Authors: James Ellroy
Con un enorme esfuerzo, conseguí arrastrar a Cathcart al interior de la casa. Me costó mucho porque era un hombre muy grande. Lo arrastré por la cocina hasta una zona enmoquetada. Me arriesgué a encender la luz, que me mostró una modesta salita con su sofá, su mesa y sus sillones. Volví al patio y recogí las dos pistolas; la de Cathcart era una «detective's special» de cañón recortado.
Me senté en un sillón y me quedé mirando su cuerpo inerte. Era un hombre de complexión formidable, con un canoso pelo gris y facciones afiladas. Tenía el cuerpo de un atleta a los cincuenta y cinco. Me agaché junto a él y le abrí la camisa. Le había dado en la parte izquierda del pecho. Casi como respuesta a mi exploración, Cathcart despertó y echó un hilillo de sangre por la boca. Me miró. Yo me percaté de que él sabía quién era. Mejor. Lo quería bien lúcido para cuando lo matase.
—¿Qué hay, Haywood? —dije con voz ronca—. ¿Quiere usted un poco de agua?
Se me quedó mirando otro rato y finalmente asintió con la cabeza. Le traje dos vasos de agua del grifo. El primero se lo tiré a la cara. Funcionó, ya que conseguí que gritase. Trató de incorporarse apoyándose con los codos y apretando los dientes de dolor. Me agaché a su lado, le sostuve la cabeza con una mano y le di a beber del vaso. Echó un trago, escupió el agua seguida de sangre y se bebió el resto, recuperando una parte de lo que había debido ser su malicia. Habló en tono grave, frío y estentóreo.
—¿Supongo que se da cuenta de que se ha metido en un buen lío, Brown?
—No capitán, me temo que ésa es más bien su situación.
—He leído su expediente, Brown. Fue usted el peor policía que hemos tenido en el departamento.
—Yo creo que, comparado con usted, era un angelito.
—No me interesa comparar. ¿Qué quiere de mí?
—¿Como precio a mi silencio?
-Sí.
—Una nómina del paro de un millón de dólares, entregada personalmente por usted en la televisión. Después de la ceremonia, puede usted hacer un pequeño discurso sobre su teoría de la contaminación negra. Puede usted retirarse de la policía y comenzar una nueva carrera como político.
—Brown, los intelectuales como usted suelen valer como policías, pero usted no valía. ¿Qué se siente al darse uno cuenta de que lo que ha hecho conmigo ha sido el error más grande de toda su jodida vida?
—Eso también es relativo, capitán. Yo creo que lo que he hecho con usted es lo único encomiable de toda mi jodida vida. Yo creo que he hecho daño a mucha gente en mi vida, que he causado mucho dolor. ¿Pero comparado con usted? Dejar a Fat Dog suelto por ahí. Es increíble que pretenda usted compararse conmigo. ¿No se da cuenta de lo que es?
Cathcart sonrió y echó un poco más de sangre.
—Todos hemos hecho buenas acciones, Fritz —dijo—. Incluso usted. Me quedé impresionado al leer uno de los informes sobre usted. Un superior suyo escribió: «Este agente sólo parece estar interesado en dos cosas: emborracharse y escuchar música clásica.» Sentí cierto cariño hacia usted al leer eso. A mí también me gusta la música clásica.
—Igual que a Hitler —dije.
Cathcart asintió con la cabeza.
—¿Qué quiere exactamente, Brown? ¿Vengar su propia vida?
—Quiero borrarle de la faz de la tierra.
—Ya veo. ¿Quiere usted llevarme a mi estudio? Quiero enseñarle una cosa.
