Authors: James Ellroy
Jane se puso roja y me golpeó torpemente con el puño. No se lo impedí.
—Venga, pega otra vez —grité.
Ella siguió golpeándome, cada vez más fuerte hasta que rompió a llorar. La apoyé sobre mi hombro y comencé a acariciarle el pelo.
—Eso es, cariño, échalo fuera. Si yo te entiendo, en serio. Pero tú también debes tratar de comprenderme a mí. Llevo mucho tiempo esperando este momento y no quiero echarlo a perder. Pero sin ti, no me sirve para nada. Ya han muerto diez personas desde que empezó esto y yo soy el único que puede ponerle fin. Pero es que tiene que haber algo de ternura y de honestidad al final de todo esto.
Jane me miró de frente. Había dejado de llorar y parecía como recuperada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Quiero decir que te quiero. Que podemos pasar la vida juntos cuando todo esto acabe.
—Pero si no te conozco.
—¿Tú me quieres?
—Si es que no te conozco.
—Ssssh, calla. Ya tendremos tiempo de cortejarnos en condiciones cuando acabe esto.
—¡Ay Dios!, pero es que…
Jane se puso a llorar otra vez y otra vez la abracé, con mucha ternura. Estuvimos así por espacio de un minuto. Entonces le levanté la cabeza hacia mí. Tenía la cara pálida, y se le había corrido el maquillaje. La limpié con un pañuelo.
—¿Puedes hacer algo por mí, cariño? —pregunté.
—Supongo que sí.
—Vale. Mira, lo primero es que te mantengas alejada de Ralston y lo segundo que le digas a Kupferman que lo voy a llamar mañana probablemente. Dile que es muy importante.
—De acuerdo.
—Muy bien. ¿Oye, quieres venir a cenar a mi casa esta noche?
—No puedo. Tengo que practicar. Además quiero estar con Sol y tener tiempo para pensar.
—Bueno, pues te llevo a casa.
—No, es que quiero estar sola. Prefiero volver dando un paseo para aclarar un poco las ideas. ¿Lo entiendes, verdad?
—Claro que sí. Te llamaré un día de éstos.
Nos besamos. Jane rozó sus labios distraídamente contra los míos.
—Ten cuidado —dijo.
Asentí con la cabeza. Luego la vi caminar por la calle con su violoncelo a cuestas hasta desaparecer del campo del espejo retrovisor. Entonces me di cuenta de que me había olvidado de darle el bolso de armadillo que le traía.
Estaba cansado. Mi encuentro con Jane había conseguido convertir mi ira en una vaga esperanza, que resultaba enervante a su vez. Lo que de verdad necesitaba era dormir, pero para eso estaba demasiado agotado. Mi único recurso era pasar por casa de Walter. Tenía ganas de cometer un acto de liberación simbólica para lo cual el jardín de su casa era el lugar más apropiado.
Llegué a la casa chorreando de sudor. Por suerte, el Mustang de su madre no estaba y me encontré a Walter sentado en una silla en el jardín, con los pies metidos en una piscina para niños. Estaba leyendo una novela de ciencia ficción y bebiendo un botellín de vino. Había muchos más, puestos a enfriar en la piscina. Me miró sorprendido.
—Llamando a Tierra, llamando a Tierra —dijo al verme—, el noble caballero andante vuelve de buscar el Grial en tierras de México. Un tanto escarmentado, me parece.
Sólo Walter podía saber el significado de todas esas chorradas.
—¿Resultó fructífero, Fritz? ¿Comiste en el Blue Fox? ¿Has encontrado alguna nueva droga para que pueda dejar el alcohol?
—Nada de eso. Pero sí conseguí enterarme de quién mató a la Dalia Negra.
—¿Ah, sí? ¿Quién fue? ¿El Ayatolah? Tenía que ser él. Ese payaso es igual que el maricón que trató de agarrarme la polla en la piscina de Hollywood cuando tenía doce años. Tenía que ser él.
