Authors: James Ellroy
—¿Y no presentó demanda ningún familiar o amigo de las víctimas? A su compañía o a Edwards. ¿No armaron algún jaleo?
McNamara se echó a reír.
—No, nadie. Pero hubo un loco que metió mucho ruido. El hermano pequeño de Anthony González, Ornar González. Tony González fue un gran jugador de béisbol en los cincuenta. Ornar le adoraba. Él tendría unos dieciséis años cuando frieron a su hermano y decir que se lo tomó a pecho sería quedarse corto. Debía de ser el único en Los Ángeles en creerse lo del cuarto hombre, y la verdad es que se montó un lío de mil demonios. Primero dio el coñazo a la policía, y cuando se enteró de que yo estaba investigando el caso para la compañía, me dio la vara a mí. Estuvo molestando también a los periódicos. Era una locura. ¿Se acuerda del
Joe Pyne Show
? Pues cada semana se ponía entre el público. Tenían una cosa que se llamaba «The Beef Box», que consistía en que la gente del público se levantaba y contaba sus penas. Cada semana aparecía el chaval y se ponía a hablar sobre el caso Utopía y sobre que la poli había dejado escapar al cerebro del crimen. Decía que el cerebro, como lo llamaba él, tenía manía a una de las víctimas y que incendió el bar entero únicamente para matar a esa persona. Así la policía no buscaría a los enemigos de esa persona. Mató a seis para cargarse a uno. También decía que Sánchez, Magruder y Smith no eran más que cabezas de turco. Cuando fueron ejecutados, puso una nota en
Los Ángeles Times.
Una página entera: «¿Cuándo será llevado ante la justicia el cerebro responsable de la muerte de mi hermano?» Solía pasar a menudo por la calle Setenta y siete para enganchar a Cathcart y agobiarle contándole su última teoría. A mí también me dio mucho la lata, pero yo no me quejaba. Ornar era un buen chaval, pero su hermano era un macarra. Un borracho que no hacía más que recordar su época gloriosa. ¿Recuerda usted un libro (hicieron una película sobre él) que se llamaba
Magnífica obsesión
? Pues eso es lo que era para Ornar.
Los ojos de McNamara se fueron enturbiando lentamente a causa del alcohol y la nostalgia.
—¿Y qué le ocurrió? —pregunté.
—Ah, pues anda por ahí. Yo le caía bien. Tenía paciencia con él. Solía venir a mi despacho a hablarme sobre su obsesión y sobre lo que pensaba hacer con su vida. Odiaba a Cathcart y decía que iba a enrolarse en la policía de Los Ángeles, para poder echar a todos los imbéciles como Cathcart. Todos los años por Navidad me mandaba una tarjeta. Siempre ha tenido el mismo oficio, a veces ejerce y a veces no. Es mecánico en una gasolinera de Hollywood. También es una especie de consejero en un centro para drogadictos en su barrio. Es muy buen chaval.
—¿Dónde está la gasolinera? —pregunté.
—Es una Texaco que está en la esquina de Franklin y Argyle. Si lo ve, deséele suerte de mi parte.
Le dije que lo haría y cogí la cuenta. Di las gracias a McNamara y lo dejé con sus recuerdos. En ese momento me sentí orgulloso de estar curado.
Al salir del restaurante, sentí un extraño impulso de afecto hacia Fat Dog Baker. Había pasado ante mi punto de vista de ser un bufón misántropo a un genial y osado asesino. Y lo más extraño, es que sentía que tenía cierta información que era importante para mí. Algún nuevo epigrama sobre el misterio urbano. Había topado con un asesino, y ahora había llegado el momento de enmendar la situación y volver a ganar su confianza antes de tirar la bomba.
