Authors: James Ellroy
Hay una calma eléctrica
en el corazón de la tormenta
Transcendentalmente viva
segura y cálida.
Sal, ahora, a buscar la musa.
La plaga está ahí.
Debes elegir.
Tú debes decidir.
Tu mente objeta.
Es tuya, es suya, es nuestra, es de ella.
La moral aún nos puede salvar.
La alternativa es la muerte.
El mundo creado por mi sueño desapareció en un infierno de fuego y gritos: un Chevrolet 1957 acababa de explotar en la autopista. La alta torre de Los Ángeles City Hall se vino abajo y varias extremidades salieron volando hacia mí. Me desperté empapado en sudor y tratando de recordar los versos del poema. Vi que había un bolígrafo y papel estampado del hotel sobre la mesilla de noche. A medida que iba recordando los versos, los escribía. Debían de ser un refrito de un poema olvidado que debí de leer cuando iba al instituto. ¿Pero de quién era? Con una memoria tan buena como la mía, tendría que ser capaz de recordarlo.
Releí los versos del poema; tormentas, musas y moral. Era la historia de este verano.
Me duché, me puse ropa limpia y fui a buscar un sitio seguro donde ingresar mi fortuna. Elegí un sombrío, formidable y antiguo Banco de América, situado en la esquina de Market y Kearney. Entré y pregunté por las cajas de seguridad. El director de la sucursal estuvo de lo más amable. Me cobró el alquiler de tres cajas por cinco años, me dio las llaves y me dejó solo para que llenase de billetes las cajas de metal. Guardé diez mil dólares para gastos.
Después fui a una oficina de pasaportes en Montgomery Street. El empleado que recogió mi solicitud me dijo que normalmente se exigía un certificado de nacimiento pero que como yo era un investigador privado podrían pasarlo por alto. No dejaba de mirarme debajo del brazo para adivinar si llevaba o no un arma. Me mandó a un fotógrafo de la misma calle y me dijo que volviera más tarde con la fotografía. Mi pasaporte estaría listo en diez días.
En una hora conseguí hacerlo todo: ir a la tienda, sacarme la foto y volver a la oficina. Me quedé pensando en lo extraño de mi situación. Solo en San Francisco con diez mil dólares en el bolsillo, una maleta vacía, sin ganas de beber ni follar y aburrido en mi ciudad favorita.
Como no sabía qué hacer, me puse a caminar. Al llegar al edificio principal de la San Francisco Public Library, me di cuenta de que había llegado a mi destino. Fui directamente a la sección de poesía situada en el segundo piso. Pasé las seis horas siguientes consultando cientos de libros, buscando la poesía de mi sueño. No pude encontrarla, ni como poema completo, ni como fragmento de otro. Tuve que dejarlo con un dolor de cabeza horrible producido por el hambre, los nervios y la lectura.
Recuperé el buen humor después de una deliciosa comida en Chinatown y un paseo de vuelta al hotel con el aire fresco de la noche. Pero la noche vino acompañada de más sueños. Esta vez no hubo poesías pero no por eso eran menos violentos: monstruos blandiendo palos de golf que salían de los
sand
para atacarme. Al despertarme, pensé que ojalá me fallara la memoria, porque si después de matar a Cathcart seguía teniendo estos sueños, acabaría por volverme loco.
Me quedaban tres cosas por hacer en San Francisco: comprar droga, heroína a ser posible, adquirir una pistola ilegalmente y elaborar un plan para matar a Cathcart. Comencé por comprar algo de indumentaria inconformista en una tienda de segunda mano de Haight-Ashbury. Pantalones acampanados, una camiseta de un rockero llamado Neil Young y una cazadora del ejército. Cuando me puse la ropa de vuelta en el hotel, me di cuenta de que no saldría bien. Era imposible. Yo tenía un aspecto de arrogancia elitista que unido a mi tamaño y al bigote conformaban el retrato de un policía. Nadie me iba a vender ni un petardo en la calle, por no hablar de la heroína.