Me lo pensé por un momento y luego me decidí afirmativamente. Era un acto final de piedad. Le ayudé a levantarse. Él se tambaleó, pero consiguió llegar hasta el estudio. Yo entré delante y encendí la luz. La habitación estaba recubierta en madera y había una mesa de nogal y dos sillones de cuero demasiado rellenos. Eché a Cathcart en uno de •ellos. Este hizo una mueca de dolor. Miré a mi alrededor. Las paredes estaban llenas de fotos enmarcadas de grupos de policías, sonrientes y uniformados agentes junto a sus coches de los cincuenta, grupos de serios agentes de paisano a la salida de las comisarías, Cándidas fotos de policías escribiendo informes en su mesa. Me puse algo nostálgico. Esa había sido mi vida. Señalé a la pared.
—¿Es eso lo que me quería enseñar? —pregunté.
—No —dijo Cathcart.
—Me alegro —dije—, porque eso ya lo conozco. Pero hay una fotografía que sí me gustaría ver.
—¿Cuál?
—Una en la que aparezcan usted y Fat Dog abrazados delante de una casa en llamas. Usted con su «niño genial». Dígame una cosa, ¿cómo descubrió lo del incendio del Utopía?
—Muy fácil. Yo soy un buen policía, no como usted. Hacía varias semanas que veía a Freddy por el barrio. Por su aspecto, me di cuenta de que era caddie. Cuando los tres hombres que detuvimos describieron al «cuarto hombre», supe inmediatamente de quién se trataba. Recorrí todos los clubes de campo de Los Ángeles hasta que lo descubrí. Entonces logré hacerle confesar y eso me dio que pensar.
—Qué sucio hijo de puta.
Cathcart sonrió.
—¿Quiere usted abrir el cajón superior de mi mesa, Brown?
Lo abrí y encontré un marco de fotografía plegable, de la clase en que se guardan las fotos de boda. Abrí el marco y me quedé admirado. En su interior había dos retratos de Antón Bruckner.
—¿Sabe usted quién es ese hombre?
—Sí —contesté—, es un amigo mío.
—Y mío. Pero es más que eso. ¿Le gusta la música?
—Me encanta.
—Bien. Le encanta Bruckner, pero no lo comprende. No comprende lo que su música significa. Trata de la contención, las emociones refinadas, el sacrificio, la pureza, el control, el deber. ¡La muda melancolía que aparece en todas sus sinfonías! Es una llamada a las armas. ¡Un policía al que le encanta Bruckner pero que no puede sentir su esencia! Él no se casó nunca, Brown. El no jodía. No estaba dispuesto a gastar ni una pizca de su energía creadora en nada más que su obra. Yo he sido Antón Bruckner, Brown. Usted también lo puede ser. Tiene usted buenas raíces, es usted alto y fuerte. Puede usted servir a la causa; es sólo una cuestión de educación. Le voy a decir lo que vamos a hacer, vamos a…
Ya había tenido suficiente. La sangre me corría por la cabeza con tal fuerza que creí que iba a explotar.
Apunté a Cathcart con la pistola y le pegué cuatro tiros en la cara.
Fui a la salita y me eché en el sofá. Me quedé dormido. A las cuatro horas, me desperté algo mareado. Me vino bien darme una ducha. Me puse unos pantalones de Cathcart y una de sus camisas. Me peiné. Cogí la grabadora del jardín trasero y la metí en una bolsa de papel que encontré en la cocina. Metí también la 38 con silenciador. Esparcí la droga que le quité a Larry Willis por toda la salita. Me guardé las llaves de su coche en el bolsillo. Me dolían las manos de llevar los guantes durante tanto tiempo, pero no me los quité.
Eché una última mirada a Cathcart antes de irme. Tenía la cara desfigurada y un agujero en el cuello. Había fragmentos de cerebro y cráneo pegados a la pared. Su cuerpo y la silla en la que estaba tirado eran una masa de sangre coagulada. El
rigor mortis
estaba apareciendo y tenía los brazos colocados hacia delante en un último gesto de llamada.
Cogí los retratos del solitario Antón y los guardé también en la bolsa de papel. Al salir de la casa del muerto, cerré la puerta con llave, fui hasta el motel y recogí la maleta.