—Mentira. Fuiste tú, hijo de puta, porque todas esas pijadas budistas que me has contado durante años, de que todo está conectado, son verdad. Te felicito. Nunca han estado más claros los veinticinco o treinta puntos de coeficiente intelectual que me sacas de ventaja. Ya que todo está conectado, el concepto del karma debe de ser válido también. Ergo ya es hora de que me porte bien y deje las recuperaciones. Después de aclarar un lío en el que me he metido. Todavía no tengo decidido lo que haré. A lo mejor consigo que Cal me ayude a montar mi tienda de discos. Ahora hay una mujer a la que tengo que tener en cuenta. Y como el karma es un concepto válido debe de haber algún negro que ande detrás de mí con una pipa por haberle quitado el coche. Pero no me puedo arriesgar a eso. Jane me necesita. Así que tenías razón. Me quito el sombrero, aunque de mala gana. Pero es que no hay victoria sin dolor. Hay que pagar un precio. Lo que más me jode de ti, tanto como te quiero, es tu adicción enferma a la tele. Lo de la bebida, la música y la ciencia ficción pase, pero la mierda de la televisión no está a tu altura. No está ni a la mía, así que tu televisor tiene que morir hoy. Aquí mismo, en el jardín. Yo haré la ejecución. Pero te indemnizaré por ello. Tengo más de seiscientos dólares de los que tengo que librarme antes de comenzar mi nueva vida. Así que vamos a hacerlo ahora mismo.
Yo esperaba que Walter se resistiera, pero se limitó a sonreír. Pescó una botella de la piscina y la vació de un trago. Luego se estremeció y volvió a sonreír.
—Venga —dijo—. Me resigno. Con seiscientos pavos me da para media libra de colombiana y la guarra esa que me prometiste. Yo también tengo que volver a la realidad. Vamos a ello.
Sacamos la vieja consola al jardín. La colocamos en lugar preeminente junto a los rosales de la vieja Curran. Luego saqué la escopeta y una caja de balas del maletero. Walter estaba que saltaba de nervios.
—Tres tiros —dije—y salimos de aquí antes de que llegue la madera. Ponte detrás de mí, que van a saltar los vidrios.
Nos metimos en el porche trasero de la casa. Walter se sentó en las escaleras, bebiendo T-Bird en un silencio expectante. Metí una bala en el cargador, apunté y disparé. La pantalla del televisor explotó con un enorme y resonante «¡cawhoosh!». Fragmentos de vidrio, madera y metal salieron volando por detrás, llenando el aire antes de precipitarse sobre el jardín lleno de humo. El aire olía a tecnología quemada. Disparé de nuevo a la caja de madera y la rompí por la mitad.
La gente se asomaba a las ventanas del edificio de apartamentos de enfrente y Walter daba saltos y gritos en un nuevo estado de embriaguez alcohólica. Volví a disparar y le pasé la escopeta.
—Te toca —dije—. Dispara a cualquier lado menos hacia mí.
Él asintió con la cabeza y comenzó a correr en busca de un blanco. Al final apuntó a' garaje, donde hizo un agujero del tamaño de un Volkswagen. El culatazo lo tiró al suelo. Le ay1 dé a levantarse y salimos corriendo hacia si coche, cruzando el jardín lleno de detritus televis1 vos.
Cuando llegamos a mi casa, preparé un expreso y pedí por teléfono una pizza gigante de anchoas y un quinto de vodka y soda para Walter. Devoramos la pizza en dos minutos y luego nos pusimos a hablar. Fue la conversación mejor y más sana que habíamos tenido en mucho tiempo.
A medianoche, le di los 600 dólares a Walter y lo mandé a casa en un taxi. Se iría a un mote hasta que su madre se calmara y yo concluyese e1 caso. Luego dejaría la bebida. Esta vez le creí. Había en él atisbos del antiguo Walter y momentos de remordimiento por lo bajo que había caído.
