Authors: James Ellroy
La oficina de Jack estaba situada en la sexta planta de un gran edificio de apartamentos en Sunset, una manzana al este de Fairfax. Su casa era el apartamento de al lado. El lugar no estaba destinado para oficinas, pero el nombre «Jack Skolnick Enterprises» resultaba tan confuso que logró salirse con la suya.
Le di mi nombre a la atractiva secretaria, la cual me mandó directamente a su oficina. Jack estaba sentado leyendo el periódico. Tenía buen aspecto, y se lo dije.
Se sorprendió al verme. Dejó el periódico y se levantó para darme la mano.
—Tú también, Fritz, tío. Has engordado un poco. Siéntate. ¿Cómo te va, Fritzie? ¿Todavía tienes el chollo ese de las recuperaciones? ¿El hacha de Cal Myers?
Como no iba con mala intención lo dejé correr.
—Más o menos. Pero todavía tengo la licencia de investigador privado y la agencia. Ahora mismo estoy llevando un caso. ¿Y tú? ¿Cuál es tu última chapuza?
—Ahora estoy en el negocio de la escolta. Proveo a los ejecutivos de chicas atractivas e inteligentes para que puedan presumir de ellas en varios lugares.
—O sea, estás haciendo de chulo.
Jack sacudió la cabeza como muestra de falsa consternación.
—¡Fritz, hijo! ¿Cómo iba a hacer yo una cosa así?
—Si se sacan pelas.
—¡Protesto, Fritzie! Mis chicas estudian todas en la universidad.
—Sí, cursando la especialidad de follar. Bueno, ya basta de coña. Tengo un cliente que está interesado en un hombre del cual puede que tú sepas algo. Sol Kupferman. ¿Te suena?
Jack me echó una mirada de cautela y afirmó ion un movimiento de cabeza.
—Lo conocí algo hace unos veinte años, cuando estaba haciendo lo de los chóferes. Solía proporcionarle una limusina y un conductor. Hablábamos de vez en cuando.
—¿Sobre qué?
—Nada, sobre el tiempo y esas chorradas. Nada demasiado importante. Pero he oído cosas sobre él.
—¿Como qué?
—Como que era un tío de pelas, un asesor financiero para el crimen organizado de los cuarenta. Como que era un no-combatiente, una especie de mago de los impuestos. Ganó un montón de pasta para los mafiosos.
—¿Ya está?
—¿Tú qué buscas, Fritzie?
—Mira, Kupferman fue citado como testigo presencial ante la corte suprema en los cincuenta. Estaban investigando apuestas. ¿Qué sabes de eso?
—Yo sé que en los cincuenta el Tribunal Supremo se convocaba cada vez que alguien se tiraba un pedo. Era la época de McCarthy. Si citaron a Kupferman, sería probablemente porque conocía a alguien que conocía a alguien o cualquier cosa de ésas.
—¿Qué más me puedes decir sobre él?
Jack volvió a sonreír.
—Que tenía un gran corazón y mucha clase. Era un tío auténtico. Le compré una estola de visón para mi hija hace unos años. Él se acordó de mí y me hizo una rebaja. Es muy buen tío.
—¿Recuerdas el incendio del club Utopía?
—Sí, frieron a un montón de gente y luego el gobierno frió a los freidores. ¿Por qué?
—Oí que Kupferman solía frecuentar el lugar. Me pareció una coincidencia muy curiosa. ¿Qué puedes decirme de eso?
—Sí, la vida está llena de coincidencias curiosas.
Estaba pensando más preguntas cuando sonó el teléfono de su despacho.
—¡Liz, bonita! ¿Cómo fue?
Me levanté y le di la mano por encima de la mesa. El tapó el teléfono con la otra mano.
—A ver si quedamos, Fritz. ¿Vamos a cenar?
—Ah, vale. Te llamo.
Hizo un gesto de despedida con la cabeza. Mientras salía por la puerta le oí exclamar en tono socarrón:
—¿Un diputado? ¿Y quería hacer eso contigo?