Llegué a Los Ángeles de madrugada. Estaba mareado a causa del shock y de la pérdida de sangre. Dejé el coche de Cathcart en una calleja de Santa Mónica y allí cogí un autobús hasta el hotel Ambassador, que estaba cerca de la casa de Walter. No sentía el hombro, pero aparte de eso y de la fatiga, me sentía bastante bien.
Después de quitarme los guantes de goma, mis manos recobraron lentamente el riego sanguíneo. Era un sentimiento simbólico de vida. A los cinco segundos de murmurar «¡Qué alucine, colega!» en el contestador de Mark Swirkal, me desmayé sobre la cama recién hecha del hotel.
Los días siguientes se confunden en mi mente. Sé que cuando me desperté en el Ambassador, me dolía mucho el hombro y que sabía que tenía que hacer algo para curarlo. Recuerdo haber cogido un taxi hasta el apartamento de Irwin, cerca de Melrose y Fairfax. Tenía un hermano médico del que había oído hablar durante años. Este era el momento de recurrir a él. Recuerdo que vino con él Uri, el sobrino de Irwin, y que me puso una inyección que me mandó directamente a las tinieblas. Recuerdo que Uri me abrazó, encantado con su nuevo empleo como
repo-man
de Myers, me enseñó sus llaves maestras y me llamó «el único alemán bueno de la historia».
—Yo soy americano, gilipollas —le contesté—. Brown es un nombre americano.
El hermano de Irwin me desinfectó la herida, le puso una venda y me dio unas pastillas contra el dolor que tenían un efecto muy sutil. Pensé que el mareo que tenía era debido al shock y al trauma del asesinato, pero estaba equivocado, era debido a que tenía todo el sistema lleno de codeína. Dejé de tomarlas a los dos días. No me podía permitir el lujo de estar alucinado todo el tiempo. Aún tenía varias cosas que hacer antes de poder decir oficialmente «se acabó».
Me volvió la sensibilidad al hombro. El lunes ya podía moverlo sin demasiado dolor. Esa misma mañana me puse a recopilar noticias referentes a la muerte de Cathcart, a base de comprar los periódicos locales y de ver la nueva tele de Walter. No decían nada. Sólo las chorradas de siempre; Jimmy Cárter había anunciado que pensaba basar su campaña en su gestión, que Reagan la basaría en los temas principales y Walter hacía comentarios que me hacían reír hasta que me empezaba a doler el hombro.
El martes por la mañana llamé a Ralston y le di la buena nueva.
—Cathcart ha muerto —dije—. Se acabó.
Ralston se limitó a decir:
—Gracias a Dios. —Y colgó.
El martes por la noche, tiré todas las pruebas del asesinato al océano Pacífico: la pistola, mi ropa manchada de sangre, la ropa que le había robado a Cathcart, la grabadora y los retratos de Antón Bruckner. Me entraron ganas de quedarme con los retratos de Antón para colocarlos en una casa decente, pero se me habían convertido en unos objetos deleznables. Los rompí en pedazos y los tiré al mar con lo demás.
Al día siguiente, armado con un bolsillo lleno de monedas, llamé a los contactos que aparecían en la lista que Ralston me había dado. En cuanto escuchaba una voz al otro lado del teléfono decía: «Cathcart ha muerto, el chanchullo se ha acabado. Tengo pruebas que lo relacionan a usted con un caso de fraude y extorsión. Detenga todos los pagos inmediatamente.»
Antes de que me pudieran contestar, colgaba. Localicé a todos menos a tres personas de la lista. Con eso me bastaba. A Ralston le correspondía recibir todas sus quejas.
