Authors: James Ellroy
Cogí una toalla de la mesilla y se la di a Ralston para que se limpiase la cara. Cogí la cinta, apagué la luz y nos fuimos caminando hasta Century Park East. Dejé a Ralston en Los Ángeles New Hospital en Pico y Beverly Drive. No dijo una palabra en todo el tiempo. Yo no le culpé por ello. Estaba en el más profundo de los limbos.
Al parar junto a la puerta de urgencias, dije:
—Mañana puedes llamar a Cathcart. Cuéntale lo que te he dicho y procura que parezca convincente. El lunes, a las diez, me paso por tu casa. Estate preparado.
El asintió y salió del coche. Estaba muy pálido.
La mañana siguiente la pasé ocupado en meditar. Salí a dar un largo paseo por la playa, que es el lugar ideal para la gente que quiere reflexionar. La bestia seguía sacando su horrenda cabeza, pero yo la conseguí espantar. Lo que había hecho con Ralston estaba totalmente justificado; si no, no habría confesado y yo lo necesitaba para llegar a Cathcart. Aun así, había sido lo más sádico que había hecho desde que le rompí las piernas a Blow Job Anderson y el hecho me inquietaba, ya que Richard Ralston no volvería a ser el mismo. El dominador de ruda voz que se había mostrado tan convincente durante el interrogatorio de Augie Dougall, no tardó en sucumbir ante la violencia física. Él había desarrollado una imagen de sí mismo como un gran estoico pragmático que ahora estaba haciendo agua.
Pero todas estas cosas estaban en un segundo plano frente al asunto principal: para poder sobrevivir, Richard Ralston tenía que ser aliado mío y no de Haywood Cathcart. Él me ayudaría a derribar la casa tan sólidamente construida de pensiones, falsificaciones, extorsiones y asesinatos. En el fondo eso era lo importante.
Durante mis meditaciones, decidí dejar de trabajar para Cal Myers. No le guardaba rencor por la poca estima en que me tenía, la cual una vez transmitida a Fat Dog había puesto en marcha los increíbles sucesos del mes pasado. En cierto modo le estaba agradecido. Él había sido el catalizador encargado de meter a Jane Baker en mi vida y de despertar en mí la energía suficiente para enfrentarme a horrores que yo no sabía que había en mi interior. Esa energía y las decisiones morales, que me había visto obligado a tomar, me convencieron de una cosa: yo era lo bastante bueno como para no ser sólo un recuperador, pronto sería rico gracias a las ganancias ilegales de Fat Dog, que me merecía como tributo a todo este buen trabajo que, desgraciadamente, debía quedar en el anonimato.
Así que saqué el coche de alquiler del garaje del motel, encontré un teléfono público en P.C.H. y llamé al viejo Cal. Su secretaria me dijo que estaba fuera y salió a buscarlo. Cogió el teléfono todo nervioso y sofocado. En el fondo siempre estaba esperando que le fuera a hacer chantaje por lo ocurrido en enero del setenta y uno. Ésa era la época en que trabajaba en la Brigada Antivicio de Hollywood, bebiendo muchísimo y tomando anfetas para bajar el efecto del alcohol. Una vez llamó la propietaria de su casa, diciendo que un hombre «perverso» estaba utilizando un apartamento que acababa de alquilar para seducir niñas pequeñas. Quería que fuésemos a comprobarlo.
Era un sábado por la noche y como siempre había mucho ajetreo, así que el agente llamó a Antivicio antes que a los de patrulla que eran los que solían solucionar estos temas. El sargento, que pensó que la llamada era una pérdida de tiempo y que yo era un gilipollas, pasó el caso al policía más inútil: el oficial Brown. A mí también me parecía una tontería, así que cogí un coche turismo, pasé por casa de un contacto nuestro y me puse ciego de costo antes de ir a la dirección que me habían dado en la calle Sycamore cerca de Fountain.