Al salir a la calle, sentí que comenzaba a refrescar. Decidí volver a casa e ir después a buscar a Fat Dog. El caso estaba convirtiéndose en un ejercicio de futilidad, y me iba a sentir más seguro con parte del dinero de Fat Dog en el bolsillo. Bajé la capota del coche y bajé por Sunset en dirección este. Comenzaban a aparecer grupos de putas jóvenes sentadas en las paradas del autobús y echando el ojo a los conductores. Por un momento, acaricié la idea de coger a una, pero sólo por un momento; tenían un aspecto demasiado triste.
Una vez en casa, contemplé la puesta de sol desde mi terraza. Lo mejor de Los Ángeles es la claridad, y en Los Ángeles eso se traduce en sombras y neón. La noche se despertaba ahora. Fui a buscar a mi cliente.
Santa Mónica Boulevard y Sawtelle Avenue, media milla al sur del complejo de la Veteran's Administration, es lo peor de Los Ángeles West. Es un lugar extraño. No resulta especialmente peligroso, a no ser que te muevas en plan novato entre la multitud de espaldas mojadas que viven en las pensiones de mala muerte del barrio. Los botellines de vino fríos dominan los refrigeradores de la media docena de bodegas de la zona, y los condenados viejos que las compran son la cosa más triste que he visto en mi vida. Pero el llamado «cementerio oeste» tiene su parte buena. El Nuart Theatre es un buen lugar de reestrenos y el Papa Back Bookstore es la meca de la literatura alternativa. Con todo, allí la desesperación gana por un pico de caballo y el barrio es un lugar ideal para un hippie colgado de treinta y cinco años.
Aparqué en una gasolinera situada enfrente del Nuart y me dispuse a buscar el Tap & Cap. Lo encontré al doblar la esquina del teatro en Sawtelle. Resultó ser un bar cutre con un cartel de neón anunciando las horas de apertura: de seis a doce horas (el máximo permitido por la ley). Cuando entré, me quedé impresionado por la cantidad de
deja vu.
El lugar había sido descrito por Fat Dog como un bar de caddies; y es que las dos docenas de hombres que había sentados en el bar y alrededor de las mesas de billar no podían ser más que caddies. Iban vestidos más o menos igual: viejos pantalones de golf que habían sido caros originariamente, camisetas adornadas con mascotas u otros símbolos en el bolsillo y sombreros: una amplia variedad. De viseras a gorras de béisbol, pasando por sombreros tiroleses. Yo había visto muchas personas vestidas así durante años, morenos y de edad avanzada. Demasiado bien vestidos para ser vagabundos, aunque sin llegar a pasar por ciudadanos corrientes. Caddies en definitiva.
Tomé un asiento al fondo del bar. Detrás de la barra y sobre los estantes ocupados por jarras de cerveza, había un gigantesco collage fotográfico con fotos ampliadas de los jockeys más famosos y sus monturas, entremezcladas con polaroids de los clientes de la casa jugando al softball y tragando cerveza. No conseguí localizar a Fat Dog, así que llamé al camarero.
—Estoy buscando a Fat Dog Baker —comenté—.Me dijo que podría dejarle aviso aquí.
—Hace lo menos una semana que no lo veo por aquí. Pero si quiere dejarle un mensaje, se lo daremos.
—No; es que tengo que verlo esta noche.
Saqué un billete de cinco de la cartera y se lo puse delante, encima de la barra. Señalé a los que jugaban al billar detrás de mí.
—¿Alguno de éstos conoce a Fat Dog o sabe dónde puedo encontrarlo?
Él retiró el billete con destreza y señaló a un hombre con aspecto de espantapájaros que estaba enredando con la máquina de discos.
—Ése de ahí es Augie Dougall —dijo—. Suele salir con Fat Dog. Pregúntale a él, igual lo sabe. Cómprale una jarra. Coors es la que más le gusta.
