Authors: James Ellroy
La verdad es que olía a destilería de whisky. Tendría que lavarme al volver a la habitación con el botín. Encontré la tienda de discos, que resultó ser la mejor propaganda que había visto jamás en defensa del concepto del «americano feo». Todas las paredes estaban cubiertas de enormes posters de estrellas actuales del rock y el pop. Las mujeres ofrecían un aspecto insípido y provocativo a la vez. Parecían estar tratando de provocar a sus parejas masculinas; adolescentes igualmente anodinos enfundados en sus pantalones prietos, con su pelo cardado que parecían querer chuparle la polla a toda una gama electrónica compuesta por siete amplificadores, ocho máquinas de biorrealimentación, treinta y siete pringaos, cocaína, quealudes, polvo de ángel y a ese chico porno con su enorme cipote de treinta y cinco centímetros.
Tenían un disco de rock duro a todo volumen, una luz intermitente. Yo debía estar pasado de moda porque pensaba que esas luces ya no se llevaban. Una chica guapa y rolliza, con una camiseta de Mick Jagger sacando la lengua, se me acercó con aspecto de amante empedernida de la música. Como no se me ocurría nada, me di la vuelta y salí del establecimiento sin volver la vista atrás. Era excesivo.
Insistí en la búsqueda, hasta que me vi recompensado por
La Mer
y el
Preludio al atardecer de un Fauno
de Debussy con Szell y la Cleveland; la
Suite de Petrouchka
de Stravinsky con Ozawa y la Boston Symphony, y como premio especial, un álbum con los
Cuartetos para cuerda
de Bartok, interpretados por el Cuarteto Guarneri. Todo lo cual me costó una diarrea. El de Stravinsky estaba bastante rayado, pero los demás estaban en relativamente buenas condiciones.
Esto era suficiente para empezar el viaje, pero aún no estaba satisfecho. Después de recorrer unos cuantos bazares más, acabé con
Kostelanetz Plays Gershwin,
disco de dudoso mérito. Lo único que me faltaba era el tocadiscos. Volví a la primera tienda distribuidora y por 149,63 dólares compré un Panasonic
zoom stereo system
(o sea dos diminutos altavoces de mala muerte) y un tocadiscos automático con un amplificador de mierda incluido. Era difícilmente comparable con mi State of the Arts System que tenía en Los Ángeles, pero sería suficiente para animar mi pequeña habitación.
Llamé a un taxi y metí la mercancía en el asiento de atrás. Al salir de la ciudad, paré junto a una tienda de bebidas, donde me cargué de chucherías: tres botellas de medio galón de whisky, dos paquetes de latas de Ginger Ale, tres bolsas de hielo y varias latas de carne y comida precocinada. Me estaba proveyendo para lo que prometía ser un largo proceso de cambio.
La metamorfosis musical no llegó a ocurrir. Me pasé dos días enteros bebiendo y escuchando música, luchando contra la ira, el pánico y la paranoia. No podía pensar en el caso. Cuando lo intentaba, la mente se me ponía en blanco y me tomaba otra copa o subía el volumen del tocadiscos en un vano intento de acelerar la imaginación. La música no me ayudaba nada. No me gustaba. Aunque fuera muy buena y expresase sentimientos profundos, no me interesaba. La música moderna e impresionista era demasiado abstracta y disonante. No tenía ni el heroísmo de Beethoven ni la pasión lírica de Brahms. Como los Cuartetos de Bartok me recordaban a Jane, no soportaba escucharlos.
Además la encargada del hotel me tenía manía. El primer día de mi experimento, recorrí el pasillo al menos una docena de veces para mear y siempre me miraba con desprecio. Yo tenía la sensación de que ella conocía mi historia y que me tomaba por un signo premonitorio de mala suerte. Por eso no volví a salir del cuarto y cada vez que quería mear lo hacía en el lavabo.