Al principio la señora no se fiaba de mí porque no iba vestido con uniforme y caminaba dando bandazos por todo lo que había fumado, pero al ver la placa, se tranquilizó. Me dijo que el hombre «perverso» estaba en el apartamento 12 con dos chicas. Le dije que siguiera viendo el show de Lawrence Welk, que yo ya me encargaría de todo.
Al acercarme al apartamento 12, oí las risitas de una chica joven y el gruñido sexual de un hombre. La puerta parecía bastante endeble, así que la abrí de un golpe con la pistola. Lo reconocí al instante: Cal Myers de Cal Myers Pontiac, Ford, etc., estaba tirado en el suelo, desnudo, mientras una niña rubia prepubescente le hacía una fellatio. La niña dejó de chupársela al instante y se puso a chillar. Había otra chica de pelo castaño y de la misma edad aproximadamente con una cámara en la mano. Ésta también iba desnuda y también se puso a gritar. Mientras se me empezaba a poner dura, la chica del pelo castaño dejó caer la cámara y Cal Myers se dispuso a ponerse los pantalones. Después de un rato, conseguí que se calmaran. Las chicas se pusieron una bata, pero mi erección continuaba, ajena a la tensión reinante. Registré el apartamento y encontré docenas de fotos instantáneas de Myers y las dos chicas follando y chupando. Le podía haber caído una buena a Myers, pero yo preferí pasarlo por alto. No podía hacerlo; iba contra la estética de una vida de voluptuosidad.
Llevé a Cal Myers a la cocina y le leí la cartilla. Cuando se dio cuenta de que no pensaba detenerle, hizo una gran genuflexión. Le dije que no se le ocurriera volver a cruzarse en mi camino. Recogí las fotos y me las guardé en el bolsillo, lo cual le asustó, pero se sentía tan aliviado de hacer evitado a la ley, que cualquier cosa menor que una castración le parecía buena. Me preguntó el nombre varias veces y yo se lo di. Poco a poco, mi mente de reptil comenzó a elaborar la idea de que a lo mejor querría mostrarse generoso conmigo. Así que le di mis datos: oficial Fritz Brown, policía de L. A., División de Hollywood, número de placa 1193. Lo memorizó bien todo y se apresuró a salir del piso.
A las dos chicas las dejé en el bulevar, cerca de The Gold Cup. La noche era joven y tenían tiempo de sobra para buscar más trabajo.
Un mes más tarde, recibí una llamada en la comisaría. Una persona había dejado su número de teléfono sin decir quién era. Llamé y descubrí que se trataba de Cal Myers. Era para preguntarme si podíamos quedar, a lo que yo accedí. Quería regalarme un coche. Le dije que se olvidase del incidente, que no le culpaba por su interés en las chicas jóvenes. Volvió a insistir, yo cedí, pero le dije que prefería tener un buen equipo de alta fidelidad. También le dije que había roto las fotos y que no tenía la menor intención de hacerle chantaje, pero que si quería hacerme un regalo en señal de gratitud, no me importaba aceptar. El sonrió, pero yo me di cuenta de que no me creía.
A la semana siguiente me llamó y me dijo que me daba carta blanca en una prestigiosa tienda de alta fidelidad en el Valley. Fui allí con Walter y encargué el equipo de mis sueños, que apareció en mi casa a los dos días, con un técnico encargado de su instalación.
Lo llamé para darle las gracias y asegurarle que su secreto estaba seguro. Por lo visto seguía sin creerme. Yo deseaba fervientemente que me creyera, y a partir de ese momento solía llamarle cuando estaba borracho para darle mi palabra, que nunca tomó realmente en serio. Poco a poco nos fuimos haciendo amigos, aunque yo sabía que él sentía aún un profundo temor. Solíamos quedar de vez en cuando para emborracharnos juntos. Nuestra relación consistía en una extraña mezcla de respeto mutuo y de atribuirnos cualidades el uno al otro de las que en realidad carecíamos. Yo, por mi parte, estaba convencido de que él era una persona de una gran sensibilidad, oculta tras su apariencia de hombre de negocios y que era un esteta en potencia, todo lo cual no eran más que chorradas. Lo único que pretendíamos los dos era ir tirando, lo cual significaba algo diferente en cada caso.
