Authors: James Ellroy
—Quédeselas. Ya he tenido bastante con tanta pelota de golf, tanto golf y tanto vagabundo. Llevo tres años sin beber gracias a Alcohólicos Anónimos. George, a pesar de lo que le quería, me suponía una carga horrible. Dios quiere que me separe de las viejas amistades. No estando George, puedo hacerlo. Así que quédese usted con las llaves, y le deseo lo mejor.
Las sacó de un cajón y me las entregó. Eran tres y estaban atadas a una patita de conejo.
—¿Cómo se llama el hotel? —pregunté.
—Hotel Westwood. Está en Los Ángeles West. El número de la habitación viene en la llave grande.
Le di las gracias y me guardé el premio.
—Una última cosa antes de que me vaya —dije—. ¿Sabe usted de una libreta que tenía Freddy?
—No, lo siento.
—No lo sienta, me ha proporcionado usted una gran ayuda.
Nos dimos la mano y salí de la caravana.
—Que Dios le bendiga —dijo ella cuando me marchaba.
No me tomé en serio la bendición. No podía, estaba flotando en la nube de mi propia omnipotencia. Me detuve en un motel barato, en Indio, que estaba bastante sucio, pero tenía aire acondicionado. Por la mañana volví a Los Ángeles.
Lo primero que hice al llegar a Los Ángeles fue ir al registro civil que está situado en North Broadway. Iba armado con dos fechas de nacimiento y pretendía probar a través de los certificados de nacimiento una teoría que comenzaba a cobrar forma en mi mente. Le expliqué a la mujer negra de la ventanilla que mi nombre era Frederick Baker, que había nacido el 14/7/43 y que necesitaba una copia de mi certificado de nacimiento porque me acababan de robar todos mis documentos. Le pedí además que me trajera también el de mi hermana, porque iba a hacer un viaje a Europa y necesitaba la copia para sacarse el pasaporte.
Le di la fecha de nacimiento de Jane: 11/3/52 y me senté a esperar. Volvió a los quince minutos con los resultados que yo esperaba. Por ahora mi teoría era válida. Me fié de que las fechas que Jensen, de la policía de L. A., me había proporcionado eran las correctas. Si la siguiente estrategia no me funcionaba, me harían falta los nombres de todos los nacidos en esas fechas, lo cual resultaría bastante complicado de conseguir e incluso totalmente inútil; porque si Jane y Fat Dog habían nacido fuera del condado de Los Ángeles ya me podía dar por vencido.
Puse en práctica la siguiente táctica: fui a ver a otro empleado y le conté la misma historia, sólo que esta vez cambié el nombre de Baker por el de Kupferman. Esperé durante veinte minutos en la abarrotada sala de espera hasta que el empleado dijo: «¡Kupferman!» Aunque ya me lo esperaba, me quedé de piedra. Le pagué el servicio al hombre con manos temblorosas y me metí en una sala para leer las copias, mientras trataba de contener los temblores, Frederick Richard Kupferman nació en el Cedars of Lebanon Hospital el 14 de julio de 1943. Pesaba nueve libras con seis onzas. Fue un perro gordo desde el principio. Sus padres figuraban bajo los nombres de Solomon Kupferman de Los Ángeles y Louisa Jane Hall de Pasadena. Jane Elizabeth Kupferman había nacido en el mismo hospital y de los mismos padres el 11 de marzo de 1952. Todo estaba relacionado. El antisemita resultó ser judío. La querida violoncelista era la hija. Todo ello venía a explicar el interés de Kupferman por los hermanos Baker, lo cual explicaba su amor paternal por Jane Baker y su resistencia a enfrentarse con las psicosis de Fat Dog. Los dos habían nacido con nueve años de diferencia de la misma mujer y sin estar casados los padres. Las uniones extramatrimoniales estaban muy mal vistas entonces. ¿Por qué no se habían casado? ¿A qué se debía el espacio de nueve años entre ambos nacimientos? ¿Con quién había vivido el pequeño Freddy durante esos nueve años?
Margarita Hansen me había contado que la compañera de Sol Kupferman se había suicidado. ¿Por qué? También me había dicho que los primeros padres adoptivos habían muerto en un incendio. ¿Podría haber sido obra de Freddy? ¿Estaba enfermo desde tan joven? El único capaz de contestar a esas preguntas era Kupferman, pero yo no estaba aún preparado para hablar con él.
Encontré un teléfono público al final del pasillo del almacén y llamé a la oficina de adopciones del condado de Los Ángeles. Volví a hacerme pasar por un oficial de policía para pedir información sobre Frederick y Jane Kupferman. Todo fue bien hasta que le mencioné las fechas de nacimiento al empleado.
—Lo siento, oficial —me dijo—, nuestros datos sólo llegan hasta 1956.
Colgué el teléfono. Me guardé los dos certificados en el bolsillo, saqué el coche del aparcamiento de la calle Temple y me puse en camino hacia el hotel Westwood.