Después de los dos días, ya no aguanté más. Probé la carne enlatada, pero vomité al instante. Dos veces me desperté sintiéndome deshidratado hasta el tuétano y me eché a llorar. Tenía miedo de la desintoxicación que parecía inminente. Dentro de la habitación hacía un calor horrible de día y de noche. La tercera noche, decidí salir a dar una vuelta. Me afeité y me duché para quitarme la peste a sudor y priva. El hecho de moverme y realizar los viejos rituales me dio ánimos. Al volver a la habitación, llené una botella de Ginger Ale de whisky y me puse la última muda de ropa limpia que me quedaba.
Salí al aparcamiento a ver el coche. Estaba lleno de polvo, aunque intacto; la escopeta y la grabadora seguían en su sitio en el maletero. Las acaricié para darme suerte. Saqué una caja de balas de la guantera, cargué mi 38 y me guardé otra docena en el bolsillo. En cuanto eché a andar por la playa, me sentí aliviado por la caricia de la brisa marina. Después de recorrer media milla aproximadamente, llegué hasta la escalinata de piedra que bajaba hasta el mar. Los carteles anunciaban la Stero Beach. Me encaminé hacia el sur, en dirección contraria a la ciudad; así sería menor la posibilidad de toparme con alguien. Comencé a sentir la energía, en cuanto pisé la arena húmeda junto al agua.
Llevaba más de cuatro horas sin beber, por lo que técnicamente podía considerarme sobrio. La bebida, que había podrido todos mis órganos, estaba como alerta, esperando a ver quién atacaba primero. Escondí la botella bajo una capa de arena y conseguí hacer veinte flexiones. No me costó demasiado y además la ligera tensión muscular que sentí al levantarme me vino bien.
«A lo mejor no es para tanto —pensé—. A lo mejor puedes volver tranquilamente a Los Ángeles como si no hubiera pasado nada.»
El murmullo de unas voces y un rasgueo de guitarra, interrumpió mis pensamientos. Me dirigí hacia un grupo de gente reunida. Al pasar una duna, vi una hoguera a unas cien yardas de distancia y sentí un olor a carne asada. Al acercarme pude distinguir las voces con mayor claridad y me di cuenta de que la gente hablaba en inglés. Como estaban justo en mi camino, me encaminé hacia ellos, pero sentí un cierto reflejo paranoico que conseguí rechazar (yo estaba armado y ellos seguramente no). El olor a carne asada y la necesidad de compañía comenzaban a apoderarse de mí. Tomé aire y solté un gran «hola» a la gente que había sentada en la arena. Era la primera palabra que pronunciaba en varios días.
—¿Amigo o extraño? —preguntó una voz masculina.
—Amigo —contesté.
—Entonces cógete una silla, colega —dijo la voz.
Me senté en la arena. Había ocho personas jóvenes; cinco hombres y tres mujeres. A primera vista tenían pinta de hippies. Estaban sentados sobre mantas y sacos de dormir y detrás de ellos había un montón de mochilas. Percibí un olorcillo a marihuana.
Empecé con un comentario que pretendía ser amistoso.
—Sois los primeros americanos que he visto desde que estoy aquí. Qué alivio, porque yo hablo fatal el español.
—A mí me da por el culo tu nacionalidad —dijo una chica fríamente—. El nacionalismo es un orgullo burgués. La verdadera amistad está por encima de esas tonterías. La verdadera…
—No lo decía en plan racista —interrumpió un chico barbudo—. Lo que pasa es que está solo. ¿Verdad, tronco?
—Pues se podría decir que sí —contesté—. Llevo un tiempo aquí y no conozco a nadie.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Fritz —contesté—. ¿Y tú?
—Yo soy el hermano Lee. A tu izquierda tienes al hermano Mark, el hermano Randy, la hermana Julie, la hermana Carol, el hermano Kevin, la hermana Kallie y el hermano Bob. Esta noche la hermana Vicky se encarga de la cena —dijo señalando a la mujer que atendía el fuego.