Cuando me echaron del departamento de policía en el 75, estaba bastante claro dónde me iba a poner a trabajar. En cuanto dejé el trabajo, se desató la paranoia de Cal respecto a mí. Me puse a trabajar con él para tranquilizar su miedo además de por dinero.
Había sido una buena relación en ciertos aspectos, pero ahora estaba muerta. Cal estuvo equivocado desde el principio. Yo destruí las fotos inmediatamente.
Cuando Cal cogió el teléfono, me di cuenta de que estaba preocupado. Quizás a causa de Augie Dougall y los mil dólares.
—Bueno, bueno —dijo—. Por fin aparece Fritz Brown. ¿Dónde coño has estado?
—Por ahí —dije—. ¿Se ha puesto en contacto contigo Augie Dougall?
—Desde luego. Ese cabrón de palo con complejo de Abraham Lincoln. Eso sí que ha sido un golpe bajo, Fritz, mira que contarle eso. Qué jodidamente bajo has caído.
—Lo siento Cal, en serio. Pero lo único que le dije fue la fecha. ¿Le diste el dinero?
—A regañadientes. Supuse que te conocía. ¿De qué se trataba?
—Mira, no te puedo contar nada, pero te lo agradezco mucho. Si te sirve de consuelo te diré que has sacado a Augie de un gran apuro.
—De consuelo. ¿Sabes? Me parece que lo conozco algo. ¿No será caddie? Yo creo que una vez me llevó la bolsa en Lakeside.
—Sí, es caddie. Oye, ¿cómo van los negocios? ¿Qué tal Irwin?
—Los negocios van sobre ruedas e Irwin no lo hace nada mal. Para ser judío es bastante majo. Su sobrino es un recuperador nato. No se deja tomar el pelo para nada. ¿Cuándo vuelves al trabajo?
—No voy a volver, Cal. Considera el dinero que le diste a Augie como mi indemnización.
—¡No puedes hacerme eso, Fritz! ¡Eres mi mejor profesional! Llevamos mucho tiempo trabajando juntos. Oye, mira…
Interrumpí su pánico repentino tratando de mostrar firmeza:
—Sí que puedo, Cal. Tengo que hacerlo. La última vez que nos vimos, yo llevaba otra vida. Pero ahora he cambiado. No quiero hacer más recuperaciones. Quiero casarme. Tengo algo de dinero. Necesito cambiar de vida y para eso tenemos que romper nuestra relación, o si no mi nueva vida no saldrá bien. Quédate con Irwin y con su sobrino. Otra cosa, Cal. Yo jamás le he dicho a nadie lo de las niñas esas. Quemé las fotografías la misma noche que ocurrió. El miedo que has tenido todos estos años no tenía fundamento. Yo nunca te haría una putada semejante. Te agradezco todo lo que has hecho por mí. Has sido un gran amigo, pero tengo que seguir adelante y el trabajo de recuperar coches no entra en el tipo de vida que me he planteado. ¿Puedes aceptar eso?
—No sé Fritz, es que… —decía en voz muy baja.
—Tienes que aceptarlo Cal. Adiós Cal, gracias.
Al colgar, sentí que dejaba atrás un largo capítulo de mi vida.
Cuando salí de la cabina, me di cuenta por primera vez de que a lo mejor Cal, a su manera, me quería y que le gustaba que estuviera con él por razones totalmente ajenas al miedo. Cuando las cosas cambian, todo cambia. Todo se convierte en un juego completamente nuevo y de pronto te das cuenta de lo que has dejado atrás.
