Authors: James Ellroy
—¿Este solar pertenece al club?
Me miró, molesto.
—Claro que sí —dijo—y sirve para enriquecer a gente que ya tiene demasiado dinero. Dicen que ayuda a «disminuir los costes de los socios», pero ¡qué cojones! Cuando tienes tanta pasta como estos judíos de mierda, ¿qué coño te importa gastarte unos milloncejos al año divididos entre quinientos miembros? ¿Me lo puede usted decir?
Le contesté que era un misterio. Como me veía venir un largo monólogo, comencé por hacer preguntas sencillas.
—¿Es usted caddie?
El abuelo volvió a mirarme con cara de asco.
—Podría decirse que sí —dijo—, pero mejor decir que no. Estoy en la lista negra de Hot Rod así que me puedo dar con un canto en los dientes si consigo un
single
de nueve hoyos de vez en cuando, ¿tú eres caddie? No lo pareces, estás demasiado sano.
—Yo soy un caddie ambulante, me llaman Johnny Costa a Costa. He venido aquí para conocer las condiciones de las cabañas de caddies para un artículo que estoy preparando para
Golf Digest.
¿Cómo es que está usted en la lista negra de Hot Rod?
—Porque no hago apuestas con ese cabrón, no bebo en el bar de ese cabrón y no vivo en su hotelucho de mierda. ¿Te vale la respuesta?
—Desde luego. Me da la impresión de que no le cae bien Hot Rod.
—Has acertado. Lo que tendrías que hacer es escribir un artículo sobre los caddies masters de Estados Unidos. Están todos corrompidos y son todos chulo putas y corredores de apuestas. Son unos tiranos y unos cabrones y
Hot Rod
Ralston es el peor.
Dentro de la cabaña, se formó un gran barullo; se oyó un estrépito de cajas, seguido de un griterío. El abuelo se levantó del cubo de basura y se metió en el berenjenal. Yo le seguí. Vi varias cajas llenas de ropa tiradas por el suelo, mientras docenas de trajes usados cubrían las mesas. Una jauría de caddies se avalanzaba sobre ellos como lobos, agarrando lo que fuera, indiscriminadamente, sin pensar en el tamaño. Todo ello acompañado de empujones y del verbo, sustantivo y adjetivo favorito de los caddies: «chupapollas». En dos minutos no quedó nada de la mercancía, y cada uno se fue a su rincón a disfrutar del botín.
El abuelo apareció en el porche todo orgulloso con una vieja americana. Se quitó el jersey que llevaba puesto, lo tiró y se puso la chaqueta.
—Estos judíos son muy majos —dijo—, se preocupan por nosotros. Esta chaqueta debe costar lo menos trescientos dólares. Mira aquí dentro lo que pone, «made in U.S.A.», no es una mierda de ésas de Taiwan. Esto es auténtico, coño.
El abuelo continuó:
—Ahora ya sólo me falta que me llamen, para acabar de arreglar el día. Entonces me voy a poner más contento que unas pascuas.
Sonó un altavoz en el interior.
—Augie Dougall. Primer
tee.
Inmediatamente.
Era muy curioso. Había otros bastante más fuertes que él para cargar bolsas. Al abuelo también se lo pareció.
—Ese cabrón de Hot Rod. Llevo aquí desde las seis y media de la mañana. Ese palillo llega aquí a mediodía y sale antes que yo. Cabrón.
Al entrar en la cabaña, vi salir a Augie Dougall, camino del primer tee, guardándose el cómic en el bolsillo. Lo seguí. El primer
tee
tenía que ser ese garito donde Hot Rod distribuía a los caddies y daba la salida a los jugadores. Estaba al final del
putting green
que acababa de ver. Me mantuve a una considerable distancia, para impedir que Ralston me viera. Después de hablar un momento, se encaminaron juntos hacia un granero que quedaba detrás del lugar donde los carritos de golf estaban aparcados. Los seguí con cautela.