Consulté mi reloj. Las nueve y media. A estas horas, Fat Dog debía estar durmiendo en los terrenos del Bel-Air Country Club. Pero un campo de golf es un sitio muy grande y podría pasarme toda la noche dando vueltas y asustarlo en la búsqueda. No convenía asustar a mi ganga andante, así que bajé al Tap & Cap a buscar un escolta.
El escolta que tenía en mente era Augie Dougall, pero no estaba. El ruido del bar era ensordecedor, la sensiblería country se mezclaba con las voces de los clientes. El Tap & Cap estaba a tope; los atavíos de golf y los rostros morenos delataban que el bar estaba rebosante de caddies. El camarero con el que había hablado la noche anterior estaba de servicio, así que me dirigí a él. Me dijo que todos los caddies de ese sitio conocían a Fat Dog y que nadie lo aguantaba. Cuando le pregunté a quién disgustaba menos y quién podría ayudarme a localizarlo, señaló a un hombre rubio de unos cuarenta años llamado Stan
The Man.
Stan
The Man,
el culpable de aquel country que rompía los tímpanos, estaba cebándole monedas a la máquina tocadiscos. De todos los caddies del bar, parecía el único capaz de meterse conmigo. Tenía la mirada cautelosa y el semblante duro de alguien que ha pasado por la cárcel, así que me decidí por el truco de la placa.
Tras diez minutos de lamentos vaqueros, llegó mi oportunidad. Stan
The Man
se apartó de la máquina y entró en el servicio. Esperé un momento y luego lo seguí. Al entrar lo vi subiéndose la bragueta mientras se retiraba del urinario. Entonces saqué la placa.
—Agente de policía —dije—. Tengo que hablar con usted.
Stan
The Man
retrocedió un momento y luego dijo:
—Vale.
—Vamos fuera —dije—, aquí hay demasiado ruido.
—Vale —murmuró de nuevo.
Me estaba empezando a dar lástima. Obviamente había tenido una larga historia de encuentros con maderos en sitios extraños.
Traté de calmarle.
—No pasa nada. Sólo quiero hablar contigo sobre un caddie que tú conoces.
Stan
The Man
se limitó a asentir con la cabeza. Salimos a la calle. El aire de la noche era de agradecer después del humo del bar.
—Vamos a dar una vuelta, tengo el coche en esta misma calle.
Mientras caminábamos, me enteré de que Stan
The Man
se llamaba Stanley Gaither y había pasado por el Brentwood Country Club, el Los Ángeles Country Club, el Bel-Air Country Club y la red de penitenciarías de Los Ángeles. Su especialidad era el robo de automóviles. Decía que era incorregible y que estaba en libertad condicional, pasando las de Caín y que estaba viendo a un psiquiatra. Todo esto lo fui sacando de un enmarañado torrente de palabras. Estaba solo y a mí empezaba a caerme bien. Me presenté como el sargento Brown. Cuando nos metimos en el coche le dije:
—El tema es éste, Stan. Estoy interesado en Fat Dog Baker y he oído que tú te llevas con él mejor que nadie. ¿Es verdad eso?
—Más o menos. Nos conocemos de hace años. Trabajamos en los mismos clubes. Yo no le odio como los demás. ¿Se ha metido en un lío?
—No, pero es que necesito hablar con él. Esta noche.
—¿Estás en vicio?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé. El pirao de Fat Dog duerme fuera, nunca se cambia de ropa. Yo siempre he creído que es una especie de pervertido. O sea, joder, era el rey de las pelotas de golf. Tenía tres habitaciones de hotel llenas de pelotas de golf. Cincuenta mil tenía. Era el proveedor de todo Los Ángeles y todavía le quedaba una reserva de cincuenta mil pelotas. Cincuenta mil pelotas, a diez centavos cada una son cinco mil dólares. Fat Dog pagaba el alquiler de tres habitaciones de hotel para tenerlas seguras y él dormía en el hoyo cinco de Wilshire. Un tío que hace eso tiene que ser un pervertido. ¿No le parece?