La noticia de la muerte de Cathcart apareció en los medios de comunicación el miércoles por la noche. Esta se atribuyó a un caso de suicidio. Estaba viendo la tele con Walter cuando me enteré: Haywood Cathcart, 56, capitán del Departamento de Policía de Los Ángeles, había muerto después de dispararse con una pistola durante el fin de semana, en su residencia de Del Mar. Llevaba veintiocho años en la policía de L. A. y estaba considerado como un policía ejemplar. Era famoso por haber solucionado el caso del famoso incendio del Club Utopía en 1968, que mandó a la cámara de gas a los asesinos de seis clientes del bar. Sus superiores declararon que no había dejado ninguna nota, pero que últimamente ciertos asuntos familiares le tenían muy preocupado.
En cuanto el locutor, de sombría voz, acabó de leer el reportaje, me eché a llorar. Se lo habían tragado. La policía sabía que algo estaba ocurriendo y decidió zanjar el tema. Si Cathcart no había dejado ningún informe, podía considerarme libre.
Walter se quedó extrañado ante mis lágrimas. Él no me había visto llorar nunca y no tenía ni idea de a qué se debían. Pero hizo todo lo que pudo por consolarme, abrazándome y acariciándome torpemente la cabeza.
—¿Qué pasa, Fritz? —preguntó—. ¿Tú conocías a ese policía que se ha suicidado? ¿Era colega tuyo?
No le contesté, me limité a dejarme consolar. Se había acabado. Esa noche volví a casa, esperando encontrármela saqueada. Pero no lo estaba, estaba intacta, esperándome como un viejo amigo. Miré el calendario que había sobre mi mesa de trabajo. En el recuadro correspondiente al 30 de junio ponía: «Fred Baker, una semana a ciento veinticinco dólares diarios.» Ahora estábamos a 1 de agosto. Llevaba cinco semanas en el limbo, había matado a tres hombres y había conocido cosas que poca gente sabía. No me había equivocado el día que todo esto empezó. Mi vida, en efecto, había estado a punto de cambiar irrevocablemente.
A la mañana siguiente, cogí un taxi hasta el garaje y recogí mi viejo Camaro. Me reunía con otro viejo amigo que habían limpiado y adecentado en mi ausencia.
Llamé a casa de los Kupferman. Ya era hora de encontrarme con quien yo quería. La sirvienta contestó muy alterada:
—El señor Kupferman sufrió un ataque al corazón anoche. Está en el hospital, muy enfermo. A lo mejor se muere.
Ella siguió hablando, pero la tuve que cortar.
—¿En qué hospital? —grité.
—Cedars Sinai.
Colgué el teléfono y salí corriendo. El hospital estaba situado en West Hollywood, en Beverly, cerca de La Ciénaga. A base de saltarme semáforos y coger calles pequeñas, conseguí llegar en un cuarto de hora. Aparqué en un lugar prohibido y entré corriendo enseñando una identificación falsa a la recepcionista, que asustada me informó de que Sol Kupferman estaba alojado en la 538, en el ala oeste.
Cogí el ascensor y corrí por el pasillo hasta que vi a Jane sentada en una silla fuera de la habitación de Sol.
—Cariño —dije, mientras llegaba corriendo—. ¿Cómo está Sol?
Jane se echó sobre mí gritando:
—¡Asesino, asesino, violador, cabrón, asesino, asesino!
Chocamos y ella comenzó a arañarme y a pegarme puñetazos con toda la fuerza de que era capaz, con los ojos llenos de lágrimas. No tenía fuerzas para calmarla, así que dejé que me siguiera pegando. Pero ella no paró y sus gritos de «¡Asesino, asesino!» estaban empezando a atraer a gente de todo el hospital.
—¡Te odio. Odio el día que dejé que me jodieras! —gritó.
Entonces metió la mano debajo de mi chaqueta y sacó la pistola de la cartuchera. Ambos nos quedamos inmóviles y se hizo un silencio en todo el pasillo.
A continuación gritó:
—¡Asesino! —Por fin, tiró la pistola contra la pared y salió corriendo.
Recogí la pistola y me metí en el ascensor pensando: «Dios mío, Dios mío, y todo esto para nada. ¿Y Sol está muerto?»