Antes de meterme en la cama me di cuenta de que Ralston sabía de mi existencia y que probablemente tendría intención de silenciarme. Él debía saber dónde vivía y querría matarme, pero conseguí quitarme la idea de la cabeza. Me había dado cuenta de una cosa: yo iba a hacer algo más que sobrevivir, iba a ganar.
A la mañana siguiente me desperté con resaca. Entre sueños, sentía una especie de martilleo persistente, como puñetazos amortiguados. Traté de recordar la cara de Jane. Esta vez no me costó formar la imagen. Lentamente me fui dando cuenta de que el martilleo no ocurría dentro de mi cabeza, sino que estaban llamando a la puerta. Me puse una camiseta y unos Levis y fui a recibir a mi visita.
Al abrir la puerta me percaté inmediatamente de que eran policías. El tamaño, el ademán serio y los trajes de ochenta dólares, hacían las veces de un anuncio de neón en el que pusiera:
«Lacayos municipales haciendo una demostración de fuerza.»
Los saludé amistosamente.
—Buenos días —dije—. ¿En qué puedo ayudarles?
—¿Es usted Fritz Brown? —dijo el más alto y contundente de los dos. —Sí.
—Soy el sargento Larkin, de la oficina del sheriff de Riverside County. Este es el sargento Cavanaugh de la policía de L. A.
Ambos me mostraron la placa.
—¿Podemos hablar con usted? Dentro.
—Desde luego. Pasen.
Al entrar echaron una ojeada al cuarto de estar. Cavanaugh se fijó en mí 38 que estaba sobre la mesita.
—¿Tiene usted una licencia para ese arma, señor Brown?
—Sí. Y tengo licencia para llevarla oculta. Soy investigador privado.
—Ya veo —dijo Larkin, al tiempo que ambos se sentaban en el sofá sin pedir permiso—. ¿Tiene usted más armas?
Así que se trataba de eso. La vieja señora Curran se había chivado de mí. ¿Pero qué tenía que ver en esto un madero de Riverside County?
—Sí, tengo una escopeta Browning del calibre 12.
—¿Nos la puede enseñar?
—Por supuesto. Ahora vengo.
Entré en la habitación. A lo mejor había dejado la plantilla levantada y me la iba a cargar por disparar un arma dentro de los límites de la ciudad. Pero no estaba seguro. Estos tíos eran demasiado reservados y siniestros. Cogí la escopeta y se la di a Larkin.
Abrió la recámara y la olió.
—Anoche —contesté—, asesiné un aparato de televisión, con permiso del dueño. Si quiere detenerme por disparar un arma en la ciudad, háganlo para que pueda pagar la fianza cuanto antes.
—No es eso por lo que estamos aquí, Brown —dijo Cavanaugh.
—Ya me lo imaginaba. A Riverside County le importa un huevo lo que yo haga con mi escopeta en Los Ángeles. ¿De qué se trata entonces?
Me senté delante de ellos.
—¿Dónde estaba usted anoche entre las diez de la noche y las dos de la madrugada? —preguntó Larkin.
Llevaba puesta una ofensiva y chillona camisa amarilla que debió haberle costado dos dólares con noventa y ocho centavos. Me estaba dando dolor de cabeza.
—Estaba aquí, en la cama. ¿Por qué?
Cavanaugh tomó el mando.
—¿Usted ha sido alguna vez oficial de policía, señor Brown?
—Sí. Estuve seis años en la policía de L. A.
Cavanaugh esbozó una gran sonrisa. El tono falso en que lo dijo me demostraba que ya conocía la respuesta a su pregunta.
—Así que somos antiguos colegas —dijo—. ¿En qué departamentos ha trabajado?
—En la patrulla de Wilshire, la de Hollywood y en la Brigada Antivicio de Hollywood.
