bolsa de muletón llena de pelotas de golf, y nada más. Ni muebles, ni cañerías, ni luz. Nada, aparte del cadáver de Frederick
Fat Dog
Baker, caddie e incendiario y lo que debería ser mi mejor negocio.

Salí y me encaminé hasta un rincón del tétrico patio, lejos de los cachorros muertos, para evitar el hedor del caddie y reflexionar. Me sentía sereno e indiferente al pensar en cómo había acabado este soñador psicótico. Me dio una enorme lástima que hubiera gente que llevase una vida como la de Fat Dog y que muriera de un modo tan horrendo: después de ser torturado durante horas. ¿Por su dinero? ¿Por el fajo de que alardeaba en Tijuana? Entré de nuevo, en busca de pruebas. Por una vez tenía razón. No había nada. Al salir de la cabaña, empecé a recordar: Fat Dog nunca dormía bajo techo. Era un guarro increíble. Me dirigí a la zona arbolada. Era una extensión de unos cuarenta metros cuadrados de pinos del desierto que no dejaban pasar la luz.

Tuve que buscar durante tres horas entre los matorrales y al pie de los árboles antes de encontrar lo que buscaba. Estaba detrás de un matorral metido en el hueco de un árbol y envuelto en tres enormes bolsas de plástico. Había un saco de dormir, dos libros sobre cría de galgos, una billetera con 1.600 dólares y sin ninguna clase de identificación, el número del
Penthouse
correspondiente al mes de mayo, un palo del número 6 y un libro con tapas de cartón piedra, casi idéntico a los que Omar González había encontrado en casa de Richard Ralston en Encino.

Abrí el libro, que estaba envuelto en su propia bolsa. Estaba organizado en cinco columnas, las dos primeras formadas por listas de nombres anglos y latinos seguidos de las respectivas iniciales, estando las dos columnas separadas por guiones en tinta roja. En la tercera columna, figuraban fechas escritas sin un orden determinado. La cuarta columna la constituían cantidades de dinero, entre 198,00 y 244,89 dólares. La más ancha era la quinta, que contenía comentarios escritos en español, en letra pequeña. El libro, constituido por treinta y dos páginas estructuradas de este modo, venía a decir una cosa: Extorsión; y un nombre: Richard Ralston.

Guardé el dinero de Fat Dog en mi cartera y me puse el libro debajo del brazo. Volví caminando al coche rodeando la casa del muerto. Tenía la seguridad de que Fat Dog había tratado de hacerle chantaje a Richard Ralston o a algún otro y que había pagado ese crimen con su propia vida. Sol Kupferman y el club Utopía tenían que estar relacionados con eso de algún modo. Lo que me tenía en ascuas era el cabo suelto: la llamada anónima recibida por Ornar.

Metí la escopeta y las pruebas en el maletero y me fui a Tijuana a buscar a alguien que supiera traducir del español.

Cuando llegué a Tijuana eran ya casi las seis de la tarde. Como había demasiado tráfico, aparqué en el primer sitio que encontré en la zona del centro. Los vendedores ambulantes llevaban petardos y toda clase de fuegos artificiales. Esa noche, Tijuana iba a revivir con las payasadas de los expatriados cachondos.

Lo primero que hice fue pasar por una tienda del ejército, donde compré una pala bastante sólida. Fat Dog se merecía un entierro decente y yo era el único que podía proporcionárselo. Además las pelotas de golf le iban a acompañar. Dejé el instrumento de cavar tumbas en el asiento de delante y me fui en busca de un mexicano educado que supiera mantener el pico cerrado.

Mientras caminaba, trataba de apartar de mi mente el recuerdo de Jane. Seguramente tendría que quedarme en México más tiempo del esperado. Fat Dog me había hablado de un «amigo rico» con un «gran palacio». Habría que buscarlo. También estaba el asunto del asesino o asesinos de Fat Dog. Quizá podría conseguir algunas pistas de gente que había estado buscando al caddie.

Al meterme por un callejón para evitar el bullicio de la acera, oí pasos que crujían sobre la grava, detrás de mí. Me volví de golpe, pero ya era tarde. Un puño me golpeó la mandíbula. Me tambaleé, pero conseguí mantener el equilibrio, aunque el libro salió despedido de mi mano. A pesar de la oscuridad del callejón, en cuanto me recuperé del golpe pude reconocer a mi agresor. Era Omar González. En cuanto lo reconocí, González acompañó el primero con un izquierdazo en la cabeza y un derechazo en las costillas. Luchaba con fuerza y rapidez. El izquierdazo me dio en el pómulo, pero conseguí detener el siguiente con el brazo. Estaba demasiado abierto y seguro. Hice una finta con el hombro izquierdo y en el momento en que él se apartaba, le golpeé con la derecha en la nariz. Se derrumbó, pero al instante se recuperó, aunque le temblaban las rodillas. Mientras trataba de incorporarse, le di con la rodilla en la barbilla. Se derrumbó de nuevo y esta vez no se movió del sitio.

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