No se la distinguía bien. Pero pude discernir que estaba asando un animal en una brocheta. El olor no lo supe localizar.
—¿Sois de una comuna? —pregunté.
Sonó una carcajada general. Una de las chicas, creo que era la hermana Julie, me contestó:
—El concepto de comuna está muy pasado, hermano Fritz. Estamos juntos porque nos queremos y porque nos interesan las mismas cosas.
Tuve que aparentar una sonrisa.
—O sea que os juntáis para sobrevivir acampando en la playa, ¿verdad? Compartís la comida, el cobijo y las pertenencias, ¿verdad?
Mientras hablaba, casi todos los miembros del grupo iban asintiendo con la cabeza y en cuanto mi vista se acostumbró a la luz naranja de la hoguera, me pude percatar de que sonreían.
—Oye, ¿y no hace frío en invierno? ¿Qué es lo que hacéis entonces?
—Pues nos metemos en una casa, tío. ¿Qué te crees?
Esta vez habló el hermano Bob. Bob parecía el más duro de todos y probablemente tenía antecedentes. Era tan alto como yo.
—Tranquilo, hermano Bob —dije—. Estoy de tu lado; sólo estoy charlando con vosotros.
—Pero haces muchas preguntas y además pareces un madero.
—Si es por curiosidad, nada más. Es que yo soy el típico currante de la gran ciudad, atado a un trabajo aburrido al que tengo que volver pronto. Vosotros tenéis mucha libertad, cosa que envidio.
Era justo lo que había que decir; el perfecto rompehielos. Saqué una botella de Ginger Ale.
—Oye —dije—, ¿qué tal si brindamos por la amistad? Tengo un whisky muy bueno.
Eché un buen trago y se lo pasé al hermano Mark, que se lo pasó a su vez al hermano Randy y éste a los otros. Cuando me llegó de vuelta, estaba casi vacía, cosa que me daba igual porque ya había decidido que ésta sería la última noche que iba a beber. Me aventuré a hacer otra pregunta:
—¿Qué es lo que estás asando? Es que no reconozco el olor. —Todo el mundo se partió de risa.
—Es un perro, hermano Fritz —dijo la hermana Kallie en tono jocoso—. Ven a verlo.
No me lo podía creer. Estas jóvenes y tiernas almas caritativas parecían más amantes de perros que comedores de perros. Me acerqué al fuego. La hermana Kallie me siguió, probablemente para ver mi cara de espanto. Cuando vi lo que se estaba asando, me eché a reír. Hacía tiempo que no me reía tanto. La forma del animal traspasado por la brocheta era indiscutiblemente canina. Un carnoso perrito de tamaño medio, con la boca abierta, los ojos salidos y la cola amputada. Olía de maravilla. Caí al suelo entre convulsiones de risa.
La hermana Kallie daba saltos con sus grandes tetas moviéndose bajo su blusa campestre, gritando:
—¡Le gusta! ¡Le gusta! ¡Le encanta!
Por fin me puse en pie, enjugándome las lágrimas. Dos de los hombres procedieron a trinchar el animal mientras los demás los mirábamos. Yo le acaricié la cabeza al perro, como si todavía fuera un leal animal doméstico. Esto provocó otra carcajada. Trajeron dos cajas de cerveza de los rompientes, metidas en una red y comenzamos la fiesta.
Estaba hambriento. Todo el mundo se fijó en mí cuando me disponía a hincarle el tenedor al enorme filete de perro. Por fin, después de alejar toda duda y condicionamiento social que se pudiera interponer entre el perro y yo, le hinqué el diente. Estaba algo salado y picante; sabía bastante parecido a un filete de venado que había comido una vez. Al principio me atraganté un poco, pero por fin me lo tragué, acompañándolo de un buen trago de cerveza. Esto provocó una gran algazara entre mis nuevos amigos. Después de eso, no me costó apurar el resto del plato. Rechacé la botella de salsa de soja. Yo me consideraba un purista.