Al acercarme oí la voz de Ralston. Hablaba pausada y gravemente, dando sus explicaciones con paciencia.
—Tú confía en mí, Augie. Yo siempre me he ocupado de ti, ¿no es cierto?
Dougall contestó algo que no logré oír.
Decidí arriesgarme a mirar en el interior. Me agaché y metí la cabeza por debajo de la plancha de hierro oxidado que constituía la pared del granero. El granero hacía las veces de cochera para los carritos de golf, de los cuales había varias docenas perfectamente colocados en fila, todos enchufados a un cargador eléctrico. Ralston y Dougall estaban sentados juntos en uno de los carritos, dándome la espalda, demasiado lejos para poder entender lo que decían. Me arrastré por el suelo para introducirme en el granero y luego me coloqué detrás de un carrito a una cierta distancia de donde ellos se hallaban. Desde mi posición, la escena se percibía como una extraña relación de padre a hijo. Ralston, el padre, hablaba en tono tranquilizador para bajarle los humos al hijo rebelde, Dougall. Contra mi voluntad me di cuenta de que sentía admiración por Ralston. Era un formidable manipulador. Cogí la conversación en medio de una frase.
—Así que…, las cosas están cambiando, Augie, pero no es una situación que se nos vaya a escapar de las manos aunque Fat Dog acabó metiéndose en líos. Se juntó con quien no debía y se hizo daño. No vas a volver a verlo Augie, nunca más.
—¿Pero qué hizo, Rod?
—No te lo puedo decir exactamente. Hace mucho tiempo consiguió salvarse de un buen lío. Se produjeron muchos daños. Yo me ocupé de Fat Dog. Un amigo mío lo sacó de un asunto muy gordo. Esto fue hace unos años, cuando Fat Dog y tú ibais juntos. Fue una historia muy gorda. ¿Te lo contó a ti? A alguien se lo tuvo que contar porque el asunto llegó a oídos de los que no debían haberse enterado. Y la única gente que conocía el tema antes, éramos mi amigo, yo y Fat Dog naturalmente. Pero él no se lo habría contado a quien no debía porque se habría jugado el pescuezo.
—No me contó nada, Rod. Sólo el rollo del caddie y las apuestas.
Ralston le echó el brazo sobre los hombros.
—¿Estás seguro de eso, Augie? Tú conocías a Fat Dog mejor que nadie. Tú eras lo más parecido a un amigo que él tenía.
—Absolutamente seguro, Rod, en serio.
—Porque alguien le contó a un mexicano lo que Fat Dog había hecho, el mexicano odiaba a Fat Dog. Este fue a buscar a Fat Dog y le hizo daño, Augie. Mucho daño. Quien fuera que le contase al mexicano lo de Fat Dog, no le deseaba nada bueno a Fat Dog. Yo siempre he pensado que tú le tenías mucha manía, a pesar de que salías con él. Fat Dog se reía de ti, Augie, eso lo sabes tú bien. Para él tú eras su lacayo. ¿Tú querías hacerle daño?
—Yo nunca he querido hacer daño a Fat Dog, Rod, él era mi amigo. A veces se ponía grosero, pero yo ya estaba acostumbrado a eso. Yo nunca le he dicho nada a nadie sobre Fat Dog. Me tienes que creer, Rod.
La voz de Dougall se había ido transformando en un lamento y le temblaban los hombros.
—Porque si le has hablado a alguien sobre Fat Dog, a ti también podría pasarte algo. Te podría pasar algo parecido a lo de Fat Dog o el mexicano. ¿Me entiendes?
—Sí, te entiendo, pero yo no le he contado nada a nadie.
—Vale Augie. Otra cosa. Yo sé que Fat Dog tenía una libreta donde contaba todas las cosas malas que había hecho en su vida. También tenía un libro de apuestas, Augie, con anotaciones en español. Yo necesito ese libro. Tú sabes que Fat Dog era rico, verdad, que estaba absolutamente forrado. Y yo quiero ese dinero, porque me pertenece a mí por derecho. ¿Qué sabes de eso, Augie?