Le pregunté al botones. Lo único que podría conseguirme era cocaína o anfetas. Decidí renunciar a las drogas de segunda y tratar de conseguirla mejor en Los Ángeles, donde conocía el territorio y podía valerme de algunos contactos.
Por la tarde llamé a Ralston a Hillcrest. La telefonista me puso con él en el primer
tee.
Lo noté algo angustiado al contestar:
—Primer
tee
, ¿en qué puedo ayudarle?
Le noté la voz algo angustiada.
—Soy Brown. ¿Estás ocupado?
—No —contestó.
—Vale. ¿Qué tal está nuestro amigo? ¿Has hablado con él?
—Sí. Hoy mismo. Se cree que estás en México. Se ha enterado de que Cruz y Sandoval han muerto. Piensa que los mataste tú, así que está bastante cabreado e incluso asustado. De hecho este mismo fin de semana va a ir allí a buscarte.
Parecía casi demasiado bueno para ser verdad. Comencé a darle vueltas a la cabeza.
—¿Brown, estás ahí?
—Sí. Oye, ¿tú cuándo crees que saldrá para Baja California?
—No lo sé. Normalmente sale los viernes después del trabajo. Pero esta vez no lo sé porque el viaje es de carácter laboral. ¿Por qué?
—¿Qué dirección tiene en Del Mar?
—No lo sé. Nunca he estado allí. Además no se lo pienso preguntar, si es eso lo que quieres. No me jodas, que no quiero hacer nada sospechoso. Me he mantenido alejado de él. Cuando me llamó hoy me dijo que quería verme, pero yo me libré a base de excusas. Como vea que me han pegado, se dará cuenta de que algo va mal.
—Escúchame, ten cuidado con él. ¿Estás acojonado, no, Hot Rod?
—Sí, porque sé lo que me digo. ¿Y tú?
—Sí, pero esto se va a acabar. Ya te llamaré cuando esté hecho.
Antes de colgar, Ralston me pidió al menos seis veces que tuviera cuidado. Le hice caso, pero no pude impedir que las ruedecillas de mi cerebro comenzasen a tramar un plan.
Llamé a mi amigo el botones e hicimos una pequeña grabación en una cinta. Mi plan estaba empezando a cuajar. Cogí el avión de las siete y cuarto a San Diego, donde alquilé un coche en la oficina de Hertz.
Lo demás resultó fácil. Llamé al teléfono de información en Del Mar y les pedí la dirección y el teléfono de Haywood Cathcart. No tardaron ni tres segundos en dármelo: 8169 Camino de la Costa. 651-8291. La mentalidad de policía criminal le había hecho dar su teléfono: «Soy un alto cargo de la policía y un auténtico ciudadano americano. No tengo nada que ocultar.»
Cogí la autopista de la costa hasta Del Mar. Del Mar es un pueblo rico, construido sobre unas colinas situadas junto a la costa, pero tiene un enclave de clase media que fue donde encontré el 8169 de Camino de la Costa. Me resultó tan fácil que tuve que plantearme de nuevo si Dios existía.
Fui siguiendo una tortuosa carretera hasta un enorme aparcamiento. Dejé el coche y me puse a caminar por la playa mirando los números de las casas. Las casas, que más bien parecían bungalows grandes, eran todas iguales, hechas de madera y situadas a una distancia de unos cuarenta y cinco metros unas de otras. Probablemente habían sido construidas como parte de una urbanización hacía unos cincuenta años. Encontré el número 8169. Este era el edificio mejor cuidado de toda la playa. Di la vuelta a la casa por detrás. Había una pequeña extensión de césped sintético, rodeada por una valla de alambre. El viejo Haywood quería mantener el valor de la propiedad alto y a los negros en raya. A través de la valla, pude observar que la puerta de atrás daba a una especie de cuarto trastero. No estaba nada mal montado.