Cavanaugh y Larkin me ofrecieron la misma sonrisa a medias y el mismo gesto de asentimiento con la cabeza. Eran una buena pareja, como Abbot y Costello. Larkin se inclinó hacia delante para hablarme en tono confidencial.
—¿Conoce usted a un hombre llamado Stanley Gaither, apodado Stan
The Man
? —preguntó.
—Lo conocí hace poco. ¿Por qué?
—Porque encontramos su tarjeta en el cadáver.
—¡No me joda! ¿Lo han asesinado?
—Sí. Anoche en Palm Springs. Junto a otros dos hombres. Todos caddies. Los encontraron muertos bajo un puente de la autopista.
—¡Hostia! ¿Con una escopeta?
—Sí. Se encontraron seis casquillos del calibre 10. Los dejaron hechos mierda a los tres. ¿Cómo conoció usted a Gaither? ¿Qué relación tenían?
—¿ Qué «relación»? Lo conocí en un bar y estuvo hablándome de su vida, de que no podía remediar su necesidad de robar coches y de que estaba haciendo una terapia para remediar el problema. Yo le dije que me dedicaba a las recuperaciones y que podría enseñarle a robar coches legalmente. Le dejé mi tarjeta y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver.
Larkin y Cavanaugh me miraron impasibles. No podía discernir si me creían o no.
—¿Conoce usted a George Hansen, alias
Hamburger,
o a
Robert Bobby
Marchion? —preguntó Larkin.
—No. ¿Estos son los otros dos fiambres?
—En efecto. ¿Conoce usted a algún otro caddie?
—No. Yo no juego al golf. No es como yo me divierto.
—¿Y cómo se divierte usted?
—Con buena música y mujeres bonitas. ¿Y usted?
—¿Tiene usted algún problema, Brown? —interrumpió Cavanaugh—. La gente normal no va por ahí disparando a los televisores.
—¿Qué es lo normal? Yo tengo un alma estética. Soy el matón de una organización internacional de almas estéticas que odian la televisión y me pagan mil dólares por golpe. Así es como consigo vivir en este lujo, en plenas colinas de Hollywood.
—No nos tome el pelo, Brown —dijo Cavanaugh—. Esta mañana examiné su expediente. Fue usted una desgracia para su departamento. Estamos investigando un homicidio múltiple y no tenemos ganas de aguantar chorradas de un gilipollas. Así que ándese con cuidado. A Vocational Standards no le gusta que los detectives privados vayan por ahí pegando tiros. Podría usted quedarse sin licencia.
—Si eso es todo lo que tienen que decir, ¿por qué no se marchan?
Cavanaugh no podía irse sin lanzar una última andanada.
—Ándese con cuidado Brown. Probablemente tengamos que volver.
—Los esperaré cagadito de miedo —dije, mientras salían por la puerta.
Ralston, Cathcart, Fat Dog, Augie Dougall. Y ahora tres caddies muertos en Palm Springs. Pero no podía ser una coincidencia. No se suele matar a los caddies en plan mafioso. Tenía que empezar por Augie Dougall.
Cuando llegué a Hillcrest, Augie Dougall no estaba en la cabaña de los caddies. El cocinero me dijo que hoy no había estado allí, que a lo mejor estaba en el Tap & Cap. Le hice caso y me fui. Al salir de la cabaña, no se oía hablar más que de los asesinatos.
Me dirigí hacia el Tap & Cap, pero primero paré en el camino a comprar el
Los Ángeles Times.
La noticia aparecía en la segunda página:
Tres muertos por escopeta en Palm Springs
(16 de julio.) Los portavoces de la comisaría de Palm Springs y del sheriff de Riverside County anunciaron hoy que no existen pruebas respecto al brutal asesinato de tres hombres, encontrados muertos por disparo de escopeta bajo un paso elevado de la autopista 16 cerca del límite municipal de Palm Springs Cathedral City.