El Westwood era un sólido edificio de cemento situado en Westwood Boulevard, aproximadamente una milla al sur del Village. Ocupaba el primer piso del edificio en cuya planta baja había una lavandería y una tienda de fotografía.
En la parte trasera del edificio, había un pequeño aparcamiento. Dejé el coche y subí por la desvencijada escalera de servicio. El hecho de entrar en el hotel era como pasar a otra época. Las paredes estaban cubiertas de estuco blanco y los pasillos de apestosas alfombras persas. Todo lo cual hacía que me creyera en el año 1938, a punto de encontrarme con Philip Marlowe, mi antecesor imaginario.
Encontré la habitación al fondo del pasillo con forma de L. En los pasillos no había nadie, pero dentro de las habitaciones sonaba el estrépito de los televisores y aparatos de radio. Abrí la puerta y me introduje de pronto en un mundo de pelotas de golf. En el suelo había cajas llenas de pelotas sobre las cuales bolsas llenas de pelotas se amontonaban hasta la altura de los ojos.
El único mueble que había era una vieja cómoda de caoba, con tres cajas de pelotas de golf encima. Cuando abrí los tres cajones, me percaté de que estaban llenos de pelotas de golf, como correspondía. Junto a la ventana, había un lavabo repleto a su vez de pelotas de golf. La papelera de metal que había debajo del lavabo también estaba llena de pelotas de golf. En la pared había un armario empotrado prácticamente oculto tras las cajas de pelotas de golf. Mi atención se fijó en él de inmediato. Seguramente que dentro había un yonki de pelotas de golf que utilizaría la primera oportunidad para asesinarme, con la esperanza de encontrar alguna en los bolsillos de mi chaqueta.
A pesar de todo decidí arriesgarme. Tuve que apartar al menos doce cajas de pequeños huevos deportivos para acceder al aparador. Las cabronas pesaban lo suyo. El armario contenía varias bolsas de plástico llenas de bolas de golf, amontonadas hasta el anaquel. No pude ver nada en el anaquel, pero al pasar la mano por encima encontré dos llaves. Ambas tenían una etiqueta pegada con los nombres de dos clubes de golf de Los Ángeles escritos en letra pequeña, seguidos de un número: Wilshire 71 y Lakeside 16.
Me paré a pensar un momento. Fat Dog conocía el ambiente del golf de Los Ángeles muy a fondo, pero únicamente al nivel de un caddie. En las cabañas de los caddies, había taquillas que probablemente estaban numeradas y estas llaves parecían de candado. Como aun registrando la habitación entera en busca de la libreta, no encontraría más que pelotas de golf, me fui, dejando la puerta cerrada con llave.
Lo único que no encajaba era por qué Margarita Hansen me había dado tres llaves. ¿A qué correspondían las llaves? De pronto me di cuenta. Debían ser las llaves de la ducha y del wáter. En efecto, las probé y valían. Me sentí como un niño de tercero de E.G.B. después de resolver una adivinanza.
El Wilshire Country Club, situado a mitad de camino entre el centro de la ciudad y Hollywood, no me proporcionó más que miradas hostiles de un abigarrado grupo de caddies que me miraron extrañados al verme entrar en su cabaña, abrir la taquilla número 71 y marcharme satisfecho de haber acertado en mi teoría de que ésta no contenía más que pelotas de golf.
Fui en el coche hasta Lakeside, pasando por el Hollywood Bowl. Aparqué el coche en una calleja que conducía hasta la entrada del Lakeside Clubhouse.
La casa, de estilo español, parecía una promesa de buenos tiempos. Eran las dos de la tarde de un jueves y estaba prácticamente vacía. Entré sin decir nada. Como iba bien vestido y tenía aspecto anglosajón, nadie me detuvo. Pude escuchar trozos de conversaciones sobre golf en mi camino a través del comedor hacia el patio, donde se contemplaba una hermosa vista del campo llano.
No tardé en reconocer la cabaña de los caddies; era el único edificio de mal gusto en esta espléndida reserva y la gente mal vestida que salía de allí era prueba irrefutable de su identidad. Así que fui hasta allí y entré de nuevo en Caddiland con las manos en los bolsillos y los dedos cruzados para darme suerte. Esta cabaña estaba relativamente limpia y la gente jugaba a las cartas con bastante serenidad.
Saqué la llave de la taquilla 16 y entré en el vestuario. Exceptuando a los dos caddies dormidos sobre sendos bancos de madera, estaba solo en el cuarto. Abrí la puerta y me retiré, esperando una avalancha de pelotas de golf que no llegó a ocurrir porque la taquilla contenía únicamente una bolsa grande de supermercado. Al mirar en su interior, me di cuenta de mi acierto. La bolsa contenía una libreta amarilla y varias docenas de talonarios y libretas de depósitos. El corazón me daba saltos de alegría. Cerré la puerta de golpe y entré en la sala de estar.
No pude resistir las ganas de pronunciar una despedida ante la congregación de caddies y grité:
—¡Seguid trabajando, heroicos hijos de puta! Habéis conseguido un lugar en mi corazón, sólo igualado por la Orquesta Filarmónica de Berlín. Viva Stan
The Man
, Burger Hansen y Bobby Marchion.