Volví a San Diego y pasé la noche en un Hyatt Motel. A la mañana siguiente, sábado, dejé el coche en el aeropuerto y volví a Los Ángeles, donde tenía el otro coche de alquiler en el aparcamiento.
Me llevó toda la tarde acabar de hacer mis recados, pero quedé satisfecho con los resultados. Conseguí tres onzas de heroína, una bolsita de coca y un surtido de otras drogas de Larry Willis y dos travestis negras. Después de pagarle setecientos cincuenta dólares a un chivato de mis tiempos con la Wilshire Patrol, me trajo un Iver-Johnson 38 con silenciador.
Una vez hube hecho todo lo que tenía pendiente, empecé a asustarme de verdad. No me quedaba más que poner en práctica el plan.
Dejé el coche en la oficina de alquiler. Estaban cabreados porque se había pasado el plazo y pensaban llamar a la policía. Pagué sin problemas el suplemento, fui en taxi hasta el aeropuerto y me metí en el primer avión que salía para San Diego.
Una vez en el motel a las afueras de Escondido, empecé a asustarme de verdad. El cuerpo me pedía alcohol, pero no quise beber. Si lo hacía me matarían. Esa noche traté de dormir o de tranquilizarme con el poema que, por lo visto, yo mismo había compuesto:
Hay una calma eléctrica
en el corazón de la tormenta.
Transcendencia viva
segura y cálida.
Sal, ahora, a buscar la musa.
La plaga está ahí.
Debes elegir.
Tú debes decidir.
Tu mente objeta.
Es tuya, es suya, es nuestra, es de ella.
La moral aún nos puede salvar.
La alternativa de la muerte.
Me vino muy bien, ya que conseguí dormirme, pero las pesadillas volvieron todas en tropel. Fat Dog con su uniforme de policía, Chevrolets volando en pedazos, monstruos en los campos de golf. Por fin, desperté a las dos de la tarde del día señalado. Había dormido nueve horas.
Me pasé el resto de la tarde tratando de calmar mi conciencia. El poema volvió a surtir efecto, ya que gradualmente se formó en mi interior algo vagamente parecido a una calma eléctrica, en la cual me sumergí de llenó.
Los preparativos del asesinato me ocuparon bastante tiempo y contribuyeron a tranquilizarme. Dejé el coche de alquiler, compré unos guantes de goma fina en una ferretería y me puse el mono de técnico de televisión que había comprado en una tienda de segunda mano en San Francisco. Cogí un autobús de línea hasta Del Mar, donde maté el rato paseando para no pensar, cosa que no conseguí. Pensé mucho, inflándome de lógica y buscándole fallos a mi plan. Corría un grave peligro de perder mi calma eléctrica.
Aparte de asumir con absoluta seguridad que Cathcart pasaría la noche en la casa, contaba también con otra cosa: que su inteligencia, su monomanía y su justificada paranoia excluían la posibilidad de que guardase informes detallados sobre las malversaciones en las que había incurrido durante estos últimos diez años. Solly firmaba los documentos y Hot Rod se encargaba de los libros. Pero ahora ellos caminaban sobre una cuerda floja, de la cual Cathcart nada sabía. Ellos eran mis aliados, víctimas de mi benigno chantaje.
Al atardecer, me quité el mono, cosa que me hizo sentir mejor. Me había venido bien (parecía un técnico de televisión), pero la ropa que llevaba debajo venía bastante mejor para trabajar de noche: pantalones Levis de pana, botas de campo y una camisa de algodón. Llevaba la 38 bien escondida. La grabadora era de lo más normal. No había nada extraño en mi aspecto.
Llamé desde una cabina a la oficina de Mark Swirkal y di la contraseña. A las ocho de la tarde, me comenzó a latir el corazón con ferocidad. Me encaminaba hacia mi destino. Soplaba una ligera brisa y el cielo, de tan oscuro, hacía resaltar la luminosidad de las estrellas. Fui caminando hasta el aparcamiento de la playa. Había un Landcruiser aparcado que era idéntico al que había en la casa de Cathcart en Baja California. Me agaché y encendí una cerilla para comprobar que, en efecto, la matrícula correspondía al coche de Cathcart.