Entré en el centro de Los Ángeles, por la Santa Mónica Freeway en dirección a la oficina de Mark Swirkal. Le dejé la cinta que contenía la grabación completa del caso de Baker-Cathcart y la que contenía las confesiones de Richard Ralston y le dije lo que quería: Que guardase las cintas en su caja de seguridad en el banco para siempre, mientras yo no dijera lo contrario. Si un solo día dejaba de llamar a su contestador automático diciendo: «¡Qué alucine, colega!», debería grabar tres copias inmediatamente y llevarlas en mano al fiscal de distrito de Los Ángeles, al departamento criminal del
Times
; a la división de asuntos internos de la policía de L. A. y al telediario de la KNXT. El pago por ello sería de ciento cincuenta dólares al mes durante toda la vida. Aceptó al instante, fascinado por el misterio. Le dije que no debía escuchar las cintas bajo ninguna circunstancia. El asintió con gravedad. Era un hombre de pies a cabeza.
Llamé a Sol Kupferman desde la oficina de Mark. La sirvienta se puso al teléfono y me dijo que le llamaría. Él contestó un momento más tarde. Tenía un suave acento neoyorquino:
—¿Dígame? —dijo él.
—Señor Kupferman, soy Fritz Brown. Supongo que Jane le habrá hablado de mí.
—Sí, en efecto.
—Muy bien. Mire, tenemos que vernos hoy mismo. Es muy importante que lo hagamos. ¿Qué tal esta misma tarde?
—De acuerdo. ¿Dónde? —dijo con voz distante y preocupada.
—En el aparcamiento del observatorio de Griffith Park a las dos de la tarde.
—¿Por qué allí, señor Brown? ¿Por qué no en mi casa o en su oficina?
—Para serle franco, señor Kupferman, porque Haywood Cathcart puede estar siguiéndole y yo no me puedo permitir enfrentarme al viejo Haywood todavía.
—Veo que sabe usted bastante sobre mi vida. ¿No es así?
—Sé todo lo que ha pasado en los últimos diez años. ¿Nos vemos entonces?
—Sí. ¿Cómo puedo reconocerle?
—Yo ya lo he visto otras veces. ¿Nos vemos entonces en el observatorio a las dos?
—Sí, allí estaré.
—Muy bien. Venga usted solo.
—De acuerdo. Hasta luego señor Brown.
—Hasta luego.
Colgué el teléfono y consulté mi reloj. Eran las once menos cuarto. Le dije adiós a un perplejo Mark Swirkal y me dirigí al Griffith Park. Quería llegar pronto allí para conocer el lugar. Si el teléfono de Kupferman estuviera pinchado y Cathcart se llegase a enterar, mandaría a alguien a por mí. También, aunque de eso no estaba muy seguro, cabía la posibilidad de que el propio Kupferman, tan acostumbrado ya a estar dominado por Cathcart, tomase él mismo la iniciativa de contárselo.
Cuando llegué al observatorio, éste estaba llenándose de autobuses con grupos de colegios, familias de paseo con los niños a cuestas, chicos de instituto aburridos en busca de entretenimiento. No había nada que pudiera resultar sospechoso. Los Ángeles parecía un lugar de otro mundo desde esta colina: un gran valle descansando bajo la tenue luz del sol, enterrado en una nube de contaminación.
Me senté a esperar en un banco junto a una fuente. A las dos y tres minutos exactamente, apareció el Cadillac blanco de Kupferman. No venía ningún coche detrás del suyo. Vi cómo aparcaba, cerraba el coche con llave y se echaba a andar. Yo, mientras, observaba el aparcamiento en busca de algún signo de vigilancia. No había nadie. Me encaminé hacia él. El miraba en todas direcciones.
Casi se muere del susto cuando me acerqué y le dije:
—Hola, señor Kupferman, soy Fritz Brown.
En cuanto se recuperó del susto, me dio la mano.
—Señor Brown —dijo.
Busqué en sus facciones algún parecido con Jane y Fat Dog, pero lo único que tenían en común eran los ojos de un azul pálido, aunque con eso me bastaba.