La proteína urbana entró a formar parte de mi organismo. Era la primera comida en condiciones que probaba en varios días y me produjo un enorme bienestar. «Todo irá bien», pensé. Pero este sentimiento se vio inmediatamente absorbido por una oleada de sudoroso deseo, dirigido a la hermana Kallie y sus grandes peras. A lo mejor la carne de perro era un afrodisíaco.
Mientras estaba tumbado contemplando la estrellada noche mexicana, las chicas recogieron los platos y el hermano Bob se dispuso a liar porros con gran destreza. Pronto, el grupo entero se sentó alrededor del fuego. Yo me quedé algo rezagado mirando hacia el cielo, esperando que me llamasen. La hermana Julie me dijo:
—Fritz, vente con nosotros.
No quería estropear el momento, pero había algo que tenía que preguntar.
—¿De dónde coño habéis sacado ese perro tan delicioso? —pregunté—. Quiero darle las gracias al dueño.
El hermano Lee me contestó, después de encender un porro y pasármelo.
—La carne la conseguimos de dos maneras. Hay un tío que vende carnada en el puerto. El coge a los perros y se los vende a su primo que tiene un puesto de tacos en Tijuana. Son los tacos más baratos y más sabrosos de Baja California. Todos de carne de perro. Nosotros le cambiamos una bolsa de hierba por dos jugosos perros. A veces encontramos perros muertos en un cruce de la carretera de la costa. Los coches los aplastan. ¡Pam! Pero muchas veces tenemos que dejarlos, porque las costillas se les quedan demasiado machacadas y clavadas en la carne. Es peligroso comerlos así.
—Brindo por todos vosotros —dije—. Sois los verdaderos supervivientes del capitalismo y el movimiento fanático inconformista que surgió de él. Antes, cuando dije que os envidiaba, os estaba tomando el pelo. Me pensaba que erais otra panda de hippies tontos. Pero me equivoqué y os pido perdón. En cierto modo, tenéis la vida cogida por los
güevos
y eso es encomiable.
No supieron muy bien cómo reaccionar. Me pasaron el porro y le eché una buena calada. Esperaba que volvieran a aplaudir o a reírse, pero en vez de eso recibí cálidas sonrisas y miradas de extrañeza.
—¿Tú qué haces en Los Ángeles, tío? —preguntó el hermano Randy.
Tuve que pensármelo un poco. Entretanto me pasaron otro porro. Esta vez le pegué más fuerte aún. Estaba de puta madre. No me había cogido un ciego de maría desde que estaba en la Brigada Antivicio, pero éste me estaba transportando directamente a un mundo oscuro de fantasía. Me pensé la pregunta por un momento y luego contesté:
—Hago lo que puedo para sobrevivir. Normalmente no tengo problemas, pero últimamente lo llevo bastante crudo. Me dedico a recuperar coches. Espero que aceptéis los derechos de propiedad lo suficiente como para daros cuenta de que los recuperadores son necesarios. Nosotros mantenemos el nivel de préstamos e impedimos que América se desquicie y vuelvan los tiempos en que los deudores iban a la cárcel. La gente como vosotros, los llamados inconformistas, sólo pueden existir en sitios donde la sociedad capitalista es fuerte. Yo antes era policía, pero lo dejé porque vi demasiadas cosas que no podía aceptar.
Eché otra calada que me puso cieguísimo y observé a mi público. Las mujeres estaban guapísimas. Luego continué dándoles una retahíla de hermosas mentiras poéticas.
—No podía soportar toda la corrupción, el racismo, la violencia. Tener que trabajar con tanta gente perdida, la mayoría de la cual llevaba uniforme. La gente joven que trataba de vivir con mayor honestidad que sus padres, mientras los maderos les insultaban por su modo de vida. Los negros de los guetos, los borrachos, los vagabundos de Skid Row. Había una parte más humana de mí que no podía expresar, así que al final lo dejé. Yo en realidad lo que quería era aprender a tocar el violín, pero no tenía la paciencia necesaria para hacerlo.