—Puede. ¿Qué hace Fat Dog con su dinero? He oído que tiene un buen fajo.
Stan se lo pensó.
—No sé —dijo—. Creo que le gusta mirarlo. Eso y viajar a Tijuana. Le encanta Tijuana. Va allí continuamente. Le encantan las carreras de perros. Le encanta esa ciudad de mierda. El Chicago Club y toda la historia. Siempre dice que piensa pasar allí la jubilación, haciendo carreras de galgos. Odia a los judíos y a los negros, pero le encantan los mexicanos. Tiene que ser un pervertido.
Stan
The Man
me miró expectante, como esperando poder irse después de haberme proporcionado tanta información. Pero no era suficiente; además esta noche necesitaba un guía.
—Tú has trabajado de caddie en casi todos los clubes de Los Ángeles, ¿verdad, Stan?
—En todos. Soy un jodido caddie.
—Bien. Necesito que me acompañes. Tengo que ver a Fat Dog. Empezaremos en Bel-Air. ¿De acuerdo?
El «vale» de Stan
The Man
era uno de resignación y tristeza; el lamento de un hombre acostumbrado a llevar la cruz y a obedecer órdenes. Arranqué el coche y nos fuimos.
El campo del Bel-Air no era nada productivo, pero era precioso. Armados con linternas, el reticente Stan
The Man
y yo estuvimos dando vueltas durante hora y media. Saltamos la valla que había junto a la estatua de Jesús y caminamos en dirección norte. Stan afirmaba conocer todos los campamentos de Fat Dog y que no haría falta recorrer el campo entero, me explicó que Bel-Air era un campo urbano construido dentro y alrededor de pequeñas gargantas. Por eso las casas que aparecían a nuestra derecha parecían estar tan cerca; es que de hecho estaban cerca.
Subimos una empinada colina que conducía al primer hoyo. Estaba muy oscuro y el césped olía de maravilla. La vista que había desde arriba era tan bonita que por un momento llegué a olvidar por completo la razón por la cual me encontraba allí. El campo de golf se extendía ante nosotros en forma de negras colinas que parecían prometer paz y fraternidad. Estaba muy silencioso y fresco (unos buenos diez grados menos que en la ciudad). Las luces de Los Ángeles aparecían dibujadas en el cielo en tonos pastel. Había venido a hablar con un asesino, un psicótico cuya forma de vida me resultaba incomprensible, pero por un segundo envidié la soledad de su refugio. Si vivía allí, tenía muy buen gusto y disfrutaba lo mejorcito de dos mundos: arropado en los brazos de una gran ciudad, aunque libre durante la noche de su bullicio.
Cruzamos «el puente oscilante», un puente colgante que llevaba a los jugadores del décimo
tee
al décimo
green.
El nombre le venía a medida, ya que sólo la brisa nocturna y el peso de dos hombres lo hacían balancearse suavemente. Stan rompió el silencio para explicarme que, en una noche clara, se podía ver hasta el centro de Los Ángeles y las montañas de San Bernardino.
Iluminando las trampas de arena con nuestras linternas, salimos del
green
para entrar en un túnel. Stan me dijo que esto era el final del recorrido y que Fat Dog no acamparía nunca en los últimos nueve, ya que los aborrecía por ser los nueve peores agujeros que había cargado jamás. Creí a Stan. La callada belleza nocturna de este lugar parecía habernos informado tácitamente. Volvimos por donde habíamos venido.
Una vez de vuelta en el coche, Stan
The Man
suspiró.
—Bueno —dijo—, tenemos que tomar una decisión. Hay cuatro clubes más en la zona oeste: Riviera, Brentwood, Hillcrest y Los Ángeles. Olvídate de Riviera. No tiene caddies y Fat Dog sólo duerme en los sitios donde conoce al caddie master. Brentwood y Hillcrest son clubes de judíos y hace siglos que Fat Dog no acampa allí. Eso nos deja sólo Los Ángeles, que es enorme. Dos recorridos y treinta y seis agujeros. Si Fat Dog está en la ciudad, ése debe ser el lugar.