—Yo sé que tenía una libreta donde pegaba los recortes de periódico de todos los torneos en los que participaba. ¿Te refieres a eso?
—No, Augie. Puede que haya otros conocidos de Fat Dog que se acuerden de eso. Vamos a dejarlo correr por ahora. Otra cosa y te dejo, tengo uno de nueve hoyos para ti. Hay un detective que está metiendo las narices por ahí. Está muy interesado en Fat Dog y sus negocios. Se llama Brown. ¿Tú sabes algo sobre eso?
—Sí, yo le he visto, Rod. Estuvo en el Tap & Cap preguntando por Fat Dog. Decía que lo estaba buscando porque Fat Dog lo había contratado y yo…
Ralston lo interrumpió bruscamente.
—¿Cuándo fue eso, Augie?
—Debe hacer unas dos semanas.
—¿Y qué le dijiste?
—Que Fat Dog era difícil de encontrar. Que siempre duerme fuera. Nada más, Rod, te lo juro.
—Vale, Augie, tranquilo.
—Pero sé más cosas, Rod. Un día estábamos Fat Dog y yo trabajando en Lakeside y ese tío de los coches, el que hace los anuncios en la tele con su perro, nos estuvo hablando sobre un detective privado que conocía que no era un detective de verdad pero que servía para robarles los coches a los negros. Eso es lo que dijo. Hablaba como si el tío ese trabajara para él, pero se reía de él. Ya me entiendes. El caso es que más tarde me dijo Fat Dog: «un día de éstos voy a darle trabajo al detective de mierda ese, sí señor». Eso es lo que dijo, Rod. En serio.
—Está bien, Augie, es muy interesante. Pero estate callado. Mira, tú eres un buen chico y muy buen caddie además. Nunca me he arrepentido de haberme ocupado de ti. No hagas nada ahora para que me arrepienta. Tú mantén la boca cerrada y ya verás como todo irá bien. Mucha gente ha acabado teniendo problemas últimamente por hablar demasiado. No dejes que eso te ocurra, ¿vale?
—De acuerdo, Rod.
Augie Dougall estaba prácticamente temblando de alivio. Había conseguido librarse del castigo del más duro y amenazador de los padres.
—Venga —dijo Ralston—, vete a buscar al doctor Goldman y a Said Berman que van a jugar ahora.
—Berman y Goldman, qué bien. Al menos me saco veinte dólares. Gracias, Rod.
Augie Dougall salió corriendo. Hot Rod esperó un momento y luego salió lentamente. Cuando pasó delante de mí, me pegué aún más contra el suelo. Me levanté, unos minutos después, muy cabreado y con dolor en las piernas.
Fui hasta la avenida de Beverly Hills, al sur de Wilshire y busqué el directorio del edificio donde había entrado Jane. Junto al número 463, ponía «R. Weiss. Instrumentos de cuerda». Subí por el ascensor hasta el cuarto piso y me encaminé hasta la 463. A través de la puerta de madera, se escuchaban las cuerdas del violoncelo, seguidas de una paciente voz europea emitiendo críticas. Con eso bastaba. Volví al descansillo para esperar.
A la media hora, Jane salió del ascensor, seguida por un viejo asceta que movía su batuta como si le faltase un podio. Jane, que estaba de espaldas a mí, se iba tragando todo lo que el viejo le iba diciendo. Tenía ganas de correr hacia ella, pero tuve que resistir el impulso y quedarme sentado. El viejo concluyó su prolija explicación y se retiró de nuevo hacia el ascensor. Jane estaba a punto de salir por la puerta cuando miró en mi dirección y me vio. Yo me levanté y sonreí:
—Hola, cariño —le dije.
Ella dejó el violoncelo en el suelo.
—Fritz, no…
Me acerqué a ella y le cogí las dos manos.
—He vuelto —dije—, aunque un poco tarde.
Estaba muy sorprendida, pero consiguió forzar una sonrisa.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Porque te he seguido.