Fui caminando lentamente por la playa, contando las casas. La de Cathcart, que era la sexta, tenía las luces encendidas. Di la vuelta por detrás del patio trasero de la casa y salté la valla. Me corté las manos y me rasgué la camisa con el alambre de espino. Pero la tensión nerviosa era mayor que el dolor.
Reinaba un silencio absoluto en el patio. Saqué la pistola y le quité el seguro. Conté cien y entonces puse la grabadora en medio del patio y apreté el botón de «play». Durante la pausa de seis segundos anterior al comienzo de la acción, me aposté contra la pared. Entonces comenzó. Primero un ruido fuerte de cristales rotos y luego la voz del botones gritando:
—¡Te dije que tuvieras la cena preparada, gilipollas!
Más cristales rotos, más gritos de
falsetto,
más cristales rotos y luego el botones de nuevo:
—¡Hazme la cena ahora mismo, zorra asquerosa, o te mato!
La puerta trasera se abrió de golpe. Apareció Cathcart con gesto de extrañeza. Me agaché y le disparé al pecho. Cathcart se giró hacia mí y levantó el brazo. Traté de moverme, pero no me dio tiempo. Hubo un estallido, un destello de luz roja y un golpe en la parte superior de mi pecho. Me caí y comencé a rodar, sin soltar la pistola. Cathcart seguía de pie en el porche, buscándome con la mirada. Apunté y volví a disparar. Esta vez funcionó. Cathcart se agachó, pero no a tiempo. La bala le debió coger en el dorso ya que se echó las manos al pecho al derrumbarse hacia atrás en el porche.
Me levanté y corrí hacia él, sin tener en cuenta las posibles consecuencias. Al llegar, lo encontré tirado en el suelo. Cathcart levantó el brazo para volver a disparar, pero yo me eché encima de él antes de que tuviera tiempo de apretar el gatillo. Le cogí el brazo con ambas manos y le golpeé varias veces con la rodilla derecha en la ingle, hasta que acabó soltando el arma.
Jadeante, sangrando e histérico, tiré la pistola hacia la casa a oscuras. Fuera reinaba el silencio. La cinta se había acabado. Comencé a farfullar frases inconexas en la oscuridad. Se acabó. Me la había cargado. Había ganado y perdido a la vez. Demasiado ruido. La policía aparecería de un momento a otro. Esperé sobre el suelo ensangrentado, echado sobre Cathcart.
Escuché su respiración entre mis jadeos. Traté de recitar el poema, pero no me acordaba de las palabras. Me pareció sentir a Cathcart moverse, así que le di en la cabeza con la pistola. Comencé a temblar, empapado de sudor. Entonces recordé la herida. No era sudor, era sangre. Busqué la herida con la mano. Estaba junto al hombro, más arriba del corazón. Rasgué la camisa y me palpé la espalda con la mano. Esto era más gracioso que la mejor ocurrencia de Walter o lo del perro asado. La bala había salido por detrás y la sangre que la cubría estaba empezando a coagularse. Estuve riéndome hasta que me desmayé.
Al despertarme, consulté la esfera luminosa de mi reloj. Eran las diez y catorce minutos. Recuperé la conciencia y miré a mi alrededor. Luego me eché a llorar. Llegué a casa de Cathcart a las nueve y veinte. Había pasado casi una hora y la policía seguía sin aparecer aún. Escuché la respiración irregular de Cathcart por un momento, recité algunos versos del poema y auné todas las fuerzas posibles para levantarme. Me tambaleaba y se me iba la cabeza, pero conseguí mantenerme derecho. Respiré hondo, gracias a lo cual recuperé un poco la seguridad. Por lo visto la bala no había afectado a ninguno de mis órganos vitales.