—Pues vamos —dije.
Fuimos hacia el sur bordeando el campus de la U.C.L.A. (Universidad de Los Ángeles), hasta Wilshire y luego en dirección este. Era más de medianoche, y estaba empezando a cansarme.
—Lo mejor que puedes hacer es probar en el campo sur —dijo Stan—. Hay una verja en Wilshire que está abierta las veinticuatro horas. Hay muchos espaldas mojadas que viven allí. Tienen unas barracas para ellos. Podemos dejar el coche en el aparcamiento. Ahí está la verja. Más despacio.
Reduje la velocidad. La verja daba paso a una oscura espesura de árboles. No se veía casi nada. Stan me iba dando unas instrucciones muy precisas.
—Ahora muy despacio. Échate a la derecha aquí y para.
Paré y de pronto nos vimos sorprendidos por una música mexicana. A continuación, oí risas. Al irse acostumbrando mis ojos a la oscuridad, pude distinguir una barraca de gran tamaño a mi derecha. Había unos hombres sentados en las escaleras de la entrada bebiendo cerveza. Dejaron de hablar al ver que nos acercábamos. Cogí la linterna y mi termo de café e indiqué a Stan
The Man
que me siguiera. Nos acercamos a los bebedores de cerveza.
—Hola —dije—, estamos buscando al Perro, Perro grande y blanco.
Eso rompió el hielo. Las cinco o seis voces que contestaron a mi pregunta eran amables. Por lo que pude entender, todos dijeron lo mismo. No habían visto a ningún perro grande y blanco. Debería haberles dicho que buscaba a un perro gordo, pero no sabía decirlo en español.
—Gracias, amigos —dije.
—De nada —contestaron.
Cuando Stan y yo nos introdujimos de nuevo en la oscuridad, volvieron a poner la música mariachi. En silencio les deseé una vida feliz en América.
El campo sur del L.A. era más llano que Bel-Air, y más urbano. Las luces de los rascacielos del Century City, que estaba a una media milla de distancia, proyectaban una extraña luz sobre los árboles y las colinas. Stan me llevaba al lugar donde podría estar Fat Dog: el undécimo
tee.
La luz de nuestras linternas rastreaba la hierba, sorprendiendo escurridizos roedores. En realidad me daba igual encontrarlo. Estaba impresionado de haber vivido en Los Ángeles durante más de treinta años, orgulloso de ser un buen conocedor de la ciudad, y haberme perdido todo esto. Eso era más que el lugar de juego de los ricos, era sencillamente otro mundo al que tenían acceso desde los caddies a los espaldas mojadas, pasando por los policías retirados. Los campos de golf: un verdadero sistema solar de realidades alternativas en el medio de una ciudad envuelta en contaminación.
Decidí explorar todos los campos de golf de la ciudad, con mi grabadora en mano, en mis futuras noches de insomnio. Después de que
Fat Dog
Baker estuviera a buen recaudo en la cárcel o en el manicomio, claro está.
Enfoqué la linterna a un par de bancos de madera que había junto al
tee.
—Vamos a sentarnos —dije.
Abrí el termo y le serví una taza a Stan, mientras yo bebía a morro.
—¿Te gusta esto, verdad? —preguntó Stan.
—Sí —dije—. Estoy sorprendido de haber tardado tanto en descubrirlo.
Bebimos café con la mirada fija en la oscuridad. Estábamos situados de cara al norte. Wilshire aparecía como una estrecha franja de luz en la distancia y los coches se deslizaban en silencio por ella.
—Tengo que decirte algo —dije—. No soy policía, soy un investigador privado. Te he traído aquí ilegalmente. Te puedes abrir, o, si quieres, te llevo en coche adonde quieras.