—Que me…
—Llamé a tu puerta y como no contestaban, decidí esperar. Cuando Ralston vino a buscarte, te seguí hasta aquí.
—¿Es que yo también soy sospechosa de la cosa esa que estás investigando?
Como trató de desasirse, le solté las manos.
—Claro que no. No te cabrees. Tenemos muchas cosas que hablar. Tengo el coche ahí fuera.
Nos encaminamos hacia el coche. Jane no dejaba de mirarme fijamente. No podía comprender a qué se debía su resentimiento, pero no se debía únicamente a que hubiese invadido su vida privada. Cuando entramos en el coche, puso la mano sobre mi brazo.
—Estás muy cambiado —dijo—. No sé exactamente a qué se debe, pero no pareces el mismo. ¿Qué ha pasado en México?
—Que maté a dos hombres y me emborraché.
—¡Dios mío!
—Pues sí. ¿Tú de qué conoces a Ralston?
—¿Richard? ¿Y él qué tiene que ver con esto?
—Mucho. ¿Me vas a contestar la pregunta?
—De Hillcrest. Hace años que nos conocemos.
—¿Qué clase de relación tienes con él?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a si te has acostado con él.
—¿Cómo se te ocurre preguntarme eso? ¿Qué te crees, que eres mi dueño? Ya he aguantado bastante; me voy.
—No, por favor. No te vayas. Perdona, es que estoy cabreado porque nuestro encuentro no está saliendo como yo esperaba; además Ralston está metido en esto hasta las orejas.
—Pero no tenías por qué interrogarme de esa manera.
—Estaba celoso, resentido. Ralston es un cazacoños famoso y ha tenido muchos años para trabajarte.
—Qué modo más feo de llamar a alguien. Para tu información, Richard es socio de Sol y es una persona decente. Y además es verdad que tuvimos una historia hace unos años.
—No tienes más que decir.
—Estás cambiado, Fritz. Te has vuelto más duro. ¿Es verdad que has matado a dos hombres?
—Sí. Ellos querían matarme a mí. Agárrate: han matado a tu hermano.
—Qué hiciste para…
—Encontré su cadáver en las afueras de Tijuana, en una chabola de mala muerte que me va a dar pesadillas el resto de mi vida. Los asesinos volvieron a por algo y los maté.
Jane miró por la ventanilla a los transeúntes que pasaban por Beverly Hills. Esta vez habló con más suavidad.
—Lo siento. Le dieron su merecido. Pero, por favor, no me cuentes los detalles, no quiero imaginármelo. Tuvo que ser horrible, ¿no?
—No te lo puedes figurar.
—¿Y por eso te emborrachaste? —Sí.
—Pero ahora estás sobrio, ¿verdad? —Sí.
—Me alegro. Oye, perdona por la reacción que he tenido hoy, Fritz, pero es que me ha molestado lo que me has dicho sobre Richard Ralston. Desde lo del incendio del almacén, ha estado apoyando a Sol.
—¿De qué manera?
—Hablando con él, llevándole a sitios en coche, animándole.
—Tú no te crees lo que digo de Ralston, ¿verdad? ¿Y si te dijera que es el responsable directo de la muerte de tu hermano?
—¡No! ¡No me lo creo! Mira, tú has admitido que eras muy mal policía. A lo mejor también eres mal detective. Richard es una buena persona y quiere mucho a Sol. Aunque los dos estuvieran metidos en lo de las apuestas, a mí me da igual. Eso no hace daño a nadie. Y escúchame lo que voy a decir, Fritz: Como hagas algún daño a Richard, no volveré a dirigirte la palabra en mi vida. ¿Me entiendes?
—Sí, sí que te entiendo. Lo que entiendo es que eres incapaz de aceptar la realidad. Richard Ralston es un chorizo de mierda. Tu hermano ha sido asesinado por tu antiguo amante, tu mejor amigo está siendo chantajeado y tú en lo único que eres capaz de pensar es en tu jodido mundito de niña de Beverly Hills.