Le di las gracias al encargado, premiándolo con uno de mis pocos frecuentes guiños y llevé la jarra fría y un vaso hasta la máquina de discos. Le di unos toquecitos en el hombro al espantapájaros. Este se dio la vuelta y faltó poco para que se me cayera la cerveza.
—Esto es para ti —dije, señalando una mesita—. Soy amigo de Fat Dog Baker. Me gustaría hablar un momento contigo.
En cuanto nos sentamos, metió el morro en la espuma. Debía de tener unos cincuenta y cinco años y era muy alto, podría medir uno noventa y cinco. No debía pesar más de setenta kilos. Parecía un hombre franco y avispado, así que no me anduve por las ramas.
—Estoy haciendo un trabajo para Fat Dog —dije—. Como sé que eres amiguete suyo, pensé que sabrías decirme dónde está.
—Vale. Oye, ¿no serás policía?
—No.
—Es que lo pareces.
—Cambié la placa por un equipo de golf. Fat Dog va a enseñarme a jugar.
Augie ni se rió ni cambió de expresión. Su mirada seguía fija en mis ojos. Echó otro trago. Se me pasó por la cabeza que debía ser un poco tonto.
—Pues te has buscado un buen maestro, colega. Nadie conoce el golf como Fat Dog, ni conoce los campos como él. Das el
put
como él te dice y ¡zas!, lo tienes en el agujero.
—Me alegro, pero yo lo que quiero saber es dónde encontrarlo esta noche.
Augie Dougall continuó:
—A Fat Dog no le gusta dormir bajo techo. Dice que le sienta mal. Tiene malos sueños. Últimamente ha estado trabajando en el campo de golf de Bel-Air y duerme en el campo en una pequeña colina del hoyo ocho, cerca del lago.
—¿Quieres decir que duerme en el campo del Bel-Air Country Club?
—Sí. Flay una verja que da a Sunset donde está el colegio de niñas. Tienen una estatua muy grande de Jesús. Fat Dog salta la valla. Tiene un sitio todo arregladito para él…
No le dejé acabar. Le arrojé un rápido «gracias» y salí del bar. Entonces capté el comienzo de una discusión que versaba sobre los méritos del swing de Arnold Palmer frente al de Ben Hogan. Mientras me encaminaba por Sawtelle en dirección al coche, las expresiones de ira y admiración de los caddies me llegaban a través de la noche.
Yo conocía la entrada a la que Augie Dougall se refería. Jesús montaba guardia sobre el aparcamiento para estudiantes del colegio de niñas de Marymont. Aparqué junto a la verja que Fat Dog tendría que saltar para llegar a su escondrijo y puse una música que me ayudase a formar mis planes en una noche cálida de verano: la Sinfonía cuarenta de Mozart, ligera y graciosa, era la antítesis del irritante tedio que comenzaba a provocarme el caso.
Cuando acabó la música, esperé en silencio alrededor de una hora. Entonces escuché los pasos de Fat Dog acercándose adonde yo estaba. Murmuraba algo ininteligible. Lo llamé en voz baja para no asustarlo.
—¡Hola, Fat Dog! Tienes visita.
—¿Quién es? —contestó alarmado—. ¿Amigo o enemigo?
—Soy Fritz Brown, Fat Dog. Tengo que hablar contigo.
—¡Fritz! ¡Colega! ¡El detective privado! ¿Qué le has traído a Fat Dog?
Abrí la puerta de la derecha.
—Tengo información para ti, pero no sé si te va a interesar.
Se sentó a mi lado en el asiento delantero y me dio un cálido apretón de manos. Tenía la mano grasienta, con olor a hojas secas y sudor; el precio de vivir al aire libre.
—Suéltalo, Fritz —dijo.
—Esto es lo que hay —dije—. He estado siguiendo a tu hermana y a Kupferman. No el tiempo suficiente para establecer una rutina aunque sí para poder decirte que no ocurre nada fuera de lo normal.
Era una mentira, pero piadosa.
—Algo más importante. Hablé con un antiguo socio de Kupferman, y he comprobado su situación con la policía. Lo que puedo decirte es esto: hace mucho, Kupferman era asesor financiero para una organización criminal. Un contable. De hecho, fue dos veces testigo presencial ante el Tribunal Supremo, cuando investigaban las redes de apuestas. Eso ocurrió en los cincuenta, pero tengo bastante claro que ha estado limpio desde hace mucho.
—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora?
—Eso depende de ti. Puedo sacar los archivos del Tribunal Supremo. Pero eso requiere tiempo, además de dinero para un abogado. Puedo continuar la investigación, aunque no creo que pueda sacar más mierda. También puedo hablar con otra gente que conozca a Kupferman y ver qué dicen. Creo que eso es todo.
—Pues sigue, tío, esto es muy importante para mí.
—También está la cuestión del dinero, si quieres que continúe. Te doy un precio redondo. Mil por una semana de mi tiempo; gastos incluidos. Es un buen chollo. Te traeré un informe escrito de todo lo que haya averiguado. Hay otra cosa: necesito el dinero ahora. Y otra, al final de la semana, me voy de vacaciones. Entonces se acaba el trabajo, ¿vale? ¿Tienes pasta?
—Sí, pero no la llevo encima. Nunca lo hago, por la noche; hay demasiado loco suelto. Uno nunca está seguro, ni siquiera durmiendo fuera. Tenemos que ir a buscar el dinero, ¿vale?
—De acuerdo. Lo tienes en efectivo, ¿verdad? —Sí.
—¿Adonde vamos?
—A Venecia.
Venecia, donde la basura desemboca en el mar. A mi canino amigo le cuadraba bastante tener la cuenta allí.
Fui por carreteras circundantes para que me diera tiempo a conversar con mi cliente. Era mucho más interesante que las dos personas sobre las que tenía que investigar. Los chorizos legalizados y los músicos amateurs eran bastante comunes, pero los caddies que dormían en campos de golf y que se paseaban por ahí con seis o siete mil dólares eran más bien escasos y probablemente oriundos únicamente de Los Ángeles.
—¿Qué tal es el trabajo de caddie, Fat Dog? ¿Se gana dinero?
—No me va mal. Tengo clientes habituales —dijo.
—Cuando era niño, solíamos pasar por el Wilshire Country Club cada sábado, camino del cine. Me acuerdo de ver a esos tíos cargando bolsas de golf al hombro. Parecía un trabajo muy duro. ¿No se hacen muy pesadas esas bolsas?
—No mucho. Te acostumbras a ello. Pero si te recorres Hillcrest o Brentwood, te rompes los huevos. Esos judíos llevan cemento en las bolsas y además ninguno sabe jugar al golf. Ellos lo que quieren es torturar a los caddies. Te pagan unos cuantos dólares más, pero sólo para que puedan sentirse superiores mientras te torturan.
—Eso sí que es una teoría interesante, Fat Dog; el sadismo en el campo de golf. Los jugadores de golf judíos como sádicos. ¿Por qué tienes tanta manía a los judíos?
—No es manía. Jamás conocí a uno que mantuviera su palabra o que supiese jugar al golf. Son los dueños del país, y luego se quejan de que no pueden entrar en buenos clubes, como el Los Ángeles o el Bel-Air. Pero cuando sea rico, voy a tener una cabaña de caddies llena de «cabras» judías. Me voy a comprar una enorme bolsa Spaulding y la voy a llenar de sombrillas, pelotas de golf y palos de repuesto. Voy a tener un caddie negro y uno judío. Tengo un amigo, un rico, que piensa como yo. Él va a comprarse una bolsa como la mía. Vamos a joder a esos judíos y a esos negros de mierda. ¡Ja, ja, ja!
La risa de Fat Dog fue en aumento y acabó diluida en un ataque de tos que le provocaba unas lágrimas que bajaban por sus mejillas. Sacó la cabeza por la ventana para tomar aire.