No me quedé a esperar su respuesta. Salí inmediatamente de la cabaña, abrazado a lo que constituía una pieza clave en la historia de Los Ángeles.
No podía ir a casa a leerlo. No podía ir a casa de ningún modo, sabiendo Cathcart y Ralston todo lo que sabían sobre mí, así que crucé el Cahuenga Pass en dirección al pequeño parque situado al otro lado cerca del Bowl. Encontré un lugar en sombra y me senté en la hierba a leer.
La libreta estaba ordenada en tres secciones distintas, de lo cual me percaté sin necesidad de abrirla, ya que había hojas de tres colores distintos (blanco, amarillo y azul). La sección en blanco, en la que reconocí la letra de Fat Dog, estaba escrita con mayor nitidez que la carta que había dirigido a Jane. Lógicamente, contenía las ganancias conseguidas en las carreras de caballos. En la primera columna aparecían las fechas, que se remontaban hasta 1962. En la segunda, figuraban los nombres de los caballos. En la tercera y en la cuarta el dinero ganado. Tenía que tratarse por fuerza del dinero ganado, ya que las cifras iban seguidas de alegres signos de exclamación. Fat Dog había ganado mucho dinero en los últimos diecisiete años.
Saqué un puñado de libretas de ahorros de la bolsa y me quedé boquiabierto al ver las cifras: 11.000 dólares en un banco, 9.600 en otro, 8.000 en otro, 9.900 en otro, 13.000 en otro, 4.500, 17.000, 11.250 y todo así. En total había treinta y cuatro, todas de sucursales incluidas en el término municipal de Los Ángeles. Hice una suma rápida y me salieron más de trescientos mil dólares. Más de un cuarto de millón de dólares. Comprobé la firma de cada una de las libretas: Frederick
Fat Dog
Baker. Pero la firma estaba demasiado bien escrita para pertenecer a Fat Dog. Los depósitos habían sido realizados por otra persona. Pero ¿por quién?
Me enjugué el sudor de la cara, arremangué la camisa y cogí la libreta de nuevo. Sentí una enorme repugnancia, pero seguí leyendo en la segunda sección, que contenía recortes de periódico referentes a incendios ocurridos en Los Ángeles, seguidos de comentarios graciosos de Fat Dog. Era lo más horrendo que había leído en mi vida. Los recortes estaban cuidadosamente pegados en el papel amarillo, forrado en plástico para su mejor conservación. En pocos minutos me di cuenta de que Fat Dog había sido un asesino incendiario sin parangón en la época actual:
Los Ángeles Mirror,
2 de abril de 1961: Una familia muere
al incendiarse su garaje
Los tres miembros de la familia encontraron la muerte ayer, al incendiarse el garaje de su residencia. El capitán C. D. Finan, portavoz del cuerpo de bomberos de Los Ángeles, confirmó a nuestra redacción que Howard Rosenthal, de 37 años, su mujer Mona de 34 y la hija de ambos, Eleanor, de 11 años de edad, residentes en el número 9683 de Sandhaven, Westchester, estaban jugando al ping-pong, cuando el garaje comenzó a arder. Los tres murieron asfixiados instantáneamente. El fuego se produjo a causa de una combustión interna, una combinación mortal de calor y de trapos viejos mojados, encontrados en el lugar del suceso. Los funerales por la familia Rosenthal se celebrarán en el Malinow Silverman Mortuary en Hollywood.
Herald Express
, 10 de septiembre de 1963: Mueren dos personas en el
incendio de un supermercado
Dos heroicos cajeros murieron anoche al entrar en el infierno en que se transformó el supermercado Ralph's Market sito en la confluencia de la calle Ter y San Vicente en West Los Ángeles. Los dos hombres, Donald Bedell de 26 años de edad y William Jones de 31, fueron literalmente devorados por las llamas en el intento de rescatar la caja fuerte. La causa del incendio está aún por determinar, mientras que los daños materiales ascienden a cerca de medio millón de dólares. Al declararse el incendio había varios dependientes dentro del local, todos ellos rescatados de las llamas por Bedell y Jones, los cuales volvieron a por la caja fuerte.
Los Ángeles Times,
29 de enero de 1964:
Mueren dos personas al estallar un coche en la autopista
Un joven matrimonio encontró la muerte ayer en la autopista de San Bernardino cuando las chispas que producía el motor de su vehículo, unido al mal estado del depósito de la gasolina, produjeron la explosión del coche cerca de la salida de Arcadia. Los señores Williard D. Jamison acababan de contraer matrimonio y residían en Santa Mónica. Un motorista, al ver las llamas que emitía el automóvil, se apresuró a avisar a la patrulla en carretera, pero era ya demasiado tarde para prevenir el accidente. A los pocos minutos llegaron varios camiones del cuerpo de bomberos a sofocar el fuego.
Los funerales se celebrarán en Gates, Kingsley y en Gates Mortuary, Forest Lawn, el